viernes, 18 de noviembre de 2011

15.- Un cuento de luna y un cuento de sol (I)

Llegaron al oasis cerca de la media noche. Ashra no quería despertar al chico, pero Irye abrió los ojos al sentir el olor de la vegetación fragante y se removió entre sus brazos, suspirando, como un cachorro frágil. Apenas le hubo dejado en el suelo, echó a correr hacia el lago y se metió en el agua, con la ropa puesta. Las prendas fueron desapareciendo con rapidez, flotando en el agua como cadáveres de un naufragio, hasta que su piel blanca resplandeció bajo la luz de la luna llena. El cabello rojo y negro se le pegaba al rostro y a la espalda como serpientes retorcidas. Los ojos rosados brillaron intensamente cuando alzó los brazos y se estiró bajo la luz estelar, mostrando las delicadas líneas de su anatomía adolescente.

Ashra estaba preparando el campamento. Mientras estiraba las mantas y aseguraba bien las cuerdas de la tienda, volvía la mirada de cuando en cuando hacia él.  Los movimientos de Irye, que parecía estar bailando, capturaban su atención como un hechizo parpadeante. El agua estaba tan quieta que reflejaba su imagen como un espejo de plata: las formas suaves de los brazos, el cuerpo delgadísimo, el surco de la espalda, la cintura sutil hasta la que se había hundido.

"Es como una aparición"

Los ojos rosados se fijaron en él. Ashra sintió un estremecimiento en la sangre, como si de pronto los influjos de las mareas estuvieran afectándole dentro de las venas. Irye dejó caer los brazos y echó las manos a la espalda, bajando la barbilla, cohibido de pronto. Ashra se dio la vuelta.

- ¿Por qué odias a la luna?

- ¿Quién ha dicho eso? - abrió los petates para sacudir la arena del interior, comprobó las cantimploras.

- Tú

La voz de Irye llegaba apagada desde lejos. Ashra arqueó una ceja. "¿Por qué odias a la luna?" Sabía amargo en los oídos, se deslizó, amargo, por el paladar.

- No recuerdo haber dicho eso, ¿estaba borracho?

- Sí.

- No tienes que hacerme caso cuando digo cosas estando borracho.

- ¿Ah no?

- Claro que no.

El chico salió del agua y se ató la camisa mojada a la cintura. Las gotas que se escurrían sobre su cuerpo repiquetearon sobre los juncos y las hojas de las plantas tropicales. Sus pasos silenciosos corretearon hasta el improvisado campamento. Ashra le vio inclinarse a su lado, rebuscando entre las pertenencias de ambos con decisión. Olía a flores desconocidas y a algo místico y ya familiar, parecido al incienso. Su pelo mojado se anudaba en hebras retorcidas rojas y negras, como culebras. Una gota lenta descendía sobre el hombro de marfil.

Se le clavó dentro como una astilla, esa gota redonda sobre la piel sedosa e inmaculada. Hacía años que a Ashra toda la belleza le dolía, pero la belleza de Irye le dolía más que ninguna otra. La admiraba en silencio, con secreta devoción. Sintiéndose, quizá, un poco culpable, y agradeciéndole sin palabras lo que le brindaba: su compañía constante y fiel, sus cuidados sencillos pero sinceros, el contacto. El contacto quizá más que ninguna otra cosa. Un abrazo, la mano pequeña en su mano, un beso ligero, el cuerpo menudo contra el suyo bajo las mantas. Escuchar otra respiración, respirar otro olor, poder tocarle con las manos.

- Quiero poder hacerte caso siempre - dijo entonces el chico. Había cogido todas las botellas y las tenía entre los brazos.

Ashra no supo reaccionar. Entreabrió los labios para decir algo. Un pulso de furia le latió en la muñeca, pero después se pasó. El licor no tenía color en la noche, era solo un líquido difuso dentro de las botellas de vidrio. Miró a Irye a los ojos, después apretó los dientes. El enfado se diluyó y se convirtió en pena. Lástima de sí mismo.

- Odio a la luna porque me escupe los recuerdos a la cara - murmuró, cogiendo una de las botellas que sostenía el muchacho.

Miró en el interior, como si esperase encontrar alguna respuesta ahí. Queriendo verse a sí mismo.

- Eso es tu culpa, no de la luna.

Ashra le miró, sorprendido. ¿Y esa patada? Irye seguía allí de pie, medio desnudo, con las botellas entre los brazos. Esbozó una sonrisa extraña y caminó deprisa hacia el linde del oasis.

Ashra le siguió. ¿Lecciones a estas alturas? Sí, lecciones a estas alturas. El chico empezó a hablar, recitando una especie de sonsonete que recordaba a los poemas infantiles.

- La Dama de la Luna tiene plata en el pelo, zapatillas de seda que no tocan el suelo. La Dama de la Luna se mira al espejo y cuando canta su voz llega lejos, lejos, lejos.

Al llegar a la línea en la que el oasis se convertía en desierto, Irye abrió la primera botella. El licor se derramó sobre la arena. El chico caminó, trazando una línea con el líquido, como si estuviera delimitando algo. "Maldita sea", pensó Ashra. Una llamarada de su antigua dignidad resplandeció en sus ojos. Abrió otra e imitó al muchacho. No iba a permitir que Irye hiciera todo el trabajo, no lo que a él le correspondía. Era su responsabilidad, abandonar las ruinas de su vida de una vez por todas.

- La Dama de la Luna se marchó a pasear, una noche tranquila, a la orilla del mar - siguió recitando el chico -. Tiene el pelo cubierto con un precioso chal, y pendientes de cristal, cristal, cristal.

El olor penetrante del alcohol le quemó en las fosas nasales. Le tembló el pulso. "Ahora no tendré donde esconderme", pensó, "no tendré donde huir. Ya no voy a huir. Ya no quiero sufrir más". Dejó caer el recipiente, escurrirse entre sus dedos. Miró al chico de los ojos rosas. El corazón se le ahogó de emoción.

- El joven pescador la atrapa con su red, ¿acaso la confunde con un enorme pez? La Dama de la Luna se quiere escapar, y asustada se pone a llorar, llorar, llorar. - Irye había vaciado tres botellas ya. La cuarta se convertía en nada entre sus manos, derramándose en la arena - ¡Es tan hermosa, es tan hermosa! El pescador no la quiere soltar. "¡Déjame ir otra vez hasta el cielo! ¡Quiero volar, volar, volar!"

El viento se alzó repentinamente. Sopló con fuerza, casi empujando al chico. Irye plantó los pies en el suelo con firmeza y se volvió, como si desafiase a la poderosa brisa. Sus ojos opacos, pálidos, destellaron con determinación, tornándose más vívidos. Su voz se tejió con el aire cuando destapó otro corcho y desangró más licor, una vez más.

- ¡No te vayas, no te vayas! , ¡Si te vas voy a morir! Mi corazón se romperá en pedazos si tengo que verte partir, partir, partir. Si te vas, amada mía, déjame algo de ti. - el viento cambió de dirección y volvió a empujar al chico, que se dio la vuelta para enfrentarle de nuevo - Ella se quitó el pañuelo y los pendientes de cristal, puso uno en el ocaso, otro al alba despertar. Y su chal de luz tejida lo dejó caer al mar.

La última botella rodó sobre la arena, con un ruido sordo. Ashra apretó los puños. Le temblaban las manos.

