miércoles, 18 de noviembre de 2009

Lo que esconde La Madriguera

A quien pueda interesar:

En realidad, esto no es idea mía. Tengo que señalar con el dedo acusador a una de mis mejores amigas, que plantó la semilla de la idea, tras tragarse uno tras otro muchos de mis relatos cerdiles, bautizados con el nombre de Guarrerías Por Que Sí (o eso suelo poner a veces en el asunto cuando los envío por email).

Ella tuvo la idea de hacer un apartado en su blog para compartir relatos más subidos de tono, a veces directamente obscenos, pero que se mueven en esa ambigua oscuridad entre lo sutil y lo estimulante. Con su permiso y mi gratitud, le he copiado vilmente la idea. Las buenas ideas hay que aprovecharlas, ¿no?

En lugar de crear un apartado, yo me he decidido a abrir un nuevo blog. En principio, aquí vais a encontrar muchas aventuras fogosas protagonizadas por personajes diversos. Los apartados "El marino", "El soldado"y "El cruzado" vienen a ser un bonito compendio de las sexuales andanzas de Ahti, un elfo bastante peculiar que comenzó siendo marino, luego soldado y por último, paladín. Original, verdad? Lo sé, pero no quería quebrarme la cabeza con los títulos.

El apartado "Las Serpientes" se centra en Ahti y Theron. Muchos de esos escritos están narrados desde el punto de vista del susodicho Theron, aun hay muy pocos desde la mirada del rubio... pero todo se andará. Seguramente sea el que tenga contenidos más místicos y también más duros para la sensibilidad en algunas ocasiones.

El apartado "La Madriguera", que aun no está inagurado, combina un poco de todo. Personajes anónimos y perversiones varias.

Recordad que este sitio NO ES APTO PARA MENORES DE 18 AÑOS, porque aunque una intenta ser elegante, las cosas son lo que son. Sin más, espero que disfrutéis mucho de estas historias sugerentes, tanto como lo hacéis de las que no lo son.

NOTA: Añadidas nuevas etiquetas. "Oscura Obsesión", que recoge relatos variados de un tinte fundamentalmente psicológico y angst, y "Ashra", con relatos sobre Bheril Hojazul. No le voy a hacer un blog, para cuatro cosillas que voy a colgar... :)


Las Serpientes - Eternidad (II)

Y así es como se inicia el cataclismo. Sus lazos son como las hebras entre los dedos de un niño de ojos dispares, que juega a hacer figuras, cruzándolas, entrecruzándolas. Abre las manos y la tensión aumenta, casi hasta partirlas. Une las yemas y se aflojan, desapareciendo en un crisol de luz y sombras. Pero ahora las está enredando, tirando de ellas mientras las enrosca en los pulgares, que se acercan irremisiblemente, ansiando tocarse.

Las hebras se clavan en la carne hasta cortarles, se cierran en su mente y les apremian. Espolean las monturas.

Atrás ha quedado la bruja, semidesnuda y saciada en el Sagrario. Atrás han quedado los elfos, revolcándose en su propia lascivia, y pronto olvidarán la precipitada marcha del cruzado.

Desidia deja un rastro de hierba quemada a su paso, mientras el brujo la espolea con desesperación, clavándole los talones sin contemplación alguna. Elazel no necesita más arenga que la voluntad anhelante del jinete, y se desliza sin apenas tocar el suelo como una estrella fugaz.

Cabalgan dispuestos a colisionar, con el palpitar de los corazones acompasados y el mismo nudo en las entrañas. Hambre y sed. Vacío y silencio. Luz y sombra, que aspiran a limpiarse las telarañas de la soledad de quien sabe que hay algo más, lo ha vislumbrado y, precipitado de nuevo al suelo desde el umbral de un paraíso, trata de rozarlo con la punta de los dedos.

Cuando llegan a su destino, las ruinas del Enclave Escarlata les reciben con un cielo abarrotado de nubes y lluvia sucia, deshabitado como un templo sin ídolos. Rodrith tira de las riendas para evitar que su yegua golpee al corcel infernal, que acaba de caracolear frente a la puerta de la capilla. Theron jadea y aplaca a Desidia.

La lluvia les moja los cabellos. Tintinea sobre las placas de la armadura del cruzado y deja marcas oscuras en la toga del brujo. La mirada inflamada de llamas de vil se encuentra con su otra mirada, la que arde con fuego sagrado, y se reconocen, se acarician a distancia, dándose la bienvenida. Las manos les tiemblan levemente.

- Ni siquiera me has dado tiempo a torturarme esperándote – resuella el paladín. Su pecho sube y baja, como si no hubiera aire suficiente para llenarle los pulmones, y la voz enronquecida es un preludio de contención desesperada. No hay sonrisa en sus labios.

- Hemos tenido horas para eso – responde el brujo, tomando aire a su vez. - Todas las del día.

Cuando descienden de los caballos y se arrojan contra el otro, casi se golpean, atropellándose, agrediéndose, en ese territorio confuso donde no hay suficientes manos para tocarse, donde las caricias se confunden sin saber a dónde dirigirse primero, desorientadas, y el torpor de la ansiedad hace que las bocas no acierten a encontrarse.

Se empujan contra la puerta de la capilla, que se abre a su paso con un golpe sordo. Las velas no arden, pero el aroma a incienso aún flota en el aire, junto al olor picante y persistente del vil, y algo más oscuro y más ajeno. La lluvia entra tras ellos, goteando en el suelo mullido, y el viento frío e insano se abre paso en el interior.

Arrojándose al suelo el uno al otro, caen a la vez, respirando agitadamente. Ruedan sobre las alfombras, arrancándose las prendas. Theron se pelea con las correas y los cierres de la armadura, mientras Rodrith tironea de la túnica con insistencia y hace saltar costuras con un gruñido sordo, bebiéndose el aliento del otro entre las lenguas enredadas.

Los pensamientos coherentes, las mentes amuebladas, bien construidas, son retiradas como el decorado de un teatro al terminar la función, y en la penumbra, bailan y se enredan las sombras y la luz, sin necesidad de razones ni palabras. Solo el vacío oscuro, hambriento, y la llama intensa que lo devora todo sin saciarse nunca.

- Apaga este jodido fuego – ordena el paladín con voz cortante. Tras el forcejeo, Theron está sobre él, y cuando le arranca el arnés, las alas oscuras, iridiscentes, se despliegan con un movimiento airoso, dejando caer algunas plumas. Los ojos verdes están fijos en los suyos. Si pudiera tocarlos, se quemaría.- Apágalo de una vez.

- Llena el vacío con él – responde el brujo, inclinándose hasta rozar los labios con los suyos. Su voz es al tiempo una súplica y una exhortación – Hazlo arder... consúmelo.

