Kalimdor, año 40 d.a.P.O.
Estaba amaneciendo en Azshara. Se abría un trazo rosado,
amplio como un golpe de pincel, en medio del cielo. Un tizne de amarillo pálido
asomaba en el horizonte, y había una mancha blanca allá donde colgaba una nube,
justo al lado del lucero de la mañana. El mar incansable seguía balanceándose
como una cuna, arrullando a los espectros de los muertos, a los fuegos fatuos.
A los recuerdos. Casi podía verlos —fantasmas y recuerdos, fuegos fatuos—
desfilando delante de sus ojos: una procesión translúcida de ojos penetrantes y
cargados de tristeza.
La brisa salobre le rozó los cabellos con dedos ligeros. En
la orilla, la espuma siseaba al enredarse en la arena fina y lamía las conchas
de plata, lavando el nácar y el coral. La luz equívoca del alba extendía una
bruma irreal sobre los edificios derrumbados, los quebrados capiteles y las
baldosas rotas; hacía brillar la piedra blanca entre el musgo y los esmaltes
aguamarina y turquesa de antiguas teselas resplandecían como joyas bajo la
niebla dorada, que cubría las siluetas como un velo de gasa.
Miraba el océano, sentado en un antiguo banco de piedra
cuyas patas habían sido engullidas por la arena a base de tiempo y erosión.
Había dejado al muchacho tendido a su lado, con la cabeza apoyada sobre su
regazo. Le había peinado los cabellos y atendido sus heridas con
desapasionamiento; porque él no estaba triste, no como los fantasmas ni como
los recuerdos. Su expresión era tranquila, reflexiva. En las manos sujetaba las
hojas de pergamino, plegadas. Listas para ser introducidas en un sobre que no
tenía, para ser arrojadas a un buzón que no existía y llegar a un destinatario
que nunca las alcanzaría a leer. La noche anterior había empezado a escribir
llevado por una necesidad tan fuerte como la rabia que sentía, los dedos negros
y ardientes que le arañaban por dentro habían empuñado la pluma y había
escrito, a la luz de las estrellas, casi sin ver. Ahora amanecía, y Maldathar
comprendía que no enviaría nunca aquella carta. Ni siquiera iba a releerla.
Redactar aquella carta había sido un acto —como tantos otros, como todos los
demás de hecho— completamente egoísta, sólo destinado a sí mismo. Una parte de
él deseaba que aquellas palabras llegaran hasta la única persona a la que
quería transmitírselas, de ahí el objeto de la carta. Pero otra parte, cuya voz
era más clara y fuerte, la parte que siempre ganaba, le decía “no lo harás”. No
lo harás. No era una amenaza, ni siquiera una advertencia. No era una tentativa
de convencerle. Le recordaba lo que ya sabía, le anunciaba un hecho que no
podía cambiarse, una predestinación, algo tan inmutable como el día o la noche.
No lo harás.
No lo harás.
Arrojarás esas páginas al mar y quedarán flotando sobre las
olas, hasta que una de ellas las arrastre al fondo. La tinta se disolverá,
lenta. El papiro se convertirá en una pasta informe, se hará jirones. Pero es
lo más cerca que van a estar esas palabras de mojarse de lágrimas. Tú no
llorarás por ti, el no lloraría por ti, pero el mar lo hará. Abrazará tus
confesiones y acunará tus desalientos, consolará la angustia y atesorará en su
corazón de sal tus maldiciones, tus inevitabilidades, tus desastres y la
singular belleza con la que aprendiste a decorarlos. Terribles y hermosos.
Y miras al muchacho que duerme, pálido, destrozado por
dentro aunque por fuera siga pareciendo un muñeco bien tallado, y sabes otra
vez, con certeza, que esa voz es la que vence.
No lo harás.
Te levantas con
cuidado, dejando reposar su cabeza sobre la piedra del banco y caminas hacia el
agua con la misma expresión de indiferencia, con los ojos llenos de resignación
un tanto amarga, un tanto ácida, un poco sarcástica. La espuma te acaricia los
tobillos enfundados en los escarpines de terciopelo. Recuerdas lo mucho que el
terciopelo se estropea con el agua, así que te los quitas y los dejas atrás. Te
desabrochas la toga y la dejas caer sobre la arena, y cuando al fin el frío
abrazo del océano te acaricia las pantorrillas, los muslos, el sexo, el vientre
y la cintura, estás desnudo, caminando hacia ese horizonte teñido de oro pálido a través de las aguas.
Aún tienes la carta en la mano, y entonces, casi a regañadientes, la sueltas.
Es como soltar una cuerda a la que te sujetas. Abajo hay un
abismo, y pareces incapaz de evitar la caída. Será antes o después. Ya has
arrastrado a muchos, no quieres arrastrarle también a él. Y al dejar los pergaminos flotando sobre el mar, piensas
que te gustaría poder llorar o hacer algo hermoso ahora. Estaría bien poder
llorar para rubricar este pequeño sacrificio, este pequeño acto, casi noble,
con el que pretendes protegerle de tanta parte de tu iniquidad como te
sea posible. Pero ni siquiera la grandiosidad de la tragedia está a tu alcance.
