viernes, 27 de abril de 2012

Leyendas de Sangre X: La belleza que reside en las cosas oscuras




En la Aguja Estrella del Alba, las salas de estudio eran habitaciones redondas dentro de pequeños torreones adyacentes, a los que se accedía a través de un orbe de traslado. El orbe estaba situado en la quinta planta, justo antes de los pisos superiores a los que sólo tenían acceso los magos y las castas más altas de la nobleza élfica. Era una esfera cristalina sostenida entre tres estatuillas doradas que, al tocarla, enviaba al usuario a la sala correspondiente mediante un hechizo de translocación.

Ilsa, Sofista de la Aguja e hija del Señor de la Torre, aguardaba en su sala de estudio minutos antes de que las clases con su aprendiz hubieran de dar comienzo. Solía pasar un tiempo a solas allí, ordenando los pergaminos que pensaba usar ese día, observando los artefactos mágicos que se disponían en los estantes o mirando por la ventana ojival hacia el océano. Le gustaba disfrutar de la soledad, dejar que la estancia se impregnara con su perfume y que cuando Maldathar llegara, fuese ella quien le recibiera a él. Y así era cada día.

Su pupilo siempre aparecía puntual, con los pergaminos bajo el brazo y el semblante serio. 

Había sido desafiante y retador el día de la proclama, pero en cuanto comenzaron las lecciones, Ilsa se sintió decepcionada por la actitud del joven. Decepcionada y al mismo tiempo, curiosa. Le había tenido por un joven impaciente, incauto tal vez, valiente y arrojado en su búsqueda del conocimiento. Como afirmaba no tener maestro y haberse adentrado por sí solo en las artes oscuras, Ilsa imaginaba que sería difícil de manejar en la enseñanza. “Seguro que me interrumpirá todo el tiempo y no querrá obedecer”, se decía. “Los autodidactas son los más difíciles de educar y de disciplinar.” En su mente, en suma, se había formado la imagen de una fiera por domar. Cual no sería su sorpresa cuando, desde el primer día, Maldathar se mostró más dispuesto a escuchar que a hablar y demostró tener una disciplina en el estudio y el trabajo que eran casi profesionales. Sólo preguntaba cuando ella había terminado de exponer cada asunto y sus preguntas eran inteligentes, agudas y bien dirigidas. No cuestionaba con el engreimiento de los aprendices que menosprecian a sus maestros, sino con curiosidad auténtica. Cierto es que su tono tenía a veces un aire un poco exigente, pero aquel matiz más parecía deberse a su avidez por el aprendizaje que a una insolencia premeditada. Al aprendiz le gustaba conocer los detalles de todo y profundizar en cada arcano. Y para sorpresa de Ilsa, no fueron pocas las veces que esa cualidad analítica y exhaustiva de Maldathar la llevaron a ella misma a comprender de manera más profunda cosas que ya había dado por sentadas y a redescubrir los trillados caminos de los que había empezado a aburrirse.

Y fue uno de esos días, en el torreón, mientras Maldathar copiaba las runas en uno de los pergaminos, cuando casi distraídamente hizo la pregunta.

—¿Por qué me escogisteis, Shan’diel?

Ilsa, que estaba jugueteando con una nubecilla de energía arcana y vuelta de espaldas, creyó percibir una tonalidad nueva, más oscura y suave, en su voz. A través de la ventana el cielo comenzaba a teñirse de un azul más desvaído conforme el sol iniciaba su descenso, ya cruzada la frontera del mediodía.

—¿Acaso no escuchaste mis motivos en la Cámara de la Asamblea? —preguntó ella en respuesta, ladeando el rostro sobre su propio hombro para mirarle de reojo.

Su perfil se recortó contra el cielo azul. Su cabello se balanceaba a su espalda, larguísimo, y la vaporosa túnica de color crema con la que estaba vestida se agitó un ápice con un golpe de brisa. Maldathar alzó la vista y se quedó contemplándola sin recato, serio y tranquilo, como si estuviera mirando una estatua hermosa mientras meditaba.

Ilsa había sido mirada con deseo muchas veces. También con admiración, y con temor, y con reverencia. Maldathar sin embargo la miraba directamente, como había hecho siendo un niño. Una expresión directa y algo abrumadora, como si le tirase del pelo para bajarla a su altura o le encarase sujetándola por los hombros. Pero sin hacer nada de esto. Y lo que cuando Maldathar era un niño a ella le pareció la insolencia de un mocoso, ahora le transmitía una inquietud difícil de definir pero que tenía más de emocionante que de desagradable. Se le erizó el vello de la nuca.

—Lo escuché. Un talento sin guía es una perdición, pero con ella puede traernos grandes triunfos a todos—, repitió el joven. Volvió a bajar la mirada al pergamino antes de añadir:—También hablasteis de corregir mi trayectoria y de inculcarme humildad.

Ilsa esbozó una sonrisa algo desdeñosa. 

—Así es. ¿Dónde está entonces tu duda?

Había algo en los rasgos de Maldathar y en su manera de conducirse que le confería un raro atractivo a ojos de la Sofista. No había nada en él, aparentemente, que le hiciera destacar entre los elfos de la Aguja: muchos poseían un rostro más armónico, o eran más altos, o vestían con más riqueza. Sin embargo, su mirada decidida y el contraste entre el negro cabello y la claridad de la piel resultaban agradables a largo plazo. Y esa forma de mirar, combinada con los rasgos afilados, el comportamiento altivo y la inteligencia brillante que Ilsa ya había comprobado por sí misma a lo largo de las sucesivas lecciones, actuaban como un imán sobre sus sentidos. Tal vez era la peligrosidad que le suponía al joven lo que espoleaba su curiosidad.

—¿Habéis encontrado ya algún desvío que corregir en mi? —preguntó de nuevo él, mirándola fugazmente mientras mojaba la pluma en el tintero.

La pregunta era correcta, formulada en un tono apacible. Pero a Ilsa le pareció ver que el joven esbozaba una media sonrisa muy disimulada. Alzó la barbilla y se dio la vuelta, haciendo que se disolviera el vórtice arcano con el que jugueteaba con un chasqueo de los dedos.

—Creo que estás ocultando muy bien tus grandes defectos a mis ojos. Por el momento.

—Tal vez no os estoy ocultando nada, Shan’diel.

El joven dejó de escribir y levantó la barbilla. De nuevo la mirada directa. El orbe de traslado situado sobre una tarima, zumbaba suavemente en el silencio. El chillido de las gaviotas llegaba como una cantinela lejana.

—Es posible—admitió ella—. Quizá no eres arrogante y ambicioso, sino que finges serlo. O quizá eres arrogante y ambicioso en una medida justa.

—Soy arrogante y ambicioso, pero no creo que eso sea un defecto—dijo entonces Maldathar.—¿Quién de entre nosotros no lo es? ¿Y qué mérito tiene estancarse en lo establecido?

—No todo es cuestión de mérito en la vida, joven—. Ilsa se adelantó un par de pasos, deslizando los dedos sobre los lomos de los libros. Las estanterías atestadas forraban la pared circular hasta el alto techo.—Hay cosas más allá de eso. Una de las primeras lecciones que debe aprender todo aquel que quiere conocer el Arte es que todo tiene un precio. Y una de las últimas que aprendemos es que algunos son impagables. Hay cosas que no lo merecen.