- La Dama de la Luna al cielo regresó, perder su pañuelo mucha pena le dio. De noche alarga las manos y tira de los bordados, pero al mar ya se ha tejido, al mar ya se ha enredado. Cuando tira de una esquina hace subir la marea, cuando tira de la otra, baja y descubre la tierra.

- ¿Donde has aprendido esa canción? - preguntó Ashra, a media voz. Se había hecho un silencio sepulcral, similar a los que envuelven los templos religiosos.

- No me acuerdo - respondió Irye.

El chico se acercó y le pasó los brazos alrededor de la cintura, apoyando la cabeza en su pecho. Ashra le rodeó con los suyos, le acarició el pelo. Estaba mojado y empezaba a enfriarse.

- Ven, vamos a secarte - le dijo. Luego le levantó en brazos.

Los ojos de Irye parecían dos perlas exóticas observándole con devoción. Tragó saliva, rozándole las mejillas con los dedos de una mano, ásperos y grandes. La piel del chico era fina, delicada como los pétalos de una flor joven. Cerró los ojos y le besó en los labios, un gesto tierno y sutil que iba como siempre acompañado de la aguda punzada de la culpa.

Pronto, la culpa se marchó, el frío se convirtió en calor y el dolor en consuelo. El viento amainó. La arena, transportada por la brisa, cubrió poco a poco los cascos vacíos de las botellas de cristal.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

14.- A través del desierto

Era una noche sin estrellas. Los fuegos del campamento quedaban ya muy atrás. El viento movía las arenas plateadas y la Luna observaba con atención: un único ojo que nunca parpadeaba. Entre la vasta extensión desierta, las dos figuras parecían diminutas; dos náufragos en el mar de dunas que avanzaban despacio con el susurro de sus propios pasos haciendo eco en sus oídos.

Irye tenía que caminar deprisa para mantenerle el ritmo a su Ashra. Por cada par de sus pasos rápidos y cortos, él daba una zancada con sus largas piernas. Irye contaba los pasos. Miraba sus botas. Observaba la huella que dejaba en el camino al levantar el pie.

Ashra caminaba más largo que él, pero le llevaba de la mano. Eso era bueno, porque quería decir que no iba a dejarle atrás a pesar de eso.

El elfo llevaba puesta la armadura de cuero y malla, los sables a la espalda y el fardo con sus pertenencias colgando de una correa al hombro. Irye había hecho un hatillo con las pocas cosas que había querido conservar y lo guardaba bajo el brazo, apretado contra el pecho. No había preguntado nada cuando Ashra le dijo que cogiera sus cosas. No hizo caso a las discusiones ni a las conversaciones alrededor. Tampoco a la tensión que percibía. Obedeció sin más.

Ahora, en cambio, si preguntó.

- ¿Por qué nos vamos?

La mano de Ashra era muy cálida. Cubría la suya con firmeza pero sin estrujarle. Le daba seguridad, le hacía sentirse protegido.

- Nos vamos de vacaciones.

Irye frunció el ceño. Luego miró a Ashra. Estaba serio, pero no enfadado. Intentó adivinar si estaba triste. Pero su voz había sonado tranquila, muy tranquila. "Es la melancolía", escuchó que decía el viento del desierto, "es la melancolía".

La luna lamía las ruinas trol que se recortaban a lo lejos. Arrancaba un brillo espectral a las torres de agua que se dibujaban en sombra sobre la sombra de la noche. El cielo del desierto era muy ancho y muy profundo, sus arenas parecían no tener fin. Pero a Irye no le daba miedo el desierto, ni la Luna que miraba fijamente, le parecían bonitos.

- ¿Qué son vacaciones? - preguntó con timidez, alzando las cejas.

Ashra se detuvo. Su zancada marcó una huella en la tierra y su pie se quedó dentro de la huella. Luego volvió el rostro hacia él, mirándole con curiosidad. La miel que tenía en el pelo se le derramó por los hombros y sus rasgos se distendieron, parte de esa pena - es la melancolía, la melancolía, decía el viento - se diluyó en su semblante.

- ¿No sabes lo que...? Bueno, claro - Irye nunca había ido a una academia. Tampoco a un templo -. Pues vacaciones es un tiempo para descansar.

La voz de Ashra se suavizó aun más. Se acuclilló delante de él para colocarle bien la capa y cerrarle las prendas. El viento les agitaba el pelo.

- ¿Es como la siesta?

Irye miraba a Ashra. Su pelo que se movía, los ojos azules y profundos. Brillaban con una luz que tenía dentro, un puntito blanco y destellante, como una estrella en miniatura.

- No, no es como la siesta - rió el elfo, relajándose más - se trata de varios días. Cuando uno está trabajando, en un ejército o en el campo, labrando la tierra... o cuando uno está instruyéndose en lecciones, en algún momento, tiene unos días en los que no hay ninguna obligación.

Le resultaba fascinante esa lucecita, y el calor que había en sus palabras. Su voz era como una manta. Sus dedos grandes eran ramas de árboles, y se movían sobre su ropa, abrigándole. Ashra le había salvado cuando mataron a todos. Ashra le quitó las cadenas. Y luego le cuidaba todo el tiempo. Eso le hacía sentir algo raro, como si tuviera algo vivo dentro del corazón, un pollito tembloroso o algo así.

- ¿Y uno se va entonces? - preguntó, intentando entender.

Ashra asintió. No había vuelto a erguirse para quedar más a su altura y poder hablarle mejor.

- Uno puede quedarse, o se va a hacer un viaje. A la playa, quizá. O a los bosques.

Irye se tocó la punta de la nariz con el dedo y después asintió. Dudó un momento, cambiando el peso de pie.

- ¿Y dónde vamos nosotros?

Ashra le miraba. Sus ojos se habían vuelto dulces. Su expresión también. Le pasó una mano grande y ancha por el cabello enredado al chico, luego le limpió un tizne invisible de la mejilla con los dedos. Después le rodeó con los brazos y le levantó como si no pesara nada, cargando con él y con su pequeño hatillo.

- ¿Dónde te gustaría ir?

Irye se encogió de hombros y negó con la cabeza.

- No lo sé. ¿Dónde te gustaría a ti?

Ashra negó con la cabeza también.

- No lo he pensado. Lo podemos decidir por el camino, ¿vale?

- Vale - Irye le echó los brazos al cuello y apoyó la mejilla en su hombro - ¿Cómo sabías que estaba cansado?

Ashra no respondió. Durante un rato, siguieron avanzando en silencio. Irye quería contar estrellas, pero no había, así que dejó la cabeza recostada entre los cabellos de Ashra y contó sus pasos, escuchando el susurro de sus botas entre la arena, hasta quedarse dormido.

martes, 6 de septiembre de 2011

Despedida

El amanecer se despertó y vistió al mar con un resplandor dorado. Las lenguas de sol se deslizaban sobre las olas rompientes, enjoyando la espuma que lamía los tobillos a las dos figuras que permanecían en la playa. La brisa suave les agitaba los cabellos. Mantenían la mirada fija en aquel brillo áureo que se acercaba, inexorable, para tocarles. Respirando con lentitud, se llenaban los pulmones, concentrados, y ejecutaban los pasos de baile: la danza del acero, el Método, el Arte. La espada silbaba en cada giro preciso, la arena susurraba bajo sus pies.

