viernes, 10 de diciembre de 2010

Lady Magdalen

Rodrith tomó aire lentamente. El ambiente en las mazmorras era húmedo y cargado de inciensos, una atmósfera excitante y misteriosa en la que sus instintos más hondos se movían como renacuajos en una charca. La mujer vestida de cuero rojo estaba a su lado, observando cómo limpiaba las cuchillas y las púas una a una en el agua blanqueada con desinfectante. En la pared de enfrente, colgando de las cadenas, el cuerpo de una chica humana, de cabellos azabache y piel muy blanca, se reponía lentamente de la tortura a la que había sido sometida.

Tenía marcas rojas y pequeñas heridas que sangraban en los muslos, los pechos y el cuello. Rodrith no se atrevía a mirarla una vez perpetrado lo que, dijeran lo que dijesen en aquel lugar, a él le parecía un crimen. Le avergonzaba y le hacía sentir asco de sí mismo.

- ¿Incómodo?

La voz suave de Alyenna le llegó a los oídos con cierto matiz burlón. Rodrith negó con la cabeza despacio, después de pensarlo, sumergiendo una astilla de metal en el líquido y agitándola para limpiarle la sangre.

- No. Me preocupa hacerlo bien - mintió, en el mismo tono bajo.

Alyenna le regaló una sonrisa extrañamente dulce en su rostro pintado con estrías negras. La banda de cuero que mantenía sus pechos cubiertos se cerraba en la espalda con cordones finos, se clavaba en su piel y parecía a punto de estallar, conteniendo la carne rebosante. Entre las piernas, la lencería de fino encaje apenas cubría lo suficiente para reducir su atuendo a la indecencia, sin llegar a rozar la desnudez chabacana que rompería todo su conjunto. Las botas le llegaban a los muslos. Alyenna era una criatura preciosa, y Rodrith casi se había acostumbrado a su presencia cercana en aquellos días, consiguiendo que dejara de alterarle al aceptar e imponerse la certeza de que ella era intocable.

La mujer se dirigió a limpiar las heridas de Valerie y colocarle los emplastos de hierbas para la cicatrización sin marcas. Ambas hablaban en susurros, mientras él se entretenía volviendo a limpiar los instrumentos con gesto mecánico.

Había llegado a La Madriguera hacía cuatro semanas. El Raspa Blanca permanecería un mes en el puerto de Trinquete, no zarparían hasta que se aplacaran las tormentas, que en aquella época eran constantes. Sus pasos le habían llevado a aquel callejón, acompañando a Hackler, un humano refinado que le prometía hallar allí dentro placeres inimaginables. Pero a Rodrith le habían cansado pronto los peculiares entretenimientos del piso superior, y Alyenna le había encontrado sentado en un pasillo, bebiendo con languidez de su petaca.

Hablaron, poco y de manera vaga. A la experimentada mujer le bastó para pasearle por las mazmorras, y ahora estaba allí, aprendiendo la manera de liberar sus instintos del mejor modo posible.

Aún le pesaba la culpa por la prostituta que había matado el año anterior. Había tenido que confesarlo, cuando Alyenna le hizo una serie de preguntas mientras le instruía en el arte del dolor. No había querido hacerlo. No pretendía llegar tan lejos, pero no había sabido medir, y aquella joven tampoco había sabido pedirle parar. Alyenna no se escandalizó, se limitó a enseñarle cómo y con quién debía llevar a cabo aquella experiencia de liberación, y durante días, Rodrith había asistido cada noche a las peculiares lecciones con las que Alyenna descorría los velos del misterio que encierran ciertos deseos. Aquel día, Rodrith había llevado sus enseñanzas a la práctica, y aunque en el transcurso de la ejecución se había sentido bien, extrañamente tranquilo y sosegado, como un cirujano, ahora que había terminado volvía la culpa.

Quizá por eso, cuando Alyenna regresó con una sonrisa, sus palabras le dejaron perplejo.

- Valerie está muy contenta. La has dejado satisfecha.

Rodrith alzó la mirada, frunciendo el ceño. La muchacha seguía colgando de los grilletes.

- Me has explicado muchos secretos estos días - dijo Rodrith, escogiendo bien las palabras. - Me has enseñado mucho, sobre este lugar y sobre mí mismo. Pero...
- Aún no estás convencido.

El elfo asintió, secándose las manos. Alyenna le puso las suyas sobre los dedos, mirándole a los ojos con fijeza. Aquella mujer desprendía fuerza y seguridad por todos sus poros, tenerla cerca le hacía sentirse de algún modo respaldado.