Maldathar entrecerró los ojos y se quedó contemplándola en silencio.

—Pero Shan’diel, ¿no ponemos nosotros el valor de esas cosas? —preguntó de nuevo tras una larga pausa—. Si todo tiene un precio pero para alguien ninguno es lo suficientemente alto, ¿qué mas da? Es como ir a un mercado y no comprar nada por miedo a perder las monedas. Sólo son monedas.

Ilsa tuvo otro escalofrío. Esas palabras no eran jactanciosas. Lo que fuese que movía la ambición de Maldathar no era el ansia de dominio pasional y ardiente que había conocido en otros, otros que habían perdido sus batallas y a veces sus propias vidas. No es que no le importase el peligro del camino que había escogido por inconsciencia, sino porque realmente no daba valor a ninguna de las cosas que ese camino podía exigirle a cambio.

—¿No hay nada que valores tanto como el conocimiento, Maldathar?

—No. Nada.

—Pues hay cosas que no sólo valen tanto como él, sino que además son necesarias para obtener la sabiduría verdadera—declaró la Sofista, acercándose a la mesa y rozando la tabla con la yema de los dedos. Su voz se revistió con algo más de ardor, miraba a los ojos a su pupilo mientras hablaba—. Si por escoger un camino incorrecto o por recorrer demasiado rápido el que transitamos perdemos esas cosas, al final llegaremos a un palacio tan rico como estéril. Será como un sueño. Intentarás alcanzarlo con los dedos y no llegarás a tocarlo. Y la frustración podría volverte loco.

Maldathar dejó la pluma en el tintero. No parecía sorprendido ni asustado por las palabras de su maestra. Sin embargo, volvió la mirada hacia la ventana y se tomó unos momentos para reflexionar sobre ellas. Ilsa se dio cuenta de ello y se alegró íntimamente de ver que su aprendiz no era tan tozudo como para no valorar los razonamientos que ella exponía. Eso era una buena señal. Muy buena señal, en todos los sentidos.

—No todo el aprendizaje viene a través de la mente preclara, Maldathar—incidió con tono suave. Y a medida que hablaba, se hablaba también a ella misma, recordándose cosas que siempre había tenido como certezas en su interior y que jamás había verbalizado. Y al hacerlo, esas certezas parecían desenterrarse y recubrirse de un nuevo dorado—. No hay mayor maestro que la experiencia, pero la experiencia de los vivos se adquiere a través de los sentidos y el tamiz de la razón y de la emoción. Puedes conocer los conjuros, los arcanos más secretos, pero si no puedes emocionarte con la hermosura  de la magia… si no puedes fascinarte, si no tienes una razón o un motivo que te guíe para ponerla en uso… si pierdes la capacidad de ver la belleza, de sentir la plenitud, de amar, de enorgullecerte, de estremecerte ante la maravilla, ¿de qué sirve todo el conocimiento? ¿Cómo puede comprenderse hasta su última instancia? Si pierdes tu alma en el camino, las cosas que te hacen ser quien eres y lo que eres, nunca llegarás a elevarte.

Cuando Ilsa terminó de hablar, sentía el corazón latiéndole deprisa. Era cierto. Lo que había dicho era cierto. Eran sus propias palabras, y ella había estado al borde del abismo no por falta de cautela, sino por desidia. “¿Cómo he podido dejarme así?”, se preguntó, sintiendo cómo el hormigueo que tanto había añorado volvía a las puntas de sus dedos, le bailaba en el estómago. “¿Cómo pude estancarme de ese modo? Le sermoneo sobre los peligros de perder el alma por ser demasiado ambicioso, y yo estaba dejando morir la mía por todo lo contrario. ¡Ah, los extremos! ¡Y que yo haya caído en el más aburrido de los dos!”.

Ella no podía verse, pues tenía la vista perdida en la pared, asombrada ante su propia revelación. Pero Maldathar la estaba mirando. Y aquella mujer, aquella a la que había deseado cuando era un niño y cuya posesión le había obsesionado durante un largo tiempo, ahora se le presentaba de un modo diferente. Porque nunca puso en duda que fuera sabia, pero ahora que lo había demostrado de este modo, con palabras que habían sacudido con tanta fuerza su comprensión, la admiraba. Y siempre había sabido que era bella, pero ahora que parecía agitada, que sus mejillas se habían sonrojado y sus ojos brillaban intensamente como si acabara de saltar desde las alturas y estuviera sorprendida de haber caído de pie, ahora le parecía la criatura más hermosa sobre la faz de la tierra.

Quizá fue eso lo que le movió a tomar de nuevo la pluma y dejar caer unas gotas de tinta sobre el pergamino. Mientras susurraba, en voz muy baja, las palabras apropiadas en el lenguaje secreto que Ammon le había enseñado, se sentía como un niño revelando su mayor tesoro a un nuevo mejor amigo. Los hilos de tinta se abrieron como dedos largos y retorcidos y comenzaron a tejerse para dar forma a un dibujo, el sencillo contorno de una flor de pétalos puntiagudos y negros, brillantes como la brea.

Ilsa, que estaba sumergida en sus pensamientos, salió de ellos bruscamente al escucharle murmurar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, también en tono bajo y con cautela.

El joven tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, estaba haciendo un gesto con la mano en el aire, como si tirase de algo. Ilsa dio un paso hacia atrás al ver el tallo de la flor de tinta asomar del papel, sólido y brillante, dejando caer algunas gotas negras que se quedaron flotando en el aire. El pergamino crujía mientras la flor era arrancada de él.

—Vuestras palabras están llenas de verdad, Shan’diel—decía Maldathar—. ¿De qué sirve el poder si no puede proporcionar riqueza a nuestra alma? ¿Acaso no buscamos la sabiduría para alimentarla?

El aprendiz atrapó en el aire la flor de tinta. Se había vuelto dura como el cristal, y las gotas negras que se mantenían suspendidas a su alrededor, estallaron en una lluvia de polvo brillante y oscuro. Ilsa se había olvidado de respirar, y cuando volvió a hacerlo, Maldathar, de pie, le tendía aquella extraña flor imposible. Se obligó a reponerse y alargó los dedos para coger el presente. Tuvo el buen tino de inclinar la cabeza levemente, como correspondía a alguien de su estatus y educación, aunque en ese momento había olvidado todo protocolo, fascinada por lo que tenía ante sí.

—¿Has hecho esto con magia de las sombras? —preguntó.

—No, Shan’diel. Es ilusionismo.

—¿No es real? Pero la estoy tocando…

—Está hecha para engañar a todos los sentidos, Shan’diel. —Y los engañaba. El tallo era flexible, frío, casi húmedo como el de un capullo recién cortado. La cabeza se balanceaba a causa del peso de los pétalos, que emanaban una fragancia dulce, mística, con un punto ácido—. Además… ¿Quién dice qué es real y qué no lo es?

Asombrada, alzó la vista para encontrarse con los ojos del aprendiz.

—Es maravilloso—susurró.