Tu vida parece una comedia burlona, y como no tienes lágrimas, en vez de llorar te ríes, con una risa
amarga y desganada.
El océano se lleva tus palabras, tu fragilidad, y tú miras a
lo lejos, contemplando el amanecer sin saber si alguna vez volverás a verlo
como ahora, como hoy. El sol sale, finalmente. Y entonces tienes la sensación
de que esto es tal y como tiene que ser.
. . .
¿Alguna vez has tenido uno de esos sueños agobiantes? En los
que corres y, por mucho que corres, no llegas a alcanzar lo que estás
persiguiendo. Yo sí. Y lo estúpido de eso es que en el sueño, nunca ves lo que
persigues. Entonces tal vez en esos sueños el estúpido es uno mismo, como
cuando le preguntas a tu aprendiz si ha visto tu pluma y la tienes en la mano.
Sin embargo, hay otros que me disgustan aún más. A veces sueño que corro, pero
el perseguido soy yo. No sé que es lo que me persigue, pero constantemente está
a punto de atraparme, y llegado un punto, el horizonte se vuelve negro,
comienza a llover sangre y me doy cuenta de que lo que tengo delante también es
él.
Entonces me despierto.
Te escribo esta carta a las puertas de comenzar un camino
que no es más que la continuación del que emprendí el día que nací. Suena
fatalista, ¿eh? Es que lo es. También bastante irónico, dado que siempre he
despreciado a los brujos. Pero supongo que unas nociones de demonología no me
convierten en un brujo. Realmente, ¿qué hace brujo a un brujo? Los magos dicen
que son aquellos que desean alcanzar el poder lo más rápido posible y a
cualquier precio. Entonces tal vez lo haya sido siempre. En fin, como te decía, te escribo a las puertas de comenzar un
camino que no es más que la continuación del que emprendí el día en que nací.
En este camino, desciendo un paso más hacia el abismo que siempre parece estar
aguardándome, paciente, con la boca abierta. Nunca he temido ese abismo.
Siempre he tenido la impresión de que, en cierto modo, es el útero en el que
fui concebido, así pues,
regreso a mis orígenes.
Siempre he buscado el poder, y he hecho cosas que podrían
calificarse de terribles simplemente por que puedo hacerlas. Siempre he disfrutado con el poder, con
las ilimitadas posibilidades que ofrece, con la libertad absoluta. Dentro
de esa libertad, cuando he tenido ocasión de hacer cosas terribles, las he
hecho. La mayoría de las veces, sin mas razón que el placer que me producen.
Enfermizo, dirán algunos. Yo no sé si es enfermizo o no. Solo sé que me gusta.
Dominar a otros, aplastarles, jugar con sus esperanzas, utilizarles,
engañarles, hacerles sufrir, reírme de ellos, a la cara, a su espalda. ¿Por
qué? No lo sé. Pregúntaselo a Belore, se supone que él me hizo así. ¿Ves? Por
eso soy ateo.
Ateo e inmoral. Los inmorales tenemos mucha suerte. Esa
vocecita pesada e insistente que se llama conciencia y a los demás os molesta,
nosotros la matamos hace tiempo o nunca la hemos tenido. Y hoy me sorprendo
averiguando que me he escondido cosas a mí mismo durante años. Verdades duras y
desesperanzadoras que me convierten en el yerno perfecto y el tutor más
recomendable para una hija adolescente. Verdades que me hacen darme cuenta de
que el bien y el mal sí que existen. Porque si no existieran, entonces, ¿por qué
alguien sin moral como yo tiene la necesidad de ocultarse a sí mismo sus más
terribles crímenes para poder seguir viviendo sin remordimientos? Si nadie me
ha enseñado lo que está bien y lo que está mal, si he vivido ignorando
deliberadamente esos conceptos, ¿por qué mi corazón los reconoce al enfrentarme
a las cosas que he hecho en el pasado, a su verdadera causa? Tienen que existir, eso creo ahora.
Y es lo último que necesito creer en estos momentos.
Tengo que desembarazarme de todo eso, de la zozobra que me causan estos nuevos
descubrimientos, o no podré continuar. Y tengo que continuar. No hay otro
camino mas que seguir andando. Por eso te escribo. Necesito que conozcas la
lista completa de mis crímenes, que la leas con atención y que después me digas
que no importa, que todo irá bien, que a pesar de todo… no sé. Que a pesar de
todo, algo. Incluye lo que quieras al final.
Necesito que me perdones, tú, en nombre de todos los que ya
no pueden hacerlo.
Te advierto que esta lista va a ser larga, así que ve a por
una botella, unos cigarros, y ponte cómodo.
. . .
©Maldathar