Durante un momento, se miran casi sin respirar. Los dedos del brujo se han posado sobre los labios de su compañero, las manos del cruzado se hunden en los negros cabellos en una caricia lenta y devota. Si aquella mirada fuera sorprendida por alguien ajeno, sin duda no podría entenderlo. Los amantes más entregados, los enemigos más acérrimos envidiarían por igual los matices de esa mirada que comparten, hirviente, a punto de desbordarse, que contiene un muestrario de sentimientos confusos, contradictorios y atroces, dominados por el anhelo de la unión.

Eres hermoso

Al unísono, las dos bocas se funden de nuevo, mordiéndose, adentrándose la una en la otra con avidez, asfixiándose en la plenitud de la saliva y el aliento compartido, y las manos del cruzado se cierran sobre las muñecas del brujo. Es una presión muy real, y la primera punzada le asalta con las uñas que se clavan en la piel tierna y tiran, abriéndola, dejando un rastro de sangre verdosa en sus brazos.

Y Theron siente, estremeciéndose. Siente el dolor, tenue al principio, también en el cuello donde los dientes se cierran con vehemencia. Afilado, cortante, agudo y delicioso. El hermoso dolor, que le arranca un gemido.

Y Rodrith siente. Siente el pálpito del goce extraño y absoluto al escuchar ese gemido, al saberse artífice del sufrimiento, al sentir la sangre correr entre sus labios y sobre sus dedos.

- Acabaré contigo – acierta a murmurar el paladín, con los ojos entrecerrados, abriendo las mandíbulas solo lo suficiente para pronunciar su condena y cerrándolas de nuevo como un cepo ineludible, que esta vez rasga más profundo en un hombro.

Theron forcejea, se agita, con un hilo de saliva descendiendo por su mentón, sanguinolento. Él también le ha herido, y lame esa gota que se escapa, con el sabor chispeante de la sangre luminosa levemente disuelto en su propio sabor.

- Conviérteme en cenizas... - murmura, desafiándole, cuando se ve arrojado al suelo con el peso del cruzado sobre él. Las alas se han abierto asimétricas en el suelo. - No lo evites más. No lo evites...

El cuerpo del brujo se va cubriendo lentamente de las marcas violentas, como una réplica de las cicatrices de su compañero. Abiertas a dentelladas, a tirones, cada una le arranca un jadeo y un gemido, transportándole más y más lejos del vacío aún más doloroso que el dolor, despertándole los sentidos. Y Rodrith se inflama con la visión de esta tortura cuando al fin es libre para rasgar, desollar y hacer saltar la sangre de su envoltorio mórbido, hacer brotar el sudor de los poros. Lame y engulle el verde incienso del demonio, que le llena la lengua con un sabor conocido y anhelado en el que puede percibir cada matiz, con el rugido perpetuo vibrando en la garganta.

Con una mano tensa, el paladín tantea el suelo en busca de la daga que esconde en las botas, aún con los labios hundidos en una herida abierta cuyo licor le quema la garganta y le produce náuseas, mientras la otra forcejea con el cuerpo sanguinolento de Theron, que se debate bajo él con la respiración acelerada. Brota la luz, con un cosquilleo, restañando la carne castigada con un bálsamo agridulce y el brujo se remueve.

- No lo evites...- repite, en un murmullo quejumbroso, suplicante. - Es inútil.
- No voy a hacerlo. - El paladín se alza sobre él con la daga empuñada. Clava las rodillas en sus costados e inclina la cabeza, mirándole con ojos turbios, inundados ya por la desesperación que le agita. - Te necesito más que el aire.

La daga desciende, se oye el sonido del metal al perforar y el grito del brujo rompe la quietud de la noche. Arquea la espalda, mordiéndose los labios, apretando los dientes, y se debate. Rodrith, con un estremecimiento febril, hace volar la diestra para atraparle las muñecas por encima de la cabeza, anclándolas al suelo con dedos férreos.

- Te necesito más que a mi propio corazón.

La hoja sale del hogar donde se alojaba y asciende, para volver a precipitarse sobre la carne. El rostro de Theron se contrae y grita de nuevo, temblando, bañado de sudor. El sollozo le rompe la garganta, y la mueca que esboza es al tiempo un gesto sufriente y una sonrisa. Y el paladín le mira, casi sin poder respirar, temblando levemente y con la expresión perdida, vacía, delirante.

- Eres mío – murmura, con un susurro cortante, apuñalándole una y otra vez.

Cada golpe recibe después su cura, cuando ya la sangre ha brotado y el grito se ha liberado, cada corte es cerrado con la luz burbujeante en un ir y venir de sufrimiento y consuelo que hacen ondular la mente del brujo. La mano temblorosa que sostiene el arma la deja caer.

Hambre

Se precipita hacia el cuerpo condenado por su mano, cubriéndose con el fluido verde, empapándose el rostro con él, ungiendo al demonio con su propia esencia vital, embarrándole de la ponzoña que ha escapado de las venas abiertas con caricias intensas que acaban convirtiéndose en arañazos.

Theron ya no respira, su aliento es una consecución de gritos ahogados, gemidos sordos y jadeos que hacen ondular su pecho, mantiene los ojos muy abiertos, con el verde trémulo vibrando a causa de la confusión placentera y horrible con la que se embotan sus sentidos. Y Rodrith deja escapar el rugido cuando, con el cabello sobre el rostro, desciende por su cuerpo con los labios abiertos. Las zarpas arañan el vientre del brujo, escarbando en él hasta enterrar los dedos en la carne, y sus fauces engullen la virilidad pulsante de su compañero, sumergiéndola entre los labios, aspirando hasta el límite con voracidad desatada, exprimiéndole sin compasión, queriendo extraer algo, lo que sea, de aquella presa que le enciende una avidez incontrolable.

- ¡Basta!

El grito es una súplica, los dedos del brujo se cierran en los cabellos del paladín cuando su aliento se convierte en un estertor arrítmico. La caricia húmeda quema entre sus piernas y la succión es dolorosa. Y sin embargo, sus latidos se aceleran aun más, al borde de un colapso que no parece llegar.

Lenguas de llamas se extienden por su piel, bajo ella, despertando los estímulos y un nudo le ahoga la garganta, parpadea levemente, tirando de las hebras doradas, sin conseguir mas que un ronroneo intenso que suena a advertencia. Se siente cercano a la inconsciencia, en las puertas de la muerte, y se deleita en ello, lo disfruta, sin poder escapar, sin querer hacerlo. Siente los dientes arañar suavemente su sexo, clavándose un instante con una punzada que casi le hace saltar, y la luz lame su cuerpo nuevamente.

Mareado, desarmado, deja caer las manos y solo puede temblar y abandonarse.

- Ya basta... - y apenas es un hilo de voz.

