martes, 28 de septiembre de 2010

3.- Un instante de descanso

El interior de la montaña era como el estómago de un gigante de piedra, o las fauces de un monstruo de fuego. Hacía un calor insoportable, y Haari estaba apoyada en la roca viva, bebiendo agua y tomándose un respiro. Llevaban ya tres días de combate incesante. Ella no había entendido demasiado bien la estrategia de grupos, pero sabía dónde debía ir y qué tenía que hacer, y con eso le bastaba.

No sabía si era de día o de noche, el calor le abrasaba la sangre y le parecía respirar sólo polvo y arena. Las prendas de cuero estaban empapadas en sudor. El escudo de madera se había astillado un poco, y la maza estaba impregnada de sangre. Le había reventado la cabeza con ella a uno de esos hierro negro.

No habían tenido bajas. Ashra les había guiado a lo largo de los pasillos sinuosos, vestido con piezas de armadura ligera y mallas que tintineaban. Todos los enemigos habían caido bajo sus esfuerzos conjuntos, y siempre que alguno de los nueve había estado en apuros, se habían ayudado. Akkar'alar estaba herido. Una jauría de canes demoníacos le había empujado a la lava y casi le pierden. Habían conseguido sacarle a tiempo, pero la lesión era grave y apenas le permitía andar.

Ahora, cuando habían encontrado un recoveco en el que descansar antes de seguir adelante, Haari miraba la herida del trol desvanecido, una mancha rojiza y negruzca de carne abrasada que pronto empezaría a cubrirse de pus. El resto del grupo permanecía algo alejado, cabeceando y recuperando fuerzas.

Tras haberse hidratado, Haari abrió su faltriquera y extrajo el mortero y las hierbas curativas. Intentaría preparar un emplasto que evitara la infección, y Loa Lukou estaría satisfecho con ella. No se dio cuenta de la presencia a su espalda hasta pasado un rato, cuando la voz de acento suave casi susurró en su oído.

- Tus compañeros dicen que estás maldita.

No se sobresaltó. Machacó las hierbas con más fuerza e hizo los gestos rituales sobre el cuenco. Después, vertió algo de agua y removió la pasta con los dedos desnudos.

- Trol no guh'ta mujher hace ritoh. Siempre trol. Nunca mujher. - dijo finalmente, asqueada.

Ashra asintió y se acuclilló junto a Akkar'alar. Le observó un rato en silencio, y luego contempló el proceder de la chamán, sin decir una palabra hasta pasados unos segundos.

- Nos va a retrasar mucho. ¿Crees que se recuperará?

Haari miró al gran guerrero, tendido e inconsciente. Su cresta azul brillaba con colores púrpuras en la luz de aquella caverna infecta.

- Yo no mucho sabe... cura. Yo me'hó en pelea. Invoco eh'píritu, lobo ayuda, viene... rayo.

Ashra asintió de nuevo. Haari suspiró. Era irónico que en un minuto hubiera conversado más con el elfo asesino que en meses con cualquier trol, a pesar de sus dificultades para hablar en orco correctamente.

- No importa. Iremos más lentos, pero seguiremos. Haz lo que puedas por él.

Haari le miró un momento. Volvió a escudriñar aquellos ojos vacíos y duros con cierta extrañeza. Pensaba que el capitán decidiría sacrificar al trol inválido, era lo natural en esos casos, por deshonroso que fuera. Pero los mercenarios no tenían de eso. Al sentirse observado, Ashra se tapó la cicatriz del rostro con el cabello, disimuladamente.

- Ah'ra no eh nombre elfo - dijo Haari, finalmente.

Él negó con la cabeza y se sentó junto a ella, mirándola amasar la pasta en la que se habían convertido las hierbas.

- No. Es de una leyenda.
- ¿Qué dice?
- Es... la historia de un espíritu - dijo el elfo a media voz - Berkin me puso el nombre cuando me uní a los Coyotes de Durotar. Me contó que Ashra es un espíritu oscuro que se aparece para llevar la muerte a los vivos y es lo último que ven. Me lo puso como si fuera algo temible... aunque a mi no me lo parece.

Haari extendió el emplasto con cuidado sobre la herida del trol, que se removió y gruñó, aún desvanecido. Mientras lo hacía, meneaba la cabeza.

- No buena hih'toria. Ah'ra no eso.

El elfo arqueó la ceja, mirándola con una chispa de curiosidad. Haari terminó de acondicionar el emplasto y lo dejó al aire. Aquel ambiente tan caluroso no parecía el mejor para una herida así, pero era cuanto sabía hacer. Fue sacando los tótems y los dispuso para la posterior oración, mientras hablaba, intentando expresarse lo mejor que podía.

- Otro Ah'ra en Loa. Un ehpíritu, mih'mo nombre. Mejó que el de enanoh.
- ¿Mejor? ¿Cómo es?
- Ah'ra vivía en mundo de ehpírituh en paz. Buen ehpíritu - dijo ella, frunciendo un poco el ceño. - Ah'ra ayuda a ...muertoh a buh'cá mundo de ehpírituh en paz. Entonceh, Ah'ra ve mundo de sombra, donde ehpírituh sufrir. Ah'ra abandona mundo de ehpírituh en paz y va a la sombra a ayudá ehpíritu que sufren a encontrá camino a deh'canso. Otroh creen Ah'ra traiciona. Le llaman mal juju. Maldito. Pero Ah'ra no imp... ¿impoh'ta?

El elfo asintió. La estaba mirando fijamente, escuchando. Los ojos azules y oscuros brillaban con un velo tenue, un rastro de nostalgia perdida y extraña que llenaba el vacío que habían mostrado hasta entonces. Haari prosiguió, bajando un poco la voz.

- Ah'ra suelta cadenah de sombra de ehpírituh que sufren y lleva a mundo bueno de paz. Ehtá deh'terrao pero sirve a buenoh ehpírituh. Ah'ra lleva muerte a todoh cuando llega hora, y guía hahta deh'canso. Ah'ra buhca ehpírituh condenaoh y suelta cadenah. Ah'ra será último ehpíritu en desaparecé cuando tó se acabe.

Haari cerró la faltriquera y ordenó los tótems cerca del trol herido. Ashra volvió la vista hacia él y frunció el ceño. Luego asintió despacio.

- Es mejor historia, sí. Pero creo que no encaja conmigo. Encaja más la otra.
- Eso no pueh sabé aun. Ahora, mujer trol maldita va a rezá a loh ehpíritu.

El elfo sonrió a medias.

- Bien. El elfo maldito se quedará a mirar, si puede.

Haari soltó una risa leve, silenciosa, y asintió. Ashra permaneció en silencio, sin molestarla, hasta que en los mantras y las oraciones, su presencia se convirtió en algo invisible y lejano.

2.- Los Coyotes

El campamento se removió cuando sonó el cuerno.

Apenas había amanecido. Haari ya estaba despierta, colocando sus tótems sobre la tierra cenicienta. Había pasado largo tiempo meditando y rebuscando entre las energías espirituales de aquel lugar algo con lo que reforzarse, pero sólo había encontrado rabia, inquina y desespero. Los elementos estaban agitados bajo el dominio del fuego abrasador, que los subyugaba en su territorio. Había orado a Loa Ogoun aquella noche, pidiéndole fuerza en las batallas que habían de seguir, y nadie la había molestado. Los otros trols del campamento no se habían acercado a ella; la miraban desde la distancia con suspicacia y temor.

Recogió los tótems y se acercó. El humano de la mesa de reclutamiento estaba ahora de pie sobre una piedra plana, junto al orco y el enano. Este último tenía el cuerno aún en la mano, y los mercenarios iban agrupándose frente a ellos, con sus armas, sus lobos y sus felinos, sus armaduras a medio poner y los rostros somnolientos. Unos pocos se colocaron cerca de la piedra.

- ¡Vamos, espabilad! - bramaba Garm - ¡Vamos a dar las órdenes!

Haari se quedó un poco atrás, contando con la mirada entre aquel grupo de personajes desordenados, extraños y hostiles. Eran unos cincuenta. Cuando todos hubieron acudido, el humano tomó la palabra de nuevo. Era enorme, corpulento, y llevaba la misma ropa negra y un pañuelo oscuro en el cabello. A sus costados colgaban dos espadas brillantes, sujetas por el cinturón.

- ¡Mi nombre es Allen, Allen el Negro! ¡Él es Garm Hacha de Trueno, y él, Berkin Manodura! - bramó, señalando a sus compañeros. - ¡Somos los comandantes de los Coyotes de Durotar, y si a alguien no le parece bien, puede batirse con cualquiera de nosotros cuando salgamos de la montaña! ¡Hasta entonces, somos la autoridad!

El orco tomó la palabra, escupiendo al aire cuando hablaba y chasqueando los colmillos.

- ¡Vamos a asaltar Rocanegra! ¡Estas son las normas, y su incumplimiento significa morir! ¿Queda claro? - la multitud estaba en silencio, Haari comprendió que había pocos novatos como ella y que todos tenían una ligera idea sobre cómo funcionaba un grupo de mercenarios. - ¡Primero, no se tolerarán agresiones dentro del ejército! ¡Segundo, no se tolerarán deserciones una vez entremos en batalla! ¡Tercero, cada uno se queda lo que coja, menos el tesoro de la Cámara Inferior! ¡Éste se utilizará para pagaros y nosotros nos quedaremos con una décima parte! ¡Lo demás, es vuestro!

Hubo algunas quejas, preguntas, discusiones breves. Pero al parecer, los tres Coyotes estaban acostumbrados a ésto y supieron ponerles fin con explicaciones breves y algunas, algo duras. Finalmente, todos parecieron conformes, y Berkin habló entonces.

- ¡La incursión será larga! ¡Tenemos una estrategia y el equipo necesario! ¡Nos dividiremos en cinco grupos de diez, cada uno con un capitán! ¡Él os explicará el plan de ataque! ¡Grupo uno, bajo el mando de Garm, va en cabeza! ¡Fidelio, Zular, Krog'tar...!

El enano iba gritando nombres y mantenía el dedo señalando una dirección. Los que eran llamados se agrupaban allí, con las miradas hoscas e inspeccionándose entre sí con desconfianza. Cuando Haari escuchó su nombre, se dirigió con paso seguro hacia el lugar que le correspondía, echándose las trenzas hacia un lado.

