viernes, 18 de diciembre de 2009

El Marino - Lord Hersel

- No hay sitio para ti. Lárgate.

No dejó que le empujaran al otro lado de la pasarela hacia el muelle, forcejeó con los tripulantes y se colocó la guerrera de cuero desteñido mientras descendía.

- No queremos elfos - gritó un enano, escupiendo junto a sus pies desde la cubierta. - Traen mala suerte.
- Que os follen - replicó él, mostrando el dedo corazón con una mirada desafiante.

Los insultos y las puyas se sucedieron, pronto arrojaron el fardo que le habían arrebatado junto a sus pies. Irritado y furioso, les dedicó una última mirada iracunda y agarró sus pertenencias, encaminándose con violentas zancadas a lo largo de la cubierta. Una retahíla de maldiciones exhaladas entre dientes iban quedando, resonantes, tras el marino a medida que avanzaba. Tanteó en el bolsillo lateral del pantalón, buscando la petaca. El sol quemaba como el infierno, y el bourbon estaba caliente, pero otro largo trago le ayudaría a dejar de preocuparse por la temperatura. También por su situación.

No le quedaba dinero. No podía pasar otra noche al raso en Tuercespina, y no era sólo por las fieras de la selva. Tampoco en la ciudad estaba seguro. Los goblin le habían arrojado al mar en más de una ocasión al encontrarle pernoctando entre las cajas de los muelles, y eso era lo mejor que podía pasarle. Lo mejor. Porque los enfrentamientos con corsarios borrachos, marinos mercantes de malos humos y tripulantes ebrios con ganas de pelea o de apropiarse de los bienes ajenos no eran una experiencia preferible. Para colmo, había tenido problemas con algunos de los Velasangre, que ahora correteaban, habiéndose colado en la ciudad, buscando su cabeza. "Si al caer la noche aún sigues por aquí, eres hombre muerto", la amenaza había sido clara. No, no eran buenos tiempos. Cansado y harto, su única opción ahora era embarcar de nuevo, pero los navíos en los que había servido hasta el momento habían partido días atrás. No había habido suerte, y los barcoluengos marchaban a través de las aguas mientras él se quedaba en tierra.

Sólo la lujosa nave de Lord Hersel permanecía atracada en el extremo oriental del muelle.

Se detuvo un instante, observándola con los ojos entrecerrados. Un grupo de humanos apestando a cerveza pasó a su lado, golpeándole con los hombros. Algunas miradas de soslayo, extrañadas y burlonas, se posaron sobre él, y escuchó las carcajadas a su espalda.

"Que os jodan. Que os jodan a todos" se dijo. Tomó aire y se bebió el resto de la petaca, cerrando los ojos con fuerza. La náusea que se había arremolinado en su estómago se acentuó con el alcohol ingerido, y dio un par de bandazos mientras se encaminaba al navío de velas blancas y doradas, con los puños apretados y la mandíbula en tensión.

Minutos después, Amerin Hersel, elfo noble y comerciante de artículos de lujo, le recibía en su camarote del Sirena de Espuma. El pelo oscuro caía sobre su rostro barbilampiño de facciones delicadas, la sonrisa peligrosa le saludó, sorbiendo el aire entre los dientes. El olor a especias y perfumes inundaba la estancia. La luz del atardecer atravesaba el vidrio de la claraboya superior, que iluminaba la mesa de madera encerada, la alfombra de tejidos delicados y los estantes labrados. Lámparas de forja, objetos de artesanía y un cortinaje de terciopelo grueso no dejaban lugar a dudas sobre la posición social de aquel elfo, ni tampoco sobre su incontable riqueza.

De pie sobre la alfombra, detestando cuanto le rodeaba y detestándose a sí mismo, el marino contemplaba al capitán, con los nudillos blancos y las botas manchadas de agua de mar. Cuando el lacayo salió, Amerin se puso en pie, observando al marino con gesto paternal.

- Qué agradable sorpresa - dijo, sujetándose las mangas de la toga y esbozando una sonrisa sucia. - No pensaba volver a verte tras nuestro último encuentro.

La voz suave, sibilina, se deslizaba como una lengua húmeda en sus oídos. El marino reprimió el impulso de golpearle o volver por donde había venido.

- Necesito trabajo. Ahora. - espetó secamente, sin abandonar el gesto hostil.

Amerin rodeó el escritorio de teca, acercándose y apoyando las manos en la superficie encerada. Los ojos azules no dejaban de mirarle, el aroma a azafrán le llegaba con claridad y escuchaba hasta el menor roce de sus ropajes delicados.

- La última vez que viniste a pedir trabajo eras mucho más amable, Rodrith. Era Rodrith, ¿verdad?
- Tienes buena memoria - escupió.

Amerin sonrió, echando la cabeza hacia atrás un instante. Después volvió la vista de nuevo hacia él, emitiendo un extraño ruido, como un ronroneo.

- ¿Ya no estás tan enfadado, Rodrith? - preguntó, con un mohín. - Lamento haberte ofendido entonces, no me gusta verte así... vamos, relájate. Dile al bueno de Hersel lo que necesitas.
- Ya te lo he dicho. Necesito trabajo en tu nave para poder embarcar.

Cada palabra brotaba de sus labios con la textura de una roca viva, sentía la sangre ardiendo de ira dentro de sus venas. Tenso, con multitud de nudos estrangulándole por dentro, reculó un paso cuando su contertulio sonrió de nuevo y volvió a aspirar el aire entre los dientes, mientras deslizaba los dedos sobre la túnica de cuero. Uno de ellos le rozó la piel entre los cordones con los que se cerraba en el pecho. Sintió un estremecimiento de asco y de nuevo, hubo de contenerse para no lanzarle un puñetazo y salir por piernas.

- Te preguntaré lo mismo que te pregunté cuando viniste por primera vez, vanya - susurró Amerin en su oído. El aliento caliente aparentaba húmedo como el viento selvático. - ¿Qué sabes hacer?

La ira, la angustia y el asco se congelaron en su estómago. Fijó la mirada en el sextante, más allá de los cabellos azabache del elfo, parpadeó una sola vez y levantó ligeramente el rostro. Los dedos de Amerin estaban desatando las tiras de cuero sobre su pecho, las uñas endurecidas se escurrían en contacto con su carne. Guardó todo aquello, almacenándolo y blindándose con frialdad, antes de hablar.

- Sé hacer nudos y controlar las cuerdas - dijo con voz átona, aún seca. - Sé mantener la cubierta y achicar si es necesario. Y lo que no sé hacer, lo puedo aprender. Soy capaz.

Amerin sonrió, levantando la otra mano y dejando los dedos sobre sus labios. El rostro del comerciante estaba tan cerca del suyo que su aliento le restallaba en la barbilla, su perfume excesivo inundaba las fosas nasales del marino, y podía percibir la grasa de la piel en su rostro ungido con afeites.

- Necesito un ayudante de cámara... que se ocupe de mí. Ya sabes lo que hay que hacer para conseguir el puesto. ¿Eres capaz?

El marino volvió la mirada hacia él, afilada y brillante. No disimuló su odio ni tampoco el peligro que aquella mirada entrañaba. Y sin embargo, aquello sólo pareció encender más el destello lascivo en los ojos del noble, que exhaló el aire suavemente junto a su boca. Se había pegado a él. Debía responder, y sin embargo, la lucha interior era demasiado violenta.

"Hazlo. Ahora necesitas cobertura y este cabrón es el único que puede dártela", se dijo. "Hazlo... y guárdalo todo. Consérvalo todo, para hacérselo pagar cuando vuelva a girar la rueda de la fortuna. No importa la dignidad. No importa lo que odies o lo que quieras. Tienes que sobrevivir. Sobrevive"

- Soy capaz.

Una nube veló el sol y un suave velo de penumbra se extendió sobre el camarote durante un instante. Lord Hersel sonrió, con una mueca ávida, y cerró la mano en su muñeca, algo temblorosa al principio. Al ver la ausencia de reacción en el marino, los dedos se crisparon como grilletes y le condujo hasta su entrepierna.

- Entonces, ocúpate de mi. Bienvenido a bordo - susurró, lamiéndole los labios con una sonrisa triunfal, antes de empujarle por los hombros con suavidad.

Rodrith apretó los dientes, con un temblor virulento en su interior. Recuerdos confusos le azotaron la memoria, mientras apartaba los brazos del noble de su cuerpo, y tensó el gesto en una mueca agresiva. Mejor mostrar violencia que dolor. Mejor dominio que humillación. No pensaba arrodillarse, así que levantó de la cintura al elfo, sentándole sobre el escritorio con un movimiento firme y le subió la toga hasta la cintura, desabrochándole los pantalones. El rostro de Hersel palideció ante los gestos bruscos de su nuevo ayudante de cámara, por un momento su mirada se cubrió de un resplandor alarmado.

Sin embargo, al sentir la liberación de su carne entre los muslos, tensándose entre los dedos rudos del marino, éste le escuchó ahogar un jadeo sordo; apoyó las palmas de las manos sobre la superficie suave y lisa, observándole con cierta fascinación. Rodrith gruñó. "Cerdo pervertido cabrón. Disfruta ahora mientras puedas, porque tu precio será más alto que el mío", se dijo, henchido de determinación.

Se abalanzó sobre el sexo del elfo, que se desperezaba entre sus dedos. Una voz antigua, grave y profunda, repetía sus palabras desde los recuerdos, le transportaba los ecos del pasado. Una habitación oscura, la noche de Corona del Sol, un niño asustado y unos dedos cerrados en su cabello. "Quiéreme, eres tan precioso..." Encostró el recuerdo del pánico, encerró la repulsión violenta y las encadenó dentro de sí, mientras engullía la floreciente erección de Amerin Hersel, comerciante de artículos de lujo, noble señor con tierras y títulos. Y el noble señor gimió, estremeciéndose, y cerró los dedos en sus cabellos.

- Ah... más despacio - susurró con la voz quebrada.

El marino había clavado las uñas en sus muslos. La presa que mantenía en la boca, hundiendo los dientes con suavidad, desprendía el mismo sabor a azafrán que había detectado en el perfume de Amerin, y un recuerdo antiguo, un regusto acre y algo ácido. Cobraba consistencia entre sus fauces, a medida que presionaba con los labios, y la introdujo más al fondo, sujetándose a sí mismo para no arrancarla de un mordisco y separarla del cuerpo. Lord Hersel tiró de su cabello con delicadeza y le guió.

- Así... hazlo así... ah, joven aprendiz... llegarás lejos - susurraba entre jadeos entrecortados, abandonado a la lujuria - llévame lejos... enreda tu lengua en mí...

"Hijo de puta, cabrón". Rodrith hundió más las uñas, con los músculos tensos por la contención con la que se mantenía preso, estrangulándose para no estrangularle, controlándose para no matarle allí mismo. Golpear su cabeza contra el puto escritorio hasta que los sesos se derramaran sobre la alfombra. Abrirle en canal con el abrecartas de oro. Sacarle los ojos y clavarle el sextante en el corazón. Dejó que su imaginación hiciera todo lo que él no podía hacer aún, y se escurrió sobre el sexo ya firme, lamiendo la piel con una avidez que podría bien confundirse con pasión y deseo, cuando no era más que ira.