Maldathar no respondió. No encontraba forma de hacerlo. Sentía en el pecho la presión intensa y frustrante de querer decir algo, pero no encontraba las palabras. Quizá no las conocía. Ilsa Estrella del Alba, su maestra, Sofista de la Aguja, hija del Señor de la Torre le estaba mirando, con los labios entreabiertos, los ojos brillantes y la expresión alegre y sorprendida a la vez. Se había iluminado por completo. Y deseó contemplarla así bajo otras luces, entre las sombras, de perfil y de espaldas, deseó contemplarla así eternamente durante un momento imposible de medir. La imaginó bañada por el resplandor de los cirios, besada por el sol, bajo las estrellas, en el océano profundo. La imaginó en el bosque y en el Claro Ámbar, la imaginó en su habitación. La imaginó desnuda, la imaginó vestida, la imaginó a su lado. Deseó tocar su piel cremosa, estrecharla entre sus brazos y encerrarla en ellos, poseerla y dominarla y al tiempo estar a sus pies, pertenecerle y ser dominado, que ella le atrapara entre sus brazos, entre sus muslos. Rendirse y vencerla. Tenerla y ser suyo.

Y fue tan violento aquel deseo, prendió con tanta fuerza en su interior, repentino, abrasador, demencial, que no pudo contenerse a sí mismo. Apenas necesitó un segundo. Dio un paso hacia delante, la rodeó con el brazo, alzó la otra mano hacia su rostro y la besó. Cerró los ojos, cubriendo sus labios con los suyos y presionando con suavidad, con una entrega devota y la pasión ahogada, encerrada muy al fondo como el corazón de un diamante. Ilsa se tensó. Sus puños se cerraron y los apretó contra los hombros de Maldathar en una oposición débil e indecisa que pronto se diluyó y desapareció del todo. Sus labios eran suaves como el algodón, blandos y dulces. Se entreabrieron y el perfume de su aliento le embriagó. Su cuerpo se relajó poco a poco y finalmente, los brazos de ella le rodearon el cuello.

Con un arrebato triunfal, Maldathar la estrechó más hacia sí; le zumbaban los oídos y tenía la sensación de que las llamas de todos los infiernos les rodeaban, calor abrasador por dentro y por fuera y una sed desesperada y desconocida. La piel de la mejilla de Ilsa era cremosa, cálida. El perfume de su pelo le hormigueaba en las fosas nasales, y su sabor, delicioso, maduro y rico le hacía querer más.

Ella le agarró del pelo. Él la apretó contra sí hasta que sintió sus pechos aplastados contra su torso. Ella gimió y él le rozó con los dientes. Ella enredó la lengua con la suya, y entonces gimió él. Y como si hubieran vuelto en sí repentinamente, sacudidos o abofeteados, cuando el beso se había convertido en un intercambio apasionado a punto de ser tórrido y la saliva del otro ya les manchaba las comisuras, se separaron bruscamente, mirándose con ojos brillantes, ambos lívidos, llevando el aire con esfuerzo a sus pulmones.

“Debo haberme vuelto loca”, se dijo Ilsa. Le temblaban las piernas y toda su piel se había erizado. Buscó a toda velocidad una salida de aquella situación.

—¡Estamos dando clase!—se quejó, alzando la barbilla con indignación—. Vuelve a tu sitio. Y deja de mirarme.

Maldathar se quedó donde estaba durante algunos segundos más, aún con la misma expresión ávida. Después obedeció. Cuando volvió a sentarse, su semblante volvía a ser el de siempre: serio y tranquilo.

Ilsa regresó junto a la ventana, arreglándose el pelo nerviosamente y preguntándose qué clase de reproche era aquél. Podría hacer que mataran al bastardo sólo por tocarla, amonestarle por ese beso diciéndole que estaban dando clase era tan ridículo… y aún tenía la flor de tinta en la mano. La contempló durante un rato.

En el silencio, las gaviotas gritaban en la lejanía. La voz de Maldathar volvió a escucharse, suave como un murmullo.

—Hay quien pone su Arte al servicio de la justicia o de la prosperidad de su pueblo. Después de vuestras palabras, creo que mi único fin es ponerlo al servicio de la belleza.

Ilsa tardó unos momentos en entender sus palabras, aún conmocionada por lo que había ocurrido. Se limitó a asentir con la cabeza.

—Es una dirección adecuada, Maldathar. Además, en la sabiduría hay una gran belleza.

—Lo sé. Bailé con ella en el Solsticio.

Ilsa se dio la vuelta, el ceño fruncido, al escuchar estas palabras. Pero el joven aprendiz estaba inclinado sobre los pergaminos de nuevo. trabajando con la seriedad y disciplina de las que hacía gala cada día. Aplicado y siempre correcto.


. . .


N. de la A: La palabra shan’diel no existe oficialmente en el vocabulario thalassiano. Es una modificación propia del término shan’do, que hace referencia a un elfo muy noble o muy respetado. Me parecía más apropiado para las chicas el término shan’diel, aunque es mera invención, inspirada en la sonoridad de los nombres femeninos élficos en la mitología tolkieniana. Si tiene alguna correspondencia gramatical oficial, lo desconozco.



jueves, 26 de abril de 2012

Leyendas de Sangre IX: El Cuervo




Años más tarde, cuando la Aguja Estrella del Alba no fuera más que una ruina polvorienta y agonizante, Maldathar podría recordarla tal y como había sido en todo detalle. Podría recordar sus corredores y ventanales, la disposición de los muebles de cada habitación, la luz exacta que proyectaban los faroles sobre las mesas de la biblioteca y, sobre todo, más que cualquier otra cosa, la habitación.

Fue en aquella estancia, ni pequeña ni grande, donde transcurrió gran parte de su vida. Su vida más privada, más secreta. Era aquella habitación como un cofre sellado en cuyo interior tenía lugar su aprendizaje, el único lugar en el que se desprendía de todas las máscaras, donde más seguro se sentía. A pesar de las sombras de los rincones, de los susurros fantasmales, de las fuerzas misteriosas que allí campaban en los lindes de la realidad, Maldathar no sentía el menor temor por lo sobrenatural. Había crecido entre sueños grotescos y macabros, poblados de jardines con flores de sangre. Había crecido entre relatos donde lo maravilloso y lo espantoso iban de la mano. Aquel ambiente le hacía sentirse bien, era su verdadero hogar, por aberrante que pudiera parecer.

Y aquella habitación que era su casa, cambió, sutil, imperceptiblemente, a partir de la muerte de Cordelia y el regreso de Ammon. La transformación fue tan paulatina que cuando Maldathar fue consciente de ella lo aceptó con tranquilidad y sin reticencias. Los pequeños detalles se sucedieron hasta que el aspecto de la alcoba se transformó por completo, así como suceden los cambios del mundo, con el mar erosionando la roca hasta darle nueva forma o el viento que lame las dunas y transforma el desierto.