Una vez estuvieron distribuidos los grupos, cada capitán se reunió con los suyos. La chamán no pudo evitar cierta repulsa cuando vio acercarse al elfo de ropajes oscuros y la cicatriz en el rostro, con dos largos alfanjes cruzados a la espalda. No le gustaban los elfos. No era la única, sus nueve compañeros gruñeron con suavidad. Los líderes habían tenido la inteligencia de formar los grupos de la mejor manera posible para evitar problemas, por lo que en su división sólo había trols y orcos. Uno de estos últimos, un tal Brarugg, escupió a los pies del capitán, que no se inmutó. Les miró con los ojos azul profundo, uno a uno, gélidos y peligrosos. Después habló.

- Soy Ashra. Guardáos los salivajos para cuando esto acabe - dijo, secamente. Su acento era pronunciado, suave y siseante - Soy vuestro capitán ahora y haréis lo que se ordene.

El orco se rió entre dientes y le miró burlonamente de arriba a abajo, mesándose las barbas.

- ¿Y por qué tendría que obedecer las órdenes de un elfo al que podría aplastar con un dedo?

Los trols soltaron una carcajada, pero Haari no se rió. Estaba mirando a los ojos a ese tal Ashra, y el vacío helado y profundo que veía en ellos no le provocaba hilaridad alguna.

- Por tres motivos - respondió el elfo. - Primero, porque soy el único que conoce el camino, la estrategia y a los enemigos. El segundo, porque es la única manera de que tengáis alguna oportunidad de salir vivos de Rocanegra y disfrutar del botín. El tercero, porque puedo matarte en doce segundos.

Braurugg dejó de reírse y su semblante se tornó amenazador. Después, de improviso, soltó un rugido, empuñó el hacha de su espalda y saltó sobre el elfo de la cicatriz. Ashra se movió veloz como un rayo, esquivando el golpe. Los alfanjes centellearon, y al tiempo que el hacha se clavaba sobre el suelo, las dos hojas de afilado acero cortaron el aire y salpicaron con un chorro de sangre caliente la tierra roja, que la absorbió, ávida de humedad.

Braurugg exhaló un estertor gorgoteante, con los ojos muy abiertos. Aún tenía las manos en la empuñadura del enorme hacha y la vida se le escapaba por la garganta abierta. Haari se preguntó un instante si podría sobrevivir de una herida así, pero su incógnita quedó despejada. Ashra empujó al orco con el pie y le hizo caer de espaldas, atravesándole el cuello con la punta de una de las espadas. Ésta quedó clavada en el suelo, entre un mar carmesí y el gesto póstumo de Braurugg, sorprendido y levemente triste. No volvió a respirar.

- ¿Alguna pregunta más? - dijo Ashra, limpiando el filo brillante sobre el jubón de Braurugg y echándose el arma a la espalda.

Los nueve restantes negaron con la cabeza. Haari también lo hizo.

- Bien. Si a alguien le sirve el arma del orco, que la coja. Ahora, hablemos de Rocanegra.

1.- Haari

En el cielo rojo, apenas se podían ver las nubes. Volutas de humo negro, oscuro y espeso, ascendían desde la tierra quebrada y agonizante, entre las fallas abiertas de lava burbujeante y las oscuras construcciones que se elevaban aquí y allá, como huesos quemados despuntando en un cadáver que sangraba fuego. Haari tomó aire, llenándose los pulmones de ceniza y tosiendo a continuación. Sin duda, los Loa habían maldecido aquellas tierras.

- Vamos, vamos, moveos.

La fila avanzó unos pasos. Los Coyotes de Durotar habían montado las tiendas en una ladera escarpada, entre piedras con forma de colmillo y arena negra y volcánica. Eran pirámides de lino y pieles que se mantenían derechas a pesar de las rachas de viento abrasador, unas junto a otras, dispersas sin orden ni concierto. Frente a la cola de reclutamiento, un humano vestido de negro se sentaba delante de una mesa, escoltado por un enano y un orco que vociferaban y empujaban a los que ya habían sido atendidos y les apresuraban hacia el campamento.

Mientras aguardaba su turno, Haari contempló a los combatientes. Algunos afilaban sus armas, otros bebían o comían cerca de las tiendas y unos pocos se afanaban en montarlas. Todos estaban allí por dos motivos: El dinero y la lucha. Antiguos soldados, supervivientes de unidades arrasadas en la guerra, caballeros que habían perdido su honor, desterrados, delincuentes. Orcos, trols, enanos y humanos.

- ¡El siguiente! - bramó el hombre de la mesa, y sus dos compañeros repitieron la orden.

La fila avanzó de nuevo.

Las Estepas Ardientes eran el lugar más inhóspito que Haari había pisado en toda su vida. Ella estaba acostumbrada a las verdes selvas y el canto de los ríos, a escuchar el trino de los pájaros y seguir los rastros de los espíritus bajo cielos azules, junto a mares espumosos. Allí, en aquel lugar que vomitaba fuego y donde el viento estaba tiznado de hollín, los elementos se mostraban irascibles y agresivos. Y no sólo los elementos.

Mientras el reclutador tomaba nota de los nuevos, estalló una pelea cerca del campamento. Un humano rubio, de cabello largo y desgreñado y un orco vestido con cuero rodaron por el suelo, golpeándose. Desenfundaron las dagas y pronto se formó un círculo en torno a sendos combatientes, las voces elevaron el tono.

- Maldita sea. Garm, Berkin, encargaos - murmuró el hombre de la mesa.

El orco y el enano se acercaron a los dos combatientes, separándolos a duras penas y arrebatándoles las armas. Hubo un pequeño altercado entre los cuatro, pero algunos Coyotes más veteranos acudieron a echar una mano e inmovilizaron a los rivales, empujándoles hacia la ladera.

- ¡Largáos de aquí! ¡Estáis fuera! - exclamó el enano, que arrastraba una maza tan grande como él - No volváis. Si queréis mataros entre vosotros, lo hacéis ahí abajo, y que Ragnaros haga arder vuestra alma.

Haari se quedó mirándoles por algún motivo. Garm y Berkin ya se habían dado la vuelta y regresaban a su puesto junto a la mesa, ascendiendo por la cuesta. El orco, rezongando y golpeando las piedras con el puño, se marchaba, solo. El humano estaba parado, gruñendo y mirando con ojos inyectados en sangre al orco Garm mientras se alejaban. Apenas se movió, fue solo un amago de llevarse la mano hacia el costado. Entonces, repentinamente, algo silbó el aire y el humano cayó al suelo, con un estertor.

- ¡El siguiente!

El puñal brilló al abrirse la mano del cadáver, una hoja larga y retorcida. Garm se había dado la vuelta y apenas contempló un momento al hombre muerto. Luego siguió su camino, cruzándose con una figura alta a la que palmeó el hombro en agradecimiento.

La fila se movió. Haari fue empujada por el luchador que tenía detrás, de modo que avanzó un poco, sin apartar la vista de la figura alta, que caminó hasta el cadáver, le arrancó la daga del cuello y lo empujó con el pie para que rodara hasta abajo. Un charco de lava engulló al hombre muerto.

- ¿Como te llamas?

Era un elfo. Veía sus largas orejas entre el cabello cobrizo, despuntando hacia arriba. Estaba vestido con prendas de piel oscura y botas altas y flexibles, un arnés tachonado de metal y guantes con refuerzos. Limpió cuidadosamente la daga y se la guardó en alguna parte de la ropa, volviendo hacia el campamento. Haari pudo ver su rostro un instante. Ojos de color azul oscuro y una larga cicatriz en la mejilla.

- ¡Vamos, no tenemos todo el día, trol!

Ella parpadeó y volvió el rostro hacia el humano de la mesa.

- Haa'ri.
- ¿Qué sabes hacer? - dijo el tipo, mirándola.
- Soy cha...mán - explicó, buscando la palabra correcta en lengua orca. El humano la hablaba bien.

El hombre dudó un momento. Garm, sin embargo, se inclinó hacia su oído y le dijo algo en un susurro, mirándola con respeto. El hombre asintió y volvió a dirigirle la palabra.

- ¿Sabes luchar, no?
- Sé luch'á, sé san'á, fuerza de eh'píritus - explicó ella, vehemente, gestualizando.
- Bien, bien. Monta tu tienda. Recibirás la paga cuando hayamos terminado en la Montaña.

Haari asintió y se dirigió hacia el campamento. A ella nadie la empujó.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El Monstruo

((Esta ha costado mucho. Al final tomé parte de un fragmento que escribí antaño, porque soy incapaz de narrarlo en condiciones, se me hace muy duro hoy por hoy. No sé por qué, aquella vez me costó menos, asi que he hecho copypaste, porque es la unica forma que tengo de contarlo. Esta entrada es muy fuerte y puede herir sensibilidades. La he dejado en la Madriguera porque no tengo espíritu para colgar algo así en Bearclaw. Espero que la disfrutéis... aunque lo dudo, porque es terrible. ))


Al fin se ha dormido.

Desde su cama, al otro lado de la eterna mesita que les separa, se voltea para observarle, pensativo. El cabello dorado pálido de su compañero se desparrama, liso como hilos de metal maleable que se descuelgan hasta el suelo y le cubren a medias el rostro. Hoy ha sido un dia duro, muy duro para los dos. Aunque quiere dejar de pensar en ello, no puede.

Ha llorado. Él apenas. Cuando le puso la mano en la frente y compartió sus recuerdos con él, creyó que iba a desmayarse. No sólo las imágenes. Los sentimientos que le prestó, le golpearon con una violencia irreconciliable. Y después, cuando se rompió el contacto y aún tambaleándose, ahogándose de angustia y sufrimiento, consiguió balbucear un "lo siento" que se le antojó absurdo, solo recibió una respuesta, en una voz grave y algo triste, entrecortada.

- No me compadezcas.

No lo hacía, no era compasión, sino comprensión. Sabía que él le había revelado aquello, de esa manera, porque era incapaz de explicarle por qué le habían alterado tanto ciertas palabras y ciertas cosas que habían sucedido con una muchacha. Por eso le había enseñado el Monstruo. Sabía que no se lo había mostrado a nadie, jamás, esa vulnerabilidad, y ahora tenía una responsabilidad con ella. Todo lo que pudiera decir estaba de más. Solo podía guardar el secreto y comprender.