Aspiró con fuerza, gruñendo, arrancando un grito ahogado al elfo, y volvió a descender hasta enterrar la carne tensa en su garganta, cerrando los labios y exprimiendo la piel con ellos.

- Eres salvaje... como una tormenta... - murmuró Lord Hersel, tensando los dedos sobre su pelo, tratando de frenar el ritmo de sus inmersiones. - Tan precioso... tan salvaje...

"No lo sabes tu bien", se dijo el marino, enroscando la lengua sobre la carne hinchada, moviéndose sobre ella como si quisiera extraerle la sangre y la vida, devorarle y reducirle a cenizas y jirones ensangrentados. Hersel arqueó las caderas, sosteniéndose con las manos sobre la mesa encerada, embistiendo con cadencia entre sus labios y yendo a su encuentro en cada descenso violento. Rodrith respiró con fuerza, desgranando sus maldiciones mentales en silencio, y deslizó la lengua, cerrando el paladar y atrapando el sexo en una presa estrecha y húmeda, aumentando la fricción de las caricias. Aquello enloqueció al noble, que se tensó y retuvo un nuevo gemido, constriñendo las nalgas y tirándole del pelo hacia él.

- Si... no te detengas... devórame... - jadeó con lubricidad, arqueándose y transformando su aliento en una sucesión de jadeos apresurados, arrebatados.

Las uñas del marino se humedecieron cuando ligeras gotas de sangre brotaron de las heridas de Lord Hersel. La carne que exprimía en su boca parecía haberse convertido en piedra caliente, y comenzó a palpitar, cual si hubiera cobrado vida propia. Consciente de la cercanía del clímax, se retiró un tanto, y la semilla ardiente, espesa y abundante se derramó sobre su lengua, entre los sonidos agónicos del elfo, que le estrechó de nuevo hacia él.

Aguardó, paciente, con el líquido templado entre las fauces, a que Amerin dejara de convulsionar y estremecerse, y se apartó, irguiendo la espalda. Agarró la toga revuelta del jadeante noble y escupió el fluído blanquecino sobre ella, limpiándose la boca y bebiendo un largo trago de bourbon de la petaca, mientras recuperaba la respiración.

Lord Hersel se miró el atuendo y se colocó la ropa, con las mejillas arreboladas y la expresión de un niño malicioso y satisfecho.

- Eres demasiado rebelde... pero eso también me agrada. - Sonrió, limpiándose la mancha blancuzca con un pañuelo de seda. Luego se dirigió detrás de su escritorio. - Vuelve a verme esta noche. Ahora es momento de partir, mi nuevo y complaciente tripulante.

Rodrith sonrió con ironía amarga e hizo una reverencia burlona, antes de salir dando un portazo. Tenía mucho en lo que pensar, y no demasiado tiempo.

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Ilthien Sombrasol, segundo de a bordo, se deslizó sobre la cubierta, tratando de mantener el equilibrio entre el cruel azote de la tormenta estival. Los rayos desgajaban el cielo, los truenos parecían el bramido de una bestia sobrenatural. Jamás se habían enfrentado a una tempestad similar, pero la Sirena de Espuma era un buen navío.

Carraspeó y se preparó a conciencia antes de llamar a la puerta del camarote de Lord Hersel, el propietario del barco. Debía advertirle que era mejor permanecer a cubierto mientras prosiguiera el envite poderoso de las olas.

- Milord - exclamó, haciéndose oír sobre el fragor de las aguas. - Milord, tenemos tempestad.

Abrió la puerta sin esperar respuesta, dispuesto a cumplir con su cometido, y se asomó, con las palabras en la boca. Pero las palabras murieron, y presa de un calambre violento, el cuerpo del tripulante quedó fijo, petrificado en la entrada.

- Dioses...

Sobre el escritorio de madera, el cuerpo desnudo de Lord Hersel yacía en una postura grotesca. Su rostro, ladeado de manera antinatural, miraba directamente a Ilthien, con un trozo de carne sanguinolenta asomándole de la boca y los ojos abiertos desmesuradamente, en una mueca de pánico atroz. El cráneo desnudo mostraba heridas y marcas de cortes profundos, de todo su cuerpo manaban hilos de sangre espesa, y en las brutales heridas de su torso, alguien había incrustado el sextante, una botella de vidrio labrado y la hermosa pluma con la que solía escribir. Entre los dedos del elfo, un abrecartas dorado goteaba sangre sobre la alfombra de fino tejido, sobre la cabellera arrancada que yacía en el suelo como un cachorro dormido.

Cerró de un portazo y salió apresuradamente, corriendo sobre la cubierta para dar la noticia.

Desde el mástil, sosteniéndose entre las cuerdas, con el cabello ondeando al viento, Rodrith se encargaba de los nudos y las maromas, con el semblante relajado y la vista vuelta hacia los negros nubarrones sobre sus cabezas. Sonrió a la tormenta. Y la tormenta relampagueó, devolviéndole la sonrisa.

martes, 15 de diciembre de 2009

El Marino: Alice y Jen

Jenny se ajustó el corpiño y se colocó los rizos rubios precipitadamente, observando a través de la ventana la puesta de sol. Sus compañeras correteaban de acá para allá en el rellano de la escalera, entre exclamaciones femeninas y risitas.

- ¡Vamos, vamos! Están al llegar.
- ¿Serán soldados?

La joven observó las velas y chasqueó la lengua, negando con la cabeza.

- Son pescadores - respondió, cerrando la puerta a sus espaldas al salir de la habitación. Las chicas la miraron con ojos brillantes, sonriendo. Estaban nerviosas. Para muchas de ellas era su estreno, la primera vez que ejercerían en un desembarco de estas características, y se notaba su emoción.

- Los pescadores suelen ser mejores que los soldados - explicó, anudando el lazo del vestido de la pequeña Alice. - Son más sensibles y llegan con gran necesidad. Pagan menos pero son agradables y no causan problemas. Sed buenas con ellos.

Alice soltó una risita y jugueteó con los botones del escote, nerviosa. Jen la contempló con cierta lástima y la tomó del brazo.

- Ven, vamos abajo. La taberna empezará a llenarse dentro de poco.

Descendieron juntas por las escaleras, saludando a los goblins e intercambiando palabras con los habituales de la Campana Dorada. Olía a cerveza y salitre, a madera y cera de candelabro.

- ¿Crees que alguno me llamará, Jen?

La vocecita de la muchacha la hizo sonreir y la miró, pellizcándole las mejillas. Apenas tenía catorce años y el rostro aniñado, pálido, el cabello oscuro le caía en mechones lacios y no era lo que se dice agraciada. Cuando la encontró, tenía media cara quemada y había sobrevivido al naufragio de milagro. La había acogido por pura lástima, pero no esperaba que consiguiera clientes, por muy atractiva que fuese su virginidad. Escuálida y deformada por el fuego, su único atractivo residía en los enormes ojos negros como la pez.

- Seguro que sí, mi niña. - mintió.
- ¿Quieres que me quede en una esquina, como siempre?

Jenny asintió. Solía confinarla en un rincón para que no espantara a los hombres que se interesaban en las demás, y hasta entonces, ni siquiera los más desesperados habían requerido los servicios de la pequeña. Las putas de Bahía del Botín eran habilidosas, y algunas muy bellas, pero Jen sabía que ninguna podía compararse a ella misma. Su rostro perfecto, de rasgados ojos grises, el cabello rubio claro y las redondeadas formas de su cuerpo, además de su actitud seductora, la habían convertido rápidamente en la líder de las muchachas de mala vida, que pronto se asociaron a su alrededor. De modo que, cuando finalmente la puerta se abrió y la algarabía de la tripulación recién llegada inundó la taberna, esbozó una breve sonrisa y se acodó en la escalera, a la expectativa. Alice se escurrió a su refugio, sentándose sobre los toneles mientras los rudos marineros se adentraban a voces en el establecimiento, sentándose ruidosamente, acodándose en la barra y lanzando vítores. 

- ¡Cerveza para todos! - bramó el humano de larga barba oscura con el pañuelo en la frente, dejando un saco de monedas sobre la barra con un golpe de su poderoso brazo, mientras el goblin se frotaba las manos. - La campaña del cangrejo en el Norte nos ha dado grandes beneficios. ¡Honremos a las aguas bebiendo una quinta parte de ellos y vomitando sobre el mar!

Los hombres gritaron y se precipitaron a la barra para tomar sus jarras, y Jenny sonrió. Humanos, enanos y elfos se arremolinaban aquí y allá, todos ellos de complexión fuerte, sonrisas prestas y rostros curtidos por el sol y la sal. Rápidamente, detectó a los más atractivos como sus posibles clientes de hoy. Jen podía permitirse el lujo de escoger. Había un hombre fornido, alto y joven, de hermoso rostro varonil, y un par de elfos que hablaban en tono más bajo, acodados en una mesa de madera, en su lengua natal. Estrechó los ojos mientras les observaba.

Uno de ellos, delgado y flexible como un junco y de cabello amarillento, parecía serio y asceta. Le dio la sensación de ser un sacerdote o algo así, y aunque era hermoso, no le llamó tanto la atención como su compañero.  No tardó en darse cuenta de que, entre el ir y venir de los hombres del mar, que entrechocaban jarras y entonaban canciones, sus compañeras también observaban a aquel individuo. Algunas de ellas parpadearon y volvieron la vista al instante, pero no podía culparlas.

El otro elfo era sin duda uno de aquellos especímenes que frecuentaban los sueños húmedos de gran número de hembras, fueran putas o doncellas. Sentado ante la mesa, se inclinaba hacia adelante conversando con su paisano, gesticulando con una mano mientras sostenía la jarra con la otra y mirando alrededor de cuando en cuando con una sonrisa perpetua, sesgada. Era alto y bien proporcionado, una fisonomía elástica que al moverse casualmente parecía medir cada gesto, dotándolo de la gracilidad de un depredador nocturno. Llevaba unos pantalones de cuero flexible que el uso y la humedad había pegado a sus piernas, botas altas y desgastadas y una camisa oscura acordonada hasta la mitad del torso fortalecido, donde se abría para revelar la piel atezada. Los músculos de los hombros se dibujaban bajo la tela, y la ancha espalda y el cuello poderoso le dotaban de una corpulencia inusual en los pocos elfos nobles que había conocido hasta ahora. Su complexión musculosa era más similar a la de los humanos, pero con la elegancia innata de su raza y mucho más alto, mejor proporcionado. Sin duda era un cuerpo muy deseable.

Se lamió los labios, posando la mirada en las manos anchas, bien formadas, y luego observó su rostro con disimulo. El conjunto le gustaba. Mandíbula firme, pómulos levemente marcados, nariz recta y una sonrisa ancha de dientes relucientes, enmarcados por labios de ligero relieve, suavemente delineados con formas viriles y hoyuelos en las mejillas. La barba incipiente, de color rubio claro, destacaba extrañamente sobre la tez tostada por el sol, y el cabello liso, atado en la nuca con un cordón de cuero, se había soltado en mechones mas cortos que le caían sobre la frente hasta más abajo de la barbilla, ocultando de cuando en cuando su visión, aunque no se molestaba en apartarlos. La mirada relucía al fondo de las cuencas, bajo las cejas fruncidas en un gesto burlón mientras bromeaba con su camarada. Distinguió el color verdemar de sus pupilas y la forma almendrada de los ojos, que observaban con cierta reserva alrededor, con un aire analítico y una luz vibrante de determinación.

