martes, 30 de marzo de 2010

Sueños prohibidos



Starring: Lazhar y Kalervo.


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Aldea Cazasombras - Desolace

Desde la estrecha hamaca, recostado, contemplaba al muchacho. Mantenía el ceño fruncido y esa actitud de guardia severo que tan natural le resultaba, hasta el punto de ser casi su estado habitual en cuanto notaba que las cosas no iban bien. El viento traía el aroma a sal del mar, la noche estrellada canturreaba con el murmullo del aire en las hojas, el rumor de las olas y el canto de los grillos y las lechuzas. El poblado trol estaba en calma, y Lazhar vigilaba al pequeño mago, que dormía como un cachorrito, con las manos atadas a un poste y el semblante angelical.


"Demonios"


Suspiró y miró a otra parte cuando el chico se removió. La camisa del jovencito se abrió un poco y una porción del pecho pálido, destellante, se mostró por un momento, al tiempo que la fragancia dulzona le cosquilleaba en la nariz al agitarse en sueños el cuerpecillo flexible de Kalervo.


Se había plantado, horas antes, delante suya. Con las cuerdas anudadas en las muñecas, le pidió que le sujetara al poste, batiendo las negras pestañas y hablando con la débil voz infantil. "Así puedes dormir mejor esta noche", le había dicho "y no podré andar dormido. Ya es hora de que descanses tu también". En los últimos tiempos, el joven conjurador había tenido accesos de sonambulismo, que preocupaban bastante al paladín. Por eso pasaba las noches en vela, vigilando que no se moviese del sitio. Lo de las cuerdas parecía una buena solución y no encontraba justificación para negarse, asi que había accedido a su petición, pero sin embargo, no pegaba ojo. "Tengo que cuidar de él. Tengo que vigilarle", se decía. Y le miraba.


- Lazhar... - murmuró el chico, sin despertarse, removiéndose de nuevo. - Lazhar... sálvame...


"¡¡¡DEMONIOS!!!"


Apretó los dientes y tomó aire, intentando no escuchar el débil gemidito ambiguo y frotándose la nariz para arrancarse ese olor. Dulce, dulce, como azúcar caliente, almíbar y cerezas, caramelos, magdalenas y fresas con nata. Y al fondo esa chispa ácida, vibrante, del aroma peculiar de la magia. Apartó la mirada. Si el chico tenía una pesadilla, ya se le había pasado. Ahora sólo oía su suspiro y la lenta respiración.


Intentó relajarse. "El cielo. Mira el cielo. Oh, que bonito".


Era terriblemente consciente de la presencia del mago ahí, en la hamaca contigua, y por algún maldito hechizo se sentía incapaz de integrarla en el entorno sin que despuntara como lo único a lo que podía prestar atención. El cielo.


Se recostó hacia atrás y miró el cielo, intentando no pensar en nada, dejando que la vista se perdiera en las estrellas, en los resplandores blanquecinos y la envolvente negrura del firmamento nocturno... dejando pasar el tiempo, hasta que el tiempo perdió el sentido... dejándose llevar por la paz que parecía poder encontrar así, sin importar si eran minutos o eran horas las que lentamente transcurrían.


- Lazhar...


Casi dio un respingo, volviendo en sí. Le había quemado su aliento en el oído en aquel susurro. Se incorporó precipitadamente, le buscó con la mirada. El chico no estaba. Sobre la hamaca, las cuerdas pendían hacia el suelo, y ni rastro del arcanista. "¿Que? Es imposible. ¿Cómo se ha soltado?" Se puso de pie, en camisa y pantalones, y cogió la espada, mirando alrededor. Todo estaba vacío.


- Kevo... ¿donde estás? - llamó débilmente.


Las sombras se recortaban en la aldea cuando echó a andar en su busca, siguiendo diminutas huellas de pies descalzos en la arena. Los contornos de las chozas eran sinuosos y extraños, y el olor dulce, acaramelado, parecía impregnarlo todo, le secaba la boca y le agitaba el estómago.


- Aquí.


