martes, 13 de abril de 2010

El Escolta (XXII)


- La ciudad está preciosa en primavera, ¿no crees?

Selayne abrió las cortinas y le brindó una sonrisa alentadora a su esposo. No terminaba de entender qué extraño placer encontraba él en permanecer casi a oscuras en la pequeña salita, a la luz de un candelabro, leyendo y escribiendo a solas. Él asintió levemente, estaba segura de que ni siquiera le había escuchado. Permanecía en la misma postura, recostado en la silla acolchada, con los brillantes ojos azul oscuro fijos en los pergaminos, tomando la tinta con cuidado y dejando que goteara de la pluma antes de retornar a los finos trazos de su caligrafía.

Ella suspiró y abrió la ventana un ápice, mirándole de reojo. Sólo entonces él levantó la mirada hacia el cristal y la fijó en las cortinas agitadas por la suave brisa.

- ¿Ya es primavera? - dijo, frunciendo levemente el ceño, como si saliera de un sueño turbio.
- Hoy es el primer día - sonrió ella de nuevo. Finalmente, Velantias le devolvió una sonrisa melancólica y se levantó, mientras ella le cedía el lugar para dejar que se situara junto a la ventana.
- Hay que ver, cómo pasa el tiempo.

Las luces de Lunargenta brillaban como estrellas titilantes en la noche, el viento suave y húmedo transportaba las fragancias de las flores pujantes.

- ¿Sabes? Los magíster están trabajando para conseguir que siempre lo sea en nuestra bella tierra. Lady Delia me lo ha dicho hoy en el Templo.
- ¿Ah sí?
- Ahám. Parece que hay algo de controversia al respecto.
- ¿Qué clase de controversia?

Selayne parpadeó y miró de reojo a su esposo.

- Los sacerdotes no están muy de acuerdo. El Custodio del Orbe ha enviado un comunicado muy inspirador.

Silencio. Percibía la tensión en la mandíbula de su esposo, y esa negrura triste en las pupilas, cuando su mirada se volvió hacia adentro. Le había conocido diez años atrás, cuando servía como escolta a un amigo de su tío, anciano, enfermo y muy aprensivo. Selayne no estaba enamorada, y siempre supo que Velantias no le amaba, pero él estaba herido y ella necesitaba un esposo para cubrir su relación incestuosa con su propio hermano. Siempre había deseado ser una mujer casada, y no le costó manipular las circunstancias para que su padre convenciera a Velantias de que esa unión le convenía. Creyó que podían ayudarse, y así lo intentaba... pero Velantias jamás parecía abandonar ese aire taciturno y dolorido. Y con el tiempo había aprendido que no le gustaban nada los sacerdotes ni sus sermones. Por eso, no pudo disimular su sorpresa al escuchar su pregunta, en tono grave y triste.

- ¿Qué decía el comunicado?
- Oh pues... verás, decía que todos amamos la primavera, pero que el invierno es necesario - respondió, muy animada por el repentino interés. - Que la tierra reposa bajo la nieve y aunque las hojas mueran, volverán a nacer, que las semillas plantadas con firmeza se fortalecen con el frío y gracias a él son más exultantes sus frutos. Y que apreciamos aún más la bendición de Belore cuando el invierno nos priva de su abrazo, que sin invierno no tiene sentido el verano, ni la primavera sin otoño. Decía que buscar la primavera eterna era una falta de fe hacia el ciclo de Belore, el Sol Eterno, y que El nos da el otoño para que sepamos esperar su nuevo resurgimiento. Esa clase de cosas.

Parpadeó, contemplando el leve resplandor en los ojos de su marido, el amago de sonrisa nostálgica.

- ¿Y crees que tiene razón? - murmuró Velantias.

Selayne se recogió un mechoncito suelto del moño y se encogió de hombros con ligereza, 

- Pues no lo sé. A mí es que no me gusta el frío.
- A mí tampoco.

Un golpe de brisa agitó las cortinas otra vez y las hizo golpear contra la pared. Velantias se quedó mirándolas con fijeza, abstraído. La elfa suspiró.

- Tengo que ir a organizar a las doncellas. Esta noche vendrán a cenar los Veralhad y la Dama Davinia.
- Bien
- Recuerda que es a las seis... no llegues tarde. Quizá podías leer uno de tus poemas.

Selayne le dio un breve beso en la mejilla y salió de la habitación. Sabía que no leería ninguna poesía, que probablemente llegaría tarde y que permanecería toda la velada como un mueble, inexpresivo y asocial. Pero llevaban diez años casados, ya estaba acostumbrada.

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