Parpadeó, tratando de apartar la vista, cuando fue sorprendida por él, y se sonrojó estúpidamente. "Que me lleven los demonios", se dijo, reaccionando al instante con una sonrisa seductora y pasándose los labios por la lengua casi de un modo casual. "¿Que soy, una puta o una cría?". El marino le devolvió la sonrisa, arqueando una ceja con curiosidad, y volvió a su conversación, sin prestarle mayor atención. Jen chasqueó la lengua, determinando que el objeto de sus deseos debía tener inclinaciones distintas, pues si no, no entendía cómo había ignorado su insinuación de aquella manera.

La noche transcurrió sin demasiadas novedades. Los marineros se emborracharon, cantaron, rieron, algunos se fueron al muelle, la mayoría se quedaron por allí y fueron acercándose a las chicas. Ella tuvo sus pretendientes pero, desazonada por la falta de interés del elfo corpulento, los rechazó a todos, incluso al joven atractivo. Finalmente, sus chicas estuvieron ocupadas arriba y la taberna quedó algo más desahogada. Suspiró, colándose tras la barra para intercambiar unas palabras con el goblin, y se fijó en Alice, que se removía inquieta en los toneles, colorada, ocultando su rostro tras el pelo oscuro. Al percibir su mirada, la chica le devolvió una clara llamada de auxilio.

Alarmada, Jen bordeó el mostrador y se acercó a la niña, poniéndole las manos en las rodillas.

- ¿Que ocurre, tesoro?

Alice hizo un gesto con la cabeza, y Jen siguió su mirada. El elfo corpulento estaba observando a la muchachita, apoyado en el respaldo de la silla, dando sorbos a la cerveza. Presa de un enfado incomprensible, bufó y puso los brazos en jarras, encarándose con el marino.

- ¿Y tú que miras?

Él hizo un gesto, señalando a la chica quemada.

- A ella. - respondió con voz grave y vibrante. Jen parpadeó de nuevo, indignada.
- ¿No tienes nada mejor que hacer que incomodar a una pobre criatura?
- ¿Incomodarla? - arqueó la ceja, negando con la cabeza. - No quería incomodarla. La miro por que me gusta.

Alice abrió los ojos como platos y Jenny meneó la cabeza, incrédula. Salió a la defensiva de su pequeña con uñas y dientes.

- Esa burla es cruel. De todos los que han pasado por aquí, nadie, ni siquiera los más rudos, han sido tan despreciables como para zaherirla de ese modo. ¿Como te atreves? ¿Es que no tienes ni un ápice de dignidad?

El elfo se la quedó mirando, mientras Jenny resoplaba y apretaba los puños, tremendamente ofendida. Cuando volvió a hablar su voz tenía la suavidad del terciopelo, pero al mismo tiempo sonaba decidida.

- He dicho que me gusta. De todas las furcias que se pasean por aquí, ninguna tiene esos ojos inocentes. Es la niña más dulce que he visto en mucho tiempo.

Dicho esto, alargó la mano y sonrió a Alice ante la mirada atónita de Jenny.

- ¿Quieres hacerme compañía esta noche?

Alice volvió la cabeza hacia su protectora, esperando su aprobación, pero la dama de la Campana Dorada, la señora de la casa, la más deseada, era incapaz de reaccionar. Alice sonrió a medias, tomándose el silencio como una afirmación y se levantó, corriendo a los brazos del apuesto elfo, que la sentó sobre sus rodillas y comenzó a hablar con ella en susurros, apartándole el cabello del rostro y mirándola como si en verdad fuera una belleza. Alice se mostró insegura al principio, y mantenía la cabeza gacha, respondiendo a sus miradas con timidez, pero pronto se echó a reír y participó en la conversación.

Algunas de las chicas, que ya habían terminado, bajaban las escaleras de nuevo y se quedaban mirando la escena asombradas. Cuando el elfo acercó su rostro al de Alice y murmuró algo en su oído, la niña abrió mucho los ojos y luego asintió, y él la rozó con los labios suavemente antes de besarla, arrancándole a la muchachita un gemido infantil. Ella le echó los brazos al cuello, con los ojos fuertemente cerrados, y él la estrechó hacia sí con suavidad, sin apartarse de sus labios.

Jen estaba completamente perpleja. Sin duda, ese sin'dorei habría hecho una apuesta con su amigo o algo similar, no había otra explicación. Querría aprovecharse de la niña a toda costa y despreciarla por su deformidad, acabaría riéndose de ella... frunció el ceño, pensando en si debía intervenir o no, y finalmente decidió dejar que las cosas siguieran su curso. Una amargura cruel atenazó su garganta. "Así aprenderá esta incauta".  Les vio subir escaleras arriba y no pudo resistirse. Esperó un tiempo y subió, dispuesta a espiar lo que sucedía al otro lado de la puerta cerrada, y acercó el ojo a la cerradura sin pensárselo. Si pretendía hacerle algo malo a la niña, avisaría a los goblins sin pensarlo. Aquel tipo no podía estar tramando nada bueno.

En el interior de la estancia, el elfo estaba de pie tras ella, abrazando a la muchacha por la cintura, que respiraba con dificultad. La escena era tierna, parecía sacada de un cuento de hadas de esos que Jen tenía claro que no existían.

- ¿Estás nerviosa? - preguntó él, casi paternal.
- Un... un poco.
- Es la primera vez, ¿verdad?

Alice asintió con la cabeza, y se estremeció cuando él acercó el rostro para oler sus cabellos. Jenn percibió un brillo turbio en los ojos del marino, que acunaba a la joven entre sus brazos. Alice suspiró y apoyó la cabeza en su pecho. "¿Quien se toma tantas molestias con una puta?", pensó.

- No te preocupes, todo irá bien.
- Yo... lo haré lo mejor que pueda.
- Estoy seguro de que quedaré plenamente satisfecho - respondió él, con una fugaz sonrisa sesgada, con un brillo amenazador que se disipó al momento. - Tú solo haz lo que yo te diga, ¿de acuerdo? Es todo lo que quiero de ti, Alice.

La voz del elfo era un murmullo grave, monocorde, arrullador, paternal... casi hipnótico. Había algo en ella que hacía parecer descabellada otra respuesta que la obediencia. Jenny tragó saliva, confundida y curiosa, y siguió mirando.

- Ven - ordenó el marino con el mismo tono, guiando a Alice hacia la cama. La niña se tumbó boca arriba, respirando agitadamente y con los ojos fijos en él. El elfo se sentó al borde, la miró y tiró lentamente del cordón de su vestido. Lo abrió con estudiada lentitud y luego la ayudó a sacar los brazos y le pasó la prenda sobre la cabeza, dejándola desnuda por completo. Alice se cubrió los pechos, insegura. Él ni siquiera la había tocado aún, solo la miraba. - Pon las manos sobre el colchón. Las palmas hacia abajo.

Alice le miró un momento y, finalmente, obedeció.

- Mantente en silencio y no te muevas.

Jenny siguió espiando durante largo rato, asombrada y fascinada por lo que tenía lugar en aquella pequeña habitación. El elfo daba órdenes en ese tono suave y cálido, educado y cariñoso, seductor, y trabajaba sobre el cuerpo de la muchacha, degustándola, acariciándola, lamiéndola y explorando su piel.
Alice obedecía sin rechistar. Cuando le ató las manos al cabecero de la cama con el cordón con el cual se sujetaba los cabellos, ella ya estaba encendida de excitación y los enormes ojos oscuros no se apartaban del rostro de su amante, al que apenas había tocado en aquel tiempo. El juego la había atrapado.

Cierra las piernas, prohibido hacer ruido, ahora saca la lengua, abre las piernas, quédate quieta, abre la boca, mantén los ojos cerrados... los mandatos se sucedían y Alice obedecía, cada vez más excitada, temblorosa, arrastrada por aquella situación. Cuando no lo hacía bien, él la castigaba alejándose de su cuerpo hasta que ella prometía esforzarse más y le pedía que volviera. Estaba completamente vestido aún, y no parecía tener ninguna prisa. Finalmente, Alice fue desatada, y la conminó a arrodillarse.

- Las manos sobre el suelo, la cabeza erguida.

Como no podía ser de otra manera, la jovencita obedeció. El marino se desnudó ante ella, con naturalidad. No había intención de seducir en sus movimientos, pero a pesar de todo, algo emanaba de su imagen. Jenn se lamió los labios, notando la garganta seca. Alice le recorría con sus ojos, asombrada e incrédula. Cuando penetró entre sus labios con lentitud, casi con frialdad, la joven se estremeció y exhaló un gemido.

Jen se mordió los labios, con las mejillas sonrosadas. Se preguntaba cómo habría sido con ella, si le habría pedido esa sumisión, si la habría querido salvaje y desatada o esclava de sus deseos como a la niña. Observó la torpeza de la muchacha quien, a pesar de sus enseñanzas, se mostraba tímida e insegura con aquella extensión de carne dura y contundente que se deslizaba por sus labios, pero a pesar de todo, tenía los pezones erizados y gemía quedamente. El elfo la sujetaba del cabello con delicadeza, con los ojos fijos en el rostro de Alice, mientras invadía su boca una y otra vez, exento de urgencia. Ella levantó la mirada hacia él y allí se quedó, prendida. Cuando alzó la mano para tocarle, la voz grave y susurrante fue clara al articular las palabras, acompañadas de un suave jadeo.

- Las manos sobre el suelo, Alice.

Ella obedeció, asintiendo como pudo con la cabeza, y él penetró en su boca más profundamente, ahondando más y más, hasta que fue evidente que la muchacha no podía abarcarlo todo. Se retiró de ella y Jen pudo observar el sexo hinchado y palpitante. No era nada despreciable lo que ante sus ojos se mostraba, y se relamió al imaginarse siendo fustigada entre las piernas por aquel arma que tanto parecía encender a su discípula. Alice fue conducida de nuevo al lecho por su amante, que le lamía los dedos mientras la llevaba hacia él.

- De rodillas, de espaldas a mi, los codos en el colchón y el rostro sobre las sábanas.

"¿Quien se iba a negar?", pensó Jen, mientras observaba a su pupila realizar los movimientos a la perfección. La niña estaba tan excitada que no parecía tener miedo al dolor de la pérdida de su virginidad. El elfo caminó alrededor de la cama un instante, observando lo que se le ofrecía, el cuerpo entregado y trémulo de la muchacha, perlado de sudor. Jen se sorprendió de la frialdad del marino, que la estuvo mirando un buen rato antes de arrodillarse tras ella, sin prisa, y acariciarle las nalgas para morderlas en un gesto casi delicado. Alice gimió.

- No te muevas - insistió él, en el mismo tono embaucador.
- Perdón - la vocecita de la niña era un quejido suplicante.

Él se pegó a ella y la acarició con su virilidad, sin penetrarla aún, escurriendo la lengua sobre la espalda de la muchacha, mientras con una mano la tocaba entre las piernas y con la otra pellizcaba los pechos, estrechándolos, haciéndola gemir con más intensidad.

