jueves, 27 de enero de 2011

La fuerza de Valerie

Todas las libranzas estaban completas. El mayordomo se había marchado y había dejado las velas encendidas para que Lady Glenford pudiera seguir trabajando. En la soledad del despacho, en la soledad de la mansión, Valerie Glenford leyó los legajos uno a uno y colocó el sello. Cerró los lacres, redactó las órdenes con letra fina y estilizada y después revisó el gran escritorio de madera. Un suspiro de alivio se escapó entre sus labios rojos como fresas al ver que no quedaba nada. Se recostó en la silla de madera labrada, con el cabello derramándose sobre sus hombros blancos, e hizo un gesto de desagrado, intentando tomar aire y llenarse los pulmones. El corsé le apretaba.

Todo le apretaba. Como sogas en el cuello y en los brazos, todo eran cuerdas. La ahogaban, y además tenía que tirar de ellas, porque eran las riendas de su vida las que se le enredaban, las que la oprimían. 

Valerie Glenford era la esposa de Lord Glenford, un caballero amable y anciano que dirigía los envíos de suministros desde Kul Tiras hasta los puertos de Menethil y Ventormenta. Era la hija de un gran comerciante que había muerto, dejando su emporio y responsabilidades sobre los hombros de su única heredera. Era la dueña de cincuenta hectáreas de tierras de cultivo, de seis barcos mercantes, de cuatro textilerías y dos grandes almacenes de grano. Era la madre de un niño pequeño y obediente, Samuel, de tres años, y la voz a la que obedecían más de treinta personas.

Valerie Glenford tenía la fama de una mujer fuerte, con carácter. Pocos o nadie se oponían a ella. Llevaba sus negocios y su casa con energía, su matrimonio y hasta sus compromisos sociales. La fuerza de Valerie Glenford, su dignidad y leve altivez, la convertían en una líder. Sus órdenes eran obedecidas. Sus peticiones, contentadas por su esposo. Su amable y dulce esposo, que era amable y dulce hasta la blandura, a pesar de que lo amaba tiernamente. Valerie Glenford era una mujer independiente, dueña de sí. Tan independiente y dueña de sí, que a veces le desesperaba toda aquella responsabilidad, toda aquella autoridad, su distanciamiento autoimpuesto, la imposibilidad de sentirse frágil, contradicha, desafiada. La imposibilidad de sentirse a merced de algo más fuerte que su férreo control sobre las circunstancias.

"Algo que me sobrepase"

Ser una mujer y no una roca. Ser un ser humano y no un baluarte. Sonrió a medias y sopló una de las velas con un gesto suave, removiéndose en el sillón. El despacho estaba forrado de muebles de madera de caoba, oscuros y elegantes. Su vestido era color caramelo y crema, con encaje de Theramore. Llevaba anillos de oro y rubíes en los dedos largos. Y el maldito corsé la estaba matando, pero aun así, lo llevaba con elegancia y sin queja.

Algo que le sobrepasara, eso es lo que había buscado. Y buscando eso, había llegado al lugar que ahora ocupaba sus pensamientos, donde las sombras la arropaban, donde las cadenas tintineaban y el dolor destellaba con sabor a liberación, el abandono se presentaba teñido con los colores y los aromas del consuelo. Tembló, con un estremecimiento de anticipación, y se puso en pie, casi tirando la silla, con la decisión tomada.

Al abrir la puerta, la criada que esperaba tras el batiente la miró e hizo una leve reverencia.

- Camille, voy a salir. Tráeme la capa - ordenó.

Y como siempre, fue obedecida.

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En la oscuridad, aguarda. El cirio está apagado en la hornacina, las paredes de piedra son sombras más allá de la sombra, negrura profunda que todo lo engulle. No hace frío; en este lugar la temperatura siempre es perfecta, y la humedad apenas se nota, pero aun así, tiene toda la piel erizada a causa de la expectación. 