Ahora le mira, estremecido y presa de sentimientos amargos y nostálgicos que se le enredan en la garganta. Ahora comprende muchas cosas. Comprende las pesadillas, los despertares con la daga empuñada bajo la almohada, comprende la aspereza ante algunos gestos y la posición defensiva y desconfiada en otras ocasiones. Puede comprender todo, cómo se ha forjado así, por qué así y no de otra manera, la criatura que yace en la cama de al lado, enorme, fuerte, inquebrantable. Y sin embargo, necesitada.

Al fin se ha dormido, lo ha hecho con el ceño fruncido. Un deseo instintivo de protegerle y arroparle discurre por sus venas al mirarle. Pero no se acerca. Tendrá que hacerlo de lejos, desde su cama, por el momento. Se aguanta las ganas de levantarse y acudir a su lado, de imponerle sus cuidados, de obligarle a aceptar su abrazo. No sabe mucho de animales, pero éste está muy herido. Por eso, irá con cuidado y esperará, como siempre, guardándose sus propios deseos, hasta que pueda caminar a su paso.


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Cae la noche en Corona del Sol. Las luces de las viviendas comienzan a encenderse, con el zumbido de la magia arcana, y los blandones arden suavemente, tiñendo la penumbra de resplandores rojizos. El cielo es hermoso, el bosque es hermoso, todo es perfecto.

- Nosotros nos vamos a casa – grita uno de los niños, arrojando la última piedra. - ¿Vienes?

El muchachito subido al árbol mira hacia la aldea y niega con la cabeza.

- Me quedo un rato.

- Vaaaale. ¡Hasta mañana!

Los chicos corren hacia las casas, donde sus madres esperan en el umbral. En Corona del Sol todo el mundo vuelve al anochecer y nadie se acerca al lago a esa hora. Los niños saben que el espíritu del lago es violento y terrible, pero a él no le da miedo el espíritu del lago. Él ya estuvo allí y regresó.

Se aparta el largo flequillo del rostro y sigue trepando por las ramas, intentando llegar más alto, jadeando y cansándose. A veces se cae o se hace una herida, pero no le importa. Está sucio, lleva marcas negras bajo las uñas y se ha raspado las rodillas, pero continúa subiendo obcecadamente, sin rendirse, sin pensar en nada. Sólo subir.

Tampoco le da miedo perder pie y caerse, abrirse la cabeza o desnucarse con una rama. Todo eso no le parece demasiado grave en realidad.

Cuando finalmente llega a la copa del árbol, observa de nuevo la aldea. Sólo queda una elfa en el umbral de su vivienda, todas las demás ya han entrado con sus hijos para bañarles y cenar, contarles un cuento y llevarles a dormir. Estrecha los ojos para mirar a la dama solitaria y siente una punzada de remordimiento. Seguro que mamá está preocupada.

Balancea los pies en el aire, pensativo, dudando. No quiere que su madre sufra, pero sabe lo que pasará cuando regrese. Al menos hoy se ha portado mal. Se ha roto la ropa y se ha caído, y además va a llegar tardísimo a cenar. Al menos hoy habrá un motivo, aunque su instinto infantil le recuerda que eso no importa.

- Menudo asco – dice en alto, arrojando la piedra de colores que llevaba en el bolsillo muy lejos de sí. Su voz suena rasposa y siente un frío glacial en el pecho cuando desciende del árbol, con la angustia anudada en la garganta y la respiración agitada.

Regresa al hogar corriendo, corriendo con todas sus fuerzas. Quiere cansarse y agotarse, y mientras corre no siente nada, la inquietud se va con el sudor, con el golpe del aire frío en el rostro, en el cuerpo, con la sensación de la tierra bajo sus pies, y en su imaginación se forma una imagen hermosa.

Mientras atraviesa la alta hierba y sortea ágilmente los troncos, aun sin perder el aliento, sueña que tiene garras y una boca grande llena de dientes afilados, y que ruge con fuerza y nadie puede hacerle daño. Se lo imagina tan claramente que casi le parece real, su corazón golpea con violencia y una luz suave se abre paso en los jirones oscuros del miedo con la ilusión de la fuerza indoblegable.

Sin embargo, cuando el suelo mullido del bosque se endurece y entra en la aldea, con la mirada preocupada de su mamá a pocos metros, el sueño se disipa y de nuevo es un niño pequeño que no tiene garras. Deja de correr y sus pasos se vuelven pesados cuando se acerca a la escalinata donde ella sostiene las cortinas con el semblante triste.

- Hola mamá – dice sin mas, cruzando el umbral. Ella mira a su hijo con una pena profunda y la incomprensión pintada en el rostro al ver su aspecto.

- ¿Qué te ha pasado, hijo?

- He estado jugando, mamá. – responde sin más.

La noche transcurre con la engañosa calma de siempre. Ella le manda a bañarse, y luego cenan los dos sobre los cojines, porque su hermano Ilmar y El Monstruo están en el estudio. Mamá les ha llevado la cena allí, y parece más contenta. Le pone una venda en la rodilla y le peina con una suave risa, preguntándole cuándo piensa dejarse cortar el pelo.

- No quiero nunca – responde él con vehemencia, mientras se lleva el tenedor a la boca y mastica ávidamente – Quiero tener el pelo largo como Dathremán.

- Dath’remar, hijo - Mamá tiene una voz suave y dulce, el cabello rubio y fino como él, los ojos color azul y el rostro más hermoso del mundo. – Acábate las verduras ¿eh? Si las escondes en la servilleta, crecerán árboles en ellas.

- ¿Y si me las como no me crecerán árboles en la tripa?

Ella se ríe y le pasa el brazo por los hombros a su pequeño, besándole la frente.

- Si te las comes, te harás grande y fuerte.

Confía en su madre, así que se come todas las verduras, porque quiere ser grande y fuerte. El nudo de su estómago se ha disipado con la ausencia del Monstruo, y suspira. “Quizá hoy no venga. Mamá dice que estará trabajando hasta tarde, y a veces no viene.”

Cuando acaban de cenar, la ayuda a lavar los platos en la fuente del patio y se limpia los dientes, luego los dos suben a su habitación y su madre abre la cama mientras él se pone la camisa de dormir y los ligeros pantalones de tela debajo.

- Hace calor, cariño. Quítate esos pantalones.

- No – responde repentinamente, atando con fuerza el nudo. Su voz suena tajante, y ella le mira algo perpleja.

- Como quieras… vamos, a la cama, bicho.

Él le regala una sonrisa y se mete en la cama, suspirando. Ella le arropa, le aparta el pelo del rostro y le besa la mejilla, y los dos se miran. Quiere mucho a su madre, y sabe que ella le quiere también, aunque en los últimos meses siempre tiene ese brillo de inquietud en el fondo de los ojos. Sabe que está triste.

“Es por mi culpa”, se dice. “Es porque estoy siempre en el bosque y porque me porto mal, pero no me regaña”. Mientras ella le acaricia el pelo y la melancolía se hace más patente en su semblante, repentinamente, el niño siente náuseas. Un intenso malestar le recorre el cuerpo entero y se anuda en su corazón, y se maldice a sí mismo al percibir cómo sufre. Comprende que su madre sabe que algo no va bien, y eso se clava en su alma como un cuchillo.

- Mamá…

- ¿Si? – Ella le mira ansiosa, inclinándose hacia él.

Rodrith traga saliva. “No se lo digas a nadie”, resuena la voz sibilina del Monstruo en su cabeza, imperativa, y le sudan las manos, el cobertor parece asfixiarle en la cama. “No se lo digas a nadie”

- Mamá, intentaré portarme mejor – dice finalmente, sintiéndose un miserable, mientras traga saliva.
                                                                                                             
Su madre sonríe suavemente y le abraza, su olor le envuelve y el nudo en la garganta amenaza con hacerle llorar. Querría abrazarla y romper en sollozos, y gritar, y arañarse la cara, y revolverse y desaparecer, pero no lo hace. Se queda quieto mientras ella le acuna.

- Te quiero, mi niño.

- Yo también te quiero, mamá.

Ella sale y la oscuridad se cierra cuando se lleva el candelabro, la Luz se marcha y se queda solo en la cama, con la tiniebla alrededor y el sudor frío perlando su piel. Esconde la cabeza bajo la almohada y se repite a sí mismo que hoy no vendrá, una y otra vez, hasta que engaña al sueño inquieto y el cansancio le vence.

Cuando despierta en mitad de la noche, la sensación de alarma es la misma de siempre. La reconoce al momento, y la bilis amarga se le pega al paladar; sin atreverse a quitarse la almohada de encima, consciente del peso ajeno sobre su cama. Se hace el dormido.

- Mira qué hijito tan bonito tengo…

La voz susurrante, fría y cortante como el acero, le llega a los oídos a pesar de todo, y se mantiene inmóvil, respirando regularmente, con el corazón desbocado por el pánico y un millar de serpientes recorriendo sus entrañas, mordiéndole con amargo veneno. “Que no se de cuenta. Al menos así será mas rápido”. El miedo es una mano pegajosa en su pecho.

- Tan bonito como el sol, tan precioso… eres igual que tu madre. – El Monstruo está tirando del cobertor y el aire de la noche le parece gélido. – ¿No vas a dar las buenas noches a papá?

El chico no puede tragar saliva. No se atreve. No mueve ni un músculo y se concentra en fingir que duerme, con los nervios de punta y un alambre de espinos en la garganta. Recuerda que la primera vez que le dijo aquellas mismas palabras, se sintió feliz. Pensó que su padre le quería, que al fin le mostraba afecto, y le sonrió y le dio las buenas noches. Pero eso no cambió nada. Así que guarda silencio y reza a quien quiera escucharle para que el Monstruo salga de su cuarto y se de por vencido.

Una mano helada se escurre bajo su camisa, en su espalda.

- Este hijo ingrato, que me paga el haberle dado la vida sólo haciéndome enfadar… - la voz se vuelve más cortante, más tenue, y le escucha respirar aceleradamente. Se estremece, cerrando los ojos con fuerza. – Los disgustos que me das hacen que no pueda trabajar. ¿Sabes que mi experimento ha fallado de nuevo, pequeña sabandija?

“Cuando sea grande y fuerte podré correr tan deprisa que nunca llegarás a alcanzarme. Cuando sea grande y fuerte no volverás a golpearme y nunca me tocarás, y si lo intentas te mataré”, se repite el niño. La almohada es apartada de su rostro y el Monstruo le coge la cara, obligándole a mirarle, pone los pulgares sobre sus párpados y tira de ellos hacia arriba para abrirlos. Al despegarlos, las lágrimas se escurren por su rostro, y el sollozo nervioso agita su pecho.