El paladín desliza los brazos bajo sus rodillas y aparta el rostro finalmente, con un sonido húmedo, tomando aire como si acabara de alcanzar la superficie. Trepa por su cuerpo con los movimientos de un animal, hundiendo los dedos en las alfombras, y con las piernas del brujo sobre sus hombros, asciende hasta su rostro. Y se hablan en susurros.

- Ya basta...
- No
- Ya basta
- No es suficiente

Conoce la respuesta. No desea otra. Ninguno la desea. Se miran, ojos sufrientes, colapsados, y ojos ausentes, anegados por un deseo enfermo, incomprensible hasta para ellos. Y al fondo de aquel esplendor caótico, ámbar y jade, algo más. Algo inabarcable que les hace contemplarse extasiados, deleitarse en el espejo que les muestra lo que son.

El cabello de resplandor plateado se enreda con las hebras oscuras, sinuosas, como serpientes negras. Theron levanta la cabeza y Rodrith desciende hacia él. Se devoran los labios de nuevo, lamiéndose con lujurioso abandono. Y el brujo aspira su vida en el beso, saboreando el espumoso oleaje de una vitalidad intensa y de sabores potentes, arrancándole también la energía de su cuerpo y su espíritu.

Es un festín de intensidad arrolladora que casi le marea, pero no se detiene hasta que roza los límites, casi hasta desbordarse, sabiendo aún que podría tomar más hasta caer desvanecido. Cuando se apartan, el paladín sacude la cabeza con un gruñido y se tensan los músculos de sus brazos, que casi ceden a la debilidad.

- No eres el único que tiene hambre – resuella Theron, con las piernas colgando en los antebrazos de su compañero. Siente el roce cálido en las puertas, y se contrae instintivamente, con la mirada sumergida en la mirada que a su vez está prendida de la suya.

- Puedes tomar lo que es tuyo – responde el paladín, apretando los dientes, y esta vez su voz es un murmullo grave, vibrante y denso como una caricia de amante – Igual que yo.

Es nuestro

El dolor se abre paso en sus entrañas con la brusca invasión de la carne, dura y caliente. Un dolor más intenso que ninguno, que le destroza sin contención, arrancándole un grito que es sofocado por los labios ávidos y la lengua que le quema en la boca.

Theron se aferra a sus cabellos. Rodrith mantiene los dedos crispados en la alfombra, y los cuerpos se tensan hasta casi romperse, cubiertos de sudor, ondulando con la danza violenta de las largas embestidas. Le clava las uñas en la nuca y aspira de nuevo, haciendo enmudecer los gemidos entrecortados de ambos. Les duele. Les colma. La fuerza que toma del cruzado parece resonar en su interior con el estruendo de la tempestad, y en el abismo insondable se enciende una luciérnaga temblorosa, que se hincha y crece, una galaxia entera que extiende sus tentáculos hasta no dejar ningún resquicio vacío, llenándolo todo. Al mismo tiempo, la tormenta desatada y confusa del paladín se aplaca suavemente al ser absorbida, calmándose las aguas hasta convertirse en un oleaje constante y complaciente, que encuentra por fin el lugar donde ir a morir.

La sombra se desata y acaricia la piel de Rodrith, que aprieta los párpados y tensa la mandíbula, sin apartar los labios, sin dejar de abrirse paso en el abrazo estrecho que le aprisiona, internándose hasta enterrarse en él, sin importarle el dolor que siente como propio, las suaves vibraciones de placer, la náusea ardiente en su estómago por la sangre ajena y oscura que ha bebido o el agotamiento al que le somete su compañero, privándole de las fuerzas lentamente.

La luz centellea y ondula sobre el cuerpo de Theron, que se aferra a él con desesperación, sin ser consciente ya del sufrimiento de las heridas, abandonándose a la corriente que le arrastra, colmándole, con el espíritu presa de un delirio que no le permite distinguir entre placer y dolor, si es que hay diferencia. Porque ahora todo está bien.

Al borde del agotamiento, el paladín aún arremete contra su compañero, gruñendo con intensidad. Theron aparta los labios de él cuando toma aire con un estertor, los ojos muy abiertos y fijos en el techo, viendo más allá. Su espalda se arquea y grita con un sollozo, y el rugido se funde con su voz. La penumbra estalla y se disuelve, y estalla otra vez, cuando la semilla se libera al unísono, abrasando y barriendo a su paso con llamas de oro y púrpura.

Se detienen las respiraciones por un instante, y el rumor del mar inunda sus oídos. El mar... el ancho mar, el mar eterno. Creen ser agua salada, arena fina y polvo de estrellas, que danzan entremezclándose, sin importar donde empieza la playa y donde acaba el océano, porque el agua se cuela en la arena y la arena es arrastrada por las olas.

El mar eterno que se aleja y se une de nuevo, en un ciclo infinito. Es la plenitud la que resuena a su alrededor en un momento tan breve como el parpadeo de una llama que muere. Y los cuerpos se derrumban, liberados de toda tensión, con un último sollozo.

Theron yace inconsciente. Rodrith siente cómo le arrastra el desvanecimiento, y guarda las últimas energías para tirar de la alfombra y envolverles con ella, abrazando al brujo contra si, queriendo que su vigilia se apague al fin para no saborear el regreso amargo a la distancia. Le estrecha con fuerza, y percibe el débil movimiento del cuerpo maltratado que se pega al suyo.

Porque es nuestro. Porque nadie puede entenderlo. Y porque no importa en realidad. No importa cuanto daño podamos soportar, cuanto goce podamos disfrutar, ni si está bien o mal. Como satélites, orbitamos alrededor del otro, envueltos por la luz, cegados por la sombra. Giramos con el magnetismo que nos empuja lejos al tiempo que nos atrae, luchando contra la gravedad inevitable que nos lleva a estrellarnos una y otra vez, a destruirnos lentamente y renacer de nuevo. Pero todo es nuestro. El sufrimiento atroz y el éxtasis del placer, la suave melancolía y la ira violenta, el amor arrollador y el odio desenfrenado.

Y cuando me angustie la ausencia, hiéreme. Y cuando el hambre me atenace, deja que te muerda. Regálame la tortura. Regálame la liberación. Cuando el vacío me lleve, inúndalo con tu universo. Cuando no pueda contener mi universo, deja que lo vierta en tu profundo abismo. Tira de mis hilos hacia ti si me pierdo, y no me apartes aunque nos queme la hoguera infinita. Déjame respirar tu aliento si me falta el aire, y no me sueltes aunque te arañe. Abrázame aunque no me comprendas. Ámame aunque me odies. Condéname contigo o sálvanos a los dos, pero nunca nos salves de nosotros. Aliméntate de mi sabor hasta que no puedas más, y cuando no puedas más, sigue haciéndolo. Apóyate sobre mi aunque caigamos juntos. Sepulta tus miedos en mi carne y arranca mis pesadillas a mordiscos. Limpia mis lágrimas enquistadas con la caricia de tus dedos arrancándome el alma. El dolor que me causas me destroza con una eterna agonía, y en ella me deleito; es la prueba de tu existencia, el precio por encontrarte. Porque sin ti, mi otra parte, tú que me completas, el mundo no es más que un espejismo en un desierto en el que todo se deshace en formas grotescas y sin sentido

Porque es nuestro. Porque no lo entendemos. Pero estamos marcados con el sello de la eternidad, y bailaremos como agua y arena, el uno alrededor del otro, uniéndonos y separándonos, sin nunca soltar las manos, mientras canta para nosotros la Creación. Porque eres mío, para siempre.