- Shhh. Silencio, Alice.

Ella asintió y mordió las sábanas para ahogar los sonidos que se le escapaban, conteniéndose para no temblar. Finalmente, la sostuvo por las caderas y lamió la entrada de la niña, que esta vez se tensó repentinamente, y no por el miedo.

- Veremos cuánto aguantas sin gritar - murmuró él, esta vez con la voz claramente seductora, insinuante y maliciosa. Se situó en la abertura, empujando lentamente, sin dejar de tocarla.

Alice había aprendido bien. No huyó ni se revolvió, y su maestra dudó que pudiera hacerlo o que ese fuera su deseo, con aquellas manos deslizándose sobre la piel cremosa y los estímulos que debían estar rompiéndole los nervios. No gritó al principio, sino que fue capaz de contenerse gracias al almohadón donde hundía el rostro. El elfo la tomó lentamente, casi con prudencia, entrando en ella muy despacio y sin dar tregua a los sentidos de la niña, que tenía toda la piel erizada por la excitación. Alice no sangró demasiado, pero Jen se dio cuenta de que él no podría enterrarse por completo en ella sin hacerle daño. Quizá por eso la estaba llevando al límite con los lentos movimientos.

La danza comenzó, ondulante, suave y paulatina, casi imperceptible, y el coro de los gemidos de la chica se elevó, ensordecido por el cojín de plumas. Ella comenzó a moverse instintivamente para adaptarse a él, pero las manos firmes detuvieron sus caderas.

- Quieta, Alice... quédate quieta, niña - murmuró con voz queda. Ella sollozó y golpeó con el puño el colchón, pero obedeció.

Entonces Jen vio el destello de la sonrisa maliciosa y la mirada sucia del elfo, turbia y algo inquietante. "La está torturando", se dijo con envidia. Ella deseaba aquella tortura. Se pegó más a la puerta, ignorando el propio calor que desprendía su piel. Los gestos sinuosos del amante bajo la luz de las velas, hacían brillar sus músculos, que se contraían y se relajaban, ondulaban como los de un león de la selva cercana. Cuando la niña alzó la mejilla quemada de las sábanas y exhaló un gritito, casi se le cortó la respiración.

- Por favor... por favor... - murmuró Alice, intentando moverse de nuevo.
- ¿Quieres que pare? - replicó su amante, inclinándose sobre ella y derramando la cabellera sobre su espalda.
- No, no, no... por favor, no pares. Quiero... quiero...
- Bien, puedes decirlo.

Aquella voz era una caricia estimulante, embriagadora. Alice se arqueó y se precipitó repentinamente hacia atrás para unirse a él con un gesto salvaje. Gritó de dolor, pero eso no la detuvo. Sonriente y triunfal, como un conquistador, él la sujetó de la cintura y empujó con más fuerza, exhalando un gruñido gutural. La muchacha empezó a balbucear incoherencias.

- Hazlo... del todo... tómame... dame más...

Con el destello malicioso en los ojos y la sonrisa del predador, el elfo entrecerró los ojos y le dio a la niña lo que pedía, embistiéndola poderosamente, haciéndola retorcerse y gritar. La sangre empezó a brotar esta vez con abundancia, pero Alice estaba fuera de sí. Se contorsionaba, presa de una excitación febril, tomando aire como si se estuviera ahogando, hasta que se convulsionó y gritó, arrancando las sábanas del colchón al verse sobrecogida por el orgasmo. Jen parpadeó al verla removerse, alejarse del elfo arrodillado y girarse hacia él a gatas, con el rostro transfigurado por las sensaciones, para engullir la virilidad ensangrentada y devorarla con el ansia de un bebé sediento que corre a amamantarse. Las uñas de la niña se clavaron en los muslos de su amante cuando le atrajo hacia sí, casi ahogándose. Él sonreía. Su respiración aún mantenía el ritmo, acelerada pero constante. "La tiene subyugada", pensó Jen, parpadeando con una envidia que nada tenía de sana. Él ya no daba órdenes, solo la dejaba hacer. Ella se abrazó a sus rodillas cuando el elfo se contrajo un instante y gruñó quedamente al alcanzar el clímax, en un gesto demasiado contenido.

Alice bebió la semilla y luego se negó a apartarse, aún rebañando los restos con la lengua, jadeando, desesperada y esclava de deseos que seguramente nunca pensó que podría tener. Ni siquiera cuando le liberó de su boca dejó de escurrir la lengua por la entrepierna del marino, de besarla, de arañar su piel.

- Quiero más - murmuraba quedamente. - Dame más...
- No, Alice. - replicó la voz grave - Ya hemos terminado por hoy.

Él le acarició los cabellos y ella levantó el rostro para mirarle, al borde de las lágrimas.

- No digas eso... ¿me querrás mañana a tu lado?

El elfo la miró y se inclinó para besarla, y ella se aferró a su pelo con desesperación.

- Lo has hecho muy bien. Puedes estar conmigo más veces, pero no pagaré por ti ni una más.

Jen abrió los ojos como platos y maldijo mentalmente. "Será cabron... manipulador de mierda".

- No quiero dinero, quiero que seas mi amante, mi señor. Haré todo lo que me pidas, te lo juro - insistió Alice, frotando el rostro quemado contra su piel, sometida y entregada.
- En ese caso, volveremos a vernos, Alice.

Cortés y dulce en todo momento, la desasió de su cuerpo y comenzó a vestirse, aún recuperando el ritmo de su respiración. Besó a la muchacha y la arropó en la cama, la llamó hermosa y reina, le lamió los párpados y salió, lanzándole un beso desde la puerta. Alice quedó en la gloria.

Jen aguardaba de brazos cruzados y le atravesó con la mirada cuando él se dio la vuelta después de cerrar. El elfo sonrió brevemente, arqueando una ceja.
- ¿Te lo has pasado bien, marinero? - le espetó Jenny, con el rostro lívido por la ira.
- Ciertamente.- replicó, atándose los pantalones. Sorbió por la nariz, se recogió el pelo y le dedicó una mirada altiva, cargada de ironía - ¿Y tu, te has divertido espiando?

Ella rió burlonamente y le contempló apoyarse en la pared, con gesto seguro, mirándola a la expectativa. Por un instante sintió un cosquilleo entre los muslos, pero finalmente recuperó la agresividad de su actitud. No le descolocó el hecho de que él supiera que había estado al otro lado de la puerta, pero sí que le sorprendió. ¿Cómo lo habría sabido?

- Puede que a ella la hayas engañado, pero a mi no. - espetó, al fin. - Son diez oros por su virginidad, ochenta platas por los servicios que has recibido.

El elfo frunció el ceño y la repasó con la mirada, rascándose la barba. Aquel modo de ser evaluada la hizo sentir incómoda por primera vez en años, pero aun así extendió la mano, imperativa.

- ¿Y cuanto vas a pagarme a mi por los servicios que yo te he dado a ti?

Jen parpadeó de nuevo, perpleja ante semejante descaro.

- ¿De qué coño hablas?
- Del espectáculo de ahí dentro. Yo tampoco lo hago gratis, ¿sabes? No si hay público.

La mujer bufó indignada y levantó la mano para darle una bofetada, pero él la detuvo por la muñeca y la atrajo hacia sí. No perdía la compostura en ningún momento, y se quedó mirándola, fijamente, inexpresivo. Jen percibió una agitación en su espalda, muy similar al miedo.

- No te irás sin pagar, te lo advierto, quien seas.
- Puedes llamarme Rodrith. Y tú tampoco vas a irte sin pagar... aunque se me ocurre una manera de que ambos quedemos satisfechos.

De nuevo la sonrisa sesgada, el aplomo inamovible y esa mirada intensa. Estaba pegada a su cuerpo y la ira le había hecho enrojecer, le vibraban los párpados a causa de la rabia, y cuando él acercó los labios a los suyos, le amenazó con una mirada.

- No te atrevas o me pondré a gritar, te lo advierto... Rodrith. - escupió su nombre como si fuera una maldición, y él sonrió mas ampliamente, apretándola contra sí.
- ¿De verdad vas a gritar? - susurró con ese tono seductor, dejando correr el aliento entre sus labios. Jen dudó un instante, y eso fue suficiente para el elfo, que apenas la rozó con la boca, haciéndola estremecer.
- Suéltame, rata. Puedo tenerlos mucho mejores que tú y que pagan sus deudas - insistió, pero esta vez sabía que su voz no era convincente.
- Yo no estaría tan seguro - prosiguió Rodrith en el mismo tono, dibujando el contorno de sus labios con el roce tenue de los suyos. - Estás acostumbrada a hacer perder la cabeza a los hombres, a que te deseen hasta pagar verdaderas fortunas por abrirte las piernas ... pero cuando llegas al dormitorio, todos son iguales. O bien te estrujan presa de una pasión desenfrenada que tú les provocas y la vuelcan en ti hasta llenarte el coño, o se quedan eclipsados ante tu belleza, dejándote todo el trabajo porque no se atreven a tocarte. - hizo una pausa y las palabras llegaron a ella en un susurro hipnótico que la erizó por completo - A ti nunca te han follado en condiciones, ¿verdad, reina? Ya ni te acuerdas de lo que es eso.

Lívida de ira, se retorció tratando de liberarse de sus brazos, con la cabeza dándole vueltas.

- Qué coño sabes tu, desgraciado. No sabes nada. No te atrevas a tocarme.
- Por eso mirabas detrás de la puerta, por eso no te fuiste. - insistió, imperturbable, como si la estuviera despellejando con los ojos y extrayendo sus secretos. - Te mueres por que nos revolquemos en cualquier rincón, lo estás deseando desde que he entrado. Así que ahora dime que vaya contigo a tu habitación a demostrarte que no me equivoco, o deja que me largue a mi barco a dormir y estamos en paz.
- ¿Quien es la puta aquí? - exclamó Jen, confundida y perpleja, empujándole. Se llevó las manos a la cara y le señaló las escaleras, mientras él se reía entre dientes. - Fuera. FUERA.
- Como quieras.

Cuando la silueta de cabellos de oro pálido desapareció escaleras abajo y el eco de su risa se disipó, Jen se escurrió en la pared hasta quedar sentada, con la mano sobre el corazón, que parecía que se le iba a salir por la boca. "Por los dioses, ¿que coño me ha pasado? Se ha ido sin pagar... me ha desvirgado a la niña y se ha ido sin pagar. Y para colmo, no me ha tocado"
- Yo soy gilipollas - dijo en voz alta, limpiándose una lágrima de rabia que se le había escapado.

Noche de bodas (II)

No debería estar aquí. Aún estoy algo embotado, esa mierda de bebida que nos ha dado Allanah... ¿Qué diablos le habrá echado? Alcohol y hierbas, quizá cardo de maná o algo más fuerte... no es nada nuevo. No es nada nuevo, soy un asiduo a los polvos arcanos y oníricos, realmente no es la jodida manía que le ha dado al espacio que me rodea de girar y girar ni el espesor en el paladar lo que está retirando las trincheras en mi camino, no es eso.