Su padre sonríe, con la expresión conocida en la mirada, esa que tanto le asusta. El cabello recogido en la nuca y la sonrisa despectiva, amarga como un latigazo, le recuerdan que no podrá evitarlo de nuevo. Que no podrá escapar.

- Eres una desgracia para esta familia, niño consentido y desobediente. Ahora vas a portarte bien y a darle las buenas noches a tu padre como se merece.

Él aprieta los dientes, tembloroso, cuando le pasa la lengua por la cara, y trata de apartarse instintivamente. El terror se ha hecho dueño de él, y no puede pensar en una reacción que pueda complacer a su padre, de manera que cuando recibe la primera bofetada comprende que, desde luego, esa no lo ha hecho.

- Ingrato – repite el Monstruo mientras le agarra del pelo y vuelve a golpearle – sucia rata, deja de desafiarme.

El oído le zumba y la nube blanca se extiende en su mente, alejándole de la realidad, protegiéndole de lo que está sucediendo. Los insultos dejan de tener sentido, el dolor se difumina y todo empieza a parecer lejano cuando la nube le hace desaparecer.

- Es todo culpa tuya, maldito seas. Desde que tú llegaste, mi nombre está en el lodo, gusano, pequeña alimaña indomable. Si hago esto es por tu culpa. Esto es culpa tuya. Te lo mereces y me obligas a castigarte…

Las palabras van y vienen, los golpes también. Su padre es un experto, le retuerce los brazos tapándole la boca para que no grite, le golpea con los codos y con el puño cerrado para que las bofetadas no resuenen en la habitación, y cuando se da por satisfecho, repentinamente le abraza y le pasa la lengua por el cuello.

- ¿Por qué no quieres a tu padre? – dice la voz temblorosa en su oído, suplicante y angustiada. El niño está llorando en silencio, pero mantiene los ojos abiertos. Sabe que no permitirá que los cierre y tampoco puede hacerlo.
 
El Monstruo le estrecha con un gesto extraño, ávido, desesperado y que le resulta nauseabundo. Cuando escurre las manos sobre su cuerpo bajo la camisa, intenta imaginarse que hace todo eso por amor, porque le quiere. Intenta compadecerse de él y abrazarle, pero no puede. Su alma está gritando y pugna por disolverse, por huir de aquello, porque sabe que no está bien. En su interior, lo percibe como una agresión, sabe que es una agresión, aunque no lo entienda. Por eso se encoge y ahoga un gemido, y repentinamente, trata de zafarse y escapar, pero la presa es firme a su alrededor.

- Eres mi condena, mi sol... – susurra la voz, trémula e inflamada por un sentimiento que Rodrith aun no puede definir. - ¿Por qué me haces esto? Maldito seas por siempre, maldito seas… ¿Por qué no me amas? Bendito seas...

Los dedos de su padre tironean del cordón de los pantalones. Lo deshacen finalmente, de nada sirvió apretarlo con todas sus fuerzas, y la tela baja hasta sus talones. El chico abre los ojos desmesuradamente y se mete la sábana en la boca, con el pensamiento peregrino de asfixiarse con ella y morir, cuando comienza a tocarle entre los muslos, a levantarle la camisa y pellizcarle la carne, con la lengua en su cuello.

- Sabes como tu madre, hueles como tu madre, me desprecias igual que ella, todos me despreciáis, me odiáis... ¿Por qué no me quieres?

El elfo se aprieta contra él, siente su olor a magia, ácido y chispeante, y le sobreviene una arcada entre las lágrimas. La carne entre sus piernas, a pesar del miedo, a pesar del horror, se está endureciendo, pero por mucho que el Monstruo se frota contra su cuerpo, presionando con la pelvis en la parte de atrás de sus muslos desnudos, no consigue que su propia virilidad despierte.
 
El niño aprieta los dientes y gruñe, desesperado,  y el Monstruo suelta una maldición, cogiéndole la mano y llevándosela a su sexo, retorciéndole el brazo a la espalda. Le obliga a cerrar los dedos bajo los suyos y a acariciarle rápidamente, aunque el movimiento le produce dolor en la forzada postura. La carne que sujeta sin remedio es blanda y fláccida y está caliente, pero no reacciona.

- Inútil, ni para esto me sirves – le espeta, soltándole y propinándole un codazo en las costillas. Se mueve sobre él y le obliga a tenderse boca arriba, los forcejeos solo desembocan en golpes y nuevas amenazas – Si gritas, tu madre vendrá y verá lo que estás haciendo. No volverá a mirarte a la cara, y nunca más te querrá. Pórtate bien.

No puede dejar de llorar, pero finalmente cierra los ojos y se queda inmóvil, temblando de cuando en cuando. Impotente. El monstruo le abre la boca, apretándole las mejillas, e introduce el miembro fláccido en ella. Rodrith tiene la lengua áspera y el paladar reseco por el miedo, los labios se le pegan y la saliva ha desaparecido, quizá se ha retirado para dejar hueco a las lágrimas. Le sobreviene una arcada, pero la contiene. Le mordería si no estuviera apretándole el rostro de esa manera, en la que no puede cerrar los dientes. Debatirse no sirve de nada. Obedecer, no sirve de nada. Todo sigue sucediendo a un ritmo demasiado lento, todo sigue su curso y no importa lo que él haga o deje de hacer, porque todo, todo, todo es en vano.

El monstruo sigue murmurando incoherencias y le restriega el sexo por el rostro, humedeciéndolo con su llanto para lubricarlo, le escupe sobre la boca para volver a penetrarla, y se mueve desordenadamente, cuando al fin la consistencia de la carne se vuelve más densa.

- ¿Ves que fácil, mi niño? – jadea entrecortadamente, mientras le tira del pelo. Rodrith aprieta los ojos y piensa en el mar, se concentra en el mar, que en algún lugar está golpeando con sus olas en la arena. - ¿Ves que fácil?

La invasión se vuelve brusca y le roza la garganta, provocándole arcadas de nuevo, el sabor acre de la piel es algo que el mar no puede ocultar. Finalmente, el Monstruo se retira y le manosea de nuevo, girándole en el colchón.

El niño ya no hace nada. No patalea, no se mueve y no tiembla a causa del llanto. Las lágrimas se deslizan sin más por su rostro, aplastado en las sábanas. Su mente está serena. “Odio esta cama. Odio esta habitación. Odio a todo el mundo. Ojalá el mar se los lleve, que los demonios se los coman, y yo tendré garras y una boca llena de dientes…”

El monstruo está empujando detrás de él. Le agarra de las caderas, clavándole las uñas, y trata de escurrir el miembro húmedo y algo revitalizado dentro de él, pero la tensión no es suficiente para penetrar. Le insulta y levanta una mano hacia su cuello, apretándole, estrangulándole.

“Mátame, eso es lo mejor que puedes hacer”, se dice el niño, exhalando un gemido ahogado de dolor sin que su semblante se inmute un ápice.

- Hacerle esto a tu padre. Tener así a tu padre. Debería matarte – balbucea el Monstruo en susurros, frustrado.

Finalmente, sin que su erección haya sido suficiente para consumar sus deseos, el Monstruo se frota contra su trasero, arañándole, mordiéndole, fuera de sí, hasta que la simiente se derrama sobre los riñones del niño. Es caliente y densa y la sensación le marea, está a punto de perder el conocimiento, dejándose llevar por el mar y sus olas.

El Monstruo se convulsiona al eyacular y luego se aparta, limpiándose las manos en la toga. El niño se queda tumbado boca abajo, con los pantalones en los tobillos y la camisa alzada hasta los hombros, inmóvil, como un muñeco de trapo.

- Mira lo que me has hecho – murmura su padre. – Mira en qué me he convertido por tu culpa. Te lo mereces. Te mereces esto y mucho más. ¿Es que no ves cuanto te quiero? Me das asco.

La última palabra resuena en los oídos del muchacho como un cuchillo afilado y helado, que ya ni siquiera le daña. Cuando el Monstruo se ha marchado, aún tarda unas horas en reaccionar.

Se limpia la espalda con las sábanas y se coloca la ropa, se pasa las manos por el rostro y se precipita hacia la maceta que su madre le puso en el balcón para vomitar en ella. Agarra el tiesto, presa del llanto nervioso, temblando, lívido, y respira hondo para sobreponerse, contrayéndose una y otra vez mientras se vacía su estómago, que parece haber encogido, arrugado como una fruta seca.

Aún está lo bastante consciente como para remover la tierra y enterrar el vómito en ella. Cuando la mira, con el semblante ausente y la respiración recuperada, observa las hojas verdes, hermosas y sanas, el tallo perfecto, la perfecta composición de sus ramificaciones.

Esa planta ha crecido gracias a su angustia. Su belleza es fruto de su desesperación. Se ha alimentado de sus lágrimas, de los fluidos arrancados de su cuerpo, de su vómito cada noche y de todo su sufrimiento que no parece terminar nunca, que no le da tregua y que no desaparece.

Se sienta delante de la maceta, observando el cielo estrellado en el balcón. El aire agita sus cabellos, le golpea, gélido, sobre su cuerpo, pero parece no sentirlo ya. Se ha calmado poco a poco, y ahora sólo queda vacío.

 Lentamente, arranca las hojas una a una y las rompe entre sus dedos, ausente de toda emoción. Luego parte el tallo, lo destroza y lo trocea muy despacio, arrancando hebras verdes con las uñas. Tira de los restos y extrae las raíces y se las lleva a la boca, mordiéndolas, con el sonido del mar en su cabeza. Mastica y traga, muy lentamente, y después recoge los restos destrozados sobre el suelo y se los come también, uno a uno, hasta que ya no queda nada.

Se siente algo mejor, pero no del todo. Contempla el tiesto, con la barbilla sobre las manos y la mirada ausente, el esqueleto de la planta de la amargura se alza sobre la tierra revuelta que huele a sudor pegajoso y a pánico. Finalmente lo coge entre las manos y se acerca al borde del balcón, tambaleándose por el peso. Trepa hasta la balaustrada y se sienta allí, abrazando la maceta desgajada, con una punzada dolorosa en el estómago. Mira hacia abajo y mueve los pies, calculando la distancia. Quizá con suerte conseguiría abrirse la cabeza…y frunce el ceño.

