En la Aguja Estrella del Alba, las salas de estudio eran habitaciones redondas dentro de pequeños torreones adyacentes,
a los que se accedía a través de un orbe de traslado. El orbe estaba situado en la
quinta planta, justo antes de los pisos superiores a los que sólo tenían acceso
los magos y las castas más altas de la nobleza élfica. Era una esfera
cristalina sostenida entre tres estatuillas doradas que, al tocarla, enviaba al usuario a la sala correspondiente mediante un hechizo de translocación.
Ilsa, Sofista de la Aguja e hija del Señor de la Torre,
aguardaba en su sala de estudio minutos antes de que las clases con su aprendiz hubieran
de dar comienzo. Solía pasar un tiempo a solas allí, ordenando los pergaminos
que pensaba usar ese día, observando los artefactos mágicos que se disponían en
los estantes o mirando por la ventana ojival hacia el océano. Le gustaba disfrutar de la soledad, dejar que la estancia se
impregnara con su perfume y que cuando Maldathar llegara, fuese ella quien le
recibiera a él. Y así era cada día.
Su pupilo siempre aparecía puntual, con los pergaminos bajo
el brazo y el semblante serio.
Había sido desafiante y retador el día de la
proclama, pero en cuanto comenzaron las lecciones, Ilsa se sintió decepcionada
por la actitud del joven. Decepcionada y al mismo tiempo, curiosa. Le había
tenido por un joven impaciente, incauto tal vez, valiente y arrojado en su
búsqueda del conocimiento. Como afirmaba no tener maestro y haberse adentrado
por sí solo en las artes oscuras, Ilsa imaginaba que sería difícil de manejar
en la enseñanza. “Seguro que me interrumpirá todo el tiempo y no querrá obedecer”,
se decía. “Los autodidactas son los más difíciles de educar y de
disciplinar.” En su mente, en suma, se había formado la imagen de una fiera por
domar. Cual no sería su sorpresa cuando, desde el primer día, Maldathar se
mostró más dispuesto a escuchar que a hablar y demostró tener una disciplina en
el estudio y el trabajo que eran casi profesionales. Sólo preguntaba cuando
ella había terminado de exponer cada asunto y sus preguntas eran inteligentes, agudas y
bien dirigidas. No cuestionaba con el engreimiento de los aprendices que
menosprecian a sus maestros, sino con curiosidad auténtica. Cierto es que su tono tenía a veces un aire un poco
exigente, pero aquel matiz más parecía deberse a su avidez por el aprendizaje
que a una insolencia premeditada. Al aprendiz le gustaba conocer los detalles
de todo y profundizar en cada arcano. Y para sorpresa de Ilsa, no fueron pocas
las veces que esa cualidad analítica y exhaustiva de Maldathar la llevaron a
ella misma a comprender de manera más profunda cosas que ya había dado por
sentadas y a redescubrir los trillados caminos de los que había empezado a
aburrirse.
Y fue uno de esos días, en el torreón, mientras Maldathar
copiaba las runas en uno de los pergaminos, cuando casi distraídamente hizo la
pregunta.
—¿Por qué me escogisteis, Shan’diel?
Ilsa, que estaba jugueteando con una nubecilla de energía
arcana y vuelta de espaldas, creyó percibir una tonalidad nueva, más oscura y
suave, en su voz. A través de la ventana el cielo comenzaba a teñirse de un
azul más desvaído conforme el sol iniciaba su descenso, ya cruzada la frontera
del mediodía.
—¿Acaso no escuchaste mis motivos en la Cámara de la
Asamblea? —preguntó ella en respuesta, ladeando el rostro sobre su propio
hombro para mirarle de reojo.
Su perfil se recortó contra el cielo azul. Su cabello se
balanceaba a su espalda, larguísimo, y la vaporosa túnica de color crema con la
que estaba vestida se agitó un ápice con un golpe de brisa. Maldathar alzó la
vista y se quedó contemplándola sin recato, serio y tranquilo, como si
estuviera mirando una estatua hermosa mientras meditaba.