Las Serpientes - Eternidad (I)

La oscuridad de la noche se extiende afuera, pero en la taberna el resplandor de las velas y la hoguera crean un ambiente cálido. Renée mira alrededor, con el gesto adusto de siempre, y en las sillas junto a la barra, la conversación discurre de un modo agradable.

Rodrith Astorel Albagrana, paladín, soldado del Alba Argenta y Cruzado, ríe suavemente ante el comentario de la joven que se sienta a su lado, con la pipa entre los dientes, la petaca en una mano y la otra sobre su muslo. Un par de chicas más coquetean en las dos sillas contiguas, y el joven guerrero que les acompaña les mira de reojo con gesto malicioso.

- Así que servís en el Norte – dice una de ellas. Tiene el cabello casi blanco y las formas juveniles apenas se adivinan bajo las ropas que la cubren hasta el cuello. Sin embargo, el leve rubor de sus mejillas y el modo en que se muerde el labio delatan la curiosidad de la inocencia y el adolescente anhelo de empujar esa inocencia por un abismo.

- Así es – responde él, ladeando la cabeza y posando los ojos color ámbar, levemente enturbiados, sobre la muchacha. - Aunque yo no lo llamaría un servicio.

- ¿Es un entretenimiento acaso? - replica otra de ellas. Es pelirroja, y en su rostro se revela la picardía de quien ha rodado entre las sábanas más de una vez y ha hecho enloquecer a más de uno, o de una. Su cuerpo bien formado se exhibe a través de las aberturas de la toga, y el olor dulzón que desprende golpea los sentidos e incita al hambre.

Rodrith arquea la ceja y ensancha la sonrisa, haciendo crujir la boquilla de la pipa.

- Es una manera de verlo – aclara, haciendo un gesto con la mano. - Veréis, yo creo que es una vocación.

- ¿Vocación? - dice la que está a su lado. Es morena y su perfume habla de misterio, de artes ocultas y de capas y capas que profundizan hasta llegar a un centro podrido y corrupto. Siente en ella la presencia demoníaca, cercana, y sabe a ciencia cierta lo que busca de su persona. Aun así, le aprieta el muslo. - ¿Vocación por salvar el mundo?

- Vocación por destruir – replica, apresándola con una mirada virulenta, sin perder la sonrisa – pero de un modo... constructivo.

La muchacha se ríe suavemente, desviando los ojos, y las otras la imitan, una con timidez, la otra con cierta picardía. El joven menea la cabeza, con una sonrisa sesgada, sin dejar de mirarle de soslayo.

Tiene hambre. La pulsación es leve, pero la contención prolongada no deja de acuciarle, y siente el arañazo de la garra en su interior, gruñendo suavemente.

Ya sabes como es. Sedúceles a todos, subid arriba. Cierra la puerta con llave y bloquea las ventanas. El muchacho quizá oponga más resistencia, doblégale el primero... o deja que se recreen, mórbidos y sensuales con impunidad, y cuando estén arrebatados por el deseo, entonces déjame salir. Déjame salir y arráncales la piel... clávales los dientes, tira de sus cabellos y destrózalos a todos. ¿Sientes el olor de la sangre salpicar, los gemidos contenidos, el olor del miedo?


-No creo que vuestra vocación sea... eso – murmura la más joven. Sostiene una copa de zumo entre las manos y su voz es casi infantil.

Rodrith se lame los labios y la mira, echándose hacia atrás en la silla, sin apartar la mano del muslo de la bruja. Le parece ver encenderse más intensamente el rubor de la adolescente.

- ¿Cual era vuestro nombre? - pregunta bajando la voz. No aleja los ojos de ella, consciente del influjo que en ocasiones produce en los demás.

- Myra, señor – La respuesta llega con voz algo temblorosa. Le hace un gesto, tendiéndole la mano, y ve la duda en sus ojos. Cuando finalmente la chica se levanta y avanza hacia él, recoge sus dedos entre los suyos, acercándola con un movimiento suave pero imperativo, y casi siente su aliento en los labios. La nota trémula como una flor azotada por la brisa, y los grandes ojos le miran con temor y reverencia.

- Myra... - susurra con una media sonrisa – en el mundo hay dos clases de personas. Los que siembran y los que talan. Y a mi se me da mejor talar.

La chica sonríe insegura, se recoge un mechón de cabello tras las orejas y balbucea algo ininteligible. Solo vuelve a su asiento cuando él la suelta. Syrhia, la elfa morena, reprime una risilla irónica, mientras la pelirroja echa la cabeza hacia atrás y arquea la ceja.

Hazlo ya. Mírales. Están encandilados. Quieren más, quieren más de ti. Dáselo. Muéstrales lo que eres, ellos lo desean, lo están deseando.

El joven caballero está diciendo algo más, pero no le escucha. Solo está atento a las miradas lúbricas, las lenguas que asoman para humedecer los labios, las manos que se estiran las togas sobre el cuerpo, los olores opuestos que se funden y las constantes señales que le llegan. Puede oler la lujuria. Sabe captar ese matiz, y en ese momento flota en el ambiente de un modo arrollador.

Cuando la bruja se mueve sobre su silla y hace que su mano acceda a la parte superior del muslo, la pelirroja ya está acariciando el cabello de Myra, que se agita con cierta inseguridad y no aparta la mirada de él. Y el muchacho le ha guiñado un ojo con disimulo.

- ¿Es cierto que los cruzados hacen votos de castidad? - pregunta Dannia, la pelirroja.

Rodrith sonríe a medias, y cuando responde sabe que su voz suena enronquecida.

- Algunos.
- ¿Y vos?
- Los hice una vez y tardé dos semanas en romperlos.

Los rompí por su culpa. Maldito sea. Bendito sea.

El caballero se rie entre dientes.


- Dos semanas es mucho tiempo.
- No puedes ni imaginarlo.

Cuando los cinco intercambian sonrisas, la intención es ahora más clara que nunca.

- ¿Sabeis que hay unas vistas geniales desde el piso de arriba? - dice Shyria.

