domingo, 28 de febrero de 2010

El Escolta (V)

La rutina se estableció de una manera natural en la Torre Blanca tras la llegada de sus nuevos inquilinos. Cada mañana al amanecer, la enorme cúpula se abría como una flor, y el Orbe del Sol, flotando en su interior, brillaba resplandeciente con los rayos del sol naciente. Velantias lo contemplaba desde el pequeño muelle, durante los escasos minutos en los que la esfera reluciente destellaba en el firmamento como un segundo astro vespertino, y acto seguido comenzaba la actividad, lenta y serena.

Al puerto llegaban las barcas con los escasos suministros necesarios, los sirvientes silenciosos tomaban nota de las cartas lacradas, los rollos de papiro, los libros, las copas de cristal y las cajas de alimentos. Las cocinas, situadas en la parte inferior de la torre, chisporroteaban con la magia que mantenía los fuegos encendidos y el humo discurría por las chimeneas que lo expulsaban al otro lado de la isla. La Sala de Meditación abría y cerraba sus puertas, y cada semana, algún peregrino asceta desembarcaba para ver al Custodio y recibir una bendición. Solo entonces Allure salía de su encierro constante en sus aposentos, vestido de blanco y perfumado, con el rostro sereno y grave y las trenzas a la espalda, y recibía a sus visitas, con quienes hablaba casi en susurros. En esos breves momentos, Velantias permanecía tras él, marcial y con la vista al frente y un ojo puesto en los recién llegados. Cuando las barcas partían, indefectiblemente, el Custodio le miraba brevemente y regresaba al interior.

Durante días no intercambiaron una palabra. Y pasado un mes, hasta el militar mejor formado estaría desesperado de tanta calma y placidez. No era Velantias una excepción, por lo que comenzó a deambular por las cocinas y las salas de estudio de los criados, que como descubrió en ese vagar indolente, no eran otra cosa que monjes e inscriptores que recogían en sus pergaminos hermosas miniaturas y bellas oraciones escritas con tintas de colores que ellos mismos fabricaban. Ausentes y absortos en su trabajo, le ignoraban todos ellos flagrantemente.

Por eso, a pesar de las reticencias que se habían instalado en sus sentimientos después de aquellos dos únicos besos, fruto de un error y una noche estelar de hermosura inusitada, pasado un mes se vio a si mismo una mañana, de pie ante la puerta de las estancias del custodio, contemplándola como si fuera la puerta de los infiernos, levantando la mano y dudando una y otra vez antes de golpear con el puño para llamar con tres golpes. Se lamió, nervioso, los labios, al escuchar el crujido de los goznes y ver a uno de los sirvientes personales de Allure, que se inclinó levemente y le franqueó la entrada.

El joven estaba sentado al fondo de la sala, ante una mesa situada bajo una ventana que daba al mar. Ésta permanecía abierta, permitiendo el discurrir de la brisa marina. La toga blanca ondeó suavemente cuando Allure se incorporó con un movimiento precipitado, como un extraño resorte, carraspeó y se la alisó con un ademán difuso, mirándole con enormes ojos pálidos.

- Buenos días, Señor - dijo el escolta, haciendo una reverencia y cuadrándose después.

¿Por qué se sentía nervioso Velantias? No lo sabía muy bien. Se quedó plantado en la puerta, observando la turbación del Custodio, hasta que el chico fue capaz de mirarle a los ojos. "Es un chico", se repitió, como había venido haciendo durante los últimos días cada vez que el recuerdo le asaltaba. Y sin embargo ahí estaba, mirándole como un idiota, contemplando el rostro delicado y los cabellos que ahora lucía el muchacho sobre los hombros en libertad.

- Buenos... días.

El silencio incómodo se prolongó un instante, hasta que Allure pareció reaccionar y retiró una silla.

- Pasa, por fav... ¡Pasad!, pasad, por favor. - se corrigió, al darse cuenta de que le había tuteado, cerrando los ojos con fuerza y apretando los dientes en una mueca de autocensura, meneando la cabeza después. - Disculpadme. Creo que tanto tiempo en silencio me hace olvidar cómo se habla... correctamente, además de mis modales.

Velantias amagó una media sonrisa y dio un par de pasos, contemplando los aposentos del Señor de la Torre Blanca. Allure, que seguía su mirada, se precipitó en ocultar una camisa sucia con un movimiento veloz, y carraspeó uniendo las manos a su espalda. Él fingió no haber visto nada, interesándose con tesón en los muebles y cortinajes. Escritorio, una amplia mesa con sillas, un rincón con alfombras, la gran cama con doseles y los candelabros. Sin lujos pero más que suficiente, aunque para ser exactos, Velantias prefería definirlo como lujo disimulado en austeridad.

- ¿Puedo hacer algo por vos? - murmuró el custodio desde su posición, a una distancia más que considerable de él.
- Sí, en realidad creo que sí.
- Bien... bien. Os escucho - dijo el muchacho, carraspeando y sentándose en la silla que había retirado para él y no había ocupado. Se apartó el cabello, puso las manos sobre el regazo y acabó enlazándolas sobre sus muslos, mirándole con continuos parpadeos.

"Está turbado", comprendió. Determinó que el joven se sentía cohibido por su rudeza y su mal carácter, así que trató de modular su voz para no sonar autoritario ni demasiado blando. ¿Por qué era todo tan complicado?

- He observado que el voto de silencio se lleva a rajatabla en la Torre, señor.
- Sí, así es.
- Creí entender que debería tomarlo yo también. ¿Es eso correcto, señor?

Carraspeó, sintiéndose un poco tonto. En su mente había imaginado que sería agradable subir a conversar con la única persona que al parecer estaba capacitada para ello en la Torre, pero había pasado por alto con gran ingenuidad por su parte que esa persona era Allure, esa criatura hermosa a rabiar que ahora le estaba mirando con cierto temor. "El chico al que besé, dioses". Se le caldeó la sangre en las venas. Una cosa era recordarlo cuando no le tenía delante, pero ahora se habría sentido aliviado si la tierra se hubiera abierto para tragarle. Era muy difícil hablar con amabilidad sintiéndose tan tenso.

- Si... bueno no, es decir... - el chico carraspeó de nuevo, frunciendo el ceño - la tradición así lo dicta, pero supongo que nadie tiene por qué saber que no habéis hecho ese voto. Y a nadie debería importarle, dado que...
- Lo haré si es vuestro deseo - respondió él tras la pausa vacilante de su contertulio, con toda la suavidad que fue capaz.
- No. Si... no, no. - admitió al fin Allure, suspirando y mirando a todas partes mientras estrujaba la toga entre los dedos. - No, no es mi deseo, sinceramente. Preferiría que no lo tomárais. A... a menos que lo consideréis vuestro deber. No os lo impediré si es vuestra... hum... voluntad.

Velantias se permitió una leve sonrisa disimulada, bajando la cabeza. Bueno, esa respuesta era un alivio. Dejó la mirada perdiéndose en las baldosas. El sacerdote le resultaba terriblemente tierno, allí sentado tieso como un palo y tratando de no decir nada incorrecto. Realmente, su situación no era muy distinta, como comprobó al sentir un calambre en la mano que mantenía, rígida, sobre la empuñadura.