- Puedo entender bien que haya gente como yo. Que disfrute con esto - dijo, colocando los instrumentos correctamente alineados y relucientes - Pero me cuesta asumir que pueda ser a la inversa.

La mujer asintió y se lamió los labios. Pareció pensar algo largamente por unos minutos, y después volvió a hablar.

- Sígueme. Creo que es momento de que veas algo.

La mujer le tomó por el brazo y le llevó hacia la puerta de la celda, cerrando tras ellos al salir. Después, se encaminó hacia el fondo del pasillo. Allí, los candelabros no alumbraban. Era negra oscuridad que todo lo envolvía, mas allá de las luces mortecinas del sótano. Alyenna tomó un cirio entre los dedos y lo acercó al muro de piedra, manipulando algo.

Rodrith había sentido la sutil corriente de aire que brotaba de los muros. No le extrañó del todo que la pared girase sobre sí misma, silenciosamente, sin roces agrestes de la piedra sobre la piedra ni chirridos escalofriantes. Tampoco llegó a sorprenderle descubrir entradas secretas en La Madriguera; estaba seguro de que estaba plagada de ellas. Obedeció al gesto de su mentora, entrando al pasillo, y aguardó a que ella le siguiera y volviera a colocar la pared en su lugar.

En un silencio respetuoso, caminó detrás de Alyenna. Recorrieron unos cuantos metros en un túnel de negrura hasta llegar a una puerta de madera labrada. En ella, el relieve de una reina sentada en un trono alargaba la mano hacia la manilla como si quisiera cogerla. Era un labrado peculiarmente turbador. El realismo de las facciones de la dama, su expresión doliente, el ángulo de perfil en el que estaba realizado y la alta corona dentada que lucía hicieron estremecerse al marino.

Misterio, secretos y oscuridad velada, aquella era la esencia de La Madriguera, un mundo de sombras entre sombras donde se revelaban las caras más ocultas de todo aquel que la pisaba, tejiendo un universo onírico e irreal que te atrapaba irremisiblemente. Y cuando Alyenna abrió la puerta y la luz suave de las velas doradas reflejándose en los suelos de marmol del interior les dieron la bienvenida, Rodrith casi se quedó sin aire.

Aquella sala subterránea era lo último que alguien podía esperarse encontrar en las mazmorras. Techos altos y abovedados, columnas de piedra con ornamentos de factura élfica que mostraban a Elune y los clásicos motivos vegetales, baldosas blancas y pulidas y sedas livianas, azules y blancas, que colgaban de las vigas labradas. Alyenna avanzaba, con su cirio en la mano, y Rodrith la siguió, recorriendo con la mirada aquel ensueño. No había mobiliario en el amplio salón, que asemejaba la nave de un templo. Tampoco estatuas ni pinturas, sólo los candelabros de plata labrada que bañaban el lugar de luz y los espejos. Decenas de espejos de pie, alineados unos frente a otros, con velos de gasa prendidos a los marcos. De bronce, de madera labrada, con distintos estilos, pero todos ellos ovalados y del mismo tamaño. Le devolvían su reflejo y el de Alyenna mientras caminaban entre ellos.

Cuando fue capaz de apartar la mirada de los cristales, vio el lugar al que se dirigían.

Tres escalones de mármol blanco conducían a una plataforma. Sobre ella, en una alfombra atestada de cojines, una mujer estaba de rodillas. Alyenna se detuvo y miró al elfo, que había olvidado respirar. Luego habló a la dama.

- Señora, él es el Oso - la voz de la mujer vestida en cuero rojo estaba teñida de respeto y gravedad - Ha sido instruído, pero no está seguro. Le he traído a escucharos a vos.

Rodrith era incapaz de reaccionar. Aquella dama, pues como tal vestía, envuelta en sedas pálidas con bordados de plata, tenía una melena completamente blanca que caía sobre sus hombros como la nieve, se enredaba a sus pies y se extendía sobre los almohadones y la alfombra mullida. Sus rasgos eran hermosos y nobles, como los de una reina, y no habían perdido el esplendor de la juventud, pese a ser las facciones de una mujer hecha y derecha. En el cuello, en las muñecas y en los finos tobillos llevaba ceñidas correas de cuero blanco. Y de ellas, largas cadenas de mitril ascendían hasta las vigas del techo. Cada vez que se movía, las cadenas tintineaban como campanillas de cristal. Entre aquel entramado de grilletes plateados, la hermosa mujer humana parecía una araña en su tela, aunque Rodrith no estaba seguro de si reinaba en ella o estaba atrapada allí.

La Dama asintió con la cabeza y volvió su mirada velada hacia el oso. Una cinta blanca le cubría los párpados, impidiéndole la visión.