El grupo no tarda demasiado en subir las escaleras, unos tras otros, rozándose suavemente. Rodrith se toma su tiempo. Sabe hacerse esperar, y esa es una de las mejores partes de la caza. Cuando las presas no saben aún que lo son.

- No me mires así – dice, sonriendo a medias a Renée, mientras asciende escaleras arriba.

La renegada suelta un bufido y se cruza de brazos, murmurando sus quejas en viscerálico a media voz.


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Las luces del Sagrario deberían aturdirle levemente, y el aroma del vil de su compañera, al menos despertarle algún tipo de anhelo. Sin embargo, el ardor que le arrebata es casi demasiado débil, y las formas sugerentes que muestra ante él sin ningún pudor le enardecen, sí, pero nada es tan intenso como debería.

- Dame de tu sangre – murmura ella, sosteniéndole la cabeza. Está sentada a horcajadas sobre él y juguetea con los colmillos en su cuello y en sus labios, lamiéndole con abandono mientras estrecha los pechos, llenos y suaves, contra su cuerpo.
- No tienes bastante, ¿no?

Ella suelta una carcajada y cierra los dedos en torno a su sexo, mirándole con gesto malicioso.

- ¿Es que tu si?

Theron la mira, mostrando los colmillos, y gruñe suavemente.

- No... yo tampoco.

Se arroja sobre ella de nuevo, mordiéndola y sujetándole las muñecas con las manos. La ha poseído dos veces ya, y sin embargo no está colmado. Porque nunca es bastante. Porque el alivio es agradable, es liberador, pero al instante vuelve a gritar el agujero en su interior, vacío, donde las voces y los aullidos reverberan cada vez más claramente.

Cuando vuelve a hundirse en ella, espoleado por una urgencia ansiosa, ya sabe que no encontrará tampoco entonces lo que busca, pero aun así, ahonda violentamente en su interior, jadeando, dejándose abrazar por la suavidad de sus pliegues que invade sin compasión, arañándole los pechos con los dientes y tratando de sepultar el desasosiego con la anestesia de las sensaciones.

Pero el poder que ejerce sobre ella no es bastante. Tampoco los estímulos de la piel, ni los gemidos de la bruja que le muerde los hombros y lame la sangre con desesperación y entrega, ni sus murmullos ahogados.

Empuja hasta agotarse, y el clímax casi le duele. Tras la explosión, el regusto que deja el reposo es amargo y algo insípido. La frustración comienza a golpearle, a pesar de las caricias que ella le regala, perezosa y brillante de sudor.

- Quiero más... - murmura ella en su oido.
- Yo también – responde quedamente.

Su mirada se ha perdido en el techo y observa las luces verdosas con resignación, el semblante inexpresivo.

El vacío es tan silencioso que casi ensordece. Le hace querer encogerse sobre sí mismo, retorcerse como una serpiente hasta desaparecer, disolverse, no existir. El vacío le ha robado gran parte de las percepciones que antes disfrutaba, y comprobarlo día tras día le hace hundirse lentamente en la desazón y la indolencia.

Ella se mueve de nuevo encima suya, pero apenas es consciente. La nada le abraza con dedos aún más envolventes, suaves, invisibles, cubriendo su cuerpo y su espíritu con algodones que hacen que todo parezca lejano y ajeno.

- Dame tu sangre...

La lengua se desliza de nuevo sobre su pecho, marcando una huella húmeda. Aprieta los labios y cierra los ojos, concentrándose para volver a pisar la realidad con pies firmes, pero eso no ayuda. “No ayuda”.


Y entonces llega el tirón.


Como una llamada similar, al otro lado de un abismo extenso. La sensación de una mirada, de una presencia, que esta vez si, hacen que algo comience a encogerse en su estómago.


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No es suficiente. Lenguas enredadas, manos, piel húmeda y olores fundidos sobre las sábanas, el calor animal de los cuerpos que se mueven, ondulantes. Los prueba a todos, uno a uno, lamiendo sus sabores, mordiendo suavemente las carnes, pero ninguna le sacia. El gusto en su lengua es estimulante, pero le resulta poco intenso.

Solo si los desuellas lentamente y escuchas sus gritos... solo si abres los cuerpos hasta que puedas ver cuanto contienen y lo arrancas con los dientes...

Hace callar al oso, removiéndose entre la orgía desenfrenada. No sabe quién hace qué, pero no importa. Es agradable, le inflama la sangre en las venas, pero no es suficiente. Y sabe por qué.

“Todo no me basta”, se dice, jadeando entrecortadamente con un contacto húmedo entre las piernas. Alguien ha hundido los labios allí abajo, despertando una llamada lejana. “Todo no es lo que necesito”.

Y escucha, siente, a través de un vínculo mayor y más profundo, la misma ansiedad al otro lado. Llega el tirón.

La sensación de un aroma, de una sombra, que inflama un único latido en su pulso, el más violento y más ambicioso, que una vez escuchado hace que todos los demás no valgan nada, por muy necesarios que sean para que la sangre siga fluyendo.

... y así empieza

El Soldado - Ivaine


- Te detesto
            Su voz me llega como un susurro, áspero, insolente, hiriéndome en el alma con una sensación brutalmente anhelada.
En el exterior cae la nieve. Es invierno eterno mas allá de estas paredes, pero aquí dentro, en el pequeño refugio, la atmósfera es húmeda y cálida. Una pequeña selva tropical que hemos desatado a lo largo de las horas, donde el sudor se evapora contra el fuego de la piel y los aromas agridulces de los cuerpos inflamados asemejan los de las flores tiernas de una extraña primavera.
- Te detesto…
            Las palabras se repiten, entrecortadas. Apenas podemos respirar, mis propios pulmones parecen anegados por el espeso néctar de la pasión desatada. Sujeto su rostro con los dedos y la observo, incrédulo todavía.
Es ella. Sé que es ella. Reconozco su olor, su mirada de volcanes desatados que prende en la mía y las hogueras se alimentan. Sé que es ella, sé que ha vuelto, pero no puedo asumirlo aún.
            Sus mejillas se cubren de un tenue rubor, tiene el cabello revuelto sobre el suelo y su expresión es exigente. Pone las manos sobre mis hombros, me mira, respirando entre dientes, regando mis labios con su aliento.
- Me honras con tu desdén.
            No se si lo he pensado o lo llegué a decir, la lengua que se enreda en la mía lo hace con la misma insistencia, el roce de los labios ardientes me flagela y me espolea.

Hace tiempo que dejamos de pensar. Hace tiempo que nos despojamos de la desesperación y la angustia. La primera vez fue un choque violento y ansioso, con la segunda barrimos los restos, y con la tercera nos limpiamos por completo.
Pero nunca es suficiente. Nunca es lo suficientemente cerca, nunca es el éxtasis recompensa que equilibre el padecimiento de las largas ausencias. Aun agotados y sin fuerzas, nos arrojamos de nuevo a la hoguera, avivándola con la esperanza de consumirnos al fin.