Es el ambiente. Es todo, el olor del vil que me violenta y despierta las ganas de destruir y purificar, es esta penumbra de la habitación, son los pensamientos agitados que despertaron por culpa de Lemgedith - maldito sea por siempre - y la estúpida boda absurda, son las sábanas y la almohada, es todo. La equívoca sensación, engañosa y falsa, de que no hay peligro y sólo son juegos. Juegos de adultos.

Entierro la cabeza en la almohada, gruñendo. He subido casi por inercia, ascendí las escaleras al recuperar parte del autocontrol y querer poner fin a la estupidez de borrachos de turno. Pero aquí está la serpiente insidiosa, que se deja caer sobre el colchón a mi lado, con su presencia irritante. Allanah e Hibrys también están aquí.

Intento envolverme en los restos, los jirones de la bruma de la embriaguez y anestesiarme por completo, me cubro con ellos y me abrigo en su amparo. El sonido de los besos húmedos al otro lado no ayuda. Percibo cada movimiento de los cuerpos sobre el lecho, el roce de la ropa de cama, el desliz de las caricias insinuantes, las respiraciones tenues, que se vuelven contenidas, y esa tensión en el aire de las excitaciones que despiertan, el deseo y el hambre ajena.

La propia tira de mí, suave y controlable. El pálpito despierto, constante, de un nudo que me aprieta en el estómago desde hace días, las dudas extrañas que han poblado de sueños inquietantes mis noches pasadas. El cuerpo delgado y liviano, aún vestido con la toga de tejido suave, me roza el costado y le miro de reojo, ladeando apenas el rostro sobre la almohada, gruñendo. Maldito sea también, que ha bailado ante mis ojos y ha vertido sus palabras en mi oído, tentador y malicioso, jugando a molestar a los monstruos, a despertar a las bestias dormidas. Es molesto e irritante, molesta e irritante su insistencia vana.

Me giro del todo, intentando pensar correctamente. Contemplo las figuras recortadas en la penumbra de la estancia. Allanah, sentada de espaldas al borde de la cama, tiene el rostro vuelto hacia mi hermana, que se entretiene con el brujo como es costumbre. Él, borracho y dejándose llevar, como es habitual en él, por los efectos del cóctel explosivo de nuestra compañera de armas, se enreda en besos insinuantes con Hibrys, la acaricia con suavidad. Y esa vocecita me dice al oído: "Es un momento propicio. Sólo prueba. Sólo tócale, y sal de dudas de una vez. Destruye la incertidumbre que han alimentado entre todos, porque si tienes que hacerlo con alguien, mejor con él".

Aún lo pienso un instante. Y descubro que no es la primera vez que me lo planteo. No, no lo es. Desde que toda esta zozobra comenzó a abrirse paso en mi mente, una confianza plena se ha tendido en su dirección, a pesar de lo molesto que es el puto brujo. A pesar de cómo se retuerce, hipnótico, para hacer que se quiebre mi firmeza, sé que si quiero hacer algo, comprobar cualquier cosa, es la persona adecuada.

Lo sé, porque no confío en nadie más.

Con un punto de curiosidad, más sereno de lo que quiero admitir y con la excusa deliciosa del alcohol y los estimulantes como respaldo por si me estrello - ahora no soy capaz de engañarme a mí mismo, sé que solo es una excusa - me muevo y rodeo la cintura breve con un brazo, en un gesto sutil que espero pase desapercibido. Están ocupados entre sí, creo que puedo hacerlo sin peligro. "¿Peligro a qué?", destella un momento la pregunta en mi mente. La aparto con violencia.

El cuerpo del brujo es flexible y cálido, ondulante, agradable. No despierta deseo, y eso me hace sentir más seguro cuando poso los dedos de la derecha sobre la espalda y dejo que desciendan, percibiendo la tensión repentina en sus músculos. Sí, se está dando cuenta, pero creo que me da igual. Tengo que comprobar hasta dónde llega esa maldita tribulación, y por el momento, todo va bien. Nada me ha perturbado, sólo exploro con cierta curiosidad lo que siento al tocarle.

Voy a apartarme, satisfecho con el resultado, cuando la anatomía felina y sinuosa se mueve debajo de mi brazo. Los ojos de jade encendido parpadean, el rostro andrógino y juvenil me observa, y al fondo de esa mirada, percibo el destello. Solo un matiz más de la glauca luminiscencia de su mirada, un matiz que soy incapaz de interpretar. Y algo me incomoda repentinamente.

En la oscuridad, solo sus ojos parecen atesorar toda la luz. Escucho la respiración de mi hermana, la veo, recortada como sombra sobre la sombra, inclinada sobre mi brujo. Y de alguna manera, cuando ahora él se ha vuelto hacia mí, cuando se acerca algo dubitativo y siento el contacto aterciopelado sobre mis labios, una correa tensa se suelta en el interior.

No es deseo. Me besa, despacio, tanteando el terreno en que se mueve, mientras mi hermana le presta sus atenciones. No es deseo. La lengua afilada se escurre entre mis labios cuando le dejo paso con cierta curiosidad, y deposita la caricia sobre la mía, teñida del sabor especiado, almizclado y embriagador de las tentaciones. Pero no es deseo. Me parece escuchar el sonido de los cables que se parten con ese contacto, el bramido lejano de una tormenta confusa y violenta que me acecha desde dentro. Y el beso se convierte en una ofensa, me pone alerta repentinamente. No voy a consentir que juegue conmigo. Mis normas. Imponer mis normas.

La oscuridad se vuelve hostil, la tiniebla se viste de batalla y mi sangre se enciende, siseante. Le estoy mordiendo la boca, iracundo, a la defensiva. "No me toques", quiero decirle, "aléjate de mi", pero yo también me acerco. Quiero... ¿Qué quiero?

Nuestras lenguas se han enredado, muerdo la suya, me he apretado contra su cuerpo y me giro repentinamente, imponiéndome con mi anatomía, más grande, más fuerte. Con la mano derecha, empujo a Hibrys fuera de la cama, intentando recuperar los hilos descosidos de mi razón, de mi serenidad, de la contención. Tratando de detener este estallido amenazante apresuradamente.

¿Qué quiero?

Castigarle por sus imprudencias, pasadas y presentes. Retribución, darle las consecuencias de lo que provoca cuando me molesta con sus estúpidos juegos. Dominación, someterle bajo mi supremacía y marcar el territorio. Una nueva exhibición de límites, eso creo que quiero.

Pero el cabrón no se rinde. Cuando le muerdo, me muerde. Le inmovilizo y se debate, mientras le estoy... ¿Le estoy tocando? Ah sí, demostrarme que esto no me gusta, eso también lo quiero. Y por qué no, darle un poco de su propia medicina, hace tiempo que se lo está buscando. Arrasar ese estúpido olor y destruirlo, y devorarlo hasta acabar con él y tener un poco más de paz, malditos cabrones desviados, os odio a todos, y...

- Iros a la mierda - Hibrys se va, muy bien, lárgate, guarra. Ella también tuvo su ración y no se ha vuelto a atrever a jugar con fuego, ¿no es verdad?. Amansemos al brujo.

Está atronando en mi interior, y el mordisco en mis labios, ese que me hace sangrar, me irrita aún más y me violenta. ¿Cómo se atreve? Le muerdo en respuesta, agarrándole las muñecas con las manos. Zumba en mis oídos. No deja de moverse. ¡Deja de moverte!, quiero gritarle. No quiero convertir esto en una guerra, cede de una puta vez, cede y ríndete, asústate o dime que pare, y terminará como debe. Me retiraré tranquilo, sabiendo que no... que...

Que nada. Algo se enciende en mi interior, un estremecimiento tenso. ¿Qué coño es esto? Hambre. Tira de mí, al verle retorcerse y cortar un gemido en la garganta. Me ha desabrochado la túnica y me está tocando. Tres dedos de yemas suaves, deslizándose sobre mi pecho, es una caricia que araña con suavidad la piel, insinuante. No entiendo nada... y una alarma de peligro inminente se enciende cuando siento liberarse otra cadena, tensa ante los tirones de un instinto donde todo se mezcla. Sujétala, sujétala, mantenla... se me escapa entre los dedos.

Me aparto de su boca, gruñendo. Me muestra los dientes y gruñe... invitándome...¿Qué narices está haciendo? No, joder, no. Los ojos verdeantes destellan en la oscuridad, aún me hace frente, tratando de escapar, pero no me detiene, cuando yo ya no puedo hacerlo. No me detiene. Forcejea, pero me incita. Resignado, suelto el último eslabón y me abandono al hambre extraña, a la violencia primitiva donde todo se confunde y se mezcla, abrumándome y llevándome por caminos que conozco demasiado bien.

Escucho el respingo cuando cierro los dedos en el frontal de la toga y tiro, rasgándola por las costuras, sin soltarle las manos. Piel pálida que ondula, estremecida, carne fresca y joven pintada con runas glaucas, adivino sangre debajo y carne tierna, cálida, deshaciéndose en la boca. Hambre. No hay camino de regreso.

Está a mi merced, se abandona a mis manos con una resistencia inútil que no le engaña a él y no me engaña a mí, quizá confuso, y ahora sí... deseo. Esto sí que lo es, lo que me tensa y me inflama desde dentro, junto a la ira, el fuego y el ansia. El deseo de los mil matices, que no puedo controlar cuando se presenta, que se limita a arrollarme y convertirme en una bestia. Lo que soy, muy dentro, lo más oculto.

Deseo. Puedo manejar este cuerpo frágil, esta presa escurridiza y suave, cálida, y lo hago. Encadeno sus muñecas con mi diestra, los dedos crispados, le giro sujetándole por la cintura y le estrello boca abajo contra el colchón. Clavo la rodilla en sus riñones, gime. Me gusta ese sonido. Cierro la otra mano en su nuca, se arquea y se revuelve. Inmovilizado. Le tengo. Es mío. Le tengo.

El triunfo y la adrenalina se disparan. La dominación es un visitante conocido que pasea por mis venas, encendiendo blandones como un loco pirómano hasta que todo está en llamas, conciencia y autocontrol, pensamiento y vestigios de razón. Prende en mí encendiendo todos los instintos. La avidez, el ansia, la brutalidad, la lujuria, arrastran los gruñidos hacia mi garganta y desatan las cortinas, un velo rojo y brumoso que cae delante de mis ojos y lo tiñe todo de un color abstracto e irreconocible.

Deseo y hambre. Todo deja de tener sentido y se disgrega en una neblina hipnótica, y un reclamo ancestral me guía hacia las profundidades del cuerpo que ahora es mío. Irrumpo en él sin condescendencia, vehemente y firme a pesar de la barrera que se impone en la carne cerrada y prieta, sin necesidad de recordar los motivos que me han llevado a esto, porque no son motivos, solo son faros que marcan un camino. El que ahora recorro, con un estremecimiento en los músculos tensos y el enfermizo cosquilleo del placer prohibido en la sangre, cuando le escucho gritar contra el colchón, ahogando su voz en las sábanas. Me gusta. Quiero escucharle gritar, más.