- Os lo agradezco - replicó al fin. - Si fuera una obligación, estaría incurriendo en una falta ahora, dado que os estoy hablando.
- Sí, así es.
- ¿Y... vos debéis hacer ese voto?
- No, realmente no. No. Si así fuera también estaría rompiéndolo ahora. Al hablaros.
- Claro.
- Sí.

Hubo otro instante de silencio, en el que ambos contemplaron los interesantísimos ornamentos de las paredes, hasta que sus ojos se cruzaron de nuevo y Allure dio un leve respingo. Velantias admitía que a él se le daba mejor ocultar ciertas cosas, pero no se le había pasado por alto su propio estremecimiento. El aire le parecía enrarecido, viciado entre los dos, a pesar de la corriente de aire fresco que entraba por la ventana. "Esto ha sido una mala idea, márchate de una vez", dijo una voz clara y decidida en su cabeza. Si, sin duda eso era lo que tenía que hacer. Iba a hacerlo ya. Sería lo mejor, antes de cometer una estupidez o seguir diciéndolas como un adolescente estúpido delante del chico al que había besado. Dioses.

- ¿Qué hacéis durante todo el día, señor? - dijo en cambio, arqueando las cejas y buscando una salida desesperada de sus propias arenas movedizas.

Allure le miró con sorpresa, como si fuera una estatua la que le preguntaba, o un fantasma. Quizá su tono había sonado demasiado alto en esta ocasión. Luego el joven frunció el ceño y señaló vagamente el escritorio.

- Contestar a la correspondencia, escribir reflexiones para enviar a los templos, meditar... esas... esas cosas.
- Entiendo.
- Sí. Es lo que... es lo que hace un custodio. Durante toda su vida - murmuró al final, fijando la mirada en la lámpara de la mesita - ¿Y vos?
- Oh bueno. Por la mañana siempre hay actividad cuando llegan barcas - respondió, rascándose la ceja - He estado visitando la biblioteca... espero que no sea un problema.
- En absoluto, no lo es. No lo es, no. Podéis ir siempre que... siempre que queráis podéis ir, sí. ¿Os gusta leer?

La mirada del joven se había animado un tanto y la tensión implícita entre ambos se disipaba en cierta medida. Velantias respiró con alivio, y fue capaz de hablar de una manera más natural.

- Sí, lo cierto es que sí.
- Aquí hay varios rollos de poemas antiguos, de la era de Azshara, ya sabéis. Muy recomendables. ¿Os gusta la poesía?
- Me gustan las historias.
- Ah. No... no habréis encontrado gran cosa de vuestro gusto entonces.
- En absoluto, hay muchas cosas que me gustan aquí - hizo una pausa y sus miradas colisionaron de nuevo, el Custodio sorprendido, y él sintiendo cómo se le helaba la sangre en las venas. "¡Arréglalo!" - En la biblioteca, quiero decir. No aquí. No en vuestros aposentos, claro. Sino allí. - puntualizó rápidamente.
- Ah... si, desde luego. Dónde si no.
- Obviamente.

Volvió el silencio incómodo, y Velantias inspiró profundamente, cambiando el peso de pie y mirando el cielo claro a través de la ventana.

- Deberíais salir de cuando en cuando - dijo, impulsivamente. - El verano se acerca y el mar es cálido y agradable. La playa tiene arena fina y el sol querrá saludar a aquel que custodia su orbe.
- Para no sentir aprecio por la poesía os expresáis de un modo muy elegante - dijo Allure, sonriendo brevemente.

El comentario espontáneo le hizo caldearse por dentro y sintió que la sangre se agitaba inquieta en sus venas. ¿Eso era un cumplido? Debió mirarle con sorpresa, porque el Custodio volvió a fruncir el ceño y a mostrar la expresión grave y triste de siempre.

- No me está permitido salir - añadió en un susurro leve el chico - Sólo para recibir a los peregrinos.
- ¿Esa norma también viene impuesta por la tradición?
- Y por el sentido común. Si algo le sucede al Orbe, sería un desastre. O si algo me sucede a mí. Podría ahogarme o ser secuestrado, y el Orbe quedaría sin custodio.
- Vamos... pero si está a cuatro pasos. No puede pasarle nada a la reliquia porque salgáis a la playa. ¿Y quien os va a secuestrar, un pez? - replicó, haciendo un gesto con la mano. - Además, ¿para qué queréis un escolta?

Quizá había hablado en una manera un tanto coloquial con el joven ante quien todos se inclinaban, pero qué demonios. Después de besarle, insinuar que era un poco soso no podía ser tan malo. Y aunque Allure se había quedado patidifuso al principio, finalmente hizo una mueca y se tapó la boca para aguantarse una risilla. Aquel brillo en su mirada le pareció celestial como el amanecer, aunque se guardó muy mucho de expresar la emoción que le sobrecogía.

- Supongo que tenéis razón... no puede ser tan malo. Y si estáis ahí no corro el riesgo de ahogarme o que me secuestre un... pez - dijo el Custodio, sonriendo ligeramente de nuevo.
- Estupendo. Bien, vendré a buscaros mañana después de que se cierre la cúpula.

Velantias hizo un amago de reverencia, pero se detuvo a la mitad. Allure ya tenía bastante de eso, así que le dijo adiós con la mano, lo cual le arrancó otra ligera sonrisa al custodio y le dejó una sensación de satisfacción plena cuando se dirigió hacia la puerta. Al poner la mano en el pomo, la voz delicada le detuvo de nuevo.

- Gracias por venir a... gracias.
- No hay de qué.

El Escolta (IV)

La barca había partido hacía horas, llevándose a los ancianos. Velantias había vagado entonces por las brillantes y austeras dependencias de la torre, un sirviente silencioso le guió a sus habitaciones, y la luz titilante de los faroles de piedra, azulada y tenue, le mostró la diminuta dependencia que habría de convertirse en su hogar. Sin lujos, pero limpia y con colchón de plumas y edredones de buen tejido. Dejó la espada sobre el lecho al quedarse solo, desatándose el cinto, y se abrió los broches del peto metálico, suspirando quedamente.

La imagen del joven custodio revoloteaba en su cabeza, el semblante serio, el óvalo delicado del rostro y los ojos rasgados, azules como un cielo matinal, la larga cabellera recogida en trenzas diminutas y los finos labios pálidos, la blancura de la piel, el aroma a sándalo y aceites sacramentales que desprendía. Le había asemejado a un ángel triste cuando le vio en la escalera, y por mucho que se esforzaba en no evocar sus mejillas redondeadas ni las cejas fruncidas con severidad, las rubias pestañas y la mirada reverente, el rostro de Allure volvía a él una y otra vez, interrumpiendo sus pensamientos o la ausencia de ellos.

Suspiró y se apoyó en la pared, jugueteando con los guantes que se había sacado. "Sólo es un muchacho", se dijo de nuevo. "Es un chico, además. Le han engañado y abandonado, poniéndole sobre los hombros un peso insostenible; supongo que me da algo de pena". Pero no era compasión lo que sentía al pensar en él. Se había sorprendido a sí mismo con el impulso de abrazarle cuando el custodio conversaba con el anciano en la escalera, descubriendo la verdad sobre su situación. También había sentido un golpe frío en las sienes cuando, en la playa, él le había dicho que no era su escolta, que el Jinete del Sol debía serlo.