La apreso entre mis manos, con mi cuerpo sobre el suyo. El mapa de piel cremosa que tengo ante mi no me es desconocido. Nunca me perdería en el, cada curva y recoveco, cada textura y sabor me son familiares, y me entrego a todos sus caminos, asfixiándome, con los sentidos inundados por la embriaguez que despierta en mi su sola presencia. Los gemidos exigentes empujan la cordura y el control a una reclusión forzada. Mis manos exprimen la carne, la pellizcan, la arañan y la acarician allá donde alcanzan, y no importa el lugar, pues toda ella es delicia incomparable.
Menuda y ágil, como siempre lo fue, con valles suaves y laderas de dura consistencia, músculos formados, carne elástica y viva, vigorosa. No es el cuerpo de una doncella, no es la tierna mullidez de una dama la que recorro. Es su cuerpo de tendones firmes y huesos fortalecidos, de áspero tacto, curtido por el tiempo y el acero.

“Mi mujer, mi mujer, mi mujer de altas torres y murallas poderosas, mi mujer no es una choza, no es una cabaña en el bosque, ella es una fortaleza, una fortaleza de piedra, metal y sangre y carne, y se viste del olor de los combates…”

Bebiendo su saliva, su sudor, me deslizo por la tersa geografía, empujado por un hambre que me cierra la garganta, mientras los pensamientos vagan en mi mente sin sentido.
- Tu lengua me quema en la piel – susurra entre gemidos entrecortados, con ese tono de voz siempre malhumorado. Cierra sus dedos en mis cabellos y clava las uñas en mi espalda, me araña y me muerde, agitándose debajo de mi.
- Es tu piel la que quema mi lengua – acierto a responder altivamente, preguntándome si alguna vez se extinguirá este incendio. Entierro a la húmeda causante de su tribulación en el refugio que me ofrece su ombligo, con los nervios crispados. Quiero tenerla de nuevo, la urgencia me golpea insistentemente, y ella tira de mis cabellos hacia abajo, retorciéndose.

Cedo a sus demandas, permito que me lleve hacia el suave jardín y reposo mis labios en él, aspirando el aroma de su riqueza. Tengo hambre, y aun no quiero abandonarme al ansia de engullir cuanto se me ofrece, aun quiero deleitarme en tiernos bocados, quiero recorrer todo el camino y honrar cada paso, pero ella abre las piernas antes de que pueda hacerlo yo, y todas las buenas intenciones se diluyen. El estremecimiento recorre mi espalda, y la escucho ahogar un grito cuando me precipito hacia mi hogar, hundido el rostro entre la seda caliente de sus muslos.

El sabor de su esencia me ahoga. Respiro en su interior, arropado por las cálidas mantas de su carne, cierro los ojos y trago saliva, queriendo ignorar el rugido insistente que pulsa en mis sienes y entre mis piernas, haciéndome tensar los músculos.
La melodía de su respiración, los gemidos entrecortados, son caricias casi tan dulces como el tacto de la carne húmeda y sensible bajo mis labios, que se aprieta contra mi con una demanda clara.

Conozco su sabor, y aun así, lo pruebo delicadamente con la punta de la lengua, arrasado por el fuego. Es como el trago de un licor espeso y fuerte, hecho de lava y sangre, que enciende mis nervios casi hasta el delirio, así es mi hogar.
Sus dedos se crispan en mi nuca, y aferro sus caderas con los míos, explorando en profundidad aquello que no me es ajeno. Quiero secar toda esa humedad, pero solo consigo que crezca, mas densa y mas caliente, que me atrape y me arrastre más adentro. Son aguas pantanosas con sabor acaramelado, y cuanto más me debato más me entierro en ellas, y me hundo con gusto en su oleaje, sin importar ya si me asfixio en ese cálido abrazo, ardiente como el viento del sur. Me entrego a él sin contenciones, alabándolo con las caricias que me colman también a mi, al tiempo que me encienden, y pronto deja de tener sentido otra cosa que no sea el fruto inagotable del que bebo y me alimento.
- Ya basta
            La he escuchado, pero no me importa. No quiero abandonarlo, ahondo profundamente en ella, abriendo los labios atrapo la carne trémula y delicada, la exprimo y la degusto sin otro objetivo que consumirla. Ya no hay riendas que puedan contenerme, por mucho que tire de mis cabellos.
- ¡Ya basta!
            Percibo en la lengua el sabor de su jugoso incienso, menos penetrante ahora, diluido por los arroyos de mi propia saliva, y paladeo cada delicioso matiz que lo compone, aferrado a su talle que se eleva, tratando de alejarse, retorciéndose y arqueándose como un felino que se resiste a las caricias de su amo. No soy dueño ya de mi, solo puedo sumergirme más, hundirme con indecencia en el lago profundo. Su piel me abrasa, se hincha el sexo palpitante, siento los latidos de la sangre bajo mis labios, el trémulo estremecimiento que contiene hasta el final, y no cedo.
            Porque mañana será tarde. No puedo renunciar al mas ínfimo detalle de lo que compartimos, porque cualquier día puede ser el último. Así es como me entrego, con absoluta indolencia, a su carne, su sangre y su alma, aspirando a retenerla aun consciente de que no puedo prolongarlo eternamente.

“Abres ante mi las puertas de tu bastión… tendidos están los puentes. Entraré… entraré… no me apartes ahora”