Está de rodillas sobre las losas, con los brazos en alto, las muñecas ceñidas por los grilletes. El cabello negro, suelto, le cosquillea en las caderas, y sus ojos permanecen fijos en la puerta, en ese rectángulo de brea hundida en la sombra. Aguarda, con el corazón latiendo como un timbal bajo la piel. Ella misma ha cerrado las esposas en sus manos, ella se ha despojado de sus vestiduras y las ha embutido en el arcón del rincón. Ella misma apagó la vela.

A partir de ahora, nada es decisión suya. Ni siquiera puede decidir el momento en que las bisagras van a girar y una luz sucia va a irrumpir en la estancia por un instante. Cuando al fin sucede, se lame los labios y contiene un respingo, un mordisco en las entrañas, de hambre y de anhelo. Sus ojos negros se clavan en la figura embozada que cruza la entrada de la celda, bañada por un resplandor equívoco y ocre, y una lengua de trepidante emoción se escurre por su espalda.

La puerta se cierra a la espalda del verdugo, que lleva una palmatoria en la mano. Reconoce su silueta alta y musculosa, los mechones de cabello pálido que se escapan de la caperuza que le cubre el rostro, el contorno de las formas viriles contenidas tras las prendas de cuero oscuro, cubiertas por franjas de pintura negra. La mirada arrolladora que la asalta desde el fondo del embozo. Una mirada de depredador.

Valerie suspira, exhala el aire trémulo entre los dientes, agazapándose en su desnudez y pegándose a la pared de manera instintiva. El Oso nunca tiene prisa. Su capa arrastra sobre las losas de piedra cuando camina, silencioso y contenido, con el andar selvático que le caracteriza. El halo de la palmatoria convierte la oscuridad en penumbra y dibuja los contornos de los instrumentos que aguardan sobre las mesas, colgados en las paredes y en las estanterías. Y su verdugo deja la luz titilante en un rincón, se despoja de la capa y se echa un poco hacia atrás la caperuza. La cabellera de oro pálido se derrama sobre sus hombros, ante su rostro pintado de negro, donde los ojos azules, verdes, quizá grises, destellan con una frialdad cortante.

- Ven aquí de una vez y haz tu trabajo, desgraciado, hijo de mala madre - susurra Valerie desde el rincón, con voz venenosa.
- Cállate.

Es una orden tranquila, impasible. La voz del Oso le agita por dentro, le trae recuerdos asociados a ese timbre, a ese matiz grave y penetrante. El Coyote le gusta, con su salvaje fiereza, pero el Oso siempre ha sido su preferido. Se entienden bien, ella y él; le agrada su impulso primitivo y su violencia esencial, sin envolturas, le gusta su maliciosidad y su vanidad. Y ella sabe que a él le agrada su desafío y su sumisión, quebrar su fortaleza y hacerla suya hasta que eso es todo cuanto la define.

- Si no estás preparado, date la vuelta y lárgate - insiste Valerie, mientras él busca algo en la estantería del rincón, para luego acercarse en un par de zancadas - No he venido hasta aquí para que te lo tomes con cal...mpf.

No muestra la menor delicadeza cuando le pone la mordaza. La aprieta hasta hacer que le duela la mandíbula, y ella le mira con una leve inquietud. Pero el Oso sonríe y sus dientes destellan en la habitación en penumbra. Una sonrisa ávida y traicionera.

- Hoy no vas a necesitar palabras - le dice con suavidad - Quizá te la quite para que grites mejor, cuando empieces a hacerlo.

Valerie alza la mirada, repentinamente empañada. Intenta evitar el temblor, pero es imposible. Sus brazos se agitan, trémulos, y hacen tintinear las cadenas. Hacer esto sin palabras, sin La Palabra, siempre le provoca un escalofrío de miedo y excitación, no sabe donde empieza uno y acaba el otro, pero ella quiere algo que la supere. Algo que la supere hasta dejarla exhausta. Y al verla temblar, él, que está aún muy cerca, tan cerca, de pie frente a su cuerpo desnudo y arrodillado, inclinado sobre ella, aprieta los dientes y sus ojos arden.