- Ese necio de Shorin... - dijo para sí, amargamente. La ira le hizo arrojar los guantes al suelo.

Sí, conocía bien al reputado Shorin Jinete del Sol. Había hablado con él días atrás, cuando le traspasaron el encargo, alto y reluciente con su cabellera rubia y su sonrisa cautivadora de vendedor de perfumes. Solo que los perfumes que vendía Shorin eran en realidad regalos rancios e infectos que no causaban más que sufrimiento a quienes le rodeaban. No quería imaginar cuál era el caso de Allure, el joven ángel de ojos dulces y cabello trenzado, pero la expresión de dolor que había exhibido antes de echarles a todos de la torre le pareció significativa.

- No pienso pasar el resto de mis días en un lugar aislado con la única compañía de un aburrido devoto - había dicho Shorin cuando fue a verle para recoger la libranza, torciendo la boca en un gesto de asco - Allí no habrá acción, ni tampoco más distracción que los balbuceos de ese chicuelo soñador. No, gracias. Prefiero esta vida, más cerca de los placeres terrenales que de las delicias celestiales, por... apetitosas que éstas puedan ser.

Por algún motivo, ya entonces no le habían gustado las maneras desdeñosas de Shorin al mencionar al futuro Señor de la Torre, ni tampoco el brillo enfermizo e insano de su mirada cuando pronunció la última frase. Ahora que conocía a Allure, Shorin le gustaba aún menos.

Se sentó sobre la cama, desatándose las botas, y suspiró de nuevo. Si, había sido una bofetada que el joven Allure mencionara a ese imbécil presuntuoso y le rechazara en favor del Jinete del Sol. Se había sentido ofendido y había reaccionado con demasiada brusquedad. ¿Por qué se le hacía tan difícil relacionarse con el Custodio, si apenas habían cruzado un par de frases? Meneó la cabeza cuando alguien llamó a la puerta, y se acercó a abrir, abrochándose de nuevo las botas. Uno de los criados mudos hizo una reverencia, señalando con la cabeza hacia el pasillo, cuando abrió la puerta. Llevaba un candil en la mano.

- ¿Qué ocurre?
- Shan'do - dijo simplemente el lacayo, sin mirarle.

Velantias le hizo un gesto para que aguardase, enfundándose de nuevo el peto de metal y cerrándolo en un par de movimientos secos. Se colocó la espada al cinto y se ajustó el fino cordón con el que se recogía los cabellos, asintiendo al monje.

- Vamos, llévame. ¿Le ha pasado algo?

No obtuvo respuesta, y una leve preocupación empezó a aletear sobre su espíritu. Esperaba que el noble custodio no hubiera hecho ninguna tontería llevado por la tristeza. No había que ser muy observador para darse cuenta de que Allure era una criatura sumamente sensible, aunque eso no era óbice para que demostrara un destello de su fortaleza interior. Destellos que Velantias había podido ver durante su seca conversación de la tarde.

Atravesaron el corredor y ascendieron las escaleras, hasta llegar al piso más alto del torreón. Allí, una sala circular se abría con tapices y colgaduras, bajorrelieves en las paredes y hermosas lámparas de aceite que brillaban entre cortinas coloridas. Al fondo, la puerta de doble batiente y madera blanca señalaba el acceso a las dependencias del Señor de la Torre, y al volver la vista hacia la izquierda, vio la amplia balconada.

Era difícil no impresionarse ante esa imagen. La puerta de cristal estaba abierta, el mar destellaba más allá y los astros del cielo relucían sobre el espejo ondulante del océano, acunados por su arrullo. La luna se había tendido en el cuarto menguante y reposaba ladeada en el firmamento oscuro. Junto a la balaustrada nívea, el Custodio sostenía en una mano el Orbe del Sol, que centelleaba, flotando a pocos centímetros de sus dedos, con una luz intensa, áurea y rojiza. El cabello claro y trenzado caía por la espalda como un hato de cordones de oro trenzados por un orfebre, la toga blanca ondulaba con suavidad y el perfume delicado del joven parecía envolverlo todo cuando movía las manos, haciendo flotar la reliquia de los dedos de una a los de la otra, dejando tras de sí una estela amarillenta.

El corazón de Velantias se encogió ligeramente, y se retorció con un extraño dolor dulzón cuando el chico se dio la vuelta y le miró con la misma expresión de joven solemne y perdido. Y aquellos ojos se le clavaron profundamente, muy adentro, de una manera que el escolta era incapaz de comprender o discernir, removiéndole y adentrándose en las vastas inmensidades de su alma, derribando muros y barreras, incluso las de la razón. Fue como un golpe seco en sus emociones, que le anudó la garganta.

Tenía que admitirlo. Estaba fascinado. Una sensación poderosa y violenta vibró con intensidad en sus venas, como una certeza infalible. No se marcharía jamás de aquella torre, nunca cruzaría la puerta blanca, no. Tendrían que arrastrarle maniatado si alguien quería impedir que cumpliera su propósito, porque aquel ángel etéreo y triste que tenía por nombre Allure estaba enfermo de soledad. Y Velantias comprendió que quería sanarle. Que quería protegerle, arroparle y cuidarle, porque era una criatura maravillosa y lo merecía. "Debo estar loco", se dijo, encadenando sus emociones bajo la máscara de dureza y marcialidad, incapaz de alejar su mirada del joven custodio bajo las estrellas, bañado por la luz del cielo y el dorado resplandor del Orbe.

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Pese a que se despojó de su enfado, de su turbación y trató de anestesiarse a él, de nuevo, al verle allí, se le enredó el aire en la garganta.

La dorada armadura resplandecía con luz propia y los ojos azul oscuro, que bajo la equívoca luz aúrea y argéntea se veían violetas, le observaban con una expresión extraña, entre dura y paternal. Mantenía el ceño fruncido, los rasgos duros y angulosos se marcaban como las sombras de una estatua esculpida por una mano diestra, y el cabello negro y la barba, que le conferían ese aire rudo y equívocamente peligroso, brillaban como ala de cuervo. Cruzó la puerta de cristal, mirando alrededor y se inclinó levemente, arqueando la ceja. Su postura era digna y militar, su cuerpo fornido se movía con elasticidad a pesar de la armadura, y cada gesto suyo capturaba la atención de Allure, que creía menguar en su presencia.

¿Por qué le había hecho llamar? No lo sabía. Por eso tuvo que pensar antes de responderle cuando él le preguntó.

- ¿Me habéis hecho llamar, mi señor?

"Ha venido. ¿Soy su señor?", ambos pensamientos se enredaron en su mente, torturándole lentamente con una extraña agonía agridulce.

- Así es - dijo con voz débil. - Me temo que no os he dado la bienvenida que era de esperar.