“No, no es eso lo que quiero”

Se agazapa en la barandilla de mármol, con la cerámica bajo el brazo, en cuclillas con la mano libre apoyada en la balaustrada, entre las piernas, y observa el suelo, los árboles más allá, la luna, las estrellas. El viento agita las ramas y le revuelve el cabello, aullando, abrazándole.

“Algún día tendré dientes afilados y garras poderosas, y entonces yo seré el rey de los bosques, el señor de las montañas, el conquistador de los cielos, nadie podrá aplastarme nunca. Nunca.”

Coge el tiesto con ambas manos y lo lanza lejos, todo lo lejos que pueden sus bracitos infantiles, y el objeto cae a plomo, estrellándose contra el suelo y saltando en pedazos, dejando una mancha oscura donde la tierra negra se derrama.



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Ha despertado. Entreabre los ojos y le mira, gruñendo un poco. Él le sonríe con gesto cansado, en la penumbra.

- ¿Que haces despierto todavía? - susurra su compañero, con voz adormilada.
- No puedo dormir - responde, mintiendo en parte. - ¿Puedo ir contigo?

El rubio se lo piensa un instante y asiente, abriendo las sábanas para él.

- Claro. ¿Estás bien?
- Regular.

Entra en su reino, en su cama y en sus brazos, ahora que se los ha abierto, creyendo que le necesita. Deja que le abrace, como si fuera él quien debiera ser consolado y acunado. Permitiendo que lo haga, le está protegiendo de sí mismo, de sus fantasmas y sus monstruos secretos. Porque sabe bien, ahora mejor que nunca, que siempre que él le acoge así, también se está refugiando. Le acaricia el pelo con los dedos y apoya la mejilla en el pecho enorme, escuchando los latidos de su corazón.

-Buenas noches.
- Buenas noches.

Pero él no se duerme. Le vela en silencio, de esa manera extraña y difícil de comprender, atento para exorcizar los monstruos si aparecen. Al menos eso puede hacerlo, por ahora.

Recuerdos de Estío - IV

Saliste de mi vida. Lo último que compartimos fue tu mirada de desprecio y las cuatro palabras que me dirigiste. "Me das mucha pena".

Tu recuerdo me acompañó desde entonces, como una copa a rebosar de vergüenza y decepción que acudía a mis labios constantemente. Cuando desapareciste, te hiciste eternamente presente en mí. 

Yo podía haber sido un gran guerrero, ¿sabes, chico?. Sin embargo, me instruí en la espada y la magia. Quería ser como tú... quería ser mejor que tú, tener tu talento, tener tu intuición y tu inteligencia, y también tenerte a tí, retenerte en el Arte, apresarte en mi memoria.

Entre los libros y el estudio febril, dormía a ratos. Pasaba las páginas, memorizando, practicando, después de los entrenamientos y las clases en el Sagrario del Norte. Los días se convirtieron en años, y cuando conseguí encender aquellas malditas siete runas y hacer moverse la esfera, de pronto me pareció poco. Dejé de acudir a fiestas y a las competiciones de esgrima, no mas allá de lo que nuestra familia nos obligaba. Practicaba con la espada y estudiaba la conjuración, la evocación, la ilusión, la abjuración, hasta que la noche llamaba al día.Y cada vez que el sueño me vencía, ahí estabas tú, bailando a mi alrededor en pesadillas crueles en las que reías a pocos pasos de mí, y llorabas cuando te alcanzaba con mis manos para estrecharte, para devorar tus labios y desatar a tirones los lazos de tu túnica, mientras gritabas "déjame, bastardo, déjame ya". Después te desvanecías y mis dedos se cerraban en el aire, mis pulmones se ahogaban. Y despertaba.

Perseguí la perfección y el conocimiento más allá de lo necesario. Ya era el mejor de mi Casa en las armas y en la magia, pero no podía alcanzarte. No podía llegar a ese lugar donde la Magia fluía con naturalidad, como lo hizo entre tus manos durante la prueba de la intuición arcana. Siempre requería esfuerzo, siempre me oprimía la dura losa del fracaso, de las cuatro palabras que impusiste como condena sobre mí. Era patético. Daba pena. Daba pena mi actitud, mi desesperada dedicación, daba pena mi talento encadenado y lastrado con el espejismo de tu sonrisa fugaz. Tú tenías alas, chico. Yo me tenía que fabricar las mías, estudiar el viento y calcular la manera de volar.

Era injusto. ¿Lo entiendes, verdad? Era injusto que no te costara nada y a mí me lo costara todo. Sin embargo, al final lo conseguí. Era un Mago de Sangre, un mago de batalla. Cuando recibí la insignia, fabriqué mis armas y grabé runas en la espada y en el bastón. Ruin'serrar y Gand'falor me han acompañado desde ese día, y han sido mis únicos amigos y confidentes. Han salvado mi vida y han combatido a mis enemigos, pero nunca han bailado.

El Azote atacó Quel'thalas. Fuimos evacuados cuando el Exánime cayó sobre el reino con su ejército de no muertos. Mi padre y mis dos tíos, junto a mis hermanos mayores y mis primos, acudieron a la batalla. Los soldados nos llevaron a las niñas y a mí. ¿Por qué?, pregunté, desesperado. ¿Por qué tengo que irme? Quería combatir. Quería blandir la espada y desatar el fuego y la escarcha sobre las abominaciones, demostrar mi valía que ya se había probado superior a la de los de mi propia sangre. Pero mi padre se negó. Ese fue mi premio por ser mejor, chico. Por ser mejor, yo tenía que ser puesto a salvo como las niñas, mientras los hombres de mi Casa se arrojaban a la guerra para morir en ella con el honor y el reconocimiento al que aspirábamos.

Aquello fue como una bofetada en el rostro. De nuevo me sentí patético. Furioso, forcejeé y grité y los soldados tuvieron que arrastrarme vulgarmente hasta la caravana.

Ninguno regresó. Ni mi padre, ni mis tíos, ni mis hermanos. Sólo mi primo Taelin, herido pero vivo. Dos Halcones de Sangre entregaron a mi madre el estandarte de nuestra Casa el día de la ceremonia funeraria a los caídos, mientras las niñas lloraban y yo permanecía en pie, devorándome a mí mismo por dentro de ira y de rabia.

Más adelante, me uní a los ejércitos del Príncipe en el viaje a la Tierra Prometida. Mi primo ya no podía pelear, asi que quedó a cargo de nuestra familia y yo partí a Draenor. Entre los magos de batalla, solo fui uno más, uno entre muchos. No era el mejor ni el peor, pertenecía a la masa de esos "todos los demás", pero ya no me importaba. Hacía tiempo que no me comparaba con nadie, sólo contigo.

Cuando rendimos las armas en Shattrath, pensé que Voren'thal estaba chiflado. Después, con los sucesos que siguieron, me alegré de haber permanecido en el bando ganador. Muchos de los que allí lucharon continúan trabajando por Draenor, pero algunos nos unimos a los Atracasol cuando su Señor declaró querer ocupar la posición del caído príncipe en el Kirin Tor.

De nuevo, tras años de tortura, envuelto en la rutina de los acontecimientos y la novedad de los helados paisajes del Norte, tu recuerdo se diluyó calmadamente. Aprendí a ser uno de "todos los demás", y no fue fácil, pero lo aprendí. Las cosas parecían calmarse, ir a mejor dentro de mí. Y entonces, de nuevo tuviste que irrumpir en mi vida sin avisar, como si el destino se empeñara en ponerte en mi camino. Estaba en Dalaran, llevando un mensaje a mis superiores desde los Dominios del Bosque Canto de Cristal. Caminaba hacia la Torre Violeta mientras los estudiantes bajaban las escaleras, cuando tu risa clara me alcanzó como una flecha disparada desde los confines de mi memoria.

Tenía que ser un sueño, pero no lo era. Allí estabas tú, con el tabardo del Ojo y un bastón a la espalda, conversando alegremente y caminando grácil sobre los adoquines de la más remota ciudad del mundo.

Pasaste a mi lado. La fragancia de tu perfume me golpeó con angustia. Hermoso como en los recuerdos, tus ojos resplandecían en turquesa claro, tu rostro de marfil y la sonrisa pura seguían estando plenos de la esencia de tu infancia, pero ahora pareces feliz. Feliz, mientras yo estoy hundido en los pozos de la mediocridad, y tu imagen me recuerda ásperamente que sigo sin alcanzarte. Podría haber sido un gran guerrero. Persiguiendo tu espejismo, recorrí los caminos de la magia, llenos de espinas y frustración, y cuando al fin te encuentro, sigues siendo mejor. 

De nuevo no puedo dormir, de nuevo mi alma se desploma y grita. Estás vivo, has prosperado... has respondido a mi misiva, vas a acudir a la playa. 

Chico, tenemos que acabar con esto. Acaba con esto, te lo ruego. Libérame de tu hechizo o entrégate a mi, pero no puedo soportar más tortura. Estoy enfermo de tí, y solo tú puedes sanarme. Cada vez que mi vida levanta la cabeza, apareces tú para recordarme que te perdí, que no pude tenerte, que me desprecias y tus últimas palabras golpean mi mente hasta hacerme arder las sienes.

Me das mucha pena.

Si es así, si te doy pena, entonces apiádate. Apiádate ahora que soy valiente para acudir a tí, para decirte que te necesito, que te hice daño y que lo siento. Que las cosas que te dije aquella vez, cuando te besé mientras todos miraban escondidos, aunque para ellos fuera un engaño destinado a exponer tus sentimientos hacia mí y hacer burla de tu corazón inocente... eran verdad.

Quizá ya no sirva de nada y sea tarde para todo. Pero has aceptado venir a la playa, y esa es la unica esperanza que he tenido en años, chico. 

Esta carta se ha extendido mucho, pero sé que te gusta leer historias dramáticas y tristes y que tu corazón es cálido; no quedará indiferente. Puede que de nuevo esté jugando sucio, pero sé que lo entiendes. Yo soy peor y mediocre. Los maestros me decían: "No lo olvides, siempre hay alguien más listo que tú". 

Eres mejor que yo. En todo. Por favor, demuéstralo. Dame una oportunidad.