- Bienvenido a mis aposentos, caballero - dijo ella, con una voz delicada y dulce - Yo soy Lady Magdalen.

Alyenna se retiró unos pasos. Rodrith no sabía que decir, pero la curiosidad le puso las palabras en los labios sin pedir permiso.

- ¿Por qué estáis aquí, encadenada y encerrada?

Sentía deseos de abalanzarse hacia ella. De arrancarle las cadenas y la venda de los ojos, de rescatar a aquella dama que parecía salida de alguna leyenda mágica. Pero la sonrisa suave de Lady Magdalen apagó aquel instinto, así como su respuesta.

- Así es como me gusta estar... este es mi sitio, Caballero.
- ¿Sois la señora de La Madriguera?

Lady Magdalen asintió y las cadenas tintinearon. Se removió entre los almohadones y se inclinó hacia adelante para tenderle la mano. Al hacerlo, la correa que le aprisionaba aquel brazo se tensó, mordió la piel y algunas gotas de sangre cayeron de su muñeca hacia las blancas sedas.

- ¿Os sentaréis conmigo, Caballero?

Rodrith tragó saliva y retrocedió un paso. Aquella criatura era terriblemente inquietante. No poder verle los ojos, su voz tan fina, el aspecto que lucía y los grilletes terribles que pendían de los techos... le recordó de repente a una marioneta blanca. Aun así, tomó aire y se adelantó, ascendiendo los tres escalones para coger su mano. Se acomodó entre los almohadones, aspirando la fragancia que envolvía su entorno. Lirios y sangre. Olía a lirios y sangre, a dolor y a pureza. Sus ropas estaban limpias, salvo por las escasas gotas rojas que caían aquí y allá en el bajo de su toga orlada, su piel resplandecía, perfumada, y la frondosa cabellera tenía el aspecto de ser más suave que el algodón.

El tacto de su mano era frío y duro, como la mano de una muñeca de porcelana. Los dedos de Lady Magdalen seguían entre los suyos.

- Hace muchos años encontré estas ruinas - comenzó la dama, a media voz - Este lugar está muy al fondo. Sobre él se construyó la ciudad que nos da cobijo, y sobre él, nosotros construimos La Madriguera. El lugar donde todos pueden ser libres.

Rodrith asintió. Alyenna ya le había hablado de eso, sobre la libertad. Extendió una mano sin pensar, rozando la mejilla de Lady Magdalen con los dedos.

La mujer se tensó. Alyenna, abajo, hizo amago de acercarse, pero se quedó quieta.

- ¿Por qué me tocáis, Caballero? - preguntó la dama, en un susurro muy bajo.

La luz de las velas se reflejaba en los espejos, en las columnas blancas. Cubría la piel pálida de la Dama de un resplandor dorado y apetitoso, la hacía parecer una joya entre joyas.

- No lo sé. Creo que estoy triste por vos.
- ¿Por las cadenas? - dijo ella, sin apartarse de sus dedos.

El Oso negó con la cabeza.

- Por la soledad, Señora.

La Dama sonrió de nuevo y negó con la cabeza. Al hacerlo, la correa de su cuello se tensó. Dos finas gotas carmesíes rodaron hacia su escote.

- Soy feliz aquí. Soy feliz así. Los Mártires, a los que ya habéis visto en las mazmorras, aguardan colgando de sus cadenas a que los Verdugos acudan a darles liberación... y los Verdugos encuentran la suya a través de los Mártires, que son lo más sagrado de esta Casa. Yo, sin embargo, encuentro liberación en el tormento de no ser nunca liberada, en la angustia de la situación que yo sola me impongo. En mis cadenas eternas, que son mis amantes y mis padres... en mi soledad, que es mi esposa y mi marido. Esta es mi elección, y no debéis apenaros por ella, caballero.

- Pero, ¿quién puede elegir el dolor o la condena? Inflingirlas es distinto... es algo que revitaliza, que te hace sentir que tienes el control. Es una responsabilidad, Alyenna me lo ha enseñado, y eso también es grato. Pero esto...

Lady Magdalen sonrió de nuevo y rozó el rostro del Oso con los dedos. Rodrith se estremeció. La Dama se mancharía los dedos con la pintura negra que le cubría, pero a ella no parecía importarle. Estaba reconociendo sus facciones, una a una.