Entrecerró los ojos un momento, sintiéndose torpe y débil. Esa no era manera de disculparse ante la única persona que parecía ofrecerle algún apoyo en aquel momento tan duro de su existencia, pero se veía incapaz de hacerlo mejor. De nuevo, se le secó la boca ante los ojos insistentes y esa mirada densa, espesa, que le asaltaba desde el otro lado. El caballero se volvió a medias y cerró la puerta acristalada tras de sí. Cuando volvió a hablar, su tono era suave y cálido, melancólico.

- No puedo decir que hayáis sido muy cordial

¿Por qué no podía apartar los ojos de él? Tenía el Orbe del Sol flotando sobre los dedos, la reliquia sagrada que hacía estremecerse de devoción a todo hombre de fe, y sin embargo no hechizaba su mirada de igual manera que aquel caballero, insolente, sí, y brusco en sus palabras, pero veraz y sincero. Yo cumplo mis compromisos, había dicho. Protegerle de sí mismo. ¿Podría Sir Velantias protegerle de su pena, de su miedo, de la sensación de verse tan solo, guardando cosas tan importantes? ¿Le fallaría, como le había fallado Shorin? Al mirarle, la respuesta era un no rotundo. Aquel escolta vestido de metal, en quien había fijado sus ojos en busca de seguridad cuando se alzó en la escalinata tras su investidura, que le había llevado cuando se desmayó puerilmente, que se había negado a marcharse... "No me fallará", se repitió.

El silencio se hizo eterno, mientras contemplaba el rostro de tez bronceada y los ojos profundos, la barba recortada y los rasgos varoniles de su protector.

- Quizá pueda... daros ahora la hospitalidad que merecéis.

Parpadeó, observando la tensión en la mandíbula del guerrero, y una lengua cosquilleante y cálida le acarició por dentro al percibir cómo se relajaban sus gestos al instante y la mirada inquisitiva se tornaba suave y cálida. Entonces, algo extraño sucedió. El Orbe cayó al suelo con un sonido cristalino y rodó hacia los pies de Velantias, que ni siquiera volvió la vista un instante hacia la reliquia. No supo bien lo que estaba haciendo, sólo sintió el tirón impulsivo en su corazón, que golpeaba con la violencia de un timbal resonante, cuando se arrojaron uno en brazos del otro y sus labios se unieron en un beso apasionado que le robó el aliento, extinguió el aire en sus pulmones y disparó los latidos de sus venas.

Estrelló sus labios contra los de aquel hombre, cerrando los puños sobre la placa de la armadura. La boca de Velantias le cubrió, moviéndose insistentemente sobre la suya, cálida y extrañamente suave. Su olor especiado a madera vieja le emocionó profundamente y se abrazó a él con fuerza, asiéndose casi con desesperación. Las manos anchas y fuertes se cerraron en sus brazos, apretándole contra sí, y de pronto se disparó un torbellino de fuego en su interior, que sólo se aplacó cuando él le apartó, tomando aire, mirándole con una mezcla de confusión y hechizo.

- No te entiendo - susurró el caballero - Me rechazas, te enfadas y me despides, y ahora me reclamas.
- Yo tampoco te entiendo - respondió él, sincero, sobre sus labios - Te rechazo, me enfado, te despido y aun así vienes cuando te llamo.

El escolta le hizo callar cuando le besó de nuevo, con un resuello contenido. Los dedos se le clavaban en los brazos y las placas presionaban sobre su pecho cuando se estrechó contra él, entreabriendo los labios y cerrando los ojos. "Dioses, pero qué estoy haciendo", se dijo, al ser consciente repentinamente de lo que estaba teniendo lugar entre ambos.

Se separaron casi a la vez, reculando como quien huye de un peligro. Velantias carraspeó, y Allure suspiró, recogiendo el orbe del suelo y pegando la espalda a la balaustrada, buscando algún punto interesante donde fijar la mirada.

- Gracias por... - dijo, haciendo un gesto vago con la mano - Por todo. Es un honor teneros como escolta, Sir Velantias.

Se esforzó en ser aséptico y hablar serenamente, aunque la voz le temblaba. Dicho esto, se dio la vuelta y volvió a mirar al mar, azorado y confundido, con el corazón martilleándole poderosamente en el esternón, resonando en sus costillas. Reculó y se escondió, fingiendo indiferencia, como si nada hubiera pasado. Al cabo de un instante, la respuesta del escolta se dejó oír.

- Eh... el honor es mío, señor.

Al cabo de un instante, el mundo dejó de dar vueltas como un loco y las manos dejaron de temblarle. Escuchó los pasos metálicos, dubitativos, que se alejaban, y la puerta de cristal que se abría y se cerraba después, y la verguenza cayó sobre él cuando fue consciente de lo que había sucedido. Cayó de rodillas agarrado al balcón y jadeó tomando aire como si se ahogase, saboreando sus propias lágrimas.

- Pero qué he hecho...

El Escolta (III)

Mientras caminaba en el interior de su nuevo hogar, la indignación y el despecho hacían mella en el tierno corazón de Allure. ¿Qué se había creído aquel tipo maleducado y cruel? ¿Por qué le hablaba así? ¿Y qué pasaba con su escolta? ¿Cómo era posible que Shorin no hubiera querido acudir? ¿Era eso cierto? No podía creerlo, no, de ningún modo. Le recordaba tiempo atrás, tomándole la mano con deslumbrante sonrisa en las praderas, prometiéndole que siempre estaría con él mientras le besaba los cabellos. Su mejor amigo, su hermano, más que hermano, a quien profesaba un cariño sin mesura... ¿Por qué habría de engañarle?

Los viejos sacerdotes le guiaban a través de la enorme torre, mostrándole todo lo que contenía. Sus pasos apenas resonaban sobre las alfombras, los sirvientes mudos se inclinaban ante él con las miradas vacías de aquellos que son preparados desde niños para la servidumbre. Por un momento, entre sus tribulaciones, le conmovió la severidad de aquellos que habitaban la torre bajo voto de silencio.

- Rodien y Shibel son los encargados de los suministros... el lugar se autoabastece gracias a la magia, mi señor - explicaba el Viejo Coreldin, mesándose los cabellos.

Los dos criados se inclinaron, con el rostro vacuo y sin mirarle a los ojos. Allure frunció el ceño ligeramente, y el anciano le tiró de la manga con suavidad, instándole a moverse a través del pasillo circular iluminado con dorados farolillos.

- ¿Por qué el voto de silencio? - preguntó Allure a media voz, apartándose las trenzas sobre el hombro.
- El servicio a la fe implica sacrificios grandes, vos lo sabéis bien, Custodio - respondió el anciano en un susurro, mirándole con extrañeza - todos los que habitan la Torre deben llevarlo a cabo. Es la tradición.
- Claro, claro.

Se volvió a medias mientras caminaba, mirando de soslayo al tal Velantias, que les seguía a cierta distancia, ceñudo y descontento, contemplando con suspicacia los espacios que le rodeaban.

- ¿Él también?
- Si decidís conservarle a vuestro lado, sí.

Los ojos azul oscuro se cruzaron con los suyos un instante, severos y firmes, y volvió el rostro. Comenzaron a ascender la escalinata. ¿Por qué iba a querer tener cerca al apuesto pero desagradable escolta? Este no era su lugar, era Shorin quien tenía que estar aquí, y en un acceso de infantil sinceridad y un vago rencor por las palabras duras del caballero, así lo formuló, frunciendo el ceño y elevando la voz lo bastante como para que el engreído elfo le escuchara.