Durante todo el tiempo que Cordelia estuvo viva, la cama que la mujer compartía con su hijo estaba en el centro de la sala, dominándola por completo. A su alrededor se disponían las mesas, el diván, las alfombras y la mecedora de Cordelia, que se balanceaba junto a la ventana. El resto de muebles se encontraban pegados a la pared. Y el sillón del sirviente y su estrecha cama ocupaban un rincón oscuro, casi invisible, encajado entre dos altas librerías repletas de pergaminos y grimorios. Sin embargo, una vez Maldathar y Ammon se encontraron solos, ya no había apariencias que guardar ante una madre ajena, ignorante, que no comprendía. No se molestaban en devolver los muebles a su lugar tras las largas horas de estudio, de práctica y de murmullos a media voz bajo la luz de las velas. Cada noche, sirviente y bastardo retiraban la alfombra que cubría el sello mágico, se sentaban alrededor de la mesa principal con los tres misteriosos libros que Ammon había llevado siempre consigo y comenzaba la magia verdadera. La voz del sirviente iba desgranando las lecciones, los secretos, los misterios, mientras Maldathar escuchaba, con los ojos muy abiertos y las orejas de punta pero el ceño siempre fruncido y la expresión altiva. A veces dibujaban runas, sellos o círculos en fragmentos de pergamino que después quemaban. Otras veces, hacían mezclas de elementos, murmurando conjuros quedamente hasta que el humo azul se volvía púrpura, o negro, o rojo. La voz de Ammon era como una melodía grave y dulce. El bastardo le mandaba callar en ocasiones, o le exigía que volviera a incidir sobre algo, y el sirviente a veces obedecía, pero otras no. Y Maldathar escuchaba, escuchaba, escuchaba hasta caer dormido sobre los libros, luchando contra el sueño, hambriento y sediento de los arcanos que se revelaban ante él.

Así, empujón a empujón, como la erosión da forma a la roca, la costumbre acomodó los objetos de aquel cuarto tal y como la frecuencia o practicidad de su uso requerían. Y la gran mesa pasó a ocupar el centro de la estancia, delante de la cama, que se pegó a la pared del fondo, tímida, acorralada. Dos sillas estaban siempre junto a la mesa; sobre ella, un candelabro de cirios derretidos y los libros y pergaminos en los que estuvieran trabajando en cada momento. La mecedora que había estado junto a la ventana desapareció, y ocupó su lugar el sillón del sirviente, que se encaraba en diagonal, de modo que al sentarse allí, Ammon dominaba toda la habitación. Podía observar el lecho y también la mesa. La pesada alfombra, guardiana de los círculos mágicos que habían elaborado sobre el suelo de la habitación cuando Maldathar apenas era un niño, jamás se movió de lugar.

Y aquel año, cuando Maldathar fue elegido por Ilsa Estrella del Alba como su pupilo, tuvo lugar el último cambio. Los nuevos libros que Ammon traía de nadie sabe dónde se amontonaban ya en los divanes y las sillas libres. El día que la primera torre de pergaminos se derrumbó, mientras los recogía y primorosamente limpiaba sus cubiertas, el sirviente hizo la sugerencia a Maldathar.

—Señor, ¿debería traer otra estantería a la estancia?

Maldathar se encontraba enfrascado en la comprensión de una interesante fórmula alquímica y no le prestó atención al principio. Sin embargo, la voz de Ammon tenía la peculiaridad de quedarse agazapada en su cabeza, esperando el momento en que su mente se encontrase desocupada para resonar en ella como un conjuro. Alzó la vista.

—Pues sí. Habrá que hacerle sitio.

—Tal vez deberíamos mover vuestra cama, señor. O quitar los divanes.

—No.

Maldathar negó con la cabeza y entrecerró los párpados. El sirviente contemplaba las paredes, como si estuviera calculando las medidas. El cabello blanco brillaba con un resplandor dorado a la luz de las velas. Sus ojos violetas parecían piedras preciosas.

La idea se abrió camino en la mente del joven bastardo como si fuera propia, tal vez siéndolo, aunque jamás había pensado algo parecido. Pero ahora sí. Parecía lógico. ¿Qué sentido tenía que un camastro feo y destartalado estuviera en el rincón, ocupando espacio cuando desde que él tenía uso de razón Ammon había compartido con él el lecho frecuentemente? Sólo había tenido que ir el sirviente a dormir a su propio jergón en las escasas ocasiones en que Cordelia pasaba la noche en la habitación, con él, abrazándole bajo las sábanas y repitiéndole que era su hijo amado y nunca más le dejaría solo. Sí, Maldathar aprendió desde la más tierna infancia a detectar las mentiras de una mujer. Su madre se las repetía cada noche.

Desde la muerte de Cordelia y el regreso del sirviente, éste había vuelto a su vieja cama arrinconada y Maldathar, en ocasiones, espiaba desde su colchón y sus cojines de brocado la silueta oscura de Ammon, añorando el tiempo en que era más niño y el sirviente tejía historias para él en la oscuridad, rodeándole con el brazo, acompañándole al sueño.

En aquel momento, mientras contemplaba al sirviente y el sirviente contemplaba la pared, tuvo muy claro qué era necesario y qué no.

—Deshazte de tu cama y pon otra estantería en su lugar. Hasta el techo.

El elfo del cabello blanco frunció el ceño. Agachó la cabeza y volvió la vista hacia los divanes, como valorando cuán cómodos serían. A Maldathar se le escapó una sonrisa.

—La mía es lo bastante grande para los dos.

Los ojos violetas se dirigieron hacia él con calma. Que un señor autorizase, más bien ordenase a su sirviente que durmiera con él era un disparate. Y más aún tratándose de Maldathar, que siempre se había esforzado por mantener una fría distancia entre ellos a pesar de todo lo que les unía como transparentes y ocultos hilos de araña. Pero Ammon no parecía escandalizado. Ni siquiera sorprendido.

Ammon jamás parecía sorprenderse por nada. Asintió lentamente con la cabeza.

—Si tú lo crees apropiado… como desees.

—Lo creo apropiado. ¿Vas a discutirme? —le retó el joven, alzando la barbilla con aires de grandeza.

—No. Claro que no. No en esto.

El sirviente esbozó una de sus sonrisas tranquilas, nostálgicas. Después se dirigió hacia la mesa y apoyó una mano al lado del brazo de Maldathar, inclinándose sobre su hombro para contemplar el pergamino que el joven estaba estudiando. Un mechón de cabello níveo se desprendió sobre las runas y los sigilos escritos con tinta.

Años más tarde, Maldathar podría recordar los grabados del pergamino que rodeaban aquel mechón de pelo sedoso. El brillo del anillo en la mano del sirviente, la fragancia que emanaba su cuerpo y su pelo. Recordaría también su propia voz, más joven, quizá engreída a causa del exceso de dignidad con la que se recubría cada vez que iba a tratar con el sirviente.

—Respóndeme la verdad, Ammon. ¿Crees que soy demasiado mayor ya para los cuentos?

Ammon suspiró, después emitió un “hum” pensativo y se inclinó un poco más sobre su hombro.

—¿Por qué me preguntas eso, mi señor?

—Porque hace años que no me cuentas ninguno.

Lo dijo acompañando sus palabras de una mirada fría, casi acusadora. El sirviente apartó la vista, dirigiéndola hacia el pergamino.

—La infancia es el único momento en que uno es verdaderamente sabio, Maldathar —explicó Ammon, recorriendo con la mirada las runas del papiro, distraídamente—. Cuando aún somos niños, vemos el mundo como algo fascinante y mágico en cada aspecto. El asombro y la curiosidad nos permiten reconocer la verdad de que todo es posible.