- Elegir el dolor es dejarse llevar - dijo de nuevo la voz suave de la Dama - Es entregarse en manos de alguien con plena confianza, y en manos de los Verdugos, los Mártires se sienten seguros. Es como dejarse abrazar, o dejarse caer sabiendo que estás siempre a salvo, que sólo obtendrás aquello que quieres. Entregarse al dolor es liberarse de los miedos y dejar que aquello que rehuímos en la vida nos atraviese en una catarsis purificadora. Abrirse a recibir, entregarse para atesorar cuanto venga. Y entregarse a inflingir ese dolor es un acto noble. Llevar sobre las manos a aquellos que se muestran desvalidos, que te abren su sangre y su alma, sus cuerpos, esperando de ti que les des lo que quieren... lo que necesitan. Y aquello que tú también deseas dar.

- Me cuesta creer que alguien pueda desear verdaderamente ser herido por otros - repuso él, tras haber meditado esas palabras.

- Tú eres un Verdugo, los Verdugos siempre lo son, desde que nacen, al igual que los Mártires, aunque algunos no lleguen a saberlo nunca. Por tu propia constitución, la de tu alma y tus deseos, no puedes entender del todo la de los Mártires, que es la opuesta en cada matiz. Pero aunque no la entiendas, no debes tener miedo. Lo que tú deseas hacer, otros necesitan que se lo hagas.

Rodrith tragó saliva, frunciendo el ceño. La mano blanca de Lady Magdalen se apoyó en su hombro.

- Supongo que eso es lo más difícil de creer.
- ¿No os parece bueno?

Rodrith lo pensó unos instantes. Después, asintió con la cabeza.

- Si, me lo parece.
- Entonces, ocupad el lugar que os corresponde, caballero - dijo Lady Magdalen, rozándole los cabellos con los dedos - Vestid el embozo de los Verdugos y caminad por estas salas. Aprenderéis mucho con los Mártires. Sobre el amor, sobre la libertad y sobre la paz. Ellos son una bendición para vosotros, tanto como vosotros para ellos.

Rodrith asintió, mirando a la dama de blanco. Puede que no lo entendiera del todo, pero algo en su interior lo comprendía a la perfección, como si no pudiera ser de otra manera. Él siempre había necesitado la violencia, saberse artífice del sufrimiento ajeno, pero aquel camino siempre terminaba en algo menos agradable: la culpa. Lo que se le presentaba, según las palabras de Alyenna y las revelaciones de Lady Magdalen era un sendero muy diferente y exento de ella.

Dolor sin culpa. ¿Sería posible?

Alyenna le hizo un gesto y Rodrith se levantó, soltando la mano de la Dama y descendiendo los escalones. Cuando llegaron a la puerta, el Oso se volvió hacia atrás para dedicar una última mirada a la mujer atrapada en sus propias cadenas, que yacía, encerrada, en su palacio de espejos.

- No parece real.
- Quizá no lo sea - replicó Alyenna - Sígueme. Tengo que entregarte el atuendo que llevarás en lo sucesivo en este lugar.

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Los pasillos de las mazmorras son túneles iluminados por el mortecino resplandor de las velas. En las bóvedas, los sonidos secretos de la Madriguera resuenan como los susurros de un sueño impreciso. Los gemidos y los látigos, el chirrido de las puertas de acero batido. Entre la penumbra sucia, las sombras se mueven en el silencio roto por los secretos cantos de lo que allí sucede. Figuras altas y bajas, de hombres y mujeres, que rara vez se cruzan en los corredores. Llevan los brazos desnudos, largas capas de lana negra y una caperuza cubriéndoles hasta la nariz. Cuando alguno de ellos camina por los pasillos de piedra, sus siluetas se dibujan en los lóbregos contraluces, como espectros de carne y sangre, que desprenden el aroma del deseo, del dominio y el poder.


Rodrith se cala la capucha y avanza, silencioso, haciendo girar una llave entre los dedos. Ya no es más Rodrith, ni Ahti, ni es nadie. Aquí dentro es el Oso, su voz cambia y se convierte en un gruñido seductor, vibrante, casi animal. Sus ojos destellan con apetito, su sonrisa se vuelve aviesa y cruel.


Siempre que está aquí, se encuentra a gusto. Llega a la celda que busca y gira la loseta de la entrada, dándole la vuelta al azulejo y colocándolo en el marco por el lado esmaltado en rojo. Introduce la llave y dirige una mirada hacia el final del pasillo, hacia ese lugar que conduce hasta el santuario de la Madriguera. Nunca ha visto a nadie entrar allí, jamás ha visto a otros manipular la pared y descender hasta el regazo de Lady Magdalen.

Se pregunta, a veces, si fue un sueño. Se pregunta si era real o sólo una ilusión de espejos, incienso y humo.


Gira la llave, y la puerta se cierra detrás de él, con un golpe suave. El corredor, vacío, queda en silencio. Desde el extremo oscuro, donde no hay puertas ni cirios, una corriente de aire casi imperceptible se escurre entre las grietas del muro.