Ilsa había sido mirada con deseo muchas veces. También con
admiración, y con temor, y con reverencia. Maldathar sin embargo la miraba
directamente, como había hecho siendo un niño. Una expresión directa y algo
abrumadora, como si le tirase del pelo para bajarla a su altura o le encarase
sujetándola por los hombros. Pero sin hacer nada de esto. Y lo que cuando
Maldathar era un niño a ella le pareció la insolencia de un mocoso, ahora le
transmitía una inquietud difícil de definir pero que tenía más de emocionante
que de desagradable. Se le erizó el vello de la nuca.
—Lo escuché. Un talento sin guía es una perdición, pero con
ella puede traernos grandes triunfos a todos—, repitió el joven. Volvió a bajar
la mirada al pergamino antes de añadir:—También hablasteis de corregir mi
trayectoria y de inculcarme humildad.
Ilsa esbozó una sonrisa algo desdeñosa.
—Así es. ¿Dónde está entonces tu duda?
Había algo en los rasgos de Maldathar y en su manera de conducirse que le confería un raro atractivo a ojos de la Sofista. No había nada en él, aparentemente, que le hiciera destacar entre los elfos de la Aguja: muchos poseían un rostro más armónico, o eran más altos, o vestían con más riqueza. Sin embargo, su mirada decidida y el contraste entre el negro cabello y la claridad de la piel resultaban agradables a largo plazo. Y esa forma de mirar, combinada con los rasgos afilados, el comportamiento altivo y la inteligencia brillante que Ilsa ya había comprobado por sí misma a lo largo de las sucesivas lecciones, actuaban como un imán sobre sus sentidos. Tal vez era la peligrosidad que le suponía al joven lo que espoleaba su curiosidad.
—¿Habéis encontrado ya algún desvío que corregir en mi?
—preguntó de nuevo él, mirándola fugazmente mientras mojaba la pluma en el
tintero.
La pregunta era correcta, formulada en un tono apacible.
Pero a Ilsa le pareció ver que el joven esbozaba una media sonrisa muy
disimulada. Alzó la barbilla y se dio la vuelta, haciendo que se disolviera el
vórtice arcano con el que jugueteaba con un chasqueo de los dedos.
—Creo que estás ocultando muy bien tus grandes defectos a
mis ojos. Por el momento.
—Tal vez no os estoy ocultando nada, Shan’diel.
El joven dejó de escribir y levantó la barbilla. De nuevo la
mirada directa. El orbe de traslado situado sobre una tarima, zumbaba
suavemente en el silencio. El chillido de las gaviotas llegaba como una
cantinela lejana.
—Es posible—admitió ella—. Quizá no eres arrogante y
ambicioso, sino que finges serlo. O quizá eres arrogante y ambicioso en una
medida justa.
—Soy arrogante y ambicioso, pero no creo que eso sea un
defecto—dijo entonces Maldathar.—¿Quién de entre nosotros no lo es? ¿Y qué
mérito tiene estancarse en lo establecido?
—No todo es cuestión de mérito en la vida, joven—. Ilsa se
adelantó un par de pasos, deslizando los dedos sobre los lomos de los libros.
Las estanterías atestadas forraban la pared circular hasta el alto techo.—Hay
cosas más allá de eso. Una de las primeras lecciones que debe aprender todo
aquel que quiere conocer el Arte es que todo tiene un precio. Y una de las
últimas que aprendemos es que algunos son impagables. Hay cosas que no lo
merecen.
Maldathar entrecerró los ojos y se quedó contemplándola en
silencio.
—Pero Shan’diel, ¿no ponemos nosotros el valor de esas cosas?
—preguntó de nuevo tras una larga pausa—. Si todo tiene un precio pero para alguien ninguno
es lo suficientemente alto, ¿qué mas da? Es como ir a un mercado y no comprar
nada por miedo a perder las monedas. Sólo son monedas.