- No le quiero aquí. El Guardián Jinete del Sol es quien debe hacerse cargo de mi seguridad, tal y como fue acordado.
- Desconozco los motivos que alejan al reputado defensor de este lugar, joven Custodio, pero no podemos obligarle a presentarse aquí si no está en su mano... o no es su deseo.

La voz del anciano sonó dulce y cálida. Suficiente para que Allure supiera que le habían engañado. Miró de soslayo a Coreldin, el mayor de los dos, deteniéndose en su ascenso. "¿Cómo he podido ser tan necio?", se dijo, sintiendo la lengua fría de la manipulación rozándole la espalda, riéndose burlonamente. Los dos sacerdotes parecían contritos.

- He dejado atrás mi vida y mi familia para asumir la responsabilidad para la que fui elegido - manifestó con gravedad serena, asediándoles con su mirada. - He renunciado a todo, sin permitirme más lujo que el de escoger a quien debía velarme el resto de mis días mientras sea yo el Custodio del Orbe del Sol y el Señor de la Torre Blanca. Escogí a Shorin Jinete del Sol por la confianza que le tengo, y su cercanía era mi único consuelo ante el largo camino de sacrificios que me aguarda. Se negó. Y no habéis querido decírmelo hasta ahora. ¿Por qué?

Coreldin se inclinó y bajó la vista al suelo. "Maldita sea, ¿es que nadie es capaz de mirarme a los ojos ya?", se dijo Allure, con un nudo de angustia en el pecho. Había apretado los puños sin darse cuenta.
- Queríamos ahorraros motivos de lamento en el día de vuestra investidura.
- De nuevo mentiras - espetó. - Temíais que me negara a aceptar mi cargo si ni siquiera tenía el consuelo de un viejo amigo a mi lado. ¿En tan baja estima tienen los Ancianos mi determinación?
- No... señor, no es...
- Marchaos - dijo suavemente, pugnando por contener las lágrimas. - Marchaos todos. Ahora. Dejadme solo.
- Pero... el orbe...
- Sé perfectamente donde está el Orbe, se me ha repetido cientos de veces. Dejadme. Regresad a casa.

Los ancianos se miraron, pero la autoridad del Custodio era incuestionable, aun cuando sonaba en una voz tan dulce como la de Allure, quien se quedó aferrado al pasamanos mientras los pasos se alejaban de él. Y le dejaban solo, como se sentía incluso con ellos cerca. Suspiró quedamente y volvió el rostro, con una profunda pena en las entrañas, sosteniéndose en aquella barandilla de metal forjado que parecía ser todo el apoyo con el que podía contar. Pero ahí abajo estaba el caballero de la armadura, con los negros cabellos recogidos en la nuca y la barba recortada, observándole al pie de la escalinata con una mirada extraña. Parpadeó y de nuevo se le secó la boca.

- Marchaos también vos - murmuró - Si no tenéis el valor de rehusar, daos por despedido.
- ¿Es lo que estáis haciendo? - replicó el escolta - ¿Despedirme?

Allure se aferró a la barandilla, frunciendo levemente el ceño. Había algo dentro de sí que se removía inquieto.

- Si - dijo sin embargo.
- No tenéis sustituto. No tenéis a nadie más.
- No lo necesito.

Que se vaya de una vez, se dijo, casi desesperado. No entendía por qué seguía al pie de la escalera, hablando con templanza, mirándole fijamente con ese rostro impenetrable e inexpresivo, provocándole ese temblor incomprensible en el pecho. Era la única persona que se había atrevido a mirarle aquel día, la única que no se había transformado repentinamente en una criatura servil y embustera desde que le habían ungido. Y ahora seguía haciéndolo, le seguía mirando y hablándole pausadamente, como si solo fuera un muchacho. "Es que solo soy un muchacho", se dijo.

La mirada del escolta destelló, ladeó el rostro hacia la puerta y luego volvió a encararle, alzando la barbilla en un gesto de determinación orgullosa.

- No me voy a ir. Yo cumplo mis compromisos - La voz resonó en la torre, y Allure se sintió golpeado por esas palabras vehementes. - Mañana recapacitaréis y os daréis cuenta de que mandarme lejos no va a mejorar vuestra situación.
- Pero... vos no queréis estar aquí. Es evidente... ¿quién querría hacerlo? - insistió Allure, haciéndole un gesto hacia la puerta - Nada os obliga a quedaros.
- Yo me obligo. Mi deber me obliga. Ya os lo he dicho, yo sí cumplo mis compromisos - El escolta le miró largamente, cerrando la mano sobre la empuñadura de la reluciente espada que llevaba al cinto y alzando la barbilla con una mueca altiva. - Decís no necesitar a nadie, pero vuestra mirada busca ansiosamente alguien capaz de sostenerla. Enviáis lejos a todos, pero detestáis estar solo. Me dijeron que tal vez tuviera que protegeros de vos mismo. Y eso es lo que estoy haciendo.

Dicho esto, echó a andar y cerró la puerta ojival al fondo del pasillo. El sonido resonó en el corredor un instante, y cuando regresó al pie de la escalera, con el tintineo de la dorada armadura, el joven custodio, perplejo, le contempló anonadado, en silencio, tratando de entender. Finalmente, soltó el pasamanos y corrió hacia arriba recogiéndose la toga, con el latido disparado en el corazón y la impresión de tener las rodillas hechas de algodón, las lágrimas anegándole la garganta.

El Escolta (II)

La barquilla se movía con suavidad sobre el manso oleaje del atardecer. La marea estaba subiendo, el sol terminaba de ponerse, y allí a lo lejos se divisaba la Torre Blanca. Un par de sacerdotes les acompañaban, y Velantias remaba, con el semblante serio y los pensamientos claros. El muchacho rubio reposaba, desmayado, entre los dos sacerdotes.

Le miraba de soslayo mientras remaba, aguardando su despertar. No había podido hacer otra cosa, al verle trastabillar hacia delante y volver los ojos al cielo mientras se desvanecía, su instinto de protección le había obligado a precipitarse hacia adelante y recogerle entre los brazos antes de que pudiera tocar el suelo. Y después había empezado a tomar decisiones. Algunas de ellas no habían satisfecho demasiado a los religiosos. Sin embargo, al final se había salido con la suya, estaban navegando ya hacia la Torre Blanca, sin dejar expuesto al muchacho a las miradas preocupadas de todos y a los insalvables rumores.

El joven Custodio no despertaba. Y aquellos viejos parecían venerarle demasiado como para hacer lo correcto, asi que lo hizo él mismo, cuando desembarcaron en el diminuto muelle, delante de la torre blanca.

- ¿Qué hacéis? - exclamó uno de los viejos, cuando Velantias se mojó una mano enguantada en el mar y salpicó algunas gotas en el rostro de Allure.
- Vamos, despierta, chico.
- ¡Esto es inconcebible! ¡No hagáis eso con el Custodio!
- Solo es agua - replicó, repitiendo la operación.