Dio un respingo y escuchó la conocida risita, infantil y contagiosa, mientras una sombra se escurría tras la loma y el ondear de los cabellos oscuros desaparecía en la pendiente de detrás, con el susurro débil de pisadas sobre la tierra.


- No es hora de jugar, Kevo. - murmuró, frunciendo el ceño, y saltó la loma para descender en su busca.
- Lazhar


Se dio la vuelta repentinamente. De nuevo el aliento quemándole el oído, la voz suave, el olor estallando muy cerca. El corazón le saltó en el pecho y giró sobre sí mismo, guardando el arma en el cinto y buscando, buscando, buscand...


Ahi estaban. Se topó con ellos. Los ojos azules, relucientes como fantásticas luciérnagas de color turquesa que le observaban, húmedos, entre el batir de las pestañas. Se le trabó el aire en la garganta, y el aroma a caramelos y magia le inundó los sentidos, mientras recorría su imagen con la mirada ávida. El pelo negro agitado por la brisa, la piel cremosa, salpicada de gotas ligeras que brillaban como diamantes sobre el torso. Llevaba la toga abierta y empapada, pegada al cuerpo ligero, marcando cada milímetro de su figura, desde los hombros de suave curva hasta la estrecha cintura de muchacha.


- Estás mojado - acertó a gruñir, presa del extraño embrujo que le dominaba.
- Me fui a dar un baño - dijo el chico sencillamente.
- ¿Vestido?


El mago parpadeó ruborizándose, y los dedos largos, blancos, se detuvieron sobre la pechera desatada de la toga con timidez. Dijo algo que Lazhar no llegó a entender, pues sus sentidos estaban capturados por el movimiento de los labios carnosos, delineados, rojizos y húmedos del chico, y asintió por inercia. Cuando escuchó el rumor pesado de la toga cayendo al suelo, el corazón le golpeó el pecho con fuerza y se le atoró la garganta como si alguien la apretara con una cizalla.


- ¿Qué haces? - El martilleo violento de la sangre en las venas le estaba enloqueciendo, y se sentía arder.


El chico sacó los pies con gracilidad, dejando la prenda aovillada sobre la arena y acercándose un paso a él. Los labios jugosos derramaban el aliento perfumado sobre los suyos, apenas a unos centímetros.


- Te dije que si me desnudaba y asentiste - le recordó, en un tono íntimo y prometedor, y a la vez, mimoso. Puso morritos - ¿No quieres?
- Si - susurró Lazhar, en un gruñido rasposo, contenido - Sí que quiero.


Se estaba volviendo loco. El aroma delicioso le hacía la boca agua, la figura desnuda desprendía un tenue frescor, como la menta, que le reclamaba a hundir los dientes en su carne, y su voz era un conjuro hipnótico del que no podía escapar. Había cerrado los ojos, y volvió a abrirlos cuando él le tomó la mano y guió sus dedos hacia su propio rostro, deslizándolos hasta la boca apetitosa, que se entreabrió con un suspiro. Entre las pestañas negras, el mago le miraba con una tentación latente en las pupilas brillantes, cargadas de intención. Tragando saliva, recorrió los labios suaves con las yemas y dejó que su índice se adentrara en la cálida cavidad donde moraba el aliento fragante. La lengua sinuosa del chico le acarició fugazmente y la saliva ungió su tacto.


- ¿No te gusto? - Preguntó de nuevo el arcanista, acercándose más. Los dedos de Lazhar descendían ahora por el cuello blanco. Se ahogaba en su propio incendio.
- Sí - respondió otra vez, en un resuello inaudible.


Las pestañas del muchacho le acariciaban las mejillas. Su boca estaba muy cerca, tanto que la tibieza de su respiración se condensaba sobre sus propios labios. Y el susurro volvió a quemarle la conciencia.


- ¿Cuánto?


No podía más. Se abalanzó sobre él y hundió la lengua en aquel pozo de dulzura caliente y húmeda, atrapó los labios con los dientes en una presa suave y le degustó a sus anchas, estrechando el cuerpo breve contra sí. Su desnudez le refrescaba la piel, al tiempo que le encendía con mayor virulencia. El gemido roto que dejó oír el muchacho, abandonándose a su abrazo, terminó de arrancar toda su contención, y recorrió la deliciosa cavidad a conciencia, empachándose de su sabor empalagoso y lamiendo cada recodo, enroscándose en un beso hambriento y agónico que le rompía en dos de tanto como avivaba su hambre.