Ilsa tuvo otro escalofrío. Esas palabras no eran
jactanciosas. Lo que fuese que movía la ambición de Maldathar no era el ansia
de dominio pasional y ardiente que había conocido en otros, otros que habían
perdido sus batallas y a veces sus propias vidas. No es que no le importase el
peligro del camino que había escogido por inconsciencia, sino porque realmente
no daba valor a ninguna de las cosas que ese camino podía exigirle a cambio.
—¿No hay nada que valores tanto como el conocimiento,
Maldathar?
—No. Nada.
—Pues hay cosas que no sólo valen tanto como él, sino que
además son necesarias para obtener la sabiduría verdadera—declaró la Sofista,
acercándose a la mesa y rozando la tabla con la yema de los dedos. Su voz se
revistió con algo más de ardor, miraba a los ojos a su pupilo mientras
hablaba—. Si por escoger un camino incorrecto o por recorrer demasiado rápido
el que transitamos perdemos esas cosas, al final llegaremos a un palacio tan
rico como estéril. Será como un sueño. Intentarás alcanzarlo con los dedos y no
llegarás a tocarlo. Y la frustración podría volverte loco.
Maldathar dejó la pluma en el tintero. No parecía
sorprendido ni asustado por las palabras de su maestra. Sin embargo, volvió la
mirada hacia la ventana y se tomó unos momentos para reflexionar sobre ellas.
Ilsa se dio cuenta de ello y se alegró íntimamente de ver que su aprendiz no
era tan tozudo como para no valorar los razonamientos que ella exponía. Eso era
una buena señal. Muy buena señal, en todos los sentidos.
—No todo el aprendizaje viene a través de la mente preclara,
Maldathar—incidió con tono suave. Y a medida que hablaba, se hablaba también a
ella misma, recordándose cosas que siempre había tenido como certezas en su
interior y que jamás había verbalizado. Y al hacerlo, esas certezas parecían
desenterrarse y recubrirse de un nuevo dorado—. No hay mayor maestro que la
experiencia, pero la experiencia de los vivos se adquiere a través de los
sentidos y el tamiz de la razón y de la emoción. Puedes conocer los conjuros,
los arcanos más secretos, pero si no puedes emocionarte con la hermosura de la magia… si no puedes fascinarte,
si no tienes una razón o un motivo que te guíe para ponerla en uso… si pierdes
la capacidad de ver la belleza, de sentir la plenitud, de amar, de enorgullecerte,
de estremecerte ante la maravilla, ¿de qué sirve todo el conocimiento? ¿Cómo
puede comprenderse hasta su última instancia? Si pierdes tu alma en el camino,
las cosas que te hacen ser quien eres y lo que eres, nunca llegarás a elevarte.
Cuando Ilsa terminó de hablar, sentía el corazón latiéndole
deprisa. Era cierto. Lo que había dicho era cierto. Eran sus propias palabras,
y ella había estado al borde del abismo no por falta de cautela, sino por
desidia. “¿Cómo he podido dejarme así?”, se preguntó, sintiendo cómo el
hormigueo que tanto había añorado volvía a las puntas de sus dedos, le bailaba
en el estómago. “¿Cómo pude estancarme de ese modo? Le sermoneo sobre los
peligros de perder el alma por ser demasiado ambicioso, y yo estaba dejando
morir la mía por todo lo contrario. ¡Ah, los extremos! ¡Y que yo haya caído en
el más aburrido de los dos!”.
Ella no podía verse, pues tenía la vista perdida en la
pared, asombrada ante su propia revelación. Pero Maldathar la estaba mirando. Y
aquella mujer, aquella a la que había deseado cuando era un niño y cuya
posesión le había obsesionado durante un largo tiempo, ahora se le presentaba
de un modo diferente. Porque nunca puso en duda que fuera sabia, pero ahora que
lo había demostrado de este modo, con palabras que habían sacudido con tanta
fuerza su comprensión, la admiraba. Y siempre había sabido que era bella, pero
ahora que parecía agitada, que sus mejillas se habían sonrojado y sus ojos
brillaban intensamente como si acabara de saltar desde las alturas y estuviera
sorprendida de haber caído de pie, ahora le parecía la criatura más hermosa
sobre la faz de la tierra.