Los sacerdotes se inclinaron sobre el chico en gesto protector, tratando de evitar que le mojara cuando acercó la mano de nuevo. Y el muchacho batió las pestañas, se removió y despertó, mirando en torno a sí, mareado. Exhaló una exclamación de alarma y reculó, mirando a Velantias con pánico.

- Le habéis asustado - le reprochó uno de los ancianos.

El escolta torció el gesto, asqueado, mirando a los elfos mayores, que le devolvieron un gesto de desaprobación. Los hombres de fe estaban demostrando ser de todo menos prácticos. Luego bajó de la barca y saltó sobre la arena fina, ajustándose el cinturón y mirando de soslayo al muchacho, que se llevaba la mano a la cabeza y contemplaba a sus tres acompañantes, avergonzado.

- ¿Qué ha pasado? - Murmuró Allure, con una voz suave y serena.
- Os sentísteis indispuesto, Señor - replicó uno de los viejos, apartándose un tanto. - Os hemos trasladado a la Torre.

Velantias les había dado la espalda y observaba la enorme estructura que parecía brillar con luz propia bajo las estrellas que ya se dibujaban en el firmamento crepuscular. La Torre Blanca era una mole de piedra color hueso que se elevaba cual aguja hacia el firmamento, coronada con un pináculo en forma de capullo de flor. Los ventanucos con vidrieras desprendían una suave luz en las zonas superiores de la estructura, y la puerta ojival, a la que se ascendía por una delicada escalinata, permanecía cerrada. "Mi prisión", pensó Velantias, conteniendo un suspiro de amargura.

- Bien... - sonó, leve, la voz del custodio - ¿Quién es él?

Los ancianos guardaron silencio. El caballero apenas volvió el rostro, incómodo, y buscó bajo su armadura la orden sellada, mostrándola por encima de su hombro, sin girarse.

- Soy Velantias Auranath, el escolta - dijo sin más, intentando sonar cortés - Ahora sois mi señor, mi deber es protegeros.
- ¡No!... eh... no

¿No?

Velantias se dio la vuelta, arqueando la ceja con una mezcla de perplejidad y desafío, apartando la mirada del torreón. Aquella negativa había restallado en sus oídos como si le hubieran escupido. El joven Allure se había incorporado y descendía de la barca con cierta torpeza, contemplando la Torre con la misma mirada asustada y grave que había percibido en su nombramiento, aunque sus palabras habían sonado muy tajantes momentos antes. No, no era ningún endeble el chico.

- Shorin Jinete del Sol es mi escolta... eso me comunicaron - continuó Allure, algo más cordial, volviendo los ojos claros hacia él un instante - Debe haber un error.

La mención de ese nombre removió las entrañas de Velantias, que apartó la mirada del joven elfo y apretó los dientes.

- Shorin Jinete del Sol ha rehusado, yo estoy en su lugar.
- ¿Rehusado? En absoluto, no ha rehusado - replicó uno de los ancianos, frunciendo el ceño - Teníamos entendido que estaba enfermo, convaleciente por sus heridas en...
- Es mentira. No ha querido venir.

Hubo un largo silencio por un momento, el anciano que había hablado suspiró con resignación.

- Imposible - espetó Allure entonces, alternando su mirada incrédula entre la torre y él. - Nos conocemos desde niños, desde hace tiempo. Cuando le dije que sería nombrado Custodio me escribió, me aseguró que él...

- ¿Que vendría a encerrarse en una torre perdida del mundo para protegeros de todo mal? - Soltó Velantias, cruzando los brazos sobre el pecho y encarándole con un regusto amargo en el paladar. - Pues lo lamento, mintió. Se ha quedado en su casa solariega, disfrutando de su fortuna y su familia. Yo soy vuestro escolta, señor, y si no os gusta, podéis despedirme.

Se arrepintió al instante de la dureza de sus palabras, al contemplar la expresión abandonada del joven, debajo de aquella apariencia serena y digna y el sutil resplandor de una ofensa profunda en su mirada. Sin embargo, Allure cerró la boca, levantó la barbilla y apretó los labios pálidos, avanzó lentamente hasta la torre acompañado de los dos viejos y puso la mano sobre la puerta, colocando el anillo con sello que llevaba en el dedo sobre la cerradura. La puerta se abrió y los ancianos entraron.

- Si no os gusta a vos, también podéis rehusar, como Shorin - dijo el muchacho, volviendo el rostro con el ceño fruncido y una mirada afilada. Despechada.

Acto seguido, caminó hacia el interior con porte digno y dejó atrás a Velantias, que suspiró levemente y chasqueó la lengua con desdén. Le esperaban semanas y meses muy largos. Sí, muy largos.

martes, 23 de febrero de 2010

El Escolta (I)

(N. de A.:  Bueno, esta es la novela romántica tórrida favorita de Kalervo (XD), la verdad es que empecé haciendo un item tonto en GHI pero nada, me he decidido a escribir la historia de Allure y Velantias, porque si a Kale le apasiona será por algo! Guarda muchas similitudes con la peli "El Guardaespaldas", pero con trasfondos y connotaciones distintas... además de que son dos chicos, jujuju. Esta primera entrega no tiene tiznes picantosos pero, como en las novelas románticas tórridas, eso llega después >:D  Espero que os guste ^_^ )


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El sol se ponía en el horizonte y el Templo del Sol relucía con destellos anaranjados y dorados. Los sacerdotes recogían sus togas para evitar que la brisa marina las hiciera agitarse despiadadamente, mientras el sumo pontífice de Belore derramaba las bendiciones sobre la cabellera rubia del joven Custodio.

- Yo te nombro a ti, Allure Lucero de Estío, guardián del Orbe del Sol y protector de los misterios de la Torre Blanca...

Velantias observaba la ceremonia a varios pasos, con la armadura ceñida y la espada al cinto, los ojos entrecerrados y el gesto severo. "Heme aquí, yo que he sido protector de nobles y diplomáticos", se dijo con profunda desazón, volviendo la mirada hacia el horizonte teñido de rojo sangre, "relegado ahora a enclaustrarme en una torre en el mar, cuidando de la seguridad de un devoto". Suspiró con desazón, observando la ceremonia que tenía lugar en las escaleras del templo de la playa.

Si bien su servicio no comenzaba hasta el día siguiente, Velantias se jactaba de ser un profesional en su labor. Como escolta recién asignado del joven sacerdote Allure, había decidido acudir a su nombramiento como Custodio de la Torre, para presentarse y conocer a aquel a quien debía proteger con su vida. Sin embargo, la procesión que le había llevado hasta el Templo, compuesta por ancianos y nobles guardianes de la fe, no le había permitido atisbar apenas el destello de una mirada azur sobre un rostro pálido como la luna y el ondear de cabellos dorados recogidos en diminutas trenzas.

Se preguntaba, mientras los coros se elevaban en cánticos sobre el rumor del mar anaranjado en la ensenada, qué clase de protección iba a necesitar el Hermano Lucero de Estío allá en la Torre Blanca, lugar de difícil acceso donde apenas un diminuto puerto permitía llegar a las barcas y la soledad y el recogimiento eran ley y norma. "No te confíes", le había dicho Farn Hojapresta, su mentor. "Muchos y grandes enemigos pueden poner su mirada sobre el Orbe del Sol, y aquel que deba custodiarlo será el objetivo de aquellos que anhelan el poder que las santas reliquias confieren. Y no es ese el único peligro. En más de una ocasión, los custodios de estos objetos de poder han tenido que ser protegidos de sí mismos".