            Recorro sus profundidades, gozo en sus puertas palpitantes, camino hacia su interior de suaves contracciones y me baño en su fachada, lamiendo los pétalos y penetrando en el cáliz, ungiéndome de ella para mantener vivo su sabor en mi memoria.
- ¡Basta!
            Se retuerce y empuja mis hombros con sus pies, me tira del pelo, y finalmente consigue romper el hechizo. Cuando levanto la cabeza y la miro, jadeante y desorientado al ser apartado de mis cadenas, aún relamiéndome, veo en sus ojos de grana el mismo ardor hirviente que siento en mis venas.
            Aun entorpecido por el embriagador festín al que me entregaba, no puedo ni quiero reaccionar cuando se arroja contra mi cuerpo, y empujándome por los hombros me estrella contra el suelo, invadiendo mi boca con su lengua.
Nos devoramos con ansia, y si forcejeo es sólo para poder agarrarla, para dejar que mis dedos se alimenten de su carne así como antes hicieron mis labios. Un dolor punzante se dispara entre mis piernas y no puedo ahogar un gruñido.
            Ella se remueve, exhalando el aroma a tierra y sol que me golpea con violencia al agitar los cabellos, y sentada a horcajadas sobre mi, me sumerge, me arrastra al interior.
            Tampoco la vaina caliente y sedosa que se desliza sobre mi sexo, encerrándolo estrechamente, me resulta desconocida. Y sin embargo, tengo que apretar los puños y tensar la mandíbula, con un gruñido sordo, ante la intensa caricia que nunca me deja indiferente. Sólo abro los ojos cuando me ha recogido por completo entre sus pliegues ondulantes, y la veo entonces sobre mi, sonrojada por el deseo, con los párpados entrecerrados, los labios hinchados y rojos, húmedos de saliva, el cabello revuelto y el cuerpo glorioso perlado de sudor. Se me detiene el corazón en el pecho, enardecido por la imagen que tengo ante mi.
            No son solo los apetitos irrefrenables los que me azotan, no es solo el hambre de consumirla y la ansiedad de poseerla, no es solo eso… es el extraño sentimiento que me conmueve al mirarla y hace que algo se funda en el interior de mi corazón, borboteando con una calidez que podría hacerme llorar si lo permitiera.
Porque toda ella es sublime y prodigiosa, desde la carne que la compone hasta el corazón que la anima, los pensamientos que vuelan en su mente y las sensaciones que nacen de su alma. Cada uno de sus aspectos, cada ínfima molécula que habita en este ser que ahora me inflama, es un destello de la gloria más extraordinaria que jamás se ha mostrado ante mi. Y la adoro, porque ella es todos los dioses de todas mis realidades. Y es mía, mía, más mía que mi propio ser. O quizá sea al revés. Pero con Ivaine, eso no me importa una mierda.
La adoro con la caricia de mis dedos en su cuerpo cuando se alza levemente y comienza a moverse sobre mi, con la mirada de mis ojos abiertos, atentos a cada matiz de su imagen, con el latido de mi sangre desbocada y el aire que se me escapa entre los dientes.
Su mirada está atada a la mía, y se inclina hacia delante.
- Quiero llevarte dentro… - murmura. Hermosa como una flor salvaje, crecida entre rocas inhóspitas. El cosquilleo áspero de sus dedos son lenguas de fuego que me espolean, y sin ser consciente, la abrazo y tiro de ella, estrechándola contra mi pecho. Mis caderas se mueven junto a las suyas, y las olas rompen contra el acantilado, barriendo mi consciencia.
Igual que en la batalla, encajamos como engranajes perfectos, nos acompasamos con un instinto antiguo, inexplicable, que nos une desde lo profundo del ser y que siempre ha prevalecido sobre los dos, guiándonos de manera irracional, arrastrándonos en el oleaje. La abrazo, extasiado y presa del embrujo, entregándome a ella para que me asfixie o me destroce si es preciso, y cuando su cuerpo empieza a arder entre mis brazos y su aliento me quema en el cuello cuando lo muerde para ahogar los gritos, cierro los ojos y estrecho los dedos en torno a sus caderas, embistiéndola cuando me embiste, retirándome cuando se retira, golpeándonos con el deleite sublime que ya nos lleva al delirio.
            Cada ataque es una llama que se enciende, alimentando más aún una pira que amenaza con explotar, que se impulsa más y más hacia el firmamento, humeante e incandescente. Me araña los brazos, me muerde el hombro, y yo la aferro con rudeza cuando el aire ya me falta.
            Las violentas pulsaciones de su carne y los gritos sofocados son como el chirrido de los goznes de una puerta que se abre, dejando traslucir la blanca luz al otro lado, y la firme tensión de mi sexo llega al límite, palpita y vomita su semilla cuando, abrazados, ambos somos arrasados por el estremecimiento del éxtasis.
            Durante un tiempo incontable, todo se detiene y la luz fluctúa ante mis ojos, habiendo liberado su esplendor inevitablemente. El mundo se para y los planetas dejan de girar en un aliento contenido. Y cuando al fin exhalamos el aire, desgarrándonos las gargantas, mi hermosa deidad se desploma sobre mi cuerpo y mis brazos caen inertes. Solo puedo concentrarme en respirar y dejarme sosegar por la calma que invade lentamente mi espíritu.
            Ella no se mueve. Aun estoy en su interior, y cuando la abrazo, sumergido en el aroma que a ambos nos pertenece, no tengo ninguna intención de salir.
            Esa es mi casa. Y no pienso marcharme.

martes, 17 de noviembre de 2009

El Cruzado - Erelien

El cielo se había oscurecido en el horizonte y la nieve no dejaba de caer. La mañana era oscura y fría, y Rodrith paseaba distraidamente por la Vanguardia, mordisqueando la pipa, levemente inquieto.

Había despertado en Lunargenta, con aquel estado abotargado y resacoso que le dejaban las sesiones de equilibrio, desequilibrio y experimentación con su par. Había recogido las cosas en silencio, aún amparado por las sombras de la noche, y había salido sin hacer ruido. Cuando ya volaba hacia la cruzada, recordó que había olvidado desatar a su compañero, pero seguro que se las apañaría.

Nada más llegar al Norte, antes de ascender los riscos a lomos de Fantomas hasta la Vanguardia, se había detenido en el Lago Fresno. Las aguas gélidas despertaron punzadas en la carne y en la piel, pero Ahti sabía sufrir, tanto como sabía hacerse sufrir a sí mismo, y las soportó con el vigor con el que se soportan las agujetas o el dolor en los dedos cuando llevas la espada demasiado tiempo.

Ahora, el viento gélido le agitaba los cabellos mojados, mientras daba vueltas en la Avanzada como una bestia ansiosa dentro de una jaula. No había trabajo. Dalfors no estaba. Los comandantes aún no habían llegado y faltaban al menos tres horas para la oración. Solo entonces comenzaría la actividad.

Abrió y cerró los puños, suspirando, y dejó vagar la vista hacia más allá de las montañas. No comprendía su estado de ánimo, aquel nerviosismo, la ansiedad que llevaba pegada al pecho desde hacía demasiado tiempo ya, como una rémora que no se saciaba nunca.

Era consciente de que estaba cambiando. El control sobre sí mismo que había ejercido con férrea disciplina desde tiempo atrás se estaba desvaneciendo lentamente, a medida que las emociones, los sentimientos, iban adquiriendo su libertad y aflorando espontáneamente cuando les daba la gana. El tiempo de la represión llegaba a su fin, y aquellos insectos molestos revoloteaban en su mente, huyendo de las redes que tendía con inútil tesón. Como una crisálida que sale lentamente de su sueño, como el oso que despierta de la hibernación, estaba despertando. Y aquello no le hacía sentirse especialmente bien.

La ansiedad indoblegable era sólo uno más. Había muchos otros. La necesidad, la frustración, el deseo, la empatía instantánea, el afecto, el asco. Todos estallaban como flores primaverales al menor estímulo, desordenados y confusos. Y no podía dejar de pensar que aquello le apartaba de su lugar, de su posición, le hacía... débil.

