miércoles, 24 de marzo de 2010

El Escolta (XVII)

Era un olor metálico y pegajoso, mas allá del aroma a salitre del océano, más penetrante que el perfume de Velantias. Le parecía saborearlo en su lengua, degustarlo en su paladar, creía que siempre, desde que tenía uso de razón, había estado pegado a él, camuflado por el humo del incienso, por los pétalos de las flores en primavera. El olor de la sangre.

"No se lo digas a nadie"

Hoyos profundos en la tierra verde. Un cadáver enterrado. Sangre. No había sido tan difícil... se lo había visto hacer a él aquella vez, cuando apuñaló en el cuello a Seronis, el arcanista, al encontrarles riendo juntos a la orilla del lago. Recordaba la mano de Shorin arrebatando la daga ligera de su cinturón y hundiéndola en el cuello del muchacho con absoluta indiferencia, limpiándola después en su toga blanca de monje y volviendo a enfundársela en el cinturón.

- No se lo digas a nadie.

Y un chico llorando, perplejo y asustado, un elfo cavando bajo la luz de las estrellas, enterrando el cuerpo muerto de Seronis, arrojándolo como un fardo a la tierra negra y abierta como una boca tenebrosa, más oscura que la noche primaveral.

- No puedes cambiarme por nadie - los ojos afilados del Jinete del Sol sobre él, la voz penetrante y peligrosa. - Este es el destino con el que marcas a aquellos con los que quieres sustituirme. Recuérdalo siempre, y nunca, nunca se lo digas a nadie. ¿Lo has entendido? ¿Entiendes lo que has hecho?

Noche estrellada, palabras pesadas como montañas, palabras que eran cadenas cerrándose en sus muñecas, sus tobillos y su alma. Las había roto, al volver de nuevo a él el olor de la sangre, profundo e intenso, metálico. El olor del acero. Había roto las cadenas, rompiéndose a sí mismo.

- ¿Entiendes lo que has hecho?

Parpadeó, volviendo en sí. Era la mirada azul oscuro, fija sobre él, conmocionada. Velantias le sostenía, sujetándole por los brazos. El cielo se cubría con nubes negras, el viento soplaba desde el norte trayendo el aroma a ozono de la tormenta próxima. Recorrió sus rasgos, emborronados a través de las lágrimas. Su escolta. Le había enseñado que las cosas podían ser buenas, sí. Le había mostrado la verdadera luz, nada que ver con una reliquia brillante encerrada en una torre. La curva de la mandíbula, las pestañas negras, los dientes apretados y el gesto severo y preocupado. Se le habían soltado algunos cabellos oscuros, que caían junto a su rostro esculpido. Velantias Auranath. Él sí cumplía sus compromisos, él le hacía feliz. ¿Podría hacerlo todavía? Desvió la vista.

- Allure, no. No - las manos rudas le tomaron la cara, le obligó a mirarle más de cerca, respirando afanosamente. - Mírame, habla. Dime por qué has hecho esto. ¿Entiendes lo que has hecho, ángel?
- No soy un ángel - murmuró.
- Lo eres. Por Belore, dime qué demonios estabas pensando. ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Enterrar a un muerto.

Velantias parpadeó, observándole. Tristeza y desesperación en los ojos violetas, oscurecidos por las emociones encontradas, y una negativa rotunda.

- No.
- Le he matado.
- Esa no es tu voz. Hablas como un autómata, ni siquiera estás aquí. No te das cuenta de que estás llorando y temblando como una hoja.

Si, era verdad. Estaba llorando y temblaba. "No se lo digas a nadie". ¿Acaso era él como Shorin? No quería ser como Shorin. Sacudió la cabeza y se obligó a fijar la mirada en los ojos de su escolta, igual que aquel día durante el nombramiento, cuando no había ningún otro sitio al que mirar y el único lugar seguro era él. Velantias exhaló un suspiro de alivio, pero su semblante seguía lívido. Miró el cuerpo inerte sobre la arena, sobre el charco rojo y oscurecido, por encima del hombro de su compañero.

- Era un asesino - murmuró, con la voz entrecortada, mareándose y sintiéndose incapaz de controlar el temblor en sus extremidades - hizo cosas horribles... las habría hecho de nuevo, sin pestañear. ¿Ahora lo soy yo?
- No es momento de pensar en eso. Hay que avisar a los ancianos. Decirles lo que ha pasado. Tienes que contarlo todo, ¿me oyes?

Asintió, tambaleándose. Si, eso era lo que debía hacer, contarlo todo. Lo que nunca había dicho a nadie, lo que sólo había confesado a Velantias y mucho más, lo que él había hecho con sus manos. Se estremeció con una náusea y los brazos fuertes le sostuvieron. Se sujetó a él con manos temblorosas, decidido a mantenerse en pie, a seguir firme. Lo había perdido todo. Se había perdido a sí mismo. Levantó la mirada y vio la desolación en los ojos del escolta, y fue eso, más que todo lo demás, lo que hundió sus pies con firmeza en la tierra y le hizo plenamente consciente de lo que había sucedido, arrancándole un gemido ahogado y desatando su llanto, silencioso hasta entonces.

No eran las manchas oscuras que le empapaban la toga lo que le hacía sentirse sucio.

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