Ha palidecido por completo, la piel es tan blanca que parece brillar en la oscuridad, y la brusca invasión ha hecho saltar sangre, ha despertado el sudor en sus poros. Tenso, temblando como una hoja, se aferra a las sábanas mientras le sujeto. El cabello negro se derrama, lo adivino entre la oscuridad de la habitación, y los cuernos despuntan, enjoyados. Aguanto el aire en los pulmones y recupero el aliento, detenido al hundirme en el estrecho abrazo, candente y estrangulador, de sus entrañas. Ha dolido. A él le duele más.
Me encanta. Mastico su dolor, sé que lo he provocado y es jodidamente delicioso.

Aguardo unos segundos, mientras mi virilidad se repone del brutal ataque y su anatomía se adapta, abriéndose a mi paso. Aguardo unos segundos y destella el reconocimiento por un instante breve. Mi brujo. Qué te estoy haciendo... qué estás permitiendo que te haga...

Libero sus manos y le acaricio, con una punzada de dolor dentro del alma, sintiéndome terriblemente sucio, culpable. No quiero hacerle daño... no es verdad. Quiero hacerle daño... quiero... quiero cosas monstruosas, cosas que no se hacen a la gente que te importa... quiero...

...

Algo está húmedo allí dentro, en ese nudo apretado y profundo donde me he sumergido.

Deseo, pulsante y violento, arrebatado. Barre la culpabilidad. Sé que no puedo parar, me retiro y empujo otra vez, ahogándome con el gruñido quedo cuando huelo la sangre y, ungido con ella, vuelvo a asediar la fortaleza de su cuerpo, arañando las caderas delgadas con los dedos, inclinándome, tenso, para morderle. El sabor de la piel, los sonidos ahogados, tenues y doloridos de su garganta, la fragilidad engañosa, la vaina caliente y cerrada de sus entrañas... me embriaga, todo me eleva y me enerva. El rugido ensordecedor me anega los oídos, la salvaje voluptuosidad lame mis nervios y se apodera de mis movimientos, conquista mi cuerpo y potencia las sensaciones.

Mío. Castigo y redención, placer y dolor, míos. Su cuerpo, su alma, su mente, míos. Le tengo y le encadeno, torturándole y acosándole con todo lo que soy, invadiéndole, marcando con la garra del oso aquello que me pertenece. Embistiendo desatado, le golpeo con todo mi cuerpo, moldeo el suyo entre las oleadas ascendentes de placer que me elevan hacia el clímax. Rechino los dientes. Me gusta. Estoy creciendo en su interior, duele mi propia excitación entre la presa sangrante y constreñida de su abrazo, más estrecho que nada que pueda recordar, despertando sensaciones desconocidas y tan intensas que no puedo dominarlas de ningún modo. Sólo me arrastran sin el menor control hacia la disolución explosiva. Tiro de él hacia mí, me estrello contra él, ávido y ciego, ahondo hasta que las barreras de nuestros propios cuerpos me detienen. Más. Trato de contener el desgarrador rugido y se me nubla la vista, el corazón se desboca y la sangre se distiende hasta casi romperme las venas.

Placer sublime. Potente, vivo, inmenso. Late con violencia y palpita, anegándome la respiración, derramando la semilla con los últimos envites desbocados, largos e intensos, que transportan a mis oídos de nuevo un grito amortiguado por el colchón. Placer sublime. Potente, arrollador, que me transporta a un paroxismo de segundos incontables donde el aire parece irrespirable y un huracán tormentoso me desmadeja y descoloca. Y después, la paz súbita me recibe, expandiéndose como el viento huracanado que limpia de nubes el firmamento tras la tormenta, llevándose consigo mi conciencia.

Agotado, sudoroso, confundido y culpable, apenas puedo mirarle un momento, desencajando los dedos crispados de su cuerpo mientras intento respirar, jadeante. Lo que he hecho no se borrará jamás, y sé que mañana me sentiré como una mierda, lo sé muy bien. Pero ahora... ahora no.

Me dejo caer sobre él y salgo de su interior, rodeándole con el brazo, al borde de desvanecerme. Mi cabeza embotada y los músculos cosquilleantes tardan unos segundos en coordinar el movimiento apropiado para cubrirnos con las sábanas a ambos. Me pregunto si se irá, ofendido e indignado, dolorido, ¿odiándome?. Obtengo la respuesta cuando la figura breve y desgajada, aún al borde de la asfixia, se acerca y se estrecha contra mí. Y esa cercanía, esa aceptación extraña que quizá solo sea producto de algún hechizo, del bourbon, las plantas de Allanah o las circunstancias de esta noche desquiciada, me consuela y me alivia como nada lo ha hecho jamás.

Así, por primera vez en tanto tiempo que ni siquiera lo recuerdo, el sueño me secuestra y me duermo... profundamente. En paz.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Noche de bodas

La cabeza me da vueltas y siento el cuerpo pesado, energético al mismo tiempo. El sabor del licor en el paladar, los destellos coloridos, extraños, en la oscuridad de la habitación y esa sensación exultante e ingrávida producida por lo que sea que Allanah ha vertido en el bourbon hacen que todo parezca irreal y onírico. Ni siquiera sé como he subido a la habitación de la posada, me cuesta ordenar los sucesos en el tiempo, y qué importa.

Nada importa. Tendido de lado sobre el colchón, estoy flotando en el maremágnum y es divertido perder el control, dejarse llevar, dejar que me envuelva. No tengo que preguntarme nada, solo fluir, revolcándome en la concupiscencia. Veo manchitas coloridas en la negrura de la habitación y no distingo las siluetas. Los olores, en cambio, parecen inundarme, potentes. Una elfa invisible en la oscuridad, que huele a vil, aprieta su cuerpo contra el mío. Otra, vestida con el perfume vegetal de los bosques, permanece sentada con las piernas colgando al borde del lecho. La última figura exhala un aroma penetrante y metálico, denso, tumbada boca abajo a mi lado; deja oír un gruñido algo amenazador.

Reconozco la suave silueta de Hibrys cuando mis manos la tocan, acariciando la suave seda de su atuendo. Su risa maliciosa y lúbrica se escurre entre los labios y llega a mis oídos, la lengua tibia se desliza hacia mi boca y su sabor se mezcla con el agrio recuerdo del alcohol.

Cuerpos confundidos que se acomodan entre las sábanas, enredadas entre nosotros como redes, atrapándonos. Aromas pulsantes que me despiertan un hambre adormilada y algodonosa en la boca del estómago y un suave tirón en la sangre. Allanah la está tocando a ella, ella acaricia mi cuello con los dedos suaves mientras enredamos las lenguas en el beso, el tejido de la toga da paso a su piel cremosa cuando mis dedos rozan el muslo de la muchacha y los alientos se confunden, sinuosos, insinuantes.

Ella se mueve. Busca su lugar.

Enzarzados en el juego de la piel, repentinamente un estremecimiento me asalta. Un brazo duro y nudoso se ciñe a mi cintura y me estrecha desde atrás, un aliento candente se desliza en mi nuca. Ese tacto... Dedos rudos en mi espalda, quemando a través de la toga que me cubre. Los vapores del alcohol y las drogas no dejan espacio a la extrañeza y tampoco a la emoción, que me asaltan con levedad entre el fluir ondulante de las caricias femeninas al otro lado. Pero sé que él me está tocando. Sé que ese tacto, la palma candente y áspera que desciende por mi columna y el brazo que me rodea es el suyo, la respiración rítmica, lenta y controlada que contrasta con nuestros jadeos suaves e invitadores y transporta aire cálido hacia mi cabello, es suya. Y es nuevo.

Nunca me ha tocado antes. Le he provocado y he tirado de todas sus cuerdas, tentándole constantemente de todos los modos posibles, pero no me había tocado nunca, no así. Es como una impronta de calor que deja sobre mi piel, un sello o una firma. Que no reclama ni seduce. Solo la deposita en mí sin más.

Por eso dejo los dedos sobre el muslo de la elfa y me doy la vuelta, mirándole con curiosidad.

Los ojos de brillo áureo caen sobre mí, severos, extraños, con las pupilas dilatadas y el velo turbio de la embriaguez. Parecen brillar más hoy, en la tiniebla de la estancia. No puedo ver sus facciones, apenas su silueta se recorta, pero siento su cuerpo duro y nudoso de árbol milenario, curtido por las batallas. Veo el destello casual de los cabellos claros cuando la lechosa luminosidad de los astros invade la habitación al darle las nubes tregua, los ángulos pulidos y simétricos de los huesos de su rostro. Y ese perfume penetrante ahora me golpea casi con violencia, al haberme girado hacia él.

Aún tengo los dedos en el muslo de Hibrys, que juguetea con mi pelo y deposita la lengua escurridiza en mi cuello, sonrío con gesto travieso y me acerco despacio a los labios del guerrero. Sin hacerme preguntas. Sin ceder al pálpito curioso y excitante en mi vientre, sin perturbar en exceso, sólo me dejo llevar, negándome a pensar. Es mejor no pensar en los por qués.

Así, le estoy besando. La barba incipiente me araña las mejillas y las comisuras cuando acaricio su boca, en un roce suave y lascivo. Una oleada de calor me recibe desde su piel, que parece encenderse, y los músculos que me mantienen preso en su abrazo se tensan. Abre los labios y, triunfal, deslizo la lengua en su interior, estrechándome hacia él.

Pruebo por vez primera su sabor. Sabe a cerveza amarga, a sangre y a hojas de tabaco, un gusto intenso, nada parecido al regusto perfumado y la dulce saliva de las muchachas, es un sabor añejo que azota mis sentidos un instante. La lengua rugosa se enreda en la mía y luego me invade con vehemencia.

El mundo parece dar más vueltas de la cuenta. Compruebo, algo inquieto, que las brumas de la droga y el alcohol amenazan con ser barridas por emociones y sensaciones encerradas que tironean de sus disfraces y doy un respingo, algo alarmado, cuando la figura corpulenta se inclina y se abalanza sobre mí, los dientes me arañan los labios y su beso imperativo se impone sobre todo lo demás.

Sé por qué me siento triunfante. Sé que siempre tengo lo que quiero. Le deseo y quiero que me desee, no tengo por qué ocultármelo ahora, que estoy ebrio y alterado por los estupefacientes, pero no estoy seguro de lo que es esto. Su cuerpo me aplasta y forcejeo, arañándole los hombros. ¿Es deseo lo que le lleva a hundirse entre mis labios, es deseo esta invasión? Se está imponiendo a mí con cada gesto, ha atrapado mi muñeca con otra mano y con la derecha tira de la toga, percibo el ondular de los músculos y el pálpito regular de su corazón sobre mi pecho. El mío golpea con fuerza, amenazando con desbocarse.

Escucho, entre la brumosa consciencia, un golpe sobre el suelo y un quejido femenino. Luego pasos livianos y un murmullo de descontento.

- Iros a la mierda.

¿Es Hibrys? No lo sé. No me importa. La puerta chirría y se abre, luego se cierra, y aún tardo un poco en comprender que nos hemos quedado solos.

Si me importara, no estaría clavando los dientes en sus labios. Si me importara no estaría retorciéndome bajo su presa, que quiere controlarme y dominarme. No estaría acariciando el torso poderoso con los dedos, tras haber abierto los cierres de la túnica de cuero, arañándole.

