viernes, 20 de julio de 2012

Leyendas de Sangre: Interludio — En las ruinas transparentes, me reencontré.


Kalimdor, año 40 d.a.P.O.


Estaba amaneciendo en Azshara. Se abría un trazo rosado, amplio como un golpe de pincel, en medio del cielo. Un tizne de amarillo pálido asomaba en el horizonte, y había una mancha blanca allá donde colgaba una nube, justo al lado del lucero de la mañana. El mar incansable seguía balanceándose como una cuna, arrullando a los espectros de los muertos, a los fuegos fatuos. A los recuerdos. Casi podía verlos —fantasmas y recuerdos, fuegos fatuos— desfilando delante de sus ojos: una procesión translúcida de ojos penetrantes y cargados de tristeza.

La brisa salobre le rozó los cabellos con dedos ligeros. En la orilla, la espuma siseaba al enredarse en la arena fina y lamía las conchas de plata, lavando el nácar y el coral. La luz equívoca del alba extendía una bruma irreal sobre los edificios derrumbados, los quebrados capiteles y las baldosas rotas; hacía brillar la piedra blanca entre el musgo y los esmaltes aguamarina y turquesa de antiguas teselas resplandecían como joyas bajo la niebla dorada, que cubría las siluetas como un velo de gasa.

Miraba el océano, sentado en un antiguo banco de piedra cuyas patas habían sido engullidas por la arena a base de tiempo y erosión. Había dejado al muchacho tendido a su lado, con la cabeza apoyada sobre su regazo. Le había peinado los cabellos y atendido sus heridas con desapasionamiento; porque él no estaba triste, no como los fantasmas ni como los recuerdos. Su expresión era tranquila, reflexiva. En las manos sujetaba las hojas de pergamino, plegadas. Listas para ser introducidas en un sobre que no tenía, para ser arrojadas a un buzón que no existía y llegar a un destinatario que nunca las alcanzaría a leer. La noche anterior había empezado a escribir llevado por una necesidad tan fuerte como la rabia que sentía, los dedos negros y ardientes que le arañaban por dentro habían empuñado la pluma y había escrito, a la luz de las estrellas, casi sin ver. Ahora amanecía, y Maldathar comprendía que no enviaría nunca aquella carta. Ni siquiera iba a releerla. Redactar aquella carta había sido un acto —como tantos otros, como todos los demás de hecho— completamente egoísta, sólo destinado a sí mismo. Una parte de él deseaba que aquellas palabras llegaran hasta la única persona a la que quería transmitírselas, de ahí el objeto de la carta. Pero otra parte, cuya voz era más clara y fuerte, la parte que siempre ganaba, le decía “no lo harás”. No lo harás. No era una amenaza, ni siquiera una advertencia. No era una tentativa de convencerle. Le recordaba lo que ya sabía, le anunciaba un hecho que no podía cambiarse, una predestinación, algo tan inmutable como el día o la noche.

No lo harás.

Arrojarás esas páginas al mar y quedarán flotando sobre las olas, hasta que una de ellas las arrastre al fondo. La tinta se disolverá, lenta. El papiro se convertirá en una pasta informe, se hará jirones. Pero es lo más cerca que van a estar esas palabras de mojarse de lágrimas. Tú no llorarás por ti, el no lloraría por ti, pero el mar lo hará. Abrazará tus confesiones y acunará tus desalientos, consolará la angustia y atesorará en su corazón de sal tus maldiciones, tus inevitabilidades, tus desastres y la singular belleza con la que aprendiste a decorarlos. Terribles y hermosos.

Y miras al muchacho que duerme, pálido, destrozado por dentro aunque por fuera siga pareciendo un muñeco bien tallado, y sabes otra vez, con certeza, que esa voz es la que vence. 

No lo harás. 

Te levantas con cuidado, dejando reposar su cabeza sobre la piedra del banco y caminas hacia el agua con la misma expresión de indiferencia, con los ojos llenos de resignación un tanto amarga, un tanto ácida, un poco sarcástica. La espuma te acaricia los tobillos enfundados en los escarpines de terciopelo. Recuerdas lo mucho que el terciopelo se estropea con el agua, así que te los quitas y los dejas atrás. Te desabrochas la toga y la dejas caer sobre la arena, y cuando al fin el frío abrazo del océano te acaricia las pantorrillas, los muslos, el sexo, el vientre y la cintura, estás desnudo, caminando hacia ese horizonte teñido de oro pálido a través de las aguas. Aún tienes la carta en la mano, y entonces, casi a regañadientes, la sueltas.