Quizá fue eso lo que le movió a tomar de nuevo la pluma y
dejar caer unas gotas de tinta sobre el pergamino. Mientras susurraba, en voz
muy baja, las palabras apropiadas en el lenguaje secreto que Ammon le había
enseñado, se sentía como un niño revelando su mayor tesoro a un nuevo mejor
amigo. Los hilos de tinta se abrieron como dedos largos y retorcidos y
comenzaron a tejerse para dar forma a un dibujo, el sencillo contorno de una
flor de pétalos puntiagudos y negros, brillantes como la brea.
Ilsa, que estaba sumergida en sus pensamientos, salió de
ellos bruscamente al escucharle murmurar.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, también en tono bajo y con
cautela.
El joven tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo,
estaba haciendo un gesto con la mano en el aire, como si tirase de algo. Ilsa
dio un paso hacia atrás al ver el tallo de la flor de tinta asomar del papel,
sólido y brillante, dejando caer algunas gotas negras que se quedaron flotando
en el aire. El pergamino crujía mientras la flor era arrancada de él.
—Vuestras palabras están llenas de verdad, Shan’diel—decía
Maldathar—. ¿De qué sirve el poder si no puede proporcionar riqueza a
nuestra alma? ¿Acaso no buscamos la sabiduría para alimentarla?
El aprendiz atrapó en el aire la flor de tinta. Se había
vuelto dura como el cristal, y las gotas negras que se mantenían suspendidas a
su alrededor, estallaron en una lluvia de polvo brillante y oscuro. Ilsa se
había olvidado de respirar, y cuando volvió a hacerlo, Maldathar, de pie, le
tendía aquella extraña flor imposible. Se obligó a reponerse y alargó los dedos
para coger el presente. Tuvo el buen tino de inclinar la cabeza levemente, como
correspondía a alguien de su estatus y educación, aunque en ese momento había
olvidado todo protocolo, fascinada por lo que tenía ante sí.
—¿Has hecho esto con magia de las sombras? —preguntó.
—No, Shan’diel. Es ilusionismo.
—¿No es real? Pero la estoy tocando…
—Está hecha para engañar a todos los sentidos, Shan’diel. —Y
los engañaba. El tallo era flexible, frío, casi húmedo como el de un capullo
recién cortado. La cabeza se balanceaba a causa del peso de los pétalos, que
emanaban una fragancia dulce, mística, con un punto ácido—. Además… ¿Quién dice
qué es real y qué no lo es?
Asombrada, alzó la vista para encontrarse con los ojos del
aprendiz.
—Es maravilloso—susurró.
Maldathar no respondió. No encontraba forma de hacerlo.
Sentía en el pecho la presión intensa y frustrante de querer decir algo, pero
no encontraba las palabras. Quizá no las conocía. Ilsa Estrella del Alba, su
maestra, Sofista de la Aguja, hija del Señor de la Torre le estaba mirando, con
los labios entreabiertos, los ojos brillantes y la expresión alegre y
sorprendida a la vez. Se había iluminado por completo. Y deseó contemplarla así
bajo otras luces, entre las sombras, de perfil y de espaldas, deseó
contemplarla así eternamente durante un momento imposible de medir. La imaginó
bañada por el resplandor de los cirios, besada por el sol, bajo las estrellas,
en el océano profundo. La imaginó en el bosque y en el Claro Ámbar, la imaginó
en su habitación. La imaginó desnuda, la imaginó vestida, la imaginó a su lado.
Deseó tocar su piel cremosa, estrecharla entre sus brazos y encerrarla en
ellos, poseerla y dominarla y al tiempo estar a sus pies, pertenecerle y ser
dominado, que ella le atrapara entre sus brazos, entre sus muslos. Rendirse y
vencerla. Tenerla y ser suyo.