Habían dejado su equipaje junto a una roca y las chaquetas de los uniformes sobre ella. Dos cordones dorados en los puños y una insignia les distinguían como recién graduados. Su instrucción había terminado: pronto regresarían al hogar y abandonarían la isla. 

En aquel último amanecer, habían regresado a la cala oculta. En ella, sobre la arena fina y casi virgen, se entregaban a la rutina del entrenamiento con la especial dedicación de las ocasiones únicas: atentos a cada pincelada del color del cielo, al vuelo de las gaviotas, a la suave canción del mar.

Era el final de una etapa, y como todos los finales que llevan a nuevos principios, éste se presentaba con una mezcla de nostalgia y expectación. Nostalgia por lo que queda atrás, expectación por lo que hubiera de venir... sin embargo, esta combinación tenía muy distintos matices en los dos jóvenes soldados. El chico de los ojos azules no temía al futuro. El de la camisa blanca, lo odiaba sin conocerlo.

El joven de los ojos azules se detuvo después de un movimiento fluido, y bajó la espada, con la vista fija en la línea del horizonte. Su compañero de más edad estaba a su derecha, un par de pasos por delante de él. Apenas tuvo que moverse un poco, con discreción para no entorpecerle, y se colocó a su espalda. Le rozó los cabellos con una mano, contemplando el resplandor del sol sobre ellos. Luego deslizó la palma sobre su hombro y siguió la línea de su brazo. El joven de la camisa blanca se paralizó al sentir el calor de su tacto, el roce de su cuerpo que se pegaba a su espalda.

- No te detengas - susurró el soldado de ojos azules.

Su mano se cerró con suavidad en la muñeca de su compañero. Con los ojos entrecerrados, apoyó la mejilla en su pelo y deslizó la otra mano alrededor de su cintura. El joven de la camisa blanca, tras un instante en el que se tensó un poco, dejó caer el peso de su cuerpo sobre su pecho y soltó la espada, desobedeciendo a su petición y buscando su mano. El chico de los ojos azules respondió a su gesto, deslizando los dedos entre los suyos desde detrás y rozándole la palma con las yemas al flexionarlos. El chico de la camisa blanca tenía los dedos finos, cuidados, aristocráticos. El joven de los ojos azules tenía las manos grandes, ásperas y calientes.

- ¿Volveremos a vernos? - murmuró el mayor.

Una gaviota se sumergió en picado y remontó el vuelo, cruzando por delante de las nubes.

- Nada me gustaría más - respondió el chico de los ojos azules.

Algunos finales también son un principio, pero no por ello son menos amargos. El alma y el corazón se acostumbran a sus lugares comunes, hacen hogares en ellos y cuando tienen que abandonarlos, se entristecen. Aquel final tenía el regusto amargo de la separación. Tras los años en la academia, se había estrechado entre los dos compañeros un sólido lazo cuya resistencia estaba a punto de ser puesta a prueba. Ahora, la vida tiraba de los cabos de la cuerda. Sólo el tiempo podría decir si aquel nudo se fortalecería más, se desharía como un jirón de niebla o se partiría la soga.

-¿Qué destino escogerás? - preguntó de nuevo el chico de la camisa blanca - Has sido el primero de la promoción... podrás elegir lo que quieras. Incluso los destinos reservados a los hijos de los reyes.

El joven de los ojos azules negó con la cabeza, rozándole el cabello con los labios. Luego le tomó de la mano y cerró los dos brazos en su cintura. Respiró el perfume de su pelo. Una punzada de angustia se deslizó en su estómago, como si se hubiera tragado un alfiler. Incluso aunque siguieran en contacto, tal vez las cosas no serían lo mismo. Allí, en la isla, alejados de sus familias, habían encontrado apoyo el uno en el otro, se habían dado las condiciones idóneas para que germinase aquella semilla verde y tierna. Ahora, el esqueje había atravesado la capa de tierra negra, fértil y cálida y tenía que enfrentarse al viento, a la lluvia. Moriría o crecería.

- Aún no he pensado en eso... supongo que antes serviré en el ejército de mi padre - respondió - ¿Y tú?

El joven de la camisa blanca negó con la cabeza.

- No lo sé... - dijo, bajando la voz hasta que se fundió con el murmullo de las olas -  cuando vine aquí, no quería quedarme. Ahora no deseo regresar.

Había una línea de dureza en su postura corporal que amenazaba con romper el abrazo en cualquier momento. Su compañero, que ya conocía esas reacciones, le estrechó un poco más e inclinó la cabeza sobre su hombro.

- No tiene por qué ser tan malo - le dijo al oído. - No será lo mismo, pero por encima de cualquier cosa, soy tu amigo. Y lo seguiré siendo. Estaré ahí para tí, siempre.

El joven de la camisa blanca aguantó la respiración un momento y después exhaló el aire entre los dientes, alzando el rostro para apoyar la nuca en su hombro. Bajó los párpados, sus músculos se relajaron. El chico de los ojos azules cerró los ojos un momento, respiró hondo y le apretó más contra sí. Luego miró de nuevo al horizonte, donde el sol ya se había alzado del todo por encima de la línea del horizonte. Con un suspiro de resignación, soltó la cintura de su compañero y dio un paso atrás; después se dio la vuelta para ir a recoger sus cosas.

El barco no tardaría en salir. Y si una despedida se vuelve demasiado larga, termina dejando de serlo. El chico de ojos azules lo sabía bien, sobre todo porque mientras se ponía la guerrera del uniforme, su corazón se removía, inquieto, deseando saltársele del pecho, abandonar esa estúpida prisión de carne que se equivocaba de camino y correr hacia el mar otra vez, a reunirse con quien quería estar. Sus sentimientos no entendían de graduaciones, de veleros amarrados en el puerto ni de convenciones sociales. Por suerte, aún era capaz de controlar sus sentimientos lo suficiente como para limpiar la espada, envainarla y dirigirse hacia la gruta que conducía al exterior de la cala.

- ¿Qué tal si nos reunimos dentro de un par de días?

El chico de los ojos azules se detuvo a medio camino. Se giró y sonrió al joven de la camisa blanca. Éste se había dado la vuelta y le observaba con un brillo decidido en la mirada.

- Podríamos... hacer un viaje - terminó el joven de blanco, guardando su propia espada tras recogerla de la arena. - Ver el mundo antes de que los deberes nos reclamen. Tal vez ir a...

- De acuerdo - interrumpió el chico de los ojos azules, reprimiendo su entusiasmo - Donde quieras. Cuando quieras. ¿Dentro de dos días?

El de más edad asintió.

- Cuanto antes mejor. ¿Te parece precipitado?

Sonrió. Aquella súbita propuesta tenía el regusto soñador de los planes vanos que se tejen en medio de la noche, esos que quedan en nada al amanecer, cuando la realidad de la vida cotidiana se impone. Pero aun así...

- No, en absoluto. Me parece muy bien. ¿Dentro de dos días en la puerta sur?

- En la puerta sur. Al amanecer.

El chico de la camisa blanca parecía muy seguro. El de los ojos azules asintió, ensanchando la sonrisa. Luego levantó la mano y reprimió las ganas de robarle un último beso. La noche anterior ya le había robado demasiados y había jurado que cada uno de ellos sería el último, hasta que acabaron desnudos y enredados en la playa, bajo un cielo brillante de estrellas y sin luna. No podía arriesgarse a tocar sus labios otra vez. Entonces, la despedida se alargaría tanto que dejaría de serlo... y el chico de los ojos azules, que era muy joven pero también muy disciplinado, tenía un barco que coger. Y aunque su reputación le importaba un bledo, no osaría comprometer la del chico de la camisa blanca.