Gaelan

jueves, 16 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - III

Como te he dicho, no era la primera vez que recibía una carta por esas fechas, y no fue la única. ¡Pero una carta tuya! No lo pude comprender. Aún hoy me cuesta. Que después de todo lo que te habíamos hecho, de todo lo que yo te había hecho, salvando aquel pequeño paréntesis de civismo en el que fui capaz de tratarte bien durante escasos días tuvieras alguna clase de sentimientos tiernos o romántico encaprichamiento conmigo era aún más confuso que todo lo demás. Una parte de mí te despreciaba por ello. Débil, cobarde, víctima y además, adicto a su agresor. ¿Qué clase de sinsentido era aquél? Y sin embargo, guardé la carta. Confieso que aún la tengo. Igual que la despreciaba por su ingenuidad, la apreciaba por lo mismo.

Y no es eso todo lo que tengo que confesar. De alguna manera, durante todo el invierno me esforcé con más ahinco aún en la magia, movido por la desesperación de superarte el verano siguiente, porque por supuesto, pensaba volver al curso de Falthrien. Aun sin saber con certeza si irías, yo estaría allí. Incluso antes del Festival del Amor y la carta de Galletita, cuando no pensaba en ti, estabas presente, invisible, en mis motivaciones.

Por eso, cuando de nuevo llegaron las vacaciones, con un nudo nervioso en el estómago, regresé a Falthrien. Algunos de los antiguos compañeros, igualmente, acudieron a la escuela, unas pocas caras nuevas se les unieron. Y tú también regresaste, un poco menos asustado y con más propensión a fruncir el ceño. Cuando te vi el primer día, más erguido y con la mirada limpia, en terreno ya conocido, tuve esperanzas. Pensé "esta vez dará el paso". Sin duda tuviste la oportunidad, Fel'anath, maldita sea, la tuviste. En mi mente la recuerdo con tanta claridad como si fuera hoy, la decepción amarga que me provocó ver cómo arrojabas por la borda toda esperanza de liberarte de tu situación, de la etiqueta de presa y escalar hasta ser un lobo.

Porque ese verano, el más duro de mi vida hasta el Azote, llegó a la Academia aquel otro chico, Velenisse. El huérfano con la piel estropeada, ¿te acuerdas de él? , decían que su padre era un trol porque su aspecto era raro y terrible, con aquella nariz enorme. Era aún peor que tú. No aplastarle era un pecado para Belore, dioses si lo era. Tú estabas allí cuando le teníamos acorralado y le empujábamos, con los tinteros abiertos. Le insultábamos. Le llamábamos goblin, cara de pájaro, engendro. Fel'anath, por todo lo sagrado, tenía joroba. Sus padres debieron haberle sacrificado al nacer en vez de suicidarse ellos, para librar a la raza de semejante aberración, debía ser destruido, o al menos, lo que entonces estaba en nuestra mano, dejarle bien claro lo que era y cuál era su sitio. Estaba encogido en el rincón, gimoteando como una alimaña. Yo os había traido a todos a la lapidación, especialmente a tí, porque era mi manera de liberarte. Lo hacía por tí, chico. Iba a pasar tu estigma a aquél otro, iba a darte la oportunidad de formar parte de los buenos. Pero no. No podías aprovechar la ocasión. Tuviste que interceder para que le dejáramos tranquilo. Sé que te asustaste ante mi reacción, porque todos los demás estaban encantados de hacerte un hueco en el rincón y bañarte a tí también con sus tinteros. La rabia me quemó por dentro al escucharte. Te puse el maldito frasco en la mano, gritándote. "¡Hazlo! Hazlo!". Sólo quería salvarte, ¿es que no lo entiendes?. Pero te negaste. Te negaste para defender al maldito monstruo desconocido, a saber por qué extraño designio del destino. "Bien, entonces ocuparás su lugar", dijo Salador, sacando a Velenisse lejos de la pared de un tirón.

¿Qué esperabas conseguir, chico? Maldita sea, no podía creer que fueras tan inocente. Porque tú lo viste, con tus enormes ojos agrandándose con estupor, viste al engendro, que no dudó cuando le ofrecieron a él el bote de cristal. Le habías defendido, le cediste la posición que yo te ofertaba, y él no tuvo reparos en aceptarla. La tinta corrió sobre tu rostro y se mezcló con las lágrimas, y aquella criatura abyecta no vaciló ni un momento. De hecho, estaba aliviado. Y tú... tú habías firmado tu afiliación de por vida al puesto de cordero sacrificial.

Me irritaste. Volví a odiarte, y emprendí el nuevo curso de verano con renovada furia hacia tí. En clase, seguías siendo condenadamente mejor que yo, lo cual enquistaba mi rivalidad. Fuera de ella, la resignación y el miedo se transformaron en odio y resistencia. Al fin reaccionaste un poco, aunque no de la manera que habría esperado. Tus palabras seguían siendo las mismas, pero el tono era claramente distinto, bañado en afilado rencor. "Dejadme ya, bastardos. Dejadme". Cada día, después del baño en el lago, la lapidación de barro o la tortura con ortigas, antes de marcharte con las mejillas húmedas, nos dedicabas a todos una mirada resentida, fría como el hielo y herida, sangrante.

Fue un verano terrible. No sabes la zozobra que he experimentado por tu causa. No sabes los pensamientos incontrolables que me asaltaban, impropios y absolutamente aterradores. No habías cambiado tanto desde el año anterior, sólo una huella más amarga en tus ojos y un aire desdeñoso en tu caminar. Femenino y precioso, y un poco menos niño. Pero ahora yo era consciente de que sentías algo por mí. Sorprendía tus miradas de cuando en cuando y veía el leve rubor en tus mejillas; alternaba los duros castigos con semanas suaves en las que intentaba volver a acercarme a tí. Pero aquello nunca sería posible. Tú ya eras un paria y te habías abrazado con terquedad a ello, desaprovechando toda ocasión de entendimiento. Los lobos y los conejos no se entienden, Fel'anath. Y aun así... aun así me importabas tanto que me planteé dejar de ser un lobo por tí.

No tienes ni idea de todo lo que he sufrido por tí, lo que he hecho por tí y lo que he estado a punto de hacer. A mediados de curso ya no podía más. Soñaba contigo cada noche. Se me ahogaba la garganta de tenerte cerca y no poder... no sé. Hablarte. Oírte reír de nuevo. Quería dejar de ser un lobo, pero no podía. Si me hubieras ayudado, si tú hubieras querido ser valiente, acercarte un poco, unirte a nosotros... no podía hacerlo, Fel'anath. Lo intenté, pero la jauría siempre está atenta a los movimientos de los demás, y aquellos que quieren escalar no pierden ocasión si el líder comete un error. Estaba atrapado. Atrapado, asfixiado, ahogado e incapaz de liberarme. 

La presión social se mama desde la cuna, chico. Yo la he respirado, la he bebido y he engordado alimentándome de ella. Ojalá me hubieras ayudado un poco, antes del último error, del último desastre.

Sé que eso sí lo recuerdas. Dudo que lo hayas olvidado, y ojalá fuera así. Tu rostro aquella tarde, después del golpe final, mientras todos los estudiantes golpeaban las balaustradas gritándote "llora, niña, llora" expresaba la absoluta desolación. Te arrasé. Soy consciente de ello. Y no sabes cómo me arrasó a mí lo que hice. Supe que había roto el cristal precioso definitivamente, que mientras siguiéramos en Falthrien jamás, jamás podría obtener nada de tí salvo desprecio.

Tus palabras aquella tarde, sencillas pero suficientes, me han acompañado muchos años.

Me das mucha pena.

Es lo que me dijiste antes de irte, tras la más terrible humillación pública que jamás... en fin. Sí, me arrepiento. Quizá no sirva de nada, pero me arrepiento. Aquel día enfermé, chico. Y enfermé más y más en los días siguientes, cuando no volviste a aparecer. Terminó el curso de verano y nadie sabía qué había sido de tí. Empecé a pensar que habría ocurrido una tragedia, pero no me atrevía a preguntar.

Ojalá las cosas hubieran sido diferentes, chico. De verdad. Ojalá hubiera sabido darte otra cosa que no fuera dolor, expresarme, hacer que me entendieras, ser valiente para dar algunos pasos. Ojalá no sea tarde todavía.

No tienes ni idea de lo que han sido estos años. De cuanto he aprendido. De todo lo que ha sucedido. De cómo te he recordado siempre, siempre, cada maldita noche. Pero te lo voy a contar.

(Continuará...)

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - II

Como te he dicho, todo cambió aquella tarde, cuando hiciste danzar ese orbe y dejaste de ser el inútil cobarde con cara de niña para pasar a ser sólo el cobarde con cara de niña. Hasta entonces, mis sentimientos hacia tí se habían limitado al mero y natural disfrute que - aunque algunos no quieran reconocerlo - todos sentimos al torturar a los débiles. Esa es la verdad, es un hecho. ¿Quien no ha jugado de niño a quemar hormigas con un cristal, a aplastar bichos o a tirar piedras a los nidos, a las ardillas? Es lo mismo, pero en los seres vivos inteligentes alcanza cotas de refinamiento cruel debido a nuestra inteligencia. Cuanto más retorcida es la manera de herir, más placer supone el hacerlo, especialmente a aquellos que nos dan muestras claras de su dolor.

Hasta entonces, verte llorar o pedir que te dejáramos en paz, sólo era eso, mera y sana diversión. Desde ese día, se convirtió en algo más. Tú, el pequeño elfo que me superaba en habilidades mágicas y, como demostraste en lo sucesivo en las aulas, en capacidades intelectuales, llorabas por mi causa. Y descubrí lo maravilloso que era complacerte cuando, después de que pidieras a gritos que te desatáramos de los árboles o que te dejáramos salir del agua tras arrojarte al lago, yo, magnánimo y comprensivo, contenía a los demás y les decía "Ya basta, es suficiente. Soltadle." Era a mí a quien te dirigías cuando suplicabas que parásemos, al líder. Tú me identificabas como tal, y en lo concerniente a atacarte, me erigí como eso de manera destacable. Lo hice por tí.

No era todo envidia, chico. No era maldad lo que me movía. También te admiraba. Era frustrante saber que no tenía tus capacidades. Después de la prueba de afinidad, tu participación en las clases fue más notable, o puede que yo me fijara más. Recuerdo mirarte mientras resumías la lección del día anterior, de manera magistral pero con ese sonsonete infantil tan irritante, de pie entre los cojines y con las manos a la espalda, mirando a los instructores. En esos momentos, parecías un poco más seguro, algo más relajado. Contemplaba tus labios moviéndose y dejaba que tu voz me arrullase, atisbando tu perfil con disimulo.