Y fue tan violento aquel deseo, prendió con tanta fuerza en
su interior, repentino, abrasador, demencial, que no pudo contenerse a sí
mismo. Apenas necesitó un segundo. Dio un paso hacia delante, la rodeó con el
brazo, alzó la otra mano hacia su rostro y la besó. Cerró los ojos, cubriendo
sus labios con los suyos y presionando con suavidad, con una entrega devota y
la pasión ahogada, encerrada muy al fondo como el corazón de un diamante. Ilsa
se tensó. Sus puños se cerraron y los apretó contra los hombros de Maldathar en
una oposición débil e indecisa que pronto se diluyó y desapareció del todo. Sus
labios eran suaves como el algodón, blandos y dulces. Se entreabrieron y el
perfume de su aliento le embriagó. Su cuerpo se relajó poco a poco y
finalmente, los brazos de ella le rodearon el cuello.
Con un arrebato triunfal, Maldathar la estrechó más hacia
sí; le zumbaban los oídos y tenía la sensación de que las llamas de todos los
infiernos les rodeaban, calor abrasador por dentro y por fuera y una sed
desesperada y desconocida. La piel de la mejilla de Ilsa era cremosa, cálida.
El perfume de su pelo le hormigueaba en las fosas nasales, y su sabor,
delicioso, maduro y rico le hacía querer más.
Ella le agarró del pelo. Él la apretó contra sí hasta que
sintió sus pechos aplastados contra su torso. Ella gimió y él le rozó con los
dientes. Ella enredó la lengua con la suya, y entonces gimió él. Y como si
hubieran vuelto en sí repentinamente, sacudidos o abofeteados, cuando el beso
se había convertido en un intercambio apasionado a punto de ser tórrido y la
saliva del otro ya les manchaba las comisuras, se separaron bruscamente,
mirándose con ojos brillantes, ambos lívidos, llevando el aire con esfuerzo a
sus pulmones.
“Debo haberme vuelto loca”, se dijo Ilsa. Le temblaban las
piernas y toda su piel se había erizado. Buscó a toda velocidad una salida de
aquella situación.
—¡Estamos dando clase!—se quejó, alzando la barbilla con
indignación—. Vuelve a tu sitio. Y deja de mirarme.
Maldathar se quedó donde estaba durante algunos segundos
más, aún con la misma expresión ávida. Después obedeció. Cuando volvió a
sentarse, su semblante volvía a ser el de siempre: serio y tranquilo.
Ilsa regresó junto a la ventana, arreglándose el pelo
nerviosamente y preguntándose qué clase de reproche era aquél. Podría hacer que
mataran al bastardo sólo por tocarla, amonestarle por ese beso diciéndole que
estaban dando clase era tan ridículo… y aún tenía la flor de tinta en la mano.
La contempló durante un rato.
En el silencio, las gaviotas gritaban en la lejanía. La voz
de Maldathar volvió a escucharse, suave como un murmullo.
—Hay quien pone su Arte al servicio de la justicia o de la
prosperidad de su pueblo. Después de vuestras palabras, creo que mi único fin
es ponerlo al servicio de la belleza.
Ilsa tardó unos momentos en entender sus palabras, aún
conmocionada por lo que había ocurrido. Se limitó a asentir con la cabeza.
—Es una dirección adecuada, Maldathar. Además, en la
sabiduría hay una gran belleza.
—Lo sé. Bailé con ella en el Solsticio.
Ilsa se dio la vuelta, el ceño fruncido, al escuchar estas
palabras. Pero el joven aprendiz estaba inclinado sobre los pergaminos de
nuevo. trabajando con la seriedad y disciplina de las que hacía gala cada día.
Aplicado y siempre correcto.
. . .
N. de la A: La palabra shan’diel no existe oficialmente en
el vocabulario thalassiano. Es una modificación propia del término shan’do, que
hace referencia a un elfo muy noble o muy respetado. Me parecía más apropiado
para las chicas el término shan’diel, aunque es mera invención, inspirada en la
sonoridad de los nombres femeninos élficos en la mitología tolkieniana. Si
tiene alguna correspondencia gramatical oficial, lo desconozco.