Quizá habían sido estas últimas palabras las que habían espoleado más intensamente la curiosidad de Velantias, quien a pesar de su larga experiencia, se veía ahora abocado a una labor que consideraba un castigo en su fuero interno, pero que se esforzaría en cumplir a la perfección.

Los cánticos se detuvieron, y el escolta volvió la mirada hacia la escalera, en el momento en que el esbelto custodio se ponía en pie, coronado con brillantes guirnaldas blancas y broches rojizos que relucían con el beso del sol. Los devotos se inclinaron en una reverencia cuando Allure se giró, con la toga blanca inmaculada prendida de ornamentos, y el semblante grave.

Fue entonces cuando Velantias pudo contemplarle y la mirada de azul intenso se cruzó con la suya y se detuvo ahí, mas allá de los sacerdotes inclinados, sobre él. Por un momento, el sol arrancó destellos rojizos en las joyas que engalanaban al custodio y sobre su propia armadura, y frunció el ceño, inclinándose hacia adelante. El rostro del joven mostraba el aspecto regio y digno de aquellos que han sido elegidos para cargar con un gran peso sobre sus hombros, una mirada nostálgica y algo triste, y las facciones hermosas de una andrógina juventud. Y al instante comprendió que Allure estaba muy asustado, aunque intentara ocultarlo y mantenerse firme y solemne en el día de su nombramiento. Estaba muy, muy asustado... y quizá por ese motivo había anclado su mirada a él, que se mantenía en pie con una brillante armadura, que no se inclinaba para reverenciarle.

Parpadeó y tuvo el impulso de acercarse a aquel desconocido y ponerle la mano sobre el hombro, decirle que todo iría bien, sobrecogido por una peculiar emoción y una extraña sensación líquida y cálida en el interior, pero al fijarse en aquellos labios pálidos, lejanos, y en la aparente fragilidad del joven Custodio, decidió que era mejor idea mantenerse lo más lejos posible de aquel extraño ángel.

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Estaba nervioso. Claro que lo estaba, nervioso y aterrado. Los sacerdotes le habían arrastrado con una deferencia que le hacía sentir sumamente incómodo hacia el templo, y todo eran honores y loas hacia él, el Lucero del Estío, Custodio del Orbe del Sol y nuevo Señor de la Torre Blanca.

Le habían ungido, investido y consagrado, prendieron las joyas del Sol en su pelo y en su toga blanca, inmaculada, símbolo de la pureza, y coreaban los nombres de los antiguos guardianes, incluyendo el suyo en el salmo mientras se arrodillaban. "Dioses, ayudadme", se decía él, poniendo todo su esfuerzo en no echarse a temblar. "Dioses, dadme fuerzas para llevar a cabo mis tareas, para asumir y sostener esta terrible responsabilidad"

Buscó con la mirada algo a lo que asirse, pero todos tenían los rostros vueltos hacia el suelo en señal de reverencia. Esa adoración le hacía tambalear, y al mismo tiempo provocaba que se sintiera muy, muy solo. Desesperado, fijó la vista hacia adelante, y entonces le vio. Un caballero, al final de la última fila de sacerdotes. Una armadura de bronce rojizo que destellaba bajo la luz del atardecer, negros cabellos recogidos hacia atrás y una mirada poderosa, serena y fuerte, de zafiros oscuros. Por un momento, el corazón del custodio dio un brinco en el pecho y se le secó la boca.

¿Quien era aquel elfo de elevada estatura y espada al cinto? Sus rasgos marcados y ceñudos le recordaban a las ilustraciones que había visto algunas veces sobre piratas y bucaneros, que hacían temblar a los navíos y estremecer a las muchachas en la alcoba, y la barba negra, recortada, sobre la piel morena, solo acentuaba aquel aspecto. ¿Acaso habría venido a atacarle y robar los secretos de los custodios?. Sin embargo el caballero no parecía contemplarle como un malhechor contempla a su víctima. Le miraba con dureza, sí, inexpresivo, pero la inquietud que le causaba no era miedo.

Las emociones del día hacían mella en él, y descendió los escalones, como se esperaba, dirigiéndose al pequeño puerto, tratando de sustraerse de aquella mirada pesada y densa, del histerismo ante su precipitado nombramiento, ante las violentas responsabilidades que sobre él recaían y la perspectiva de su futuro, encerrado en un torreón junto al mar, aislado del mundo, aislado de todos.

- Salve al Señor de la Torre
- Gloria al Custodio del Orbe

Las voces de los legos y devotos murmuraban las alabanzas a su paso, y a cada palabra sentía el impulso de apretar los dientes y cerrar los ojos, como si fueran insultos, como si estuvieran escupiéndole en lugar de honrarle.

Apenas había avanzado hasta la mitad del camino cuando fue demasiado para él. Las lágrimas le empañaron la mirada al pensar en su familia, a quienes no volvería a ver nunca, al pensar en su hogar. Las emociones del día cayeron sobre él con todo su peso. Y la vergüenza ante su propio llanto, que había atraido las miradas confundidas de los fieles, le hizo zumbar los oídos, la realidad se disolvió y el suelo se acercó precipitadamente hacia su rostro.

Unas manos firmes, brazos enfundados en malla y metal le sostuvieron, mientras la consciencia le abandonaba. Alguien le levantó en volandas, y antes de que todo se volviera negrura y silencio, escuchó resonar una voz firme y tajante, mas allá del murmullo de inquietud de los sacerdotes.

- Alejaos. Yo soy su escolta, abrid paso y dejad que pueda respirar.

lunes, 8 de febrero de 2010

El Cruzado - Erelien (II)

Viento gélido, oscuridad y nieve. La roca fría de las paredes de la caverna desprende vaho, el estandarte del fondo de la oquedad parece brillar, blanco y oro cuando lo toca una estrella, blanco y oro cuando lo roza la luna. La hoguera chisporrotea. ¿Cuanto hace que espero? No lo sé. Estoy inquieto. Estrecho la capa en torno a mi cuerpo y me aparto del rostro los cabellos. ¿Cuando era la cita? Al ocaso... sí, al ocaso. Pasó la media noche y aquí sigo. Caminando de un lado a otro, nervioso.

Mi corazón está agitado. Todo es impredecible. Todo es impredecible con él. ¿Acudirá?. Tal vez no. Seguramente no lo haga.

Somos dos desconocidos que se conocen demasiado bien. Somos dos almas que intentan encajar como piezas rotas que buscan su sitio, que pertenecen a engranajes distintos, pero que de alguna manera, sirven. Por qué viene a mí, no lo sé. El modo en que lo hace, me conmueve. También la manera en la que se abstiene de hacerlo. Creo que soy un consuelo.

Un consuelo. Bien. No me importa.

Sé lo que es la compasión. Está bien así.

Miro hacia la entrada de la cueva y suspiro, cuando finalmente me siento en el rincón y me cubro hasta la barbilla. Hace frío, la temperatura en el norte es un infierno helado al que uno nunca se acostumbra. Pero él no parece notarla. Nunca se queja de eso. También desafía al invierno, y supongo que eso me gusta.