- Hasta pronto, entonces.

- Hasta pronto - contestó el chico de la camisa blanca. Luego le dedicó una de sus escasas sonrisas, que a ojos del joven soldado era más brillante y pura que el sol limpio de la mañana, y echándose las manos a la espalda se volvió hacia el mar.

El joven de los ojos azules le contempló un instante más, grabándose su imagen a fuego en el corazón. A continuación, avanzó hacia la caverna, llevándose consigo todos los recuerdos hermosos atesorados durante aquel tiempo. El destino podía ser traicionero. Lo que hoy eran flores vivas y abiertas que exhalaban su perfume a raudales, mañana corría el riesgo de convertirse en pétalos marchitos, en imágenes difusas, nombres que no se recuerdan, huecos vacíos en un tapiz a medias. Guardó su tesoro en el alma y se internó en la oscuridad con semblante grave, portando en una mano la esperanza y en la otra la resignación.

El chico de la camisa blanca aguardó en la playa, severo y hierático, hasta que los pasos de su compañero dejaron de escucharse sobre la arena. Entonces levantó una mano y se llevó los dedos al pecho, apretando con suavidad, con el gesto torcido de quien encuentra una molestia. 

Se quedó allí hasta que la marea volvió a subir, contemplando las olas azules. Después, se marchó. 

Las huellas dispares de los dos jóvenes permanecieron sobre la arena hasta el anochecer. Cuando subió la marea, las olas las borraron.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Noches blancas

- Sabes, en realidad soy un romántico.

Sí, un romántico sin remedio. Estoy pensando en eso cuando una nube negra cruza delante de las estrellas y las oculta a mi mirada. Están hermosas esta noche. Gordas, henchidas como frutas de luz blanca, colgando del negro telón de la noche y gritando su presencia. A veces me dan ganas de cogerlas y morderlas. Deben tener un sabor metálico.

- Ah, disculpa - suspiro, y vuelvo a Erelien. Le había desatendido por un momento - Como te decía, en realidad soy un romántico. Ya sabes, para estas cosas del sentimentalismo soy todo un clásico. Me gusta cortejar y ser el perfecto príncipe azul.

Distraigo mi mirada de nuevo. Una vela se ha apagado al cruzar una ráfaga de viento. No me gusta. Necesito la luz exacta que he preparado y detesto que algo se desestabilice en estos gloriosos momentos de calma y maravilla. Son los momentos en los que encuentro más paz. Si no contamos esos pocos otros. No, hoy no los vamos a contar, ¿verdad que no? No. Hoy no. Mi compañero necesita toda mi dedicación.

Vuelvo a inclinarme sobre él. Respira agitadamente bajo la mordaza, tiene los ojos vidriosos, y es una composición perfecta: el azul quebrado de sus retinas, las pupilas fijas en mí, exactamente como tiene que ser, y la tela delante de su boca inflándose y desinflándose como la vela de un barco cada vez que respira. Es una composición tan perfecta que me dejo llevar por una oleada de cariño y cercanía hacia Erelien. Ah, chico impulsivo. Apoyo los codos sobre su pecho para contarle mis secretos en voz baja.

- Son cosas que ya se han perdido, ¿sabes? - le digo. - Esa profundidad... ese... esa intensidad. Vivimos en un mundo tan vacuo... tan lleno de personas vacuas... la gente no pone el corazón en lo que hace. No hay eso. Entrega. Eso. Ya no hay.

No puede responderme, pero su mirada podría significar cualquier cosa. Supongo que me da la razón. ¿Por qué no iba a hacerlo? La tengo, en cualquier caso. Le acaricio el pelo y me incorporo de nuevo, volviendo al trabajo.

- No hay dedicación ni apasionamiento. ¿Sabes lo sencillo que es llevarse a cualquiera a la cama o enzarzarse en una pelea sin sentido? Todo lo que puede despertar la emoción, todo cuanto puede hacerte sentir, está al alcance de la mano sin el menor esfuerzo. Y sin esfuerzo, ¿dónde está el sabor? ¿Qué merece la pena sin entrega, sin esfuerzo, sin esa natural progresión desde el deseo hasta la consecución de lo anhelado pasando por la búsqueda y el sacrificio, o por la conquista salvaje?

Me responde un gemido ahogado, casi sollozante. Lo escucho con atención, evaluando el tono y el timbre y comprobando que no me he movido de los límites que yo mismo me he marcado. El suspiro abandonado que sigue me confirma que todo está bien. En cualquier caso, deslizo un trapo limpio empapado en desinfectante sobre la piel de mi amigo, enjugando el sudor frío y los restos de sangre.

- Búsqueda, sacrificio, conquista salvaje. Los procesos del deseo son así. Forma parte de cómo somos las personas, el deseo y su satisfacción. Una vez satisfecho el deseo, éste deja de existir, y se desea otra cosa, cada vez un paso más, un poco más lejos. Por eso hay que llegar a la satisfacción mediante el camino largo, para beber de verdad ese deseo, experimentarlo al máximo, todo, hasta los significados más elevados o más simples de él. Todo.

Un nuevo gemido lánguido. Deslizo la cuchilla con precisión quirúrgica, fijándome en el destello dorado de las velas, reflejado por la hoja de metal. Es hermoso. Tanto como la geografía de Erelien, sobre la que estoy pintando. ¿No es bonito, cariño? Mira qué escena. El estandarte de la cruzada, las velas, todo tan romántico. Otro día te llevaré al parque. Ahora puedes batir las pestañas y enlazar los dedos.

- ¿Y qué hace la gente en lugar de eso? - prosigo, dedicando a mi querido compañero una mirada decepcionada - Pues desperdiciar y desperdiciarse. Eso es lo que hacen. No comprenden lo que significa la dignificación a través del sacrificio o a través de la dominación, ese concepto superior de transcendencia, de comprensión profunda. Darle a todo - indico, elevando el escalpelo para puntualizar mis palabras - un sentido y un significado. Lo que no tiene sentido, lo que no es intenso y significativo, no es nada.

Se remueve un poco y agita la cabeza. Miro su rostro y le aparto los cabellos, le seco el sudor de la frente. No permitiré que se le meta en los ojos o que esté incómodo. Lo estoy diciendo, maldición. ¿Es que no escucháis? ¿Estrellas, luna, mundo? Lo estoy diciendo, todo tiene que tener un significado, y esto sobre todo, para él y para mí. Y tiene que poder vivirlo al máximo. De eso se trata. Así es como venimos a jugar. Y su mirada es perfecta cuando le arreglo los cabellos, cuajada de gratitud, con el dolor cristalizado en las pupilas. Ahora mismo soy su mundo. Es maravilloso.

Vuelvo al trabajo. Estoy haciendo algo interesante cerca del ombligo. Me aplico con entusiasmo hasta que despiertan los gritos ahogados.

- Soy un romántico... - continúo, ahora en voz baja. Estoy muy concentrado. Esta parte es complicada, explorando entre la piel y la carne, con precisión - ...porque sé explotar eso. Estirar el deseo de los demás y el mío propio hasta que está a punto de romperse... y darle una cierta satisfacción, la suficiente para no frustrarse pero no tanta como para desinteresarse. Es mi manera de cuidaros. Haciendo que merezca la pena lo que sentís. ¿No es todo un acto de altruismo?