—¿Qué tiene que ver eso?

—Es en ese estado de sabiduría primigenia cuando podemos adquirir los arcanos más secretos y místicos, los que sólo se comprenden con una mente abierta, sin estructuras, sin acotaciones. Los cuentos son un instrumento para ello.

—Entiendo lo que quieres decir, y te equivocas.

Ammon esbozó una media sonrisa y volvió a mirarle de reojo. Maldathar se ladeó en la silla. Le clavó su mirada plateada, destellante de fría soberbia.

—Soy todo oídos.

—Aún puedo comprender esos misterios. No es tarde para mí.

—¿Cómo estás tan seguro?

Maldathar apartó la silla y se levantó casi con brusquedad. Se acercó a uno de los estantes y pasó el dedo sobre los lomos de cuero envejecido.

—La infancia termina cuando el niño comprende que los cuentos son mentiras. Cuando entiende que hablan de cosas que no son reales. Porque los cuentos que les narran los adultos son estúpidos y falsos, están distorsionados; la realidad choca abruptamente con esas historias en las que la crueldad o la malicia se convierten en un condimento para asustar o para moralizar. —Maldathar extrajo uno de los libros y lo llevó hasta la mesa, abriéndolo. La hoja estaba en blanco, y vertió sobre ella una gota de espesa tinta negra—. Si te portas bien, las cosas te saldrán bien, dicen esos cuentos. Si eres bueno, sigues las leyes y cumples las normas, te irá bien. El mal es castigado.

El joven se quedó en silencio. La mancha de tinta se extendía, lenta, informe, sobre la hoja blanca. Los ojos de Ammon parecían negros en aquel momento, pues estaba muy lejos del resplandor de las velas.

—¿Qué mas?—preguntó. Y su voz era incitante, casi brusca.

—La infancia termina cuando, después de haber adiestrado al niño para creer que el bien y el mal existen, que el bien es recompensado y el mal es castigado, el niño se da cuenta de que eso no es verdad —declaró Maldathar—. Ese es el final. Esa es la ruptura.

—¿Y para ti no es así?

—No. Para mi no es así, y tú lo sabes mejor que nadie. Porque en los cuentos que a mí me has contado no hay mentiras. Los cuentos que a mí me has contado son iguales que la vida que vivimos, y por eso creo en ellos, y por eso los puedo comprender con algo más que con la razón.

—¿Todavía eres lo suficiente niño, entonces?

Ammon extendió una mano y la pasó por encima de la hoja, destellando un resplandor oscuro entre sus dedos. La tinta comenzó a moverse como con vida propia, abriéndose en diminutos hilos que comenzaron a enredarse para trazar un dibujo.

—Aún no es tarde—respondió Maldathar.

El sirviente asintió con la cabeza. Sobre la hoja del pergamino se había formado la imagen de un cuervo, un cuervo hecho de tinta oscura, con los ojos profundos y sabios.

—¿Cuánto tiempo hace que no te cuento un cuento?

Las velas crepitaban. El cuervo de tinta echó a volar, y los hilos oscuros se desenredaron para volver a enredarse, formando la imagen de una torre y un bosque espeso a sus pies. La Luna era un círculo blanco en un cielo negro de tinta.

—Desde que desapareciste—respondió Maldathar. Y era un reproche. Su voz y su mirada así lo revelaban—. Varios años. Qué mas da.

—Bien—asintió el sirviente. Luego cogió el libro de la mesa y se dirigió hacia su sillón. Tomó asiento, recogiéndose las mangas, y dejó el volumen apoyado en su brazo flexionado. Llevaba la toga negra y dorada, el cabello suelto, ocultándole los lados del rostro y velando en ocasiones su semblante—. ¿Estás seguro entonces de que ni la edad ni tus nuevas enseñanzas te están contaminando con ceguera?

Maldathar respondió con una sonrisa maliciosa. Sopló las velas y se dirigió hacia su cama. Se tendió, de lado, como si fuera un diván, y aguardó con indolencia a que la voz del sirviente iniciara su hipnótico hechizo. Y cuando lo hizo, cuando sus palabras comenzaron a vibrar en la estancia abriendo de nuevo la puerta al mundo al que él se sentía pertenecer, Maldathar no reprimió un suspiro de alivio. Cerró con suavidad los párpados, dejándose mecer por el conjuro.

—En muchas historias has visto a los cuervos. Aparecen en los cuentos, en toda leyenda o relato que se precie debe haber al menos uno… o en su defecto, una serpiente. Pero nunca te he contado su propio cuento.

»Hace mucho, mucho tiempo, el Cuervo vivía en el mundo de los espíritus, allí en la Sombra. El Cuervo era un viajero de los planos, y cuando se sentía aburrido —cosa que sucedía con frecuencia—, extendía sus alas y se marchaba a visitar otros lugares. Ocurrió que en una de estas ocasiones, el Cuervo descendió a nuestro mundo. Aquí encontró una gran concha, cerrada cerca de la playa. Curioso, el Cuervo se acercó a la concha y se asomó por la abertura, y allí dentro encontró que estaban recluidos los elfos.

—¿Qué hacéis aquí?—les preguntó.

—Vete, déjanos—respondieron ellos—. El Pozo es muy brillante, estamos asustados. El mundo ahí afuera es terrible. Hay tormentas y hay oscuridad.

El Cuervo encontró muy divertidas a esas criaturas que se escondían dentro de la concha marina. Y en vez de insistirles, se quedó cerca de la oquedad. Cada noche, les traía algo del exterior: ora una rama, ora una piedra brillante, plumas de aves, hojas verdes, pardas, púrpuras. Día tras día, los elfos que vivían dentro de la concha iban volviéndose más curiosos y su refugio les iba pareciendo menos agradable. Finalmente, se reunieron y conversaron, y decidieron salir afuera…

La historia continuó, y cuando Maldathar se durmió, aún no había llegado a su fin.

Años después, Maldathar recordaría la historia del Cuervo con todo detalle, a pesar de haberse dormido mientras Ammon se la contaba. Y también recordaría lo que había soñado aquella noche.

Él y el sirviente caminaban por un bosque de árboles sin hojas, espinos y ramas retorcidas. El sirviente llevaba un cuervo en el hombro. Caminando, llegaron a un río torrencial, de aguas embarradas y oscuras. Maldathar lo cruzó, pero Ammon se quedó al otro lado. Y cuando se dio la vuelta para animarle a seguir adelante, ya no estaba allí. La sensación de soledad le produjo una tristeza tan angustiosa que quiso arrojarse al río, pero al ver su reflejo en el agua negra, vio que el cuervo estaba sobre su propio hombro y que sus ojos se habían vuelto de color violeta. Resplandecían tanto que casi cegaban.

Y en el sueño, él sonreía.