Los dedos se cierran en su pelo. La obliga a levantarse con el tirón de los cabellos, la estrella contra el muro con una fuerza que le roba el aliento por un instante, y el rostro del elfo al que llaman el Oso se pega al suyo, aspira su olor. Valerie puede notar su aliento en las mejillas. Está olfateando su pelo, la curva de su cuello. El Oso tiene hambre, y ella está desesperada por ser su alimento.

Y la devora. Valerie intenta aguantar el grito, que finalmente rompe en su garganta. La ha atrapado entre sus brazos poderosos, que tiemblan con fuerza contenida, y el cruel muro de piedra. Ha cerrado las mandíbulas en su hombro, los dientes se hunden, profundos, desgarrando la piel y la carne. La sangre mana, el dolor punzante la atenaza, el estremecimiento le recorre los nervios, que se disparan con las percepciones contrapuestas. La excitación se desliza entre sus piernas como fuego líquido. Forcejea y se debate, pero es inútil. La ha apresado con férrea determinación, es un cepo de músculos tensos que palpitan y laten, una masa de carne vigorosa que resuella y gruñe como un animal satisfecho mientras engulle la sangre que mana de la herida.

Algo que la supere. Está en sus manos y no tiene ningún control. Está en sus manos y no tiene ninguna autoridad. El Oso hará lo que quiera, y ella no podrá evitarlo de ninguna manera, porque ni siquiera le ha dado La Palabra. Cuando él levanta el rostro y abandona la cruel fuente de la que se alimenta, la sangre roja mancha las mejillas y el rostro de su Verdugo, que se relame y la aprieta más entre sus brazos. Valerie apenas puede respirar, sus pulmones empujan el aliento descontrolado, tiembla con violencia cuando se encuentra con su mirada. La caliente anatomía del Oso la oprime como si quisiera romperle los huesos, sus brazos son nudos que atesoran un latido que brama como una fuerza de la naturaleza. Intenta patearle, pero le tiemblan las piernas, que se han convertido en masa de pan con demasiada agua. No podría sostenerse en pie si no la tuviera atrapada. Y él la mira a los ojos, con la barbilla algo alzada, con una pátina de excitación empañando los iris grises, verdes, azules quizá. Una mirada dominante y severa, engreída, que se desliza como un cuchillo hasta desollarla y penetrarla, posesiva y en un punto cruel.

Cuando vuelve a morderla, el aliento descontrolado le raspa la garganta. Resuella y gime a través de la mordaza, su piel se perla de sudor, es una gacela de mirada perdida, rendida ante la superioridad de su depredador. El dolor se abre paso como una luz blanca, el goce se extiende como aceite balsámico en sus venas, las sensaciones empapan su propia sangre, nublan su razón. Se le escurre la saliva, empapando la mordaza, empapándola sus quejidos apenas exhalados y el aliento perfumado y caliente.

El Oso no está usando nada, no ha tocado ningún instrumento. La está destrozando sólo con su cuerpo, consumiéndola con sus manos, que se cierran en la carne, la retuercen, la pellizcan, la arañan, consumiéndola con su boca que desgarra y abre las lesiones poco profundas pero lo suficiente para hacerla sangrar, lo bastante para amoratar su piel cremosa, lo bastante para hacerla padecer y deleitarse ambos en ello.

Valerie se ha abandonado. Su resistencia no dura demasiado en días como éste, en los que está deseando rendirse. Él termina de embriagarse con su carne abierta, se aparta de la segunda herida que le ha abierto en el otro hombro, lame la sangre que se escurre y cuando la mira, ambos están jadeando. Ella tiene los ojos empañados de lágrimas, los muslos empapados de calor húmedo, la piel perlada de sudor.