Se me escapa una sonrisa. Las estrellas chirrían y el viento baila. Deslizo la lengua por la hoja húmeda del cuchillo, lamiendo la sangre. Lo hago girar entre mis dedos y lo limpio bien, colocándolo bien alineado junto a los demás. Erelien ya está palpitando como una rosa antes de abrirse. Se ha perlado de sudor y necesita algo más.

Hemos llegado a la parte álgida de nuestra cita. El equivalente al momento en el que el chico levanta la mano para acariciarle un pecho a la chica, y ambos saben que a partir de ahí sólo hay un camino. Bueno, en este caso no le toco la teta. Erelien no es una chica, y yo tampoco, aunque ahora mismo esté tan emocionado que sienta ganas de dar saltitos como una estudiante del templo. Lo que hago es calzarme los guantes de garras y flexionar los nudillos para hacerlas salir de su funda de cuero.

Y me acerco, despacio. Porque yo sé como se hace esto. Nací sabiendo. El ritmo exacto de los pasos, el preciso para que su respiración se acelere. La anticipación es mi aliada, casi dolorosa. Y ahora ya no hay espacio para filosofías. A Erelien no le interesan, y él es lo importante de todo esto, al fin y al cabo. Los ojos de cristal roto me alcanzan. Me siguen con ansiedad. Cuando me siento sobre su cintura, abriendo las piernas y cerrando las rodillas en sus costados, parece a punto de ahogarse. Su excitación se me clava en la ingle al posicionarme con firmeza encima suya, pero no me molesta.

- Tú lo entiendes, ¿verdad? - le pregunto, en un susurro casi triste. - Ya no quedan románticos como yo.

Asiente con la cabeza. Claro que lo entiende.

Relajado, en esta paz fantástica, alzo las garras y dirijo la orquesta del universo, al menos del nuestro ¿No es precioso, cariño? El veterano atado, cuajado de nudos, de sangre y sudor, las velas, el estandarte y un cielo infestado de estrellas chirriantes.

Aquí estamos, dándole un sentido a las cosas. Mañana, si quieres, podemos ir al teatro.

jueves, 27 de enero de 2011

La fuerza de Valerie

Todas las libranzas estaban completas. El mayordomo se había marchado y había dejado las velas encendidas para que Lady Glenford pudiera seguir trabajando. En la soledad del despacho, en la soledad de la mansión, Valerie Glenford leyó los legajos uno a uno y colocó el sello. Cerró los lacres, redactó las órdenes con letra fina y estilizada y después revisó el gran escritorio de madera. Un suspiro de alivio se escapó entre sus labios rojos como fresas al ver que no quedaba nada. Se recostó en la silla de madera labrada, con el cabello derramándose sobre sus hombros blancos, e hizo un gesto de desagrado, intentando tomar aire y llenarse los pulmones. El corsé le apretaba.

Todo le apretaba. Como sogas en el cuello y en los brazos, todo eran cuerdas. La ahogaban, y además tenía que tirar de ellas, porque eran las riendas de su vida las que se le enredaban, las que la oprimían. 

Valerie Glenford era la esposa de Lord Glenford, un caballero amable y anciano que dirigía los envíos de suministros desde Kul Tiras hasta los puertos de Menethil y Ventormenta. Era la hija de un gran comerciante que había muerto, dejando su emporio y responsabilidades sobre los hombros de su única heredera. Era la dueña de cincuenta hectáreas de tierras de cultivo, de seis barcos mercantes, de cuatro textilerías y dos grandes almacenes de grano. Era la madre de un niño pequeño y obediente, Samuel, de tres años, y la voz a la que obedecían más de treinta personas.

Valerie Glenford tenía la fama de una mujer fuerte, con carácter. Pocos o nadie se oponían a ella. Llevaba sus negocios y su casa con energía, su matrimonio y hasta sus compromisos sociales. La fuerza de Valerie Glenford, su dignidad y leve altivez, la convertían en una líder. Sus órdenes eran obedecidas. Sus peticiones, contentadas por su esposo. Su amable y dulce esposo, que era amable y dulce hasta la blandura, a pesar de que lo amaba tiernamente. Valerie Glenford era una mujer independiente, dueña de sí. Tan independiente y dueña de sí, que a veces le desesperaba toda aquella responsabilidad, toda aquella autoridad, su distanciamiento autoimpuesto, la imposibilidad de sentirse frágil, contradicha, desafiada. La imposibilidad de sentirse a merced de algo más fuerte que su férreo control sobre las circunstancias.

"Algo que me sobrepase"

Ser una mujer y no una roca. Ser un ser humano y no un baluarte. Sonrió a medias y sopló una de las velas con un gesto suave, removiéndose en el sillón. El despacho estaba forrado de muebles de madera de caoba, oscuros y elegantes. Su vestido era color caramelo y crema, con encaje de Theramore. Llevaba anillos de oro y rubíes en los dedos largos. Y el maldito corsé la estaba matando, pero aun así, lo llevaba con elegancia y sin queja.

Algo que le sobrepasara, eso es lo que había buscado. Y buscando eso, había llegado al lugar que ahora ocupaba sus pensamientos, donde las sombras la arropaban, donde las cadenas tintineaban y el dolor destellaba con sabor a liberación, el abandono se presentaba teñido con los colores y los aromas del consuelo. Tembló, con un estremecimiento de anticipación, y se puso en pie, casi tirando la silla, con la decisión tomada.

Al abrir la puerta, la criada que esperaba tras el batiente la miró e hizo una leve reverencia.

- Camille, voy a salir. Tráeme la capa - ordenó.

Y como siempre, fue obedecida.

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En la oscuridad, aguarda. El cirio está apagado en la hornacina, las paredes de piedra son sombras más allá de la sombra, negrura profunda que todo lo engulle. No hace frío; en este lugar la temperatura siempre es perfecta, y la humedad apenas se nota, pero aun así, tiene toda la piel erizada a causa de la expectación. 

Está de rodillas sobre las losas, con los brazos en alto, las muñecas ceñidas por los grilletes. El cabello negro, suelto, le cosquillea en las caderas, y sus ojos permanecen fijos en la puerta, en ese rectángulo de brea hundida en la sombra. Aguarda, con el corazón latiendo como un timbal bajo la piel. Ella misma ha cerrado las esposas en sus manos, ella se ha despojado de sus vestiduras y las ha embutido en el arcón del rincón. Ella misma apagó la vela.

A partir de ahora, nada es decisión suya. Ni siquiera puede decidir el momento en que las bisagras van a girar y una luz sucia va a irrumpir en la estancia por un instante. Cuando al fin sucede, se lame los labios y contiene un respingo, un mordisco en las entrañas, de hambre y de anhelo. Sus ojos negros se clavan en la figura embozada que cruza la entrada de la celda, bañada por un resplandor equívoco y ocre, y una lengua de trepidante emoción se escurre por su espalda.

La puerta se cierra a la espalda del verdugo, que lleva una palmatoria en la mano. Reconoce su silueta alta y musculosa, los mechones de cabello pálido que se escapan de la caperuza que le cubre el rostro, el contorno de las formas viriles contenidas tras las prendas de cuero oscuro, cubiertas por franjas de pintura negra. La mirada arrolladora que la asalta desde el fondo del embozo. Una mirada de depredador.