. . .

viernes, 6 de abril de 2012

Leyendas de Sangre VIII: El aprendiz ambicioso




Ella era Ilsa, la Dama de la Torre. Ella era Ilsa, la hija del Señor. Las puertas se abrían a su paso, las alfombras se desenrollaban ante sus pies para que sus escarpines no tocaran el mismo suelo que pisaban los sirvientes. Caminaba, altiva y orgullosa, a través de los corredores de la Aguja Estrella del Alba; bajo los arcos y las bóvedas, flotando su túnica alrededor de sus tobillos. Pasaba ante las ventanas ojivales y las cortinas de gasa azul y púrpura, seguida por un séquito de damas y sirvientes que le agasajaban. Uno llevaba un parasol para que los rayos del mediodía no hiriesen su piel blanca, otra arrojaba agua perfumada a su alrededor con un hisopo de plata para que el aire que respiraba estuviese siempre perfumado, y un par de fornidos jóvenes vestidos de oscuro apartaban los objetos que pudieran molestarla en su trayectoria.

Ella era Ilsa, la Dama de la Torre, hija menor del Señor de la Estrella del Alba, virgen y pura, hermosa y sabia. Una de las grandes Sofistas y Custodias, por quien todos los aprendices deseaban ser escogidos. Y aquel día era día de proclama.

En la Aguja Estrella del Alba, centro de saber y aprendizaje del Sur de Quel’thalas, las tradiciones permanecían inamovibles a lo largo de los siglos. Desde que se fundó aquel templo del conocimiento, los grandes maestros de la Aguja se reunían una vez cada tres años en la Cámara de la Asamblea y se hacía llamar entonces a los cien estudiantes de la torre. Siempre había estado regida por la misma familia. Siempre había contado con el mismo número de estudiantes, ni uno más ni uno menos. Siempre el mismo número de instructores y nueve Sofistas y Custodios. El ritual de la proclama duraba todo el día y toda la noche. En él, cada uno de los cien estudiantes exhibía sus habilidades delante de los Nueve y éstos escogían a sus aprendices, uno por cada Sofista. Los aprendices quedaban bajo la tutela de su nuevo maestro durante los tres años siguientes para ser instruidos en misterios y algunos arcanos mayores. Finalizados los tres años, al aprendiz se le consideraba ya un maestro en tercer grado y se le concedía el privilegio de acceder hasta la sexta planta de la torre. Allí se encontraba el primer nivel de la biblioteca privada, donde aquellos que buscaban el auténtico conocimiento se sumergían durante horas entre papiros, compendios y grimorios, bajo la luz de los fanales arcanos y las velas de llama azul.

Para Ilsa, aquella era su quinta proclama. Se había engalanado como era costumbre en aquellas ocasiones, luciendo una túnica vaporosa de color azul y púrpura. Llevaba al cuello el colgante de plata y zafiros que había heredado de su madre, pendientes de cristal y el cabello pulcramente recogido en la nuca en un complicado moño. Su bastón era de color aguamarina, cuajado de cristales en tonos fríos con runas grabadas y empoderación elemental de escarcha y agua. Había sido tallado primorosamente en el extremo con forma de ala, y una piedra más grande centelleaba en el centro como un diamante luminoso.

Mientras caminaba hacia su destino, con los sirvientes revoloteando a su alrededor y todos los que frecuentaban la aguja haciendo reverencias a su paso y rehuyéndola con la mezcla de respeto y temor que la nobleza infunde, recordaba. Recordaba los días en los que aquellos eventos la habían llenado de ilusión y energía. Antaño, cuando la magia aún le sorprendía y le fascinaba; tiempo atrás, cuando la monotonía era una desconocida y la posibilidad de transmitir sus conocimientos y guiar a otros hacia la búsqueda del saber le resultaba estimulante y agradable. Pero ya no era así.

“¿Puede la magia perder su magia?”, se preguntaba, avanzando con la barbilla alta, regia y solemne como una estatua. “¿Cómo he llegado a aborrecer lo que antes amaba?”. Quizá fuese por culpa de los desapasionados pupilos que había tenido en los últimos seis años. O no. Tal vez era su espíritu, que no estaba hecho para aquello. ¿Y si Belore había dado forma a su alma y a su mente para acometer algún otro tipo de tarea que no tenía que ver con las artes arcanas? Tal vez eso podía explicar su decepción y su apatía. “No”, se decía. “¡Imposible! Si eso fuera cierto, ¿qué sentido tendría mi existencia? Mi familia jamás ha estado desunida a la Magia. Es imposible, ¡Imposible!”

Y así, caminando como una reina y con la tribulación en el pecho, Ilsa llegó a la Cámara de la Asamblea y los sirvientes abrieron las grandes cortinas de terciopelo. Del interior le llegó una fuerte vaharada de olor a inciensos y maná.

—La Dama Ilsa Estrella del Alba —anunció el chambelán.

Entró en el gran salón. Las linternas de aceite y las luces arcanas estaban encendidas, pues aunque era de día, la Cámara no tenía ninguna ventana. Todas las paredes de la amplia nave estaban recubiertas de bajorrelieves y grabados pintados en color gris, azul oscuro y morado. Hojas de granito, flores abiertas talladas en mármol que se abrían en medio de los muros, olas rizadas de espuma cincelada, soles de rayos ondulantes, lunas, estrellas, nubes que caracoleaban y pájaros de fuego. La luz indirecta hacía parecer aquel salón un bosque de piedra, un pequeño mundo convertido en estatua por efecto de la mirada prohibida de algún ser mitológico. El salón estaba salpicado de columnas que desembocaban en arcos ojivales. Alrededor de cada una, hiedras de alabastro y sinuosas lianas esculpidas ascendían hasta los capiteles donde estallaban en una primavera caliza. Y arriba, en el techo, las pinturas. Un enorme sol en el centro de la cúpula principal, cuyos rayos eran los nervios, dorados y resplandecientes, y a su alrededor, de nuevo el mar, los barcos, las gaviotas y los bosques, torres blancas, figuras vestidas con togas de colores claros.

La Dama ascendió la suave rampa para unirse a sus ocho compañeros y a su padre en la tribuna. Ocupó la silla que le correspondía, en el extremo derecho, y sostuvo el bastón a modo de cetro como los demás Sofistas, apoyado en el suelo y con la punta hacia arriba. Después, dirigió la mirada hacia los cien aprendices que se disponían en filas perfectas ante ellos. 

El Señor de la Aguja alzó entonces su bastón, que era blanco como la luna, y golpeó tres veces la tarima con él. El primer aprendiz dio unos pasos al frente, hizo una reverencia y se presentó.

—Mi nombre es Palas Sael’daryn. He estudiado las artes de lo Arcano, he leído los Tratados de Canalización y Evocación…

El joven exponía su currículum, como era costumbre, antes de hacer una breve demostración. Ilsa escrutaba en su semblante, buscando algo que llamara la atención en él, que le hiciera especial, diferente, digno. Distinto. Estimulante. Pero el joven era anodino y no parecía distinto en nada a todos los demás. Su impresión se vio confirmada cuando Palas Sael’daryn pasó a la exhibición práctica: evocación, manejo de destellos arcanos, invocación de elementales de agua, resguardos de escarcha, sutiles hilos de energía brillante que tomaban forma entre sus manos para crear una paloma azul que se elevó hacia el techo y después estalló en una lluvia de flores cristalinas que se deshicieron en brillante polvo de maná. Los Maestros asintieron. Ella también asintió. Pero todos esos conjuros, que eran vistosos y complicados, que habían sido impresionantes para ella tiempo atrás, ahora no le impresionaban en absoluto. Nada en esa sala, pensaba desapasionadamente, la impresionaba ya.