Los dedos del Oso le arrancan la mordaza de un tirón. Su voz es un susurro áspero y rasposo, seductor.

- Infierno - le dice al oído - Infierno es la palabra.

Ella toma aire con fuerza. Algo que la supere. Él le abre las piernas con un rodillazo nada amable, ella forcejea y aprieta los dientes. Cuando Valerie intenta morderle, el Oso le tira de los cabellos y le dirige una mirada amenazadora. 

- Quieta, leona.

De los labios de Valerie surgen palabras atropelladas, desesperadas, crueles, acusadoras. Entre los jadeos, le insulta, le culpa, le condena, le suplica, le escupe, pero en su mente retiene esas tres sílabas que no pronuncia. Infierno.

Las cadenas se tensan cuando él le tira de las caderas, atrayéndola hacia sí, alejándola de la pared. Valerie grita, los tendones de sus brazos se distienden y de nuevo la asalta el dolor. Él sabe que ella tendrá que enlazarle la cintura con las piernas para buscar sujección y no romperse si sigue tirando, y es lo que ella hace. Cómo le admira. Realmente, el Oso es su preferido. Y él esboza esa sonrisa insolente, abriéndose los pantalones con una mano mientras la sujeta con la otra, habiéndose salido con la suya, como siempre. Porque a eso vienen a este lugar.

- Quiero oírte gritar - la voz insidiosa del elfo, grave e hipnótica, escurriéndose en sus oídos, susurrando, cuando se acerca a su mejilla y le habla al oído, como si compartieran un secreto. La tiene sujeta de los muslos.

- No voy a gritar - la respuesta de Valerie, desafiante, provocadora.

Y sin embargo, grita. Grita cuando la carne ardiente, palpitante y dura se abre paso entre sus piernas en una invasión brusca y salvaje. La empuja con una embestida brutal, estrellándola de nuevo contra la pared, haciendo que se golpee la nuca y la espalda con la piedra. Y aunque por dentro está hambrienta, aunque sus pliegues están empapados de savia templada, le duele como si la partieran por la mitad. Grita, deshecha en lágrimas, en la amalgama indefinible en la que el dolor despierta la excitación y la excitación consuela el dolor, tiembla y grita, ahogándose en el aliento que no puede regular, con la sangre golpeando enloquecida en las venas, con la piel erizada, con los pechos erguidos manchados con la sangre de sus hombros. El Oso la ha acorralado y ataca entre sus piernas sin darle tiempo a recuperarse de la primera arremetida. Empuja, presiona, se abre paso más hondo de lo que Valerie puede soportar, arremete contra ella en una conquista certera y segura, con el galope descontrolado de los ejércitos, de las manadas, de las tormentas. Ella gime y se estremece, dolorida, extasiada. Él resuella y la aprieta entre los dedos, entre los brazos, dominante, poderoso, arrollador. Gruñe sobre su oído, la muerde de nuevo.

No puede contenerlo. Porque no tiene el control, y no quiere poseerlo, por eso ni siquiera se molesta en detener la ola que se levanta con cada roce, con cada impulso en su interior que precipita sus latidos, que hacen distenderse su carne rezumante como una flor henchida en una explosiva primavera. El tacto de su piel, las uñas que la hieren, los dientes devorándola, el olor del depredador, sus resuellos primitivos y el brillo perdido en sus ojos cuando la mira de nuevo, el dolor y el placer, todo es excitante y tira de ella como la soga de la horca.

No puede agarrarle porque está encadenada, pero le estrecha con las piernas, hunde los talones en sus riñones y se agita cuando la primera marea rompe en su interior. Está gritando otra vez, y esta vez es un grito extasiado y enloquecido, cuando su visión se empaña y se rompe en un crisol difuso. La catarsis le acecha en cada envite del oleaje afilado e intenso, vestida de goce y transgresión, de dolor hermoso que chispea en la lengua cuando la sangre se derrama y escuece y despierta los sentidos. La fragmenta una y otra vez, y el Verdugo la arrolla por completo desde dentro y desde fuera, quizá consciente de que ella ya está precipitándose hacia arriba y pronto volará.