Valerie suspira, exhala el aire trémulo entre los dientes, agazapándose en su desnudez y pegándose a la pared de manera instintiva. El Oso nunca tiene prisa. Su capa arrastra sobre las losas de piedra cuando camina, silencioso y contenido, con el andar selvático que le caracteriza. El halo de la palmatoria convierte la oscuridad en penumbra y dibuja los contornos de los instrumentos que aguardan sobre las mesas, colgados en las paredes y en las estanterías. Y su verdugo deja la luz titilante en un rincón, se despoja de la capa y se echa un poco hacia atrás la caperuza. La cabellera de oro pálido se derrama sobre sus hombros, ante su rostro pintado de negro, donde los ojos azules, verdes, quizá grises, destellan con una frialdad cortante.

- Ven aquí de una vez y haz tu trabajo, desgraciado, hijo de mala madre - susurra Valerie desde el rincón, con voz venenosa.
- Cállate.

Es una orden tranquila, impasible. La voz del Oso le agita por dentro, le trae recuerdos asociados a ese timbre, a ese matiz grave y penetrante. El Coyote le gusta, con su salvaje fiereza, pero el Oso siempre ha sido su preferido. Se entienden bien, ella y él; le agrada su impulso primitivo y su violencia esencial, sin envolturas, le gusta su maliciosidad y su vanidad. Y ella sabe que a él le agrada su desafío y su sumisión, quebrar su fortaleza y hacerla suya hasta que eso es todo cuanto la define.

- Si no estás preparado, date la vuelta y lárgate - insiste Valerie, mientras él busca algo en la estantería del rincón, para luego acercarse en un par de zancadas - No he venido hasta aquí para que te lo tomes con cal...mpf.

No muestra la menor delicadeza cuando le pone la mordaza. La aprieta hasta hacer que le duela la mandíbula, y ella le mira con una leve inquietud. Pero el Oso sonríe y sus dientes destellan en la habitación en penumbra. Una sonrisa ávida y traicionera.

- Hoy no vas a necesitar palabras - le dice con suavidad - Quizá te la quite para que grites mejor, cuando empieces a hacerlo.

Valerie alza la mirada, repentinamente empañada. Intenta evitar el temblor, pero es imposible. Sus brazos se agitan, trémulos, y hacen tintinear las cadenas. Hacer esto sin palabras, sin La Palabra, siempre le provoca un escalofrío de miedo y excitación, no sabe donde empieza uno y acaba el otro, pero ella quiere algo que la supere. Algo que la supere hasta dejarla exhausta. Y al verla temblar, él, que está aún muy cerca, tan cerca, de pie frente a su cuerpo desnudo y arrodillado, inclinado sobre ella, aprieta los dientes y sus ojos arden.

Los dedos se cierran en su pelo. La obliga a levantarse con el tirón de los cabellos, la estrella contra el muro con una fuerza que le roba el aliento por un instante, y el rostro del elfo al que llaman el Oso se pega al suyo, aspira su olor. Valerie puede notar su aliento en las mejillas. Está olfateando su pelo, la curva de su cuello. El Oso tiene hambre, y ella está desesperada por ser su alimento.

Y la devora. Valerie intenta aguantar el grito, que finalmente rompe en su garganta. La ha atrapado entre sus brazos poderosos, que tiemblan con fuerza contenida, y el cruel muro de piedra. Ha cerrado las mandíbulas en su hombro, los dientes se hunden, profundos, desgarrando la piel y la carne. La sangre mana, el dolor punzante la atenaza, el estremecimiento le recorre los nervios, que se disparan con las percepciones contrapuestas. La excitación se desliza entre sus piernas como fuego líquido. Forcejea y se debate, pero es inútil. La ha apresado con férrea determinación, es un cepo de músculos tensos que palpitan y laten, una masa de carne vigorosa que resuella y gruñe como un animal satisfecho mientras engulle la sangre que mana de la herida.

Algo que la supere. Está en sus manos y no tiene ningún control. Está en sus manos y no tiene ninguna autoridad. El Oso hará lo que quiera, y ella no podrá evitarlo de ninguna manera, porque ni siquiera le ha dado La Palabra. Cuando él levanta el rostro y abandona la cruel fuente de la que se alimenta, la sangre roja mancha las mejillas y el rostro de su Verdugo, que se relame y la aprieta más entre sus brazos. Valerie apenas puede respirar, sus pulmones empujan el aliento descontrolado, tiembla con violencia cuando se encuentra con su mirada. La caliente anatomía del Oso la oprime como si quisiera romperle los huesos, sus brazos son nudos que atesoran un latido que brama como una fuerza de la naturaleza. Intenta patearle, pero le tiemblan las piernas, que se han convertido en masa de pan con demasiada agua. No podría sostenerse en pie si no la tuviera atrapada. Y él la mira a los ojos, con la barbilla algo alzada, con una pátina de excitación empañando los iris grises, verdes, azules quizá. Una mirada dominante y severa, engreída, que se desliza como un cuchillo hasta desollarla y penetrarla, posesiva y en un punto cruel.

Cuando vuelve a morderla, el aliento descontrolado le raspa la garganta. Resuella y gime a través de la mordaza, su piel se perla de sudor, es una gacela de mirada perdida, rendida ante la superioridad de su depredador. El dolor se abre paso como una luz blanca, el goce se extiende como aceite balsámico en sus venas, las sensaciones empapan su propia sangre, nublan su razón. Se le escurre la saliva, empapando la mordaza, empapándola sus quejidos apenas exhalados y el aliento perfumado y caliente.

El Oso no está usando nada, no ha tocado ningún instrumento. La está destrozando sólo con su cuerpo, consumiéndola con sus manos, que se cierran en la carne, la retuercen, la pellizcan, la arañan, consumiéndola con su boca que desgarra y abre las lesiones poco profundas pero lo suficiente para hacerla sangrar, lo bastante para amoratar su piel cremosa, lo bastante para hacerla padecer y deleitarse ambos en ello.

Valerie se ha abandonado. Su resistencia no dura demasiado en días como éste, en los que está deseando rendirse. Él termina de embriagarse con su carne abierta, se aparta de la segunda herida que le ha abierto en el otro hombro, lame la sangre que se escurre y cuando la mira, ambos están jadeando. Ella tiene los ojos empañados de lágrimas, los muslos empapados de calor húmedo, la piel perlada de sudor.

Los dedos del Oso le arrancan la mordaza de un tirón. Su voz es un susurro áspero y rasposo, seductor.

- Infierno - le dice al oído - Infierno es la palabra.

Ella toma aire con fuerza. Algo que la supere. Él le abre las piernas con un rodillazo nada amable, ella forcejea y aprieta los dientes. Cuando Valerie intenta morderle, el Oso le tira de los cabellos y le dirige una mirada amenazadora. 

- Quieta, leona.

De los labios de Valerie surgen palabras atropelladas, desesperadas, crueles, acusadoras. Entre los jadeos, le insulta, le culpa, le condena, le suplica, le escupe, pero en su mente retiene esas tres sílabas que no pronuncia. Infierno.