Pasaron las horas. Continuó el desfile de aprendices, sólo interrumpido un par de veces cuando dos de los Sofistas anunciaron que ya habían escogido a éste o a aquél como sus nuevos pupilos. Los aludidos daban un paso al frente, hacían una reverencia y se mantenían serios, aunque sus ojos brillasen de entusiasmo. Después, abandonaban el recinto, y seguramente se ponían a saltar de alegría en el pasillo de afuera. Aquellos jóvenes se habían puesto sus mejores ropajes para impresionar a los Maestros y hablaban todos con el mismo tono, utilizando las mismas terminologías, las mismas palabras. Era monótono y repetitivo, y pronto, para Ilsa el tiempo empezó a transcurrir por dos caminos paralelos, pues no prestaba la menor atención y estaba con el pensamiento perdido, ajena a todo, reflexionando sobre los posibles motivos de su pérdida de interés por el Arte que un día la había cautivado.

Y así, en algún momento, cuando ya no sabía cuántos aprendices quedaban ni a quién elegiría entre toda aquella multitud aburrida y gris, llegó una voz nueva y unas palabras insolentes que la sacudieron de su letargo.

—Mi nombre es Maldathar, y he estudiado exactamente lo mismo que todos ellos, pero sé mucho más.

Era una voz ensalmadora, suave e insinuante, untuosa como aceite y con un toque burlón. Ilsa parpadeó y enfocó la vista en el joven que se había adelantado. El tiempo se volvió de nuevo real y sus sentidos se reavivaron, mientras una sensación de alivio y gratitud se extendía en su interior. Al fin. Algo distinto.

— Si, sé manipular los tejidos arcanos. Sé crear esas bolitas brillantes y energizadas que no sirven para nada mas que para impresionar a los maestros —decía el elfo, mirando directamente y uno a uno a todos los Sofistas—. Sé tomar Magia del ambiente levantando las manos y haciendo aspavientos
y sé recitar los hechizos formulaicos de las escuelas arcanas, del agua, de la escarcha y del aire volátil.

Casi todos los alumnos aún presentes, fruncieron el ceño. Y todos los Sofistas, con excepción de su padre, hicieron otro tanto, con más sutileza. Pero aquel Maldathar no parecía tener la menor vergüenza, su osadía sólo iba en aumento. Y cuando su mirada se detuvo en Ilsa, ella le reconoció, y sintió una mezcla de indignación y de emoción excitante cuando él sonrió a medias con disimulo.

—¿Y qué sabes tú que no sepan los demás, Maldathar? —preguntó entonces uno de los ancianos Sofistas. Su nombre era Yldaron Estrella del Alba y era el tío de Ilsa, un elfo venerable que conocía los secretos de lo Divino y lo Arcano. Un sacerdote mago. —Hablas con un atrevimiento que roza el insulto, menospreciando las nobles artes que se te ha otorgado el privilegio de aprender como si fueran juegos de niños o trucos de buhonero. ¿Qué conocimientos tienes tú que te coloquen por encima de eso? Y sobre todo, ¿puedes demostrarlos?

Ilsa miró de reojo a su tío. Era un hombre noble y contenido, que no soportaba a los presuntuosos. Y Maldathar, aquel niño que una vez había desafiado a Ilsa con tanto desparpajo en el balcón, ahora ya no era un niño pero sin duda era muy, muy presuntuoso. 

Examinó al aprendiz a través de sus pestañas, con disimulo. No, ya no era un niño, ni mucho menos. Había crecido. Era un elfo alto, joven, en ese espacio de edad en el que ya se es un adulto pero la rabia de la adolescencia aún arde y vuelve a los vivos tan valientes como incautos. Tenía unos rasgos agradables, nobles pero altivos: la cara alargada, la nariz afilada como una cuchilla, los pómulos altos, la barbilla puntiaguda y unos ojos estrechos que daban una expresión suspicaz a su mirada. Entre las negras pestañas resplandecían los iris grises, casi plateados, y el cabello negro y brillante le llegaba a la cintura. Vestía con una túnica de terciopelo negro, con bordados rojos en los puños, y el cuello. Y mantenía la cabeza alta, como si no fuera un bastardo sin apellido, el hijo de una prostituta.

“Todos lo saben. Todos saben que su sangre no vale nada, ¿cómo tiene la desfachatez de presentarse aquí con esos aires y de mirar así a mi tío? Y de sonreírme a mí. ¡Sobre todo eso!”

—Sé que existen conocimientos que no se encuentran a simple vista en los viejos tratados— respondió entonces Maldathar —, y sé que existen otros que jamás han sido escritos por ninguna mano. Sé que hay un lenguaje elemental que llama al fuego y a la tierra, y sé que hay más materia que los cuatro elementos: El Sueño, la Sombra, el…

—Silencio— dijo entonces el Sofista Yldaron. Su mano temblaba, aferrada al brazo de su silla. Se había inclinado hacia delante. Y no era el único que se indignaba ante estas palabras, pues empezaron a escucharse murmuraciones entre los aprendices—. Lo que dices son Arcanos Mayores de segundo grado. Ese conocimiento está vetado a los iniciados. ¿Quién te ha instruido en esas artes peligrosas y prohibidas?

Ilsa se sentía tensa, expectante. Y emocionada. Aquello de lo que hablaba Maldathar, el hijo de Cordelia, eran en verdad conocimientos que estaban prohibidos para la gran mayoría de los habitantes de la torre. Solo los maestros de segundo grado podían iniciarse en ellos, y los de primer grado profundizar, si lo deseaban, en su teoría. Eran disciplinas peligrosas que requerían de una mente fuerte, madura, y una firme instrucción de base en el resto de materias para no ceder a la tentación del poder que prometían. Ilsa había leído algunos de los tratados sobre la Sombra con tanto miedo como curiosidad, pero jamás se había atrevido a pronunciar en voz alta ni siquiera los títulos de los libros. Maldathar, en cambio, esbozó otra media sonrisa y se encogió de hombros, observando a su tío.

—Nadie, señor. Estos elfos —señaló a los demás aspirantes con el pulgar, por encima de su hombro— han venido aquí a demostrar todo lo que han aprendido para mendigar que vuestras mercedes les instruyan. Que les sigan enseñando a tirar bolitas de hielo y a hacer que las escobas barran solas. Yo también he aprendido, pero lo he hecho solo. Pasando noches y días en la biblioteca, leyendo los mismos volúmenes una y otra vez para comprender todos sus significados, para extraer hasta la última gota de cada grimorio, de cada compendio. Quiero que un Sofista me instruya más allá de mis límites, y de los suyos.

—No mereces ser instruido si desprecias las artes arcanas —dijo otro de los Sofistas.

—Esto es un insulto —dijo otro más—. Venir aquí a nombrar la Sombra… qué desvergüenza.