Las manos rudas recorrían la espalda del mago, se fijaban en su cintura y se enredaban en su pelo. Los brazos ligeros le rodeaban el cuello, uno de los diminutos pies, suave y menudo, le acarició una pierna. Cuando se separó del beso, tomando aire como si no hubiera bastante, de algún modo estaba tendido sobre él en la arena.


- Kevo...


"Qué bonito es", acertó a pensar, consciente de la mirada suplicante de los ojos turquesa. El chico jadeaba suavemente, cimbreándose como un junco bajo su peso, y la suave anatomía brillaba bajo la luz de la luna y las estrellas con una blancura escultórica. De nuevo rozó sus labios con los dedos y dibujó cada arista de la pálida geografía, acariciando el pecho infantil y las costillas, el vientre terso y la perfecta hendidura del ombligo.


- Tócame más - pidió el maguito, observándole arrebatado. - Tócame con tus manos y tu boca, hasta que quedes saciado.
- Pero me estoy quemando - replicó él, sin que tuviera nada que ver.


Y de alguna manera, salió del agua. No era ya la arena, sino el océano, del que emergía con el muchacho sujeto entre los fuertes brazos, quien le cubría con su cabello chorreante, oscuro, y enredaba las piernas  en su cintura, las manos en su pelo rojo. El rostro del chico se contraía cuando se mordía los labios, entrecerrando los ojos y exhalando quedos gemidos. Bailaba y se movía, ascendiendo y descendiendo al compás de las olas, respirando precipitadamente, y Lazhar solo podía mirarle, extasiado, y aguantar cada delicioso envite con el que le acogía en sus entrañas, con los pies firmemente plantados en el lecho marino y la punzada violenta y eléctrica del deseo arrebatado.


- Lazhar...


Pronunciaba su nombre entre los gimoteos extasiados, entreabría los labios tentadores, pestañeaba, con el cabello sobre el rostro. Su cuerpecito mojado se escurría sobre el suyo, entibiando su piel, y la presa estrecha en la que Lazhar estaba atrapado se le antojaba demasiado. Ahogaba su sexo ardiente, lo absorbía hacia su interior con facilidad entre las aguas turbulentas, le atrapaba y liberaba una y otra vez, dejándose caer y alzándose de nuevo entre los cabellos agitados y los jadeos sordos. Demasiado calor, demasiado apretado, demasiado. Hundió los labios en su hombro, al borde del sollozo, mareado y sintiéndose morir.


- Apágame... apágame...


Abrió los ojos, dando un respingo y temblando como una hoja.


"Demonios, demonios, demonios y demonios"


Seguía siendo de noche. Ni estaba en el mar, ni las olas se agitaban, ni tenía a nadie entre sus brazos. Yacía en la hamaca, con el cabello pegado al rostro, mareado, ardiendo de una fiebre inexplicable y con un gran, enorme, increíble problema dentro de los pantalones. La aldea Cazasombras estaba iluminada por las antorchas, algunos trols dormitaban afuera y merodeaban en la planta baja. Parpadeó, pasándose las manos por el rostro. Arrancándose los jirones de aquel sueño aberrante y terrible.


Algo se movió en la hamaca contigua y observó al chico, maniatado al poste, durmiendo como un cachorrito con expresión infantil en el rostro sereno. El semblante de Lazhar se contrajo con una mueca dolorida y saltó de su lecho, abandonando la estancia para alejarse lo más posible del pobre arcanista, que dormía confiado y tranquilo mientras él, despreciable y sucio elfo, soñaba cosas... cosas... cosas ¡eróticas! con él.


"Soy un enfermo", pensó, mientras se encaminaba hacia la playa. Un baño frío y una buena dosis de actividad le limpiarían de aquella horrible sensación de suciedad que sentía sobre sí, viscosa y pegajosa. Y no solo en la entrepierna.

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