Y cuando estalla, muerde los dedos que la amordazan. Las lágrimas se derraman por sus mejillas, la savia mana entre sus piernas mezclada con sangre, palpita y se estremece, poseída por el ardor de la liberación y sometida a la fuerza del clímax descontrolado. Las cadenas tintinean. Sus percepciones se distienden.

Se siente entonces enorme y entera, libre y en brazos de una corriente poderosa que la arrastra, en la que no tiene que nadar y a la que no tiene sentido oponerse. Se siente entonces expandirse como una nube barrida por el viento, deshacerse y al tiempo ocuparlo todo. Y sólo cuando presiente, en esta cabalgada hacia la eternidad, un desmayo cercano, una vez superadas las fronteras y los puentes del orgasmo que parece no acabar, muerde los dedos que la amordazan e intenta balbucear.

- In...fierno, ¡infierno!

No es necesario repetirlo. La tormenta se detiene, con el sonido intenso de una respiración agitada, con las manos apoyadas en la pared, tras soltarla con una suavidad inusitada. Valerie se queda colgando de las cadenas.

En medio del preludio a la inconsciencia, mientras le zumban los oídos y su piel parece a punto de desprenderse, apenas vislumbra entre las pestañas, cuando consigue entreabrir los ojos, la figura del Verdugo moverse alrededor de ella. Sabe que está aseándola y curándole las heridas inflingidas.

Luego le besa la frente, y es lo último que Valerie percibe, antes de que la puerta se abra y el Oso desaparezca. Entonces, cuando se cierra de nuevo el batiente de metal, ella cae sobre el suelo y se apoya en la pared, satisfecha y plena, dejando que la noche se la lleve por un rato, en la paz y el sosiego que sólo puede encontrar entre estas paredes. 

Aquí, donde puede ser simplemente Valerie.

13.- Lo bueno y lo malo

- No es bueno para tí.

Las estrellas brillaban en el firmamento despejado de Tanaris. La hoguera se había apagado, la historia había terminado y los mercenarios montaban guardia aquí y allá. Otros dormían en sus tiendas de lino, resguardados en las ruinas de un viejo asentamiento trol al que llamaban Lunasur. Allí, el viento no azotaba sus rostros con tanta vehemencia y la arena que se arremolinaba permanecía lejos, más allá de los parapetos de piedra. En un rincón, algo apartados de los demás, Irye y Ashra se habían envuelto en las mantas. El chico estaba dormido sobre las piernas del elfo como un cachorro, y el quel'dorei tenía la armadura aún puesta y un sable a mano, como era habitual en él. El cuero remachado se ceñía al cuerpo alto y flexible, y los fieros rostros de lobo de las hombreras miraban a ambos lados con ojos de fuego. La cabeza del muchacho reposaba en un hueco del brazo del mercenario. Tenía los párpados cerrados.

Haari estaba arrodillada frente a Ashra. Le hablaba en un susurro, mirándole directamente a los ojos. Los de él la observaban, azules y gélidos.

- ¿Por qué dices eso? - replicó tras largo rato el elfo.
- Está...
- Maldito

Ashra terminó por ella. Sus voces eran murmullos suaves en la luz de la noche. El elfo del cabello claro estaba pegado a la roca, en la sombra. Sobre Haari caía toda la plata del cielo como una cascada, arrancándole destellos a su piel, a su cabello, a los adornos de su capa.

- Sé que piensas que todos lo estamos, Ashra - prosiguió ella - pero esto es algo que casi puedo tocar. Está maldito, hay algo antinatural en él.
-Supongo que es lógico. Teniendo en cuenta dónde le encontramos. Quizá está enfermo - repuso él, los dedos deslizándose por los cabellos extraños del muchacho - Quizá su alma necesita sanar.