Ilsa comprendió que se sentían ofendidos. Era cierto que muchos de ellos, que ella misma, se habían estancado en la rutina escolástica, al igual que sus pupilos. Se estaban volviendo perezosos, habían perdido el espíritu que ese joven demostraba y defendía con cada palabra que decía. Crecían las murmuraciones en la sala, pero Maldathar no cedía. Alzó más la voz para hacerse oír.

—No desprecio las artes arcanas. Las amo. Y porque las amo y amo la Sabiduría, la quiero alcanzar. No quiero quedarme para siempre haciendo moverse sola una fregona o manteniendo a flote estructuras en el aire.

—¡Como si eso fuera poco! —exclamó su tío.

—No digo que eso sea poco. Lo que digo es que yo quiero más.

Los murmullos ya eran parloteos enojados. Los alumnos miraban con envidia y desprecio a Maldathar, mientras en la grada, todos los sofistas parecían escandalizados y enfadados por su actitud. Todos menos el Señor de la Aguja, que contemplaba al elfo del cabello negro con un interés que no se molestaba en disimular. Ilsa estaba confusa, debatiéndose entre ambas orillas, cuando su tío se puso en pie y señaló al joven con un dedo acusador.

—¿Acaso te has vuelto loco? ¿Es que no estás escuchándote? ¡Tu discurso es el mismo que trajo a la Legión Ardiente por primera vez a este mundo, aprendiz! ¡Falta de cautela, inmadurez, ambición, arrogancia! ¡Todo eso veo en ti, y son los ingredientes seguros para la perdición! ¿Te crees perfecto, mejor que los demás? ¡En un alarde de soberbia te has sumergido en la búsqueda de conocimientos prohibidos sin guía alguna, y ahora vienes aquí, tú, cuya sangre vale menos que…!

—Silencio.

No alzó la voz. El Señor de la Aguja simplemente se puso en pie, sujetando su bastón, y dijo una sola palabra. Todas las cabezas se agacharon y todas las lenguas se silenciaron. Incluso Maldathar bajó la mirada al suelo cuando el Señor habló.

—El Sofista Yldaron tiene razón. Tus palabras son palabras prohibidas. Adentrarse en esos conocimientos sin guía está penado con el destierro.

Maldathar alzó la mirada, sorprendido. Ilsa comprendió que el joven no esperaba aquello. Pero su padre siguió hablando, imperturbable.

—Se te ofreció la oportunidad de aprender. De instruirte en artes nobles y que están al alcance de muy pocos, y lo hiciste con excelencia. Pero la ambición sin control unida a la falta de un maestro adecuado pueden convertirte en un peligro para ti mismo y para quienes te rodean. Tu búsqueda de la Sabiduría te honra, pero no todos los caminos ni todas las fórmulas son válidos… joven.

La voz del Señor de la Aguja se había suavizado un tanto, así como su expresión. A la Sofista aquello no le pasó desapercibido. “Belore, si sólo le falta disculparse”, pensó.

—Cuando salgas de esta sala, tendrás hasta mañana por la noche para abandonar la Aguja Estrella del Alba para siempre.

Ilsa estaba aferrada al sillón con los dedos crispados, aunque mantenía el semblante impasible. Pero por dentro se sentía hervir. Ese muchacho insolente y detestable también le parecía un héroe, desafiándoles a todos allí, sólo armado con su expresión engreída y sus palabras directas. Había escuchado al Señor de la Torre, pero no se movía del sitio aún. Le estaba mirando a los ojos, directamente. Después, asintió con la cabeza una sola vez y empezó a caminar hacia la puerta, en medio de un silencio sepulcral.

Ella no podía apartar sus ojos de él, y no era la única. Muchas miradas le seguían, aunque en la mayoría había rencor, hostilidad o jactancia. “Estúpidos…”, pensó, instintivamente. Maldathar había sido valiente. Y ambicioso, sí. Si lo que decía era cierto, se había atrevido a explorar campos que ella misma apenas tenía coraje para nombrar, pero ¿hasta qué punto lo habría hecho? ¿Y acaso no era necesario aquello para encontrar el Conocimiento Último, esa sabiduría de la que Maldathar hablaba? Esa búsqueda eterna, movida por la curiosidad, por…

—Un momento.

Ilsa se puso en pie, sosteniendo su bastón. Mantuvo la vista al frente y trató de ignorar las miradas de los demás Sofistas. Se volvió hacia su padre y habló. “No pienses demasiado en lo que estás diciendo, porque te arrepentirás”.

—Mi Señor, quiero tomar al aprendiz Maldathar bajo mi tutela durante los próximos tres años.

“Esto es una locura, pero es exactamente lo que querías. Es lo que estabas esperando. Algo que volviera a ser estimulante, ¿no es verdad?”

—¡Inconcebible!—exclamó una Sofista de pelo blanco.

El Señor de la Torre se quedó mirando a su hija. Ella se concentró en sus pupilas, en la expresión del rostro de su progenitor. No quería prestar atención a nada más. Ni al resto de magos, que volvían a escandalizarse, ni a los acólitos nerviosos de la sala, ni a Maldathar, el elfo orgulloso que ahora se había detenido y cuyos ojos sentía clavados en ella como alfileres.

—¿Por qué razón?

—Un talento sin guía es una perdición. Pero con ella, puede traernos grandes triunfos a todos. Quiero ser esa guía.

La sencilla respuesta de Ilsa, pronunciada con voz tranquila y segura, hizo su efecto. El Señor de la Torre asintió y la Sofista se volvió hacia Maldathar, que aún aguardaba, mirándola, cerca de la puerta. Le recordó en aquel balcón, observándola con una expresión de seguridad y dominancia que a ella le hizo reír en un niño de su edad. Ahora, esa expresión también estaba ahí, oculta, sólo un matiz de su mirada pero suficiente para que ella la detectase. Y ya no le resultaba graciosa. Notó un cosquilleo en el estómago.

—Aprendiz Maldathar, mañana a primera hora en la biblioteca. Es imprescindible corregir tu trayectoria cuanto antes. Y por qué no, inculcarte un poco de humildad.

Maldathar se inclinó profundamente, esbozando una media sonrisa al hacerlo que nadie vio. Nadie mas que ella, Ilsa, la Dama de la Torre, la hija del Señor. Maldathar abandonó la Cámara de la Asamblea y la puerta se cerró tras él. La proclama continuó como era habitual, gris, monótona, aburrida. 

Afuera, en el corredor ya iluminado con velas a causa de la noche acechante, el aprendiz ambicioso no lanzó exclamaciones de júbilo ni tampoco dio saltos de alegría. Nada era inesperado para él. Lo había planeado al detalle, y había conseguido exactamente lo que quería... aunque había arriesgado mucho. Echó a andar, tranquilo y altivo, hacia la habitación que compartía con su sirviente. Frunció un poco el ceño. Ammon no le había puesto al corriente sobre esa ley del destierro. Cierto es que no le había preguntado, pero en todo caso, era culpa suya. El deber de Ammon era mantenerle informado de todo lo que pudiera afectarle, entre otras muchas cosas. 

Así que tendría que castigarle adecuadamente. Esta vez probaría a envenenarle con algo un poco más fuerte.

Siempre es frustrante envenenar a tu criado cada vez que estás molesto y que nunca le haga efecto.


. . .

Esta para Jen, por esperarla desde esta mañana   ;3