Es como soltar una cuerda a la que te sujetas. Abajo hay un abismo, y pareces incapaz de evitar la caída. Será antes o después. Ya has arrastrado a muchos, no quieres arrastrarle también a él. Y al dejar los pergaminos flotando sobre el mar, piensas que te gustaría poder llorar o hacer algo hermoso ahora. Estaría bien poder llorar para rubricar este pequeño sacrificio, este pequeño acto, casi noble, con el que pretendes protegerle de tanta parte de tu iniquidad como te sea posible. Pero ni siquiera la grandiosidad de la tragedia está a tu alcance. Tu vida parece una comedia burlona, y como no tienes lágrimas, en vez de llorar te ríes, con una risa amarga y desganada.

El océano se lleva tus palabras, tu fragilidad, y tú miras a lo lejos, contemplando el amanecer sin saber si alguna vez volverás a verlo como ahora, como hoy. El sol sale, finalmente. Y entonces tienes la sensación de que esto es tal y como tiene que ser.

. . .


¿Alguna vez has tenido uno de esos sueños agobiantes? En los que corres y, por mucho que corres, no llegas a alcanzar lo que estás persiguiendo. Yo sí. Y lo estúpido de eso es que en el sueño, nunca ves lo que persigues. Entonces tal vez en esos sueños el estúpido es uno mismo, como cuando le preguntas a tu aprendiz si ha visto tu pluma y la tienes en la mano. Sin embargo, hay otros que me disgustan aún más. A veces sueño que corro, pero el perseguido soy yo. No sé que es lo que me persigue, pero constantemente está a punto de atraparme, y llegado un punto, el horizonte se vuelve negro, comienza a llover sangre y me doy cuenta de que lo que tengo delante también es él.

Entonces me despierto.

Te escribo esta carta a las puertas de comenzar un camino que no es más que la continuación del que emprendí el día que nací. Suena fatalista, ¿eh? Es que lo es. También bastante irónico, dado que siempre he despreciado a los brujos. Pero supongo que unas nociones de demonología no me convierten en un brujo. Realmente, ¿qué hace brujo a un brujo? Los magos dicen que son aquellos que desean alcanzar el poder lo más rápido posible y a cualquier precio. Entonces tal vez lo haya sido siempre. En fin, como te decía, te escribo a las puertas de comenzar un camino que no es más que la continuación del que emprendí el día en que nací. En este camino, desciendo un paso más hacia el abismo que siempre parece estar aguardándome, paciente, con la boca abierta. Nunca he temido ese abismo. Siempre he tenido la impresión de que, en cierto modo, es el útero en el que fui concebido, así pues, regreso a mis orígenes.

Siempre he buscado el poder, y he hecho cosas que podrían calificarse de terribles simplemente por que puedo hacerlas. Siempre he disfrutado con el poder, con las ilimitadas posibilidades que ofrece, con la libertad absoluta. Dentro de esa libertad, cuando he tenido ocasión de hacer cosas terribles, las he hecho. La mayoría de las veces, sin mas razón que el placer que me producen. Enfermizo, dirán algunos. Yo no sé si es enfermizo o no. Solo sé que me gusta. Dominar a otros, aplastarles, jugar con sus esperanzas, utilizarles, engañarles, hacerles sufrir, reírme de ellos, a la cara, a su espalda. ¿Por qué? No lo sé. Pregúntaselo a Belore, se supone que él me hizo así. ¿Ves? Por eso soy ateo.

Ateo e inmoral. Los inmorales tenemos mucha suerte. Esa vocecita pesada e insistente que se llama conciencia y a los demás os molesta, nosotros la matamos hace tiempo o nunca la hemos tenido. Y hoy me sorprendo averiguando que me he escondido cosas a mí mismo durante años. Verdades duras y desesperanzadoras que me convierten en el yerno perfecto y el tutor más recomendable para una hija adolescente. Verdades que me hacen darme cuenta de que el bien y el mal sí que existen. Porque si no existieran, entonces, ¿por qué alguien sin moral como yo tiene la necesidad de ocultarse a sí mismo sus más terribles crímenes para poder seguir viviendo sin remordimientos? Si nadie me ha enseñado lo que está bien y lo que está mal, si he vivido ignorando deliberadamente esos conceptos, ¿por qué mi corazón los reconoce al enfrentarme a las cosas que he hecho en el pasado, a su verdadera causa? Tienen que existir, eso creo ahora.

Y es lo último que necesito creer en estos momentos.

Tengo que desembarazarme de todo eso, de la zozobra que me causan estos nuevos descubrimientos, o no podré continuar. Y tengo que continuar. No hay otro camino mas que seguir andando. Por eso te escribo. Necesito que conozcas la lista completa de mis crímenes, que la leas con atención y que después me digas que no importa, que todo irá bien, que a pesar de todo… no sé. Que a pesar de todo, algo. Incluye lo que quieras al final.

Necesito que me perdones, tú, en nombre de todos los que ya no pueden hacerlo.

Te advierto que esta lista va a ser larga, así que ve a por una botella, unos cigarros, y ponte cómodo.

Empezaré desde el principio…

. . .

©Maldathar