Haari meneó la cabeza. Era muy difícil intentar hacerle entender lo que sentía en lo profundo de su espíritu, esa inquietud tan violenta en lo que respectaba al muchacho. Además, había algo en la postura corporal de Ashra, en su manera de mantener al chico sujeto cerca de él, de rozarle con las yemas, que le hacía temer que ya fuera tarde para muchas cosas. ¿Como podía mostrarle lo que ella veía?

- Y, ¿eso es lo que quieres? - preguntó de nuevo la Zulfi, en un susurro muy leve, algo apremiante - ¿Sanarle? ¿Curar su alma?
- No soy sanador.

Un destello virulento cruzó por las pupilas azules de Ashra. Haari asintió, moderando su tono. Aquel elfo era su amigo, era más que eso. Confiaba plenamente en él. Nunca habían hablado mucho, él no poseía demasiadas palabras al parecer, y ella era más amiga de la acción que del decir. Y sin embargo, se habían arriesgado el uno por el otro. Se habían protegido, habían luchado codo con codo, y esas cosas tienden lazos, cintas que se anudan y crean vínculos. Las personas se conocen. Y Haari sabía que si Ashra se ponía a la defensiva más de lo que ya lo estaba, no habría nada que hacer. Por el momento, al menos, la escuchaba. Y encontró la palabra clave, la manera exacta de abrirse camino.

- Estoy preocupada - dijo, colocando las manos sobre la arena y agachando la cabeza un tanto - Explícamelo. Me gustaría que lo hicieras.

Ashra suspiró, se apartó un mechón de cabello del hombro y asintió, removiéndose y estrechando al chico dormido, cubriéndole con la capa como un padre que arropa a un hijo. Su voz se dulcificó cuando respondió a la trol.

- No sé si puedo, Zulfi. Al principio le traje por piedad. No podía dejarle allí.

Haari bajó la mirada hacia las mejillas blancas de Irye. Su respiración era pausada. Los rizos negros y rojos se descolgaban sobre la manga de cuero negro del mercenario, como hiedras coloreadas, como algas en una ruina submarina. Bajo las espesas pestañas oscuras, Haari adivinaba los ojos rosados y opacos, los dos ópalos vacíos de un ser sin alma... pero que había visto destellar en ocasiones con sentimientos imposibles en un ser así, probablemente en una imitación intencionada y cruel de las emociones auténticas con el objetivo de embaucar a su víctima.

- Pero no has querido dejarle en ningún lugar... quieres tenerle contigo todo el tiempo - dijo ella con suavidad - ¿No crees que estaría mejor en Theramore, por ejemplo? Allí hay elfos de los tuyos. También hay humanos, y nacidos-de-los-dos.

- Irye no quiere irse. Y yo tampoco quiero separarme de él.
- Has dicho que no eres sanador, tienes razón. No lo eres - insistió ella, probando otra vía - Si crees que el chico puede curarse el alma, ¿no deberías dejarle en manos de quien pueda ayudarle?

Ashra sonrió a medias, una sonrisa sesgada y algo ácida.

- ¿Y quién me cura a mi, Zulfi?

La trol pestañeó, sorprendida. Luego entrecerró los ojos y se inclinó hacia él.

- ¿Cómo? ¿Qué te ocurre? ¿Es que estás enfermo?
- No entiendes - Ashra meneó la cabeza y desvió la mirada hacia el desierto. Los ojos azules se tiñeron de amargura - Has empezado diciendo que Irye no es bueno para mí. Así has comenzado a hablarme. Pero no sabes nada. ¿Como puedes juzgar tú lo que es bueno o malo para mí? Me está sanando, y tú no te das cuenta. Me está sanando más de lo que lo ha hecho nada... nunca.