Me pregunto si vendrá. Debería pensar que no y acabar con esta incertidumbre, regresar al campamento. Pero forma parte de lo que quiero. Me gusta.

Me froto los brazos, observando cómo se condensa mi aliento en la penumbra rojiza de la caverna, a la luz tenue del fuego que baila como una doncella de velos anaranjados azotada por el viento. Casi siempre que viene usa las cuerdas. Otras veces sólo me golpea, y otras, me acecha. Se agazapa en un rincón y me dice que me quede sentado al otro lado, mientras me observa, hasta que casi podría ponerme a temblar con el peso intenso de su mirada. Me observa y me acecha, como un animal, hasta que se decide a saltar sobre mi... o no lo hace. No puedo evitar que se me escape una sonrisa al pensar en ello. Cuando simplemente se levanta y se despide, encomendándome a la Luz, y se marcha sin haberme tocado. Es una tortura, todo lo es. Desde esta espera indefinida que me regala hasta el instante en que sobreviene el dolor, desde la ansiedad de aguardar hasta el momento en que el sufrimiento es tanto y tan lleno que parece una niebla densa que arrastra todo lo demás, y queda un cielo blanco y despejado en mi mente. A veces hay sexo, otras veces sólo es el juego.

El juego al que jugamos.

No sé por qué empezó, no sé por qué me necesita. Sé que tiene a otro. Y sin embargo, también me tiene a mí.

¿Soy un consuelo?

Enrosco un mechón de mis propios cabellos entre los dedos, pensativo. Me vienen a la mente intuiciones cuando pienso en él. Frases deshilvanadas surgidas de un conocimiento extraño al que no puedo encontrar raíz, quizá por la manera en que ejecuta sus gestos o el modo en que habla, quizá por todo y por nada. Prisionero de sí mismo, recuerdo que pensé la primera vez. Solitario. Muy solo, a pesar de todo. Incapaz de comunicarse.

Entrecierro los ojos. Vuelven a mi las imágenes.

No puedo olvidar aquella vez, cuando apareció con restos de sangre aún en las manos, rechinando los dientes y con su mejor aspecto fiero. No el que esboza a conciencia para asustar, sino el otro, el de criatura desesperada, el más auténtico. Recuerdo muy bien aquella vez. La violencia con la que tiraba de mis cabellos, hundiéndose en mi interior con brusquedad, con los pulgares bajo mis párpados y obligándome a mirarle. "Entiéndeme", me ordenó. Lo gritó en mi oído, con la mirada turbia y perdida. Lo intenté... aún lo intento. Creo que lo hago, de alguna manera. Por eso le abracé aquella vez, y no dejé de hacerlo cuando me golpeó y me escupió, pateándome. "No quiero tu lástima", repetía, "entiéndeme, hazlo".

Recuerdo que al final se aferró a mi y gruñía, mordiéndome como si quisiera desgarrarme. Me hizo heridas muy profundas aquel día... y cuando todo acabó, me abrazaba, jadeante, con algo más que sangre en su rostro. Lágrimas.

Nunca le pregunté qué había pasado, por qué estaba en ese estado en esa ocasión. Creo que tampoco me hace falta, siempre me han dicho que soy intuitivo. Me he dado cuenta de las miradas que intercambia con ese compañero suyo. Hablan a media voz, se acercan demasiado, y hay algo en sus ojos al contemplarse que casi podría lamer y saborear. A veces se le encienden los ojos cuando le observa. Otras se enturbian con un velo melancólico, grave y emotivo. Tiene a otro y sé quien es. Sé que comparten algo especial, importante. Por eso no entiendo por qué sigue viniendo, por qué acude a mi todavía. ¿Soy una puta por dejar que haga esto? No me importa, la verdad. A mi... a mi me gusta. No es un sacrificio. No me siento víctima, yo obtengo lo que deseo.

A veces creo que él lo es, de sí mismo.

Me gusta tener esto con él, pero creo que me gustaría más que dejara de necesitar consuelo. Porque es lo que busca aquí, lo sé. Y me temo que no lo halla, apenas por unos momentos tal vez saboree algo parecido. Creo que nunca está satisfecho. Sin embargo, en algunos momentos, es dulce. Parece abrazarme y querer que yo lo haga, pero me aparta si lo intento. Otras es brutal, pero cuando quiere obediencia y es obedecido, siempre se vuelve melancólico, tierno. Es tan extraña esta dinámica... es difícil de comprender, aun sin ser necesario.

Cielos. Me salta el corazón en el pecho y se me acelera la sangre en las venas al escuchar al dracoleón, que posa las pezuñas en la entrada, el rasgueo de las garras en la nieve y el sonido tintineante de las placas. Cuando entra, lo hace con toda la calma del mundo, mientras yo me incorporo con nerviosismo mal disimulado y le observo. Su figura ocupa la entrada. Soy mayor que él y somos casi igual de corpulentos, pero por alguna manera, siempre me ha parecido más grande, que invade más espacio. Quizá por sus movimientos. Hoy no es diferente.

Mira alrededor, con el cabello cuajado de nieve, y yo fijo mi atención en sus ojos. Hoy llegan limpios, relajados, deslumbrantes. Ni rastro de sed o ansiedad.

- La Luz te guarde, Erelien - dice la voz vibrante, resonando con grave timbre en el interior de nuestro refugio.
- Derrame sobre ti sus bendiciones, camarada - respondo yo, en un susurro.

Por un instante hay silencio. Tengo un nudo en la garganta y trato de no desviar la mirada, mientras aguardo, asumiendo mi papel, el que quiero y he elegido. Si tuviéramos que combatir uno contra el otro, en un combate auténtico, sería bastante reñido. Él es muy bueno, pero aún tengo un poco más de experiencia. Aun así, sé que podría llegar a ser imbatible. Es, también y ante todo, un gran soldado. Parpadeo, mientras me mira. Parece indeciso.

- Eh... quieres... ¿quieres hablar?

Oh.

Me siento inmediatamente cuando él lo hace. Si. Todo es inesperado con él. Estoy perplejo.

- ¿De qué quieres hablar?
- No importa - se encoge de hombros levemente, acomodándose, con la pipa entre los dientes.

Esta noche, charlaremos y beberemos algo como compañeros de armas. Quizá como amigos. Como confidentes, tal vez, o como simplemente dos personas que se conocen empezando por el tejado, como dos almas que se encuentran y se lamen las heridas colgando desde un par de hilos raídos. 

Y también en esto encuentro un misterioso y sosegado placer.



((N. de la A:  Si... no sigue la línea de la mayoría de entradas que tienen cabida en La Madriguera, pero había escrito esto para esbozar un poco al personaje de Erelien y la curiosa relación que comparte con "el cruzado". Por la naturaleza implícita del contenido, pensé que este era el mejor lugar, pese al tono intimista de la narración y que solo contenga leves referencias veladas a las porquerías a las que os tengo acostumbrados, boajajaja. Aun así, espero que os guste... porque yo le he cogido un cariño irracional al bueno de Ere ^_^ ))