No sé si esto me gusta. Me tenso y trato de escapar, pero mi forcejeo es en vano. Es mas fuerte que yo.

Cuando se separa de mi boca, manchada con su sangre, me observa con los dientes apretados y gruñe. Le muestro los dientes, arqueando los labios, desafiante... y reprimo el respingo cuando noto un tirón en mi espalda y sobreviene el sonido rasgado de la toga al romperse, las costuras saltan.

Puede que esté lo suficiente borracho para esto todavía. No estoy asustado, por algún extraño motivo, y una sensación inesperada me sobrecoge al ser plenamente consciente de que estoy en sus manos. Podría arrojarle lejos de un estallido de sombras, si fuera capaz de invocarlas ahora, o si no quisiera esto. Aun así, me agito entre sus brazos, le muerdo y le araño, jadeando. Pero la presa es firme. Es como estar atrapado por una estatua, que ahora me da la vuelta y me estrella boca abajo sobre el colchón, atrapando mis muñecas con los dedos, clavando la rodilla sobre mi espalda y sujetándome la nuca con la izquierda.

El aire no me llega a los pulmones. Araño las sábanas con los dedos y aguanto el gimoteo que amenaza con quebrarme la garganta al verme así. Nunca antes había pasado esto. Jamás había vivido nada parecido, nunca me habían... no así. Me ha atrapado. Y no puedo hacer nada... y si puedo...

... si puedo no quiero.

Un estremecimiento me recorre la espalda al sentir el roce duro y tenso tras de mí. Las puntas de sus cabellos cosquillean en mi columna, un resuello acerado me inunda los oídos y toda mi piel se eriza. Dioses. Va a hacerlo. Me agito y me tenso, tratando de recular, intento escapar. Podría decirle que no. Podría ... no sé lo que podría hacer. No sé por qué no lo hago, o quizá sí lo sé. Intento respirar correctamente. No estoy asustado, pero algo me inquieta por un momento en el que nada ocurre.

Dolor. Repentinamente, el dolor. Muerdo las sábanas y ahogo un grito. Se abre paso a través de mí, con un gruñido vibrante. Abrasa, rasga y desgarra en una embestida violenta. Siento abrirse mi carne, me mareo. Duele, duele. Duele como duele la vida, y se me corta el aire cuando el universo empieza a girar y un desmayo amaga con barrer todos mis sentidos. Las lágrimas se escurren por mi rostro y pierdo la visión por un momento. La invasión en mis entrañas palpita y se adapta, tensa. Durante unos segundos, solo puedo llorar y sentir ese dolor lacerante, bebérmelo a largos tragos, intentando permanecer firme ante él y no deshacerme.

No se mueve. Yo no puedo moverme. La presa de mis manos se afloja y percibo, confundido, la suave caricia en mi cabello, en mi espalda. No es la caricia lasciva, es el amparo del padre que consuela al niño que regresa a casa con las rodillas despellejadas, y muere en mi cintura cuando me agarra de las caderas. Sobre mi nuca, los dedos rudos ya no presionan, violentos. Es solo un roce, casi dulce.

Dejo escapar el aire y sollozo en silencio, mordiendo las sábanas a las que me aferro. La anestesia de la embriaguez ha desaparecido casi por completo cuando me abandono. Se está moviendo en mi interior, apenas una ligera presión, se retira un tanto y me asalta con una nueva acometida. Entre las lágrimas, fijo la mirada en la silueta de la mesita a mi izquierda, en la oscuridad donde se encienden extraños astros coloridos. La caricia de los dedos y la violenta intrusión en mi carne son una contradicción, como tantas otras en las que fluctuamos. Duele. Duele, si, y saboreo ese dolor sin huir de él. Me abandono al sufrimiento de mi carne lacerada, al perfume penetrante que desprende el cuerpo detrás mía, al roce esporádico del cabello ondulante sobre mi piel erizada y perlada de sudor, al mordisco suave y luego intenso sobre mi hombro.

Se estrella contra mi cuerpo de nuevo, ahondando más, desatado y poderoso. Cierra los dedos como cepos en mi carne, los dientes se fijan sobre mi piel, me hiere, me golpea y me atraviesa con la carne pulsante y firme que se abre paso dentro de mí. Percibo sus sensaciones tras el velo de bruma, quizá se confunden con las mías, y ya no hago ningún intento por huir.

Nunca me había sucedido algo así. Y no quiero escapar de ello... lo quiero. Arqueo la espalda y exhalo un grito sordo mientras mi cuerpo se estremece bajo cada ataque violento, que ahora me arrasan con la cadencia apresurada de la lluvia torrencial, forzando a la carne a adaptarse, obligándola a amoldarse a su extensión tirante y ruda.

Huelo mi propia sangre. Es esa humedad abrasadora que está deslizándose entre mis muslos, que se acumula en mi interior y se extiende. Hace que ahora sus arremetidas sean más fluidas, el sexo tenso y latente se sumerge en mí una y otra vez, en envites furiosos e impositivos, firmes, marcados y directos, entre el estrecho abrazo de mi carne. Pulsa dentro de mí, late como un corazón de guerrero. El placer salvaje de mi compañero, animal y teñido de violencia, me asalta, se abalanza sobre mí.

Algo tira de mis nervios hacia arriba en un ascenso vertiginoso que me hace difícil llenar los pulmones de aire, tiemblo entre sus manos, y le escucho rugir.

Se tensa en mi interior hasta que creo que va a romperse, que va a romperme. Un estallido abrasador se derrama en mis entrañas, y estremecido, arremete hacia mí de nuevo, dejando escapar gruñidos violentos, rasgados, rechinando los dientes.

Abandonado, me dejo arrastrar a la deriva. No puedo recuperar el aliento aún cuando todo termina y la figura corpulenta, musculosa, se derrumba sobre mí. No puedo respirar aún, estoy temblando, dolorido. Una extraña paz me abraza.

Cuando se separa de mi carne, escurriéndose hacia el exterior con una última punzada de dolor metálico, me pego a él. El brazo poderoso me rodea. Él se mueve levemente, ondula, nos cubre a ambos con las sábanas. Su cuerpo es cálido y suave, es una fortaleza bajo cuya sombra me abandona la consciencia, llevándome a un sueño agotado y algo nervioso, al amparo de sus brazos, entre las sábanas enredadas y el sudor de ambos.

Percibo su olor en mí. Y con ese opio, me tiendo hacia la oscuridad del sueño, sin pensar, agotado, arrasado, desmadejado en una orilla extraña que me recibe con complacencia, arrastrando mi mente, mi alma y el efervescente ardor de mi piel hacia una frontera nueva y calma, donde todo es plácido y dulce, balsámico. Puedo descansar, al fin, del hambre y la ansiedad perpetuas.

Ahora, por primera vez en mucho tiempo, entre las ruinas humeantes de mí mismo y las cenizas de esta guerra extraña, todo parece estar bien.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La Madriguera - Fin del juego

La luna es una gota de leche en el cielo negro. Cuando vuelvo el rostro hacia arriba me parece un ojo risueño en un rostro tuerto. Que ironía. Me observa, burlón, eso creo. No me importa.

Bajo su atenta mirada, les sigo. Caminan despacio, a lo largo de los Claros de Tirisfal. Me pregunto que querrán de mi esta vez, no porque tenga curiosidad, pues no soy curioso. Es mera anticipación. ¿Pedirme ayuda de nuevo? ¿Solo una excusa para buscar mi compañía? Lo desconozco. Hace tiempo que perdí ese instinto de los vivos para captar las intenciones de los demás, también hace tiempo que dejaron de importarme. Corazonadas, impresiones, percepciones con las que ya no sintonizo y que no necesito, pues en la muerte solo hay tiempo que pasa, lánguido, lento, sólo hay horas sombrías que se escurren y una negrura que nunca te abraza, un descanso que nunca llega. Suspendidos estamos en un tiempo infinito, meros espectadores de los ciclos ante nuestros ojos. Hijos que crecen, padres que mueren, lágrimas, amores que florecen y luego se marchitan, desde detrás del velo gris de nuestros ojos secos, observamos. Todo se nos ha negado excepto la venganza, y mis emociones duermen en el letargo de esta anestesia intemporal, apenas se despiertan levemente con algún estímulo. Nada es relevante.

El brujo avanza delante mía, envuelto en la toga oscura y con el cabello chorreando sobre sus hombros con esa apariencia líquida y densa. Su pesadilla cabalga al paso, agitando las crines requemadas y prendiendo con llamas diminutas la hierba macilenta de los Claros. El paladín está detrás mía. Me escolta de un modo extraño, siento sus ojos intensos clavados en mi nuca, su presencia viva, densa, como una llama cercana que apenas me roza con su calor.

Cuando se detienen, desmontando, la profunda caverna se abre ante nosotros. Les miro alternativamente con cierta perplejidad, y las miradas dispares, ambar y jade, me observan con la misma expresión.

- Es ahí adentro - indica el paladín, encabezando la marcha. Su semblante está tranquilo, camina con naturalidad, y le sigo bajo la atenta mirada de Theron, quien luce una extraña sonrisa maliciosa en su rostro.

La cueva nos recibe con telas de araña prendidas en el techo, el goteo de la humedad que mi piel no siente y el sonido crujiente del correteo de los insectos. Oleadas de Luz abrasan a las viudas negras, me mantengo a distancia para que no me hieran. Mi túnica arrastra sobre el suelo pedregoso, y me pregunto, una sola vez, qué es lo que quieren mostrarme. Una leve alarma ha despertado en algun lugar de mi interior, saboreando la amenaza solapada en este instante preciso, cuando Rodrith salta hasta la zona despejada donde una grieta deja que la luz de la luna pálida ilumine tenuemente las profundidades.

Paredes de roca viva en las que las sombras se dibujan, fantasmales y sinuosas. Nos hemos detenido y les observo, frunciendo el ceño levemente. Una expresión sutil.

- ¿Qué significa esto? - Les digo.

Theron se ha colocado delante mía, se ha cruzado de brazos. Parece divertido. Juguetea con una daga entre las manos, y por un momento pienso en la posibilidad de que me hieran con ella, de que hayan venido aquí a terminar con mi existencia. Como si eso fuera importante... no lo es. El brujo se ha quitado los guantes y desliza la daga por su carne, abriendo un corte del que la sangre verdeante mana con lentitud. Una, dos gotas, caen al suelo.

A mi espalda, un roce suave desciende por mis cabellos, la calidez del paladín llega hasta mi piel insensibilizada cuando su aliento se derrama hacia mi oído, los dedos se cierran en mi nuca y su voz me penetra, vibrante, envolvente.

- El juego ha terminado, Arconte - me susurra.

Las manos rudas me arrebatan el arma y descienden por mis brazos, la quemadura de su presencia se desprende de los dedos ásperos cuando se cierran en mis muñecas, se desprende de sus labios pegados a mi oído. Ni siquiera siento miedo, solo un leve resplandor de angustia que palpita una sola vez en la garganta, y el amargo desliz de un trago que no sé si quiero tomar, pero aun así lo engullo. Mi cuerpo no se ha tensado, y mi voz no suena dolida cuando le replico. No quiero que suene así. Creo que no lo hace.