Haari apretó los dedos sobre la toga. Un fuego de rabia líquida le trepó por la garganta, y miró al chiquillo dormido un instante, maldiciéndole para sus adentros y deseando íntimamente estrangularle y arrojarle a una zanja. Qué bien había trabajado el djinn. Astuto como una víbora. Había encontrado las heridas secretas de Ashra y se había filtrado por ellas como bálsamo, y ahora... ahora su amigo pensaba que ese crío le hacía bien.

- Ashra, a veces... - hizo una pausa. La situación era grave, tenía que proceder con cuidado - A veces, la gente desesperada, que necesita protección, como este chico... puede ser manipuladora y jugar con nuestros sentimientos... quizá lo que hoy te parece dulce, mañana se pudra sobre tu lengua, Ashra.

El elfo arqueó una ceja. Luego su sonrisa se ensanchó y se rió entre dientes, de nuevo una risa irónica y vieja, seguida de un suspiro. La arena espejeaba bajo la luz de la luna, y las estrellas rutilantes se reflejaban en los ojos azules del quel'dorei, a la sombra del muro.

- No creas que no lo sé. No creas que soy idiota. Otros frutos se han convertido en ceniza entre mis dedos, sé como es el mundo, cómo es la gente y cómo es la vida.

- ¿Entonces qué te ocurre, no te das cuenta de lo que te está haciendo? - Haari casi alzó la voz, inclinándose hacia adelante para enfrentarle más directamente - Te está encadenando, se está aprovechando de tí. Deshazte de él. Por el bien de los dos, y por el bien de todos.

Haari respiró aliviada cuando al fin lo soltó, mordiéndose la lengua para no decir más, no decir aquello que Ashra jamás creería y que destrozaría toda su argumentación: la verdad pura y sencilla. Que el chico era un djinn y que era peligroso. Suelto o encadenado, era como llevar un áspid enredada al cuello. La mirada del mercenario era la misma, no se había endurecido y estaba mirándola casi con nostalgia.

- Haari...
- Estoy preocupada de verdad, Ashra. - insistió - Estás haciéndote daño, aunque no lo veas. Estás abrazando veneno, y algún día te hará enfermar. No hoy ni mañana.
- ¿Acaso no te has aprovechado tu también de mi?

La trol frunció el ceño y dejó caer la cabeza hacia adelante. Desolada y agotada. No lo iba a conseguir.

- No más que tu de mí - susurró con suavidad.
- Así es la vida. Él se aprovecha, pero yo también de él, saco beneficio, y también Irye. Esto no es nada nuevo. Sé lo que hago. Y no es asunto tuyo, en cualquier caso.
- No es lo mismo.

Haari alzó la cabeza, incorporándose, y no dijo más. Los ojos azules tenían una advertencia soterrada, más allá del sincero afecto que le transmitían.

- No, no es lo mismo - acordó él - Esta vez me estoy beneficiando más. No te haces una idea de cuánto... y de lo que significa para mí.

La zulfi se estremeció cuando un viento gélido le rozó la nuca. Un susurro misterioso se deslizó en sus oídos, imágenes, presentimientos y palabras que los espíritus estaban volcando sobre ella mientras contemplaba la sombra en la sombra del muro, al elfo de ojos penetrantes cuyo semblante se desdibujaba en la oscuridad, cuya mirada era el corte afilado de un cuchillo. Casi lo sintió en la carne, y una profunda pena se abrió en su corazón.

- Comprendo.

Las colas de zorro se agitaron cuando el aire se embraveció. Haari se arrebujó en la capa. Echó una última mirada a la figura de Irye, envuelta por los brazos de su protector, y se giró para regresar al campamento. La luna la miró con su ojo pálido, y en ella vio reflejadas las visiones que le habían traido los espíritus.

"¿Seré lo bastante fuerte como para cumplir con mi parte?", se preguntó. Aquella noche, dispondría los tótem y buscaría a los Loa para pedirles que la confortaran. Haari tenía miedo, y ni las estrellas más brillantes ni los abrazos del más cercano amigo podrían limpiarlo del todo de ella, pues seguiría teniéndolo por mucho, mucho tiempo.