Las cadenas se tensan cuando él le tira de las caderas, atrayéndola hacia sí, alejándola de la pared. Valerie grita, los tendones de sus brazos se distienden y de nuevo la asalta el dolor. Él sabe que ella tendrá que enlazarle la cintura con las piernas para buscar sujección y no romperse si sigue tirando, y es lo que ella hace. Cómo le admira. Realmente, el Oso es su preferido. Y él esboza esa sonrisa insolente, abriéndose los pantalones con una mano mientras la sujeta con la otra, habiéndose salido con la suya, como siempre. Porque a eso vienen a este lugar.

- Quiero oírte gritar - la voz insidiosa del elfo, grave e hipnótica, escurriéndose en sus oídos, susurrando, cuando se acerca a su mejilla y le habla al oído, como si compartieran un secreto. La tiene sujeta de los muslos.

- No voy a gritar - la respuesta de Valerie, desafiante, provocadora.

Y sin embargo, grita. Grita cuando la carne ardiente, palpitante y dura se abre paso entre sus piernas en una invasión brusca y salvaje. La empuja con una embestida brutal, estrellándola de nuevo contra la pared, haciendo que se golpee la nuca y la espalda con la piedra. Y aunque por dentro está hambrienta, aunque sus pliegues están empapados de savia templada, le duele como si la partieran por la mitad. Grita, deshecha en lágrimas, en la amalgama indefinible en la que el dolor despierta la excitación y la excitación consuela el dolor, tiembla y grita, ahogándose en el aliento que no puede regular, con la sangre golpeando enloquecida en las venas, con la piel erizada, con los pechos erguidos manchados con la sangre de sus hombros. El Oso la ha acorralado y ataca entre sus piernas sin darle tiempo a recuperarse de la primera arremetida. Empuja, presiona, se abre paso más hondo de lo que Valerie puede soportar, arremete contra ella en una conquista certera y segura, con el galope descontrolado de los ejércitos, de las manadas, de las tormentas. Ella gime y se estremece, dolorida, extasiada. Él resuella y la aprieta entre los dedos, entre los brazos, dominante, poderoso, arrollador. Gruñe sobre su oído, la muerde de nuevo.

No puede contenerlo. Porque no tiene el control, y no quiere poseerlo, por eso ni siquiera se molesta en detener la ola que se levanta con cada roce, con cada impulso en su interior que precipita sus latidos, que hacen distenderse su carne rezumante como una flor henchida en una explosiva primavera. El tacto de su piel, las uñas que la hieren, los dientes devorándola, el olor del depredador, sus resuellos primitivos y el brillo perdido en sus ojos cuando la mira de nuevo, el dolor y el placer, todo es excitante y tira de ella como la soga de la horca.

No puede agarrarle porque está encadenada, pero le estrecha con las piernas, hunde los talones en sus riñones y se agita cuando la primera marea rompe en su interior. Está gritando otra vez, y esta vez es un grito extasiado y enloquecido, cuando su visión se empaña y se rompe en un crisol difuso. La catarsis le acecha en cada envite del oleaje afilado e intenso, vestida de goce y transgresión, de dolor hermoso que chispea en la lengua cuando la sangre se derrama y escuece y despierta los sentidos. La fragmenta una y otra vez, y el Verdugo la arrolla por completo desde dentro y desde fuera, quizá consciente de que ella ya está precipitándose hacia arriba y pronto volará.

Y cuando estalla, muerde los dedos que la amordazan. Las lágrimas se derraman por sus mejillas, la savia mana entre sus piernas mezclada con sangre, palpita y se estremece, poseída por el ardor de la liberación y sometida a la fuerza del clímax descontrolado. Las cadenas tintinean. Sus percepciones se distienden.

Se siente entonces enorme y entera, libre y en brazos de una corriente poderosa que la arrastra, en la que no tiene que nadar y a la que no tiene sentido oponerse. Se siente entonces expandirse como una nube barrida por el viento, deshacerse y al tiempo ocuparlo todo. Y sólo cuando presiente, en esta cabalgada hacia la eternidad, un desmayo cercano, una vez superadas las fronteras y los puentes del orgasmo que parece no acabar, muerde los dedos que la amordazan e intenta balbucear.

- In...fierno, ¡infierno!

No es necesario repetirlo. La tormenta se detiene, con el sonido intenso de una respiración agitada, con las manos apoyadas en la pared, tras soltarla con una suavidad inusitada. Valerie se queda colgando de las cadenas.

En medio del preludio a la inconsciencia, mientras le zumban los oídos y su piel parece a punto de desprenderse, apenas vislumbra entre las pestañas, cuando consigue entreabrir los ojos, la figura del Verdugo moverse alrededor de ella. Sabe que está aseándola y curándole las heridas inflingidas.

Luego le besa la frente, y es lo último que Valerie percibe, antes de que la puerta se abra y el Oso desaparezca. Entonces, cuando se cierra de nuevo el batiente de metal, ella cae sobre el suelo y se apoya en la pared, satisfecha y plena, dejando que la noche se la lleve por un rato, en la paz y el sosiego que sólo puede encontrar entre estas paredes. 

Aquí, donde puede ser simplemente Valerie.

13.- Lo bueno y lo malo

- No es bueno para tí.

Las estrellas brillaban en el firmamento despejado de Tanaris. La hoguera se había apagado, la historia había terminado y los mercenarios montaban guardia aquí y allá. Otros dormían en sus tiendas de lino, resguardados en las ruinas de un viejo asentamiento trol al que llamaban Lunasur. Allí, el viento no azotaba sus rostros con tanta vehemencia y la arena que se arremolinaba permanecía lejos, más allá de los parapetos de piedra. En un rincón, algo apartados de los demás, Irye y Ashra se habían envuelto en las mantas. El chico estaba dormido sobre las piernas del elfo como un cachorro, y el quel'dorei tenía la armadura aún puesta y un sable a mano, como era habitual en él. El cuero remachado se ceñía al cuerpo alto y flexible, y los fieros rostros de lobo de las hombreras miraban a ambos lados con ojos de fuego. La cabeza del muchacho reposaba en un hueco del brazo del mercenario. Tenía los párpados cerrados.

Haari estaba arrodillada frente a Ashra. Le hablaba en un susurro, mirándole directamente a los ojos. Los de él la observaban, azules y gélidos.

- ¿Por qué dices eso? - replicó tras largo rato el elfo.
- Está...
- Maldito

Ashra terminó por ella. Sus voces eran murmullos suaves en la luz de la noche. El elfo del cabello claro estaba pegado a la roca, en la sombra. Sobre Haari caía toda la plata del cielo como una cascada, arrancándole destellos a su piel, a su cabello, a los adornos de su capa.

- Sé que piensas que todos lo estamos, Ashra - prosiguió ella - pero esto es algo que casi puedo tocar. Está maldito, hay algo antinatural en él.
-Supongo que es lógico. Teniendo en cuenta dónde le encontramos. Quizá está enfermo - repuso él, los dedos deslizándose por los cabellos extraños del muchacho - Quizá su alma necesita sanar.

Haari meneó la cabeza. Era muy difícil intentar hacerle entender lo que sentía en lo profundo de su espíritu, esa inquietud tan violenta en lo que respectaba al muchacho. Además, había algo en la postura corporal de Ashra, en su manera de mantener al chico sujeto cerca de él, de rozarle con las yemas, que le hacía temer que ya fuera tarde para muchas cosas. ¿Como podía mostrarle lo que ella veía?