Luego me sorprendía pensando en algo más que en planear nuevas agresiones hacia tí, pensando en ti de otro modo. Me preguntaba... aún me lo pregunto. Si es tan listo, porque lo es, si es tan hábil, porque lo es... ¿Cómo permite que le hagamos estas cosas? ¿Por qué no se defiende? ¿Por qué nunca te defendiste, Fel'anath, no nos pusiste en nuestro lugar? Tú mismo te abrazaste a tu papel de víctima, no tuviste valor, ganas o confianza como para abandonarlo. Y mientras nuestras travesuras aumentaban de intensidad y gravedad, yo me debatía entre sentimientos encontrados. Por una parte, te golpeaba con ellas más fuertemente en una suerte de provocación para obligarte a reaccionar, como la maza golpea el acero para templarlo. Y por otra, quería parar.

Sí, quería parar. Empecé a pensar que sería agradable ver algo diferente al miedo, la pena o el desprecio en tus ojos cuando se cruzaban con los míos. Eras realmente hermoso, y tus lágrimas, tu vulnerabilidad, me gustaban. Creo que también envidiaba un poco tu libertad, esa extraña libertad con la que te permitías exhibirlas ingenuamente sin esconderlas tras máscaras de falsa dureza como hacían los demás. Deseaba, de algun modo, poder acercarme a tí de otra forma, si no era demasiado tarde.

Tuve una oportunidad, durante una mañana después del primer mes. Quizá lo hayas olvidado. Los Maestros dispusieron que debíamos trabajar por parejas, dibujando correctamente runas sobre el pergamino. Se nos dividió al azar, y tu y yo nos encontramos frente a frente. Durante la primera hora de esa mañana no me miraste, te mantuviste con la cabeza baja, trabajando en silencio, y yo hice lo mismo, sintiéndome nervioso sin saber por qué. La tensión me dominó hasta tal punto que, desesperado por romper ese hielo casi palpable, cometí un error a propósito. Sonrío ahora al evocarlo, pues yo te observaba disimuladamente y vi cómo tus ojos se detenían en mi fallo, seguías con tu trabajo y, sin poder soportarlo, volvías a mirar una y otra vez la runa equivocada. Finalmente, incapaz de soportarlo, dijiste con mucha suavidad: "Esa runa está mal".  Y tragaste saliva. Me hice el tonto, preguntándote cual, y me corregiste, aún un poco atemorizado. Me esforcé realmente ese día por serte agradable, y funcionó. Pudimos intercambiar algunas frases. Casuales, sí, pero no hostiles. Poco a poco, te relajaste. Me sentí realmente bien al poder estar contigo de aquella manera, sin ira ni llantos, sin miedo ni extrañas barreras.

Fue realmente bueno. Aquella tarde nadie te molestó al volver a casa, ni al día siguiente, ni al otro. Durante dos semanas, nos hablamos con normalidad, como compañeros. El último día de la segunda semana nos detuvimos un momento a comparar unos apuntes para comprobar si habíamos entendido correctamente una de las explicaciones de los Maestros, y entonces, no recuerdo por qué comentario mío, te escuché reír. Tus ojos se iluminaron y aquel sonido cristalino y delicioso vibró en el salón, estremeciéndome hasta el alma. Estabas tan precioso... también tu risa era hermosa.

Después de esos días, algo empezó a quebrarse. Acercarme a tí sin herirte estaba volviendo suspicaz a la jauría, y Saledor - aquel chico alto y pelirrojo de rostro ceñudo, músculos fuertes pero sin cerebro - utilizó ese hecho como excusa para intentar desbancarme como el líder de la manada. Sé que dicho así suena como si fuéramos animales, pero tras todos estos años, chico, creo que realmente lo somos. Tuve que reafirmarme y demostrar que seguía siendo el mejor, llegando incluso a las manos para ello, pero los rumores seguían extendiéndose en las miradas silenciosas de algunos compañeros. Siempre he pensado que, a partir de ahí, lo que hubo entre tu y yo, fue un acuerdo tácito. Tú no eres tonto, nunca lo has sido, y creo que te dabas cuenta de lo que estaba sucediendo. Fue aquella mañana, cuando venías por el camino y los chicos de mi grupo estaban detenidos en la curva, tapándote el paso. Hacía mucho sol aquel día. Puede que recuerdes mis palabras cuando salí de detrás del árbol con el puñado de barro en la mano y tú me miraste, confundido, miraste a los demás, que aguardaban, y luego a mí. Susurré, para que no lo escucharan. "Tengo que hacerlo", te dije. Tragaste saliva y apenas moviste la cabeza como asentimiento, cerrando los ojos con fuerza.

Ellos quedaron muy satisfechos. Yo no. Antes te molestaba por diversión, después, también por llamar tu atención, y ahora tenía que hacerlo por obligación, para conservar mi posición entre los chicos. Pero tú... tú, sabiéndolo, dejaste que las cosas continuaran, sin defenderte, sin detenerme. Intenté, eso sí, hacerlo con delicadeza. Te arrojaba al lago por la zona que no cubría, procuraba no mancharte la toga cuando te estrellaba algo en la cara y dejé de colocar ardillas muertas en tu mochila. No sé si percibiste esos detalles, pero al menos me quedaba tu mirada esquiva de cuando en cuando, en clase. Eso nunca desapareció ya.

Y terminó el curso de verano... y no nos dijimos adiós, no nos despedimos siquiera. Yo me fui con los demás chicos y tú te marchaste solo a tu casa, como siempre.

No te mentiré. Pensé algo en tí durante el invierno. Seguía teniendo mucha curiosidad por muchos detalles respecto a ti y tu actitud, pero después, la rutina llegó y me arrastró invariablemente. Apenas parpadeabas en mis recuerdos de vez en cuando al llegar el Festival de Invierno, y cuando, en las fiestas del Festival del Amor me llegó la carta de Galletita, si te había olvidado, todo volvió a mí como un torrente imparable. Tu imagen, tu voz, el recuerdo de tus gestos femeninos, de tus lágrimas. Y sobre todo, el de tu risa.

(Continuará...)

Recuerdos de Estío - I

Hola, chico:

Hace tiempo, este mismo día, recibí una carta el día del Festival del Amor. No era la única, ni era la primera vez que me enviaban esa clase de misivas, como debes saber, pero aunque firmaste como "Galletita", siempre supe que era tuya. Si hoy te escribo yo no es por que me sienta en deuda por aquella carta ingenua y cándida, que aunque me resultó vergonzosa e irritante, no puedo decir que me disgustara del todo. Realmente no sé muy bien por qué estoy haciendo esto, pero creo que intento decirte así las cosas que nunca he sido capaz de expresar con claridad. Supongo que en parte espero que me entiendas. También entenderme yo. No lo sé, la verdad. Voy a prestarte mis ojos durante algunas líneas. Como te gusta leer, y te he visto leer bodrios insoportables con entusiasmo, no dudo que aunque nuestro encuentro termine siendo un desastre y me detestes, no podrás resistirte a la palabra escrita ni huirás de ella, así que ya ves, puede que esté jugando sucio una vez más, pero siempre se me ha dado bien eso.

Así que te doy mi historia y te doy mis ojos. Sé que no la dejarás huérfana.

Desde que era un niño, lo he tenido todo. Mi padre era soldado de Quel'thalas y su apellido relucía entre la baja nobleza. Mi madre es vidriera todavía a día de hoy. Papá pasaba mucho tiempo fuera de casa, pero al verle regresar con su armadura brillante y la sonrisa presta, todos sabíamos lo que queríamos ser: como él. Desde pequeños, nos entrenaron con las armas, nos educaron cuidadosamente en el combate, la magia, la historia y la geometría. Mis hermanos, mis primos y yo seguimos la estricta formación de los Alasol, tuvimos tutores y maestros, instructores, entrenadores, institutrices. Siempre supimos que seríamos los mejores, pero entre los mejores, yo era el mejor. Me esforzaba más. Trabajaba más duro. Tenía un sueño, y mi sueño era alzarme por encima de la mediocridad, ser el más fuerte de cuerpo, mente y corazón, no ser sólo uno más... porque si en un conjunto todos son buenos, aunque no haya ninguno malo, ¿acaso no se es mediocre y débil si no se consigue destacar? La igualdad cercena a la superación.

Por eso me esforzaba tanto. Siempre he sabido ver la flaqueza ajena, siempre la he puesto a prueba en el mismo seno de mi familia, he pulsado sobre ella, la he presionado y la he acicateado constantemente en quienes me rodeaban. Nací lobo, Fel'anath... aprendí a oler el miedo, a ver las heridas y las grietas en los muros. Era el mejor porque era bueno en todo y en todo me esforzaba, pero sobre todo, porque era capaz de demostrar y dejar en evidencia que los demás eran peores. Y por eso siempre lo tuve todo.

Mi padre y mis tíos podían habernos enviado a los siete a Falthrien aquel verano: A mi, a mis dos hermanos mayores y a mis primos y primas. No les faltaba el dinero, no había necesidad en nuestro hogar, pero como correspondía a la tradición familiar, competiríamos y sólo uno tendría la oportunidad de recibir instrucción mágica ese año. Allí fue donde tú y yo nos conocimos, así que ya sabes quien ganó.

Estoy acostumbrado a ganar, y detesto a los perdedores. Ser un triunfador no es fácil, es una posición muy solitaria, pero no negaré que tiene sus ventajas. Y nací lobo... por eso te reconocí al momento.

¿Te acuerdas de aquella tarde, chico? El inicio del curso estival. Yo la recuerdo bien. Subimos la rampa y nos colocamos en círculo en la plataforma principal, mientras el arcanista Ithanas nos daba la bienvenida y nos explicaba el objetivo de aquel curso. Yo era el más alto de los muchachos, os veía a todos desde arriba. Tú eras el más menudo. Tenías cara de susto y parecías nervioso. Llevabas un montón de libros abrazados contra el pecho, vestías una toga azul demasiado clara, demasiado celeste, y no hacías nada, nada en absoluto, ni el menor esfuerzo por ocultar tu vulnerabilidad. En aquel momento me resultaste una criatura patética. Enseguida me di cuenta de que eras el rival mas débil, y no solo yo, sino todos.