- Dime que no haces esto sólo para demostrar tu dominio.

Miro a Rodrith de soslayo. No reconozco la expresión en sus pupilas encendidas, pero su respuesta me trae una punzada de acidez, irónica quizá.

- Como puedes pensar eso...

Sólo cierro los ojos con fuerza cuando la toga se rasga y los músculos se tensan tras de mí, los dedos del paladín se incrustan en mis muñecas, y Theron, con el semblante mudado a un rictus triunfal y maligno, se abalanza hacia mí e invade mi boca con la herida sangrante en su muñeca. Un tirón en mis cabellos, una caricia en mi mejilla... ahora sé lo que va a pasar, ahora sí. Y mientras el licor abrasivo desciende por mi garganta, despertándome las sensaciones, haciendo que la imagen del brujo se revista con colores intensos ante mis ojos y los viejos instintos ya olvidados se desperecen dolorosamente aún en la carcasa de la muerte, me pregunto, me pregunto...

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Se agita en mi vientre y las runas se encienden sobre mi piel. El final del camino, de este camino, se presenta ante mí con claridad y sé que me alzo ahora triunfante, que esta es mi victoria. Siempre tengo lo que quiero, lo pienso y se revela como certeza mientras aparto la boca de la lengua fría del Arconte. Mi propia sangre se escurre entre sus labios, sus ojos se han encendido, reanimado por el vil con el que le he ungido. No se merece tanto, pero esta esclavitud temporal me proporciona el goce malicioso de la venganza, de la revelación de las verdades, que dejan su impronta en cada gesto. La dejan, sí, cuando Ahti le golpea y tira de sus cabellos, cuando su antebrazo le aplasta la espalda y la patada que le propina en los riñones desde atrás le hace caer de rodillas.

- Te estamos haciendo un favor - murmuro, sonriendo.

Su abandono, la extraña mirada vacía que me dedica y la manera en la que se niega a defenderse son casi más gratas que la resistencia que esperábamos hallar. Porque él jamás ha presentado batalla, quizá consciente de cómo la buscaba en él mi compañero. Ahora, consciente de que no será rival, está dispuesto a marcarle con condescendencia y tomar el triunfo que ya es suyo. Y yo... en cuanto a mi...

La sangre hierve en mis venas, y no hay ningún estímulo físico detrás de esta sensación de predominancia. Es el dominio y el poder, y es la venganza y la retribución por todo. Por todo lo inmerecido que has tenido, Arconte. Por haber atrapado su atención, por haber despertado su inquietud y el breve latido del deseo en él, por haber jugado a su juego, por cada mirada, por cada palabra, por la menta de Entrañas, por aquella vez que deslizaste la lengua en su oído, por aquella otra en la que pusiste tus manos indignas sobre su brazo, sobre su pierna, por cada roce accidental, por cada palabra insinuante, por cada sonrisa estúpida, por cada tributo que le has rendido, por cada momento en que ha pensado en ti. Indigno, ah sí, indigno, indigno... fue tan injusto que tuvieras siquiera un segundo de su atención, un ápice de su compasión, una gota de su interés... ahora estás donde debes.

“Ah. Es perfecto”, pienso mientras me acerco y enrosco en mis muñecas las largas hebras blanquecinas que conforman la melena del caballero de la muerte. Me observa, a la expectativa. Me he desabrochado los pantalones y no parece dispuesto a retroceder o a resistirse, su oposición es leve y nada tiene que hacer bajo las manos del paladín que le aprisionan, que le mantienen la cabeza alzada, sosteniéndole de los cabellos. Tengo que ejercer una leve presión para vencer la resistencia de sus labios, pero finalmente me abro paso en su boca, que es mas templada que cálida, y una carcajada de triunfo trepa por mi garganta mientras mi venganza se completa.

Así es como quería verte, caballero. Humillado, sometido y trémulo.

Tiro de sus cabellos una y otra vez, obligándole a acariciar toda mi palpitante longitud aunque no quiera, hundiendo profundamente la bandera para coronar la cumbre del poder que tengo ahora sobre él.

Comprendo que lo ha aceptado cuando la oposición se desvanece por completo y lo que he conquistado se rinde finalmente y me acoge con plácida resignación. La lengua fría se enreda sobre la piel tirante y se inclina hacia adelante, sumiso y abandonado. Un rival...¿como pudiste ver un rival aquí, maldito seas, Ahti? Mírale, y contempla la verdad que ya has atisbado, mira cómo sus ojos se enturbian y me observan con la misma veneración de cualquier esclavo de mi sangre. Contempla y sabe que no es nada, que no es nadie, que no tienes nada que buscar aquí.

Levanto la vista y observo que mi compañero está al otro lado de su cuerpo, con el rostro ligeramente alzado en un gesto de orgullo, los dientes apretados y la mirada fija en mí con un brillo abrasador, candente y desatado. Y sí, lo sabe.

Sé que lo sabe cuando escucho, con un estremecimiento de placer bajo las caricias dedicadas de mi nuevo esclavo, el chasquido del cinturón al soltarse. La embestida del paladín detrás de su cuerpo apenas le arranca un gemido, y le azota sin contemplación, casi con desinterés, sosteniéndole por las caderas y obligándole a avanzar hacia mí cada vez que empuja.

Por un momento, sin cejar en su actividad, como buen perro cumplidor, el renegado vuelve la mirada hacia atrás y parece desafiar con ella a Ahti. ¿Por qué le mira? Deja de mirarle, no mereces ni siquiera ver su imagen. Pero el paladín se limita a reírse. Se ríe de él... se ríe de su desafío si es que lo es, de su deseo si es que lo es, de su anhelo, si es que lo es. Porque para él, ya no significa nada... de nuevo me estremezco con el triunfo, y la renovada intensidad con la que el Arconte me atrapa entre sus labios sólo sirve para hacerme sentir aun más alto, aun más inmenso. Porque siempre tengo lo que quiero.

La mirada de Ahti me asalta desde el otro lado del cuerpo trémulo, de la figura arrodillada ante nosotros. Me asalta y me encadena, mientras tiro con violencia de los cabellos de nuestra víctima, embistiendo entre sus labios.

Nos contemplamos con adoración el uno al otro, cada cual a sí mismo, sin dejar de movernos, compartiendo este triunfo conjunto, las sensaciones me llegan en un remolino brutal y dejo que las mías fluyan hacia él, apoyándonos mutuamente en este esfuerzo por apagar nuestra sed con arena. El ego se inflama, sí, pero no deja de ser un sabor demasiado diluido, hay un punto de insatisfacción en todo esto.

Leo en su mirada lo mismo que hay en la mía, la decepción de que este cuerpo rendido y sumiso al fin, se interponga entre ambos, el desperdicio de desencadenar nuestra tormenta particular sobre un recipiente indigno, equivocado, pero también la satisfacción absoluta de vencer una vez más al enemigo común, de hundir en el lodo la grandeza de aquel que osa desafiarnos y dejarle reducido a una mascota complaciente y entregada.

Y así, alentándonos recíprocamente, recorremos los pasos que nos separan hasta alcanzar el final del camino, sin apartar los ojos del otro, cabalgando con urgencia y desahogando la frustración sobre la figura que es muralla y vínculo entre los dos.

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Quiero colgar esta cabeza en mi pared. Sus entrañas no me estrechan con el abrazo palpitante y absorbente, su interior se abre a mi paso, insípido y frustrante. Siempre has sido así, maldito seas. Eres una mentira. Le golpeo casi con desdén, mientras arremeto contra su cuerpo en un acto que sólo desprende violencia, sin entrega ni belleza alguna. El Arconte es una figura arrodillada de cabello plateado que se encoge y se distiende ante nuestros ataques, no hay sudor sobre su piel blanca, la toga rasgada cuelga de sus caderas, se enreda a su cintura. Es una hermosa anatomía, una bonita estatua de ceniza, y sólo eso, nada más.

Quiero colgar esta cabeza en mi pared, porque toda la apariencia de grandeza que un día me mostró, que convulsionó hasta lo más profundo de mi alma, se diluye ahora, cuando ni una garra se levanta para combatir esta prueba de superioridad que le mostramos. Quería vencer, sí. He ganado, pero es decepcionante. Y en esta carrera en la que el cuerpo y el instinto avanzan por sí solos, una vez el ego se ha revolcado en sus fuentes de alimento y ya sólo queda completar el camino con lo profundo, lo verdadero y lo intenso, levanto los ojos hacia Theron.

Su mirada se prende en la mía, jadea entre los dientes apretados mientras castiga la boca del Arconte, y nuestras respiraciones se han acompasado. El renegado nos mira alternativamente, y tras escurrir nuestros ojos sobre él un instante, nos inclinamos al unísono hacia adelante. Los dedos del brujo se cierran en las raíces de mi pelo, los míos son grilletes en su nuca. El sabor conocido me empuja hacia arriba, ilumina los destellos apagados en mi interior. Los nervios se reaniman con las lenguas enredadas, le siento estremecerse ahora, y es mi beso imperativo y hambriento el que acelera su respiración, es su beso ávido y sediento el que crispa mis nervios e inflama la hoguera abrasadora.

Casi aplastamos al elfo arrodillado cuando el torbellino crece, embistiéndole con violencia desde ambos frentes, queriendo disolver la distancia que nos separa. Mi brujo se tensa como una cuerda, me retuerzo en el interior del Arconte, fustigándole iracundo cuando me sobrecoge el estremecimiento. Y estallamos, estallamos a la vez, con el estertor agónico del ahogado. Mis uñas se incrustan en la piel del recipiente de nuestras bendiciones, la saliva de Theron se escurre por mi garganta, y por un momento nos sobrecoge el paroxismo.

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En el interior de una caverna oscura, las arañas tejen sus telas, enredan sus huevos en los capullos sedosos y corretean por techos y paredes. Gotea el agua, deslizando ecos a lo largo de las gargantas de piedra, y al fondo, en un claro despejado de suelo rocoso, una figura yace, encogida en el suelo, mientras otras dos recuperan el aliento y se colocan la ropa.

- No nos des las gracias - dice el paladín.
- Ha sido un placer - apostilla el brujo.

La figura tendida se estremece un momento, está desnuda. Es un cuerpo blanco, inerte, con un brillo revitalizado en la mirada. Lo que siente ahora, si es que siente algo, dejará su eco entre las paredes de esta gruta, que capturan su imagen pálida de cabellos revueltos, de juventud eterna y de abandono y pérdida. Por sus labios se escurre un hilillo verdoso, entre sus muslos, algo blanquecino gotea hacia el suelo. Y las dos figuras que se mantienen en pie, ambar y jade, se atienden mutuamente, anudándose los cinturones, ordenándose el pelo y ciñéndose las capas uno al otro. Acicalándose como dos gemelos dispares, como dos animales simbióticos.

- Largaos - murmura la figura yaciente, en un susurro rasposo. - Largaos de aquí.

El paladín arroja la toga rasgada sobre el Arconte y se encamina, dedicándole una última mirada, hacia la oscuridad de las galerías, siguiendo los pasos del brujo. Y en las sombras cambiantes, un elfo renegado permanece tumbado, entre los ecos difusos de la cueva, contemplando a la nada, vacío, desnudo, desechado. Solo.