- Y, ¿eso es lo que quieres? - preguntó de nuevo la Zulfi, en un susurro muy leve, algo apremiante - ¿Sanarle? ¿Curar su alma?
- No soy sanador.

Un destello virulento cruzó por las pupilas azules de Ashra. Haari asintió, moderando su tono. Aquel elfo era su amigo, era más que eso. Confiaba plenamente en él. Nunca habían hablado mucho, él no poseía demasiadas palabras al parecer, y ella era más amiga de la acción que del decir. Y sin embargo, se habían arriesgado el uno por el otro. Se habían protegido, habían luchado codo con codo, y esas cosas tienden lazos, cintas que se anudan y crean vínculos. Las personas se conocen. Y Haari sabía que si Ashra se ponía a la defensiva más de lo que ya lo estaba, no habría nada que hacer. Por el momento, al menos, la escuchaba. Y encontró la palabra clave, la manera exacta de abrirse camino.

- Estoy preocupada - dijo, colocando las manos sobre la arena y agachando la cabeza un tanto - Explícamelo. Me gustaría que lo hicieras.

Ashra suspiró, se apartó un mechón de cabello del hombro y asintió, removiéndose y estrechando al chico dormido, cubriéndole con la capa como un padre que arropa a un hijo. Su voz se dulcificó cuando respondió a la trol.

- No sé si puedo, Zulfi. Al principio le traje por piedad. No podía dejarle allí.

Haari bajó la mirada hacia las mejillas blancas de Irye. Su respiración era pausada. Los rizos negros y rojos se descolgaban sobre la manga de cuero negro del mercenario, como hiedras coloreadas, como algas en una ruina submarina. Bajo las espesas pestañas oscuras, Haari adivinaba los ojos rosados y opacos, los dos ópalos vacíos de un ser sin alma... pero que había visto destellar en ocasiones con sentimientos imposibles en un ser así, probablemente en una imitación intencionada y cruel de las emociones auténticas con el objetivo de embaucar a su víctima.

- Pero no has querido dejarle en ningún lugar... quieres tenerle contigo todo el tiempo - dijo ella con suavidad - ¿No crees que estaría mejor en Theramore, por ejemplo? Allí hay elfos de los tuyos. También hay humanos, y nacidos-de-los-dos.

- Irye no quiere irse. Y yo tampoco quiero separarme de él.
- Has dicho que no eres sanador, tienes razón. No lo eres - insistió ella, probando otra vía - Si crees que el chico puede curarse el alma, ¿no deberías dejarle en manos de quien pueda ayudarle?

Ashra sonrió a medias, una sonrisa sesgada y algo ácida.

- ¿Y quién me cura a mi, Zulfi?

La trol pestañeó, sorprendida. Luego entrecerró los ojos y se inclinó hacia él.

- ¿Cómo? ¿Qué te ocurre? ¿Es que estás enfermo?
- No entiendes - Ashra meneó la cabeza y desvió la mirada hacia el desierto. Los ojos azules se tiñeron de amargura - Has empezado diciendo que Irye no es bueno para mí. Así has comenzado a hablarme. Pero no sabes nada. ¿Como puedes juzgar tú lo que es bueno o malo para mí? Me está sanando, y tú no te das cuenta. Me está sanando más de lo que lo ha hecho nada... nunca.

Haari apretó los dedos sobre la toga. Un fuego de rabia líquida le trepó por la garganta, y miró al chiquillo dormido un instante, maldiciéndole para sus adentros y deseando íntimamente estrangularle y arrojarle a una zanja. Qué bien había trabajado el djinn. Astuto como una víbora. Había encontrado las heridas secretas de Ashra y se había filtrado por ellas como bálsamo, y ahora... ahora su amigo pensaba que ese crío le hacía bien.

- Ashra, a veces... - hizo una pausa. La situación era grave, tenía que proceder con cuidado - A veces, la gente desesperada, que necesita protección, como este chico... puede ser manipuladora y jugar con nuestros sentimientos... quizá lo que hoy te parece dulce, mañana se pudra sobre tu lengua, Ashra.

El elfo arqueó una ceja. Luego su sonrisa se ensanchó y se rió entre dientes, de nuevo una risa irónica y vieja, seguida de un suspiro. La arena espejeaba bajo la luz de la luna, y las estrellas rutilantes se reflejaban en los ojos azules del quel'dorei, a la sombra del muro.

- No creas que no lo sé. No creas que soy idiota. Otros frutos se han convertido en ceniza entre mis dedos, sé como es el mundo, cómo es la gente y cómo es la vida.

- ¿Entonces qué te ocurre, no te das cuenta de lo que te está haciendo? - Haari casi alzó la voz, inclinándose hacia adelante para enfrentarle más directamente - Te está encadenando, se está aprovechando de tí. Deshazte de él. Por el bien de los dos, y por el bien de todos.

Haari respiró aliviada cuando al fin lo soltó, mordiéndose la lengua para no decir más, no decir aquello que Ashra jamás creería y que destrozaría toda su argumentación: la verdad pura y sencilla. Que el chico era un djinn y que era peligroso. Suelto o encadenado, era como llevar un áspid enredada al cuello. La mirada del mercenario era la misma, no se había endurecido y estaba mirándola casi con nostalgia.

- Haari...
- Estoy preocupada de verdad, Ashra. - insistió - Estás haciéndote daño, aunque no lo veas. Estás abrazando veneno, y algún día te hará enfermar. No hoy ni mañana.
- ¿Acaso no te has aprovechado tu también de mi?

La trol frunció el ceño y dejó caer la cabeza hacia adelante. Desolada y agotada. No lo iba a conseguir.

- No más que tu de mí - susurró con suavidad.
- Así es la vida. Él se aprovecha, pero yo también de él, saco beneficio, y también Irye. Esto no es nada nuevo. Sé lo que hago. Y no es asunto tuyo, en cualquier caso.
- No es lo mismo.

Haari alzó la cabeza, incorporándose, y no dijo más. Los ojos azules tenían una advertencia soterrada, más allá del sincero afecto que le transmitían.

- No, no es lo mismo - acordó él - Esta vez me estoy beneficiando más. No te haces una idea de cuánto... y de lo que significa para mí.

La zulfi se estremeció cuando un viento gélido le rozó la nuca. Un susurro misterioso se deslizó en sus oídos, imágenes, presentimientos y palabras que los espíritus estaban volcando sobre ella mientras contemplaba la sombra en la sombra del muro, al elfo de ojos penetrantes cuyo semblante se desdibujaba en la oscuridad, cuya mirada era el corte afilado de un cuchillo. Casi lo sintió en la carne, y una profunda pena se abrió en su corazón.

- Comprendo.

Las colas de zorro se agitaron cuando el aire se embraveció. Haari se arrebujó en la capa. Echó una última mirada a la figura de Irye, envuelta por los brazos de su protector, y se giró para regresar al campamento. La luna la miró con su ojo pálido, y en ella vio reflejadas las visiones que le habían traido los espíritus.

"¿Seré lo bastante fuerte como para cumplir con mi parte?", se preguntó. Aquella noche, dispondría los tótem y buscaría a los Loa para pedirles que la confortaran. Haari tenía miedo, y ni las estrellas más brillantes ni los abrazos del más cercano amigo podrían limpiarlo del todo de ella, pues seguiría teniéndolo por mucho, mucho tiempo.