Recuerdo que ese mismo día, el primero, cuando nos dirigíamos a la primera clase, Elvedor abrió la veda, poniéndote la zancadilla. Era lo normal. ¿Le recuerdas? Él tampoco era muy alto y tenía aspecto endeble, tartamudeaba. Las relaciones son como la selva de Tuercespina, así es entre la gente, y Elvedor hubiera tenido todas las papeletas para ser el conejo entre los lobos si no hubieras estado tú allí. Su deber era focalizar la atención en tí y aliarse con los lobos, o convertirse en un conejo más, y es lo que hizo. Cuando te caíste de bruces, todos volvimos la mirada hacia tí, y tu aspecto era tan desvalido que la imagen que ya me había hecho, se reafirmó. "No te pises el vestido, nena", te dijo Elvedor. Y en vez de responderle, le miraste con expresión herida y te levantaste otra vez. Recogiste los libros y seguiste adelante.

¿Entiendes ahora por qué nos comportábamos así? ¿Te das cuenta de que te lo buscabas, al no defenderte nunca? Por eso hacíamos lo que hacíamos, por eso no tardamos demasiado en empezar a perseguirte y arrojarte al lago, a tirarte barro, a esconderte escalopendras en los libros para escucharte gritar, a colar espinelas en los cojines donde te sentabas, a robarte el neceser y cambiarte la crema de manos por cola de ensamblar. Porque no hacías nada, nunca devolvías el golpe. Sólo llorabas, o apretabas los labios con resignación, mortificándote. Jamás te hiciste valer, y al final se convirtió en algo mecánico. Tú aceptabas tu posición en el juego y nosotros cumplíamos con la nuestra. Yo cumplía con la mía.

No me sentía demasiado culpable, aunque no es sincero decir que siempre quería hacer lo que hacía. A veces, no. Muchas veces no, de hecho, sobre todo más adelante.

Apenas habían pasado un par de semanas, cuando ya estábamos adaptados a Falthrien. Conocíamos los horarios, las tareas, se habían formado los grupos y cada uno había asumido su papel de manera natural en el juego de las relaciones sociales. Sé que era popular. Siempre lo he sido. Por mi carácter extrovertido y desenfadado, porque tenía carisma y era buen estudiante, sin llegar a la pedantería. Los instructores estaban satisfechos conmigo y los compañeros me admiraban, todos querían ganarse mi reconocimiento. Yo brillaba, era el mejor y lo sabía. Entonces hicimos aquella prueba, la de afinidad arcana. ¿La recuerdas?

Estábamos todos en círculo, delante del orbe rúnico que había traído el Arcanista Helion. Debíamos ir pasando uno por uno y poner las manos sobre él para intentar hacerlo brillar, que alguna runa se iluminara. Cada cual hizo su intento. Se encendían una o dos ante los esfuerzos de los más torpes, cuatro entre los que contaban con relativas capacidades. Nadie conseguía iluminar las siete, hasta que llegué yo. No te diré que no me sentí orgulloso cuando coloqué los dedos y tomé aire, concentrándome. Sabía que lograría iluminarlas todas, y así fue. Nadie se sorprendió. Hubo algunos aplausos y los profesores me miraron con complacencia; solo era un detalle más, una prueba más de lo que ya había demostrado en las aulas, que era el mejor.

Y entonces llegaste tú, con tu rostro de chiquillo y los enormes ojos muy abiertos, como si te turbara estar delante de todo el mundo. Nunca habías destacado en clase hasta entonces. Cierto que no había habido grandes oportunidades, y que todas las había acaparado yo. No esperábamos gran cosa de ti, nadie lo esperaba. Cuando abriste las manos y apenas parpadeaste, yo me sonreía por dentro, aguardando a que dejaras evidencia de tu torpeza, que era como yo había interpretado tu timidez.

Y no necesitaste más de tres segundos. Se iluminó una runa, luego otra, luego otra, y repentinamente, todas destellaron intensamente. El orbe brilló y comenzó a girar. Cómo te maldije entonces en mi fuero interno, corroído por la envidia y la furia, mientras tú sonreías con candidez y hacías bailar aquella odiosa esfera, jugando a hacer parpadear las runas y dejando que flotara entre tus manos como si, que los demonios me lleven, como si hubieras estado toda tu vida conjurando, haciendo que pareciera fácil.

Los murmullos de sorpresa se extendieron, y los profesores sonrieron ampliamente, felicitándote. Por Belore, todos sentimos aquella brisa y vimos ondear el bajo de tu túnica. En aquel momento, te juro que sentí deseos de arrojarte al vacío desde lo más alto de la Academia. Tú, el conejo, el frágil, el pusilánime, estabas siendo mejor que yo. Te odié ardientemente. Y ese fue el principio, Fel'anath. Sólo el principio, porque a partir de entonces y en los sucesos que siguieron durante aquel verano, te odié y te deseé, te envidié y te admiré, me provocaste ira y conmoción, y mi vida se convirtió en una lucha constante contra tí, contra los sentimientos contradictorios que despertabas en mí.

Dejaste de ser invisible y te convertiste en mi centro de atención. Supongo que nunca lo habías imaginado, pero esa es la verdad. Nunca me había descubierto superado, y mucho menos por alguien como tú.

Quizá recuerdes que fue aquel día, el de la prueba del Orbe, cuando a la salida de la Academia te dejamos atado al árbol. Tú llorabas y gritabas "¡Dejadme ya, dejadme en paz!". Vi tus lágrimas y tu desesperación, y aunque sé que es enfermizo y no soy capaz de entenderlo, me resultaron deliciosas. No era una sensación maliciosa ni cruel, no era la paz calmada de cuando machacas al inferior, ni la venganza contra aquellos que te han humillado, no era eso lo que sentí.

Tus lágrimas eran bonitas. Tu rostro lo era, y era más hermoso a mis ojos cuando estaba bañado por el llanto, como un mártir, tan puras tus lágrimas, tan genuino tu sufrir... me pareciste muy lindo entonces.

Ahora sé lo que me pasó en aquellos días. Sé que me convertí en un adicto a tus lágrimas, Fel'anath. 

Me convertí en un adicto a tí.

(Continuará...)

Recuerdos de Estío - Introducción

Desde lo alto del Puesto Atracasol, el frío era mordiente y el paisaje impresionaba a los ojos tanto de visitantes casuales como de los más veteranos. Al suroeste, la silueta del gigantesco árbol blanco y violeta se delineaba, una atalaya estilizada coronada de púrpura que dominaba el Bosque Canto de Cristal. Sobre el cielo de nubes esponjosas rizadas al viento, la mole flotante de Dalaran se desplazaba lenta como el carro del sol, sobrevolando la foresta de perla y amatista donde las ruinas pálidas y ancianas despuntaban; y a la espalda, las Cumbres Tormentosas se elevaban en una muralla de piedra nevada vigilada constantemente por el oscuro firmamento, vestido con su eterno embozo de tempestades, engalanado con relámpagos lejanos.

En el balcón superior, envolviéndose en la capa, Gaelan contemplaba el árbol mágico. La caperuza le cubría los cabellos y la espada y el bastón a su espalda brillaban suavemente, lamiendo las llamas la hoja de acero en un resplandor intermitente y empañando el vaho gélido el bastón en alientos entrecortados.

Los Atracasol habían sido pioneros en muchas cosas. Gaelan era consciente de que, allá en el continente Sur, su pueblo y la Horda tendían a olvidar con facilidad y a dar por sentados los hechos sin valorar los esfuerzos y méritos ajenos, actitud que como él sabía bien, se cultivaba desde la juventud y se alimentaba en la adultez gracias a ese fatuo sentimiento de orgullo sin justificar al que los vivos se aferran en tiempos de confrontación. Sin embargo, el camino de Aethas y aquellos que le habían seguido, había sido duro y difícil. Tras lo acontecido con Kael'thas Caminante del Sol, Aethas Atracasol había conseguido no sólo recuperar la confianza del Kirin Tor en los elfos de sangre - al menos en algunos de ellos - sino que fue gracias a su trabajo y nada más que Dalaran accedió a abrir sus puertas a la Horda. Él, como orgulloso portador del tabardo Atracasol y hechicero de batalla, se bastaba para tener presente esto continuamente, no esperaba que nadie lo reconociera. 

Ya no esperaba el reconocimiento ajeno. Ya no esperaba nada, y en aquellos días, menos aún. Entre sus manos, el mensaje redactado con suave caligrafía se agitaba en los golpes de viento, y sus palabras resonaban en su mente como un mantra discontinuo, mientras perdía la mirada en el horizonte y los recuerdos se enredaban, engarzándose como lazos estivales en su memoria.

A pesar del gélido beso del viento, a pesar de la nieve cuajada y el olor a invierno, sus recuerdos sabían a verano. No le costaba evocar la caricia de la cálida brisa, la humedad caliente del mar cercano y el verdor rutilante de la hierba. El olor de las flores, el resplandor de un sol cercano, esas pequeñas joyas que se antojaban irrecuperables, como la infancia lo era y como lo era la inocencia.

Torció el gesto y volvió a leer la respuesta, con una sensación amarga y punzante en la garganta. "Acepto. Pero no será allí. Te esperaré en la Ensenada Dorada". Acepto. Había aceptado. Mientras se preguntaba si había sido inocente alguna vez, dobló cuidadosamente la misiva y la guardó en el interior de su armadura ligera, tomando aire con lentitud. Había hecho mal demasiadas cosas. Todas, realmente. ¿Sería capaz de arreglarlo, sería capaz de ser honesto por una vez, o al menos de no hacerle daño?

No lo sabía. Y como no lo sabía, había subido allí, al balcón superior, solo en el crepúsculo con la carta del chico y con sus útiles de escribir. Pensaba asegurarse. Aunque le estrechara la garra del pánico mientras colocaba los papeles ordenadamente y se disponía a deslizar la pluma sobre el pergamino, recogiéndose en el resguardo de una columna, pensaba asegurarse. Lo escribiría todo y se lo entregaría al día siguiente, en el Festival del Amor, cuando se encontraran en la playa.

Inspiró profundamente, echándose la capucha hacia atrás, y comenzó a sangrar su relato bajo la canción del viento y la atenta mirada del árbol púrpura.