Rechinó los dientes y se encaminó a grandes zancadas hacia el cruzado más cercano, un joven elfo que acababa de subir al corcel para sustituir a la patrulla de la Brecha.

- ¿Hay algo que hacer? - preguntó a bocajarro, acordándose vagamente de saludar después de haber hablado. - ¿Algún superior, algo... alguien?

El cruzado le observó con cierta sorpresa, antes de negar suavemente, pensativo.

- Creo que no. La patrulla, solamente. Ah... Erelien, creo.

- ¿Dónde está?

- Se fue en aquella dirección. - replicó el cruzado, señalando hacia el este. Rodrith sonrió a medias y le dio las gracias, ajustándose los guantes para trepar.

Seguramente estuviera en la capilla de los titanes. La habían bautizado así hacía un tiempo, cuando el veterano, con toda la razón del mundo, decidió que necesitaban una capilla en la Vanguardia. Ya que los mandos aun no habian tomado cartas al respecto, llevó un estandarte a la pequeña oquedad de la roca y determinó que sería su lugar privado de oración, si es que Rodrith estaba de acuerdo, como descubridor de aquel espacio. El paladín le dio su permiso con una carcajada y un "haz lo que quieras, rey, ese sitio no es sólo mío", y Erelien le indicó amablemente que podía ir a rezar allí cuando quisiera, aconsejándole que mantuviera el secreto, con cierto rubor en las mejillas.

Ascendió, pues, por el penoso ascenso, ayudándose con manos y pies. Podía haber llegado sin problemas usando a Fantomas, pero la escalada era entretenida, arriesgada y suponía actividad. Justo lo que le hacía falta.

No rodaron demasiadas rocas hasta que llegó a la diminuta explanada y se acercó a la gruta, hundiendo las botas en la nieve con fuerza, avisando así de su presencia. Se asomó con el saludo al borde de los labios, a punto de saltar, cuando la imagen en el interior de la improvisada capilla le hizo arquear la ceja y alzar los párpados con sorpresa. La voz se le murió en la lengua y se escurrió hacia su garganta, aovillándose allí hasta que fuera mejor momento para brotar.

Y no es que le escandalizara lo que veía. Simplemente, le había pillado por sorpresa.

Las piezas de la armadura y las ropas del Cruzado veterano estaban dispersas sobre el suelo de roca viva, grisáceas entre la bruma de la mañana cenicienta. El estandarte, observador silencioso, se dibujaba con un leve resplandor de blancura al fondo de la pequeña caverna, y ante él, arrodillado, Erelien se ajustaba los cilicios con gruñidos sordos e insatisfechos. Finos regueros de sangre descendían por los muslos y los brazos, como delicadas vetas de rojo rubí, sin llegar a mancillar el tabardo inmaculado. El largo cabello color miel caía en suaves ondas sobre la espalda fornida y los brazos poderosos, y aunque desde su posición no podía verle el rostro, escuchaba el murmullo doliente de la oración confusa que salía de sus labios.

- Ah, la Luz... Luz Sagrada... - susurraba, como si estuviera incitando a un amante, mientras tiraba de las correas, apretándolas más. - Alcánzame... deja que me sumerja... en el éxtasis... de tu armonía eterna...

Rodrith entrecerró los ojos, apoyándose en la piedra, y cruzó los brazos en silencio. Desde luego, jamás había imaginado a su camarada de esa guisa, y no dejaba de resultar fascinante. Percibió, con la deformación profesional de quien conoce los secretos del dolor, que aquellos cilicios no le bastarían si estaba aspirando a la catarsis. Los había colocado, además, en lugares demasiado duros. Los de las piernas estaban al revés, punzando la zona exterior del muslo en vez de la interior, mucho más sensible, y los de los brazos eran poco más que inútiles. Se lamió los labios, indeciso, mientras el trémulo cruzado desgranaba su oración, y finalmente se decidió a hablar.

Sus palabras sonaron tal vez demasiado suaves, pero no quería violentarle. Al menos no demasiado.

- ¿Necesitas ayuda?

Erelien dio un respingo y se volvió hacia él con un latigazo de cabellos de oro bruñido y la mirada pintada de miedo y vergüenza. Por un instante, el rostro pálido, de doncella, se quedó inmóvil, los ojos de transparente azul fijos en los suyos, enormes como lunas desvaídas. Ninguna respuesta brotó de sus labios.

Rodrith frunció levemente el ceño y se acercó, muy despacio, con una mano extendida ante sí en el gesto del forestal que intenta apaciguar a un animal temeroso.

- No me refiero a las heridas... - dijo de nuevo, casi con dulzura. - Sé que no quieres ayuda para eso... pero... yo he usado estos trastos antes. Puedo decirte cual es... - hizo una pausa, bajando aún más la voz - cual es la mejor manera.

El veterano le observó aún un instante, y luego pareció relajarse. Se giró a medias sobre las rodillas y extendió los brazos hacia él, con los puños cerrados vueltos hacia arriba, sin apartar los ojos de él. "Ojos de gacela", se dijo, sacándose los guantes y acercándose para desatar los broches y apartar las tiras de cuero.

- Debes tener cuidado... para no pinzar ninguna vena importante y esas cosas. Sobre todo en la pierna. Los clavos más grandes no son mejores... lo importante es conocer los puntos donde los nervios son más sensibles. - Explicó con el mismo tono, recorriendo el brazo con los dedos, sin importarle la sangre. - Aquí, por ejemplo.

Cuando apretó la zona interior del brazo del veterano, clavando las uñas un instante, Erelien se estremeció levemente y parpadeó. Se miraron en silencio, mientras los segundos goteaban en la clepsidra del tiempo.

- ¿Tu también haces esto? - murmuró el cruzado, con un hilo de voz.

Rodrith se lamió los labios y desvió la vista hacia otra parte.

- A veces. Cuando... antes, cuando el dolor del alma o el corazón eran demasiado intensos.

Podría ser una confesión, pero realmente, en ese momento no le importaba demasiado. La intimidad de la situación, estrechada por el secreto descubierto de Erelien, convertía aquellos instantes en pequeñas cápsulas seguras y ajenas al resto del universo, donde no había demasiado que esconder.

Erelien se apartó el cabello de la cara, mientras Rodrith le colocaba correctamente los cilicios, dejando que fuera él quien los ciñese. Sin embargo, cuando se llevó los dedos a las hebillas, pareció dudar un instante, y volvió a alzar el rostro hacia el paladín.

- Yo no sé muy bien por qué me hago esto - dijo, parpadeando levemente. - Me duele pero también me... Supongo que soy un enfermo.

Rodrith no pudo evitar sonreír a medias y meneó la cabeza.

- No tienes que darme explicaciones... pero no es ninguna enfermedad - replicó, sosegadamente. Supo que la naturalidad de su voz le había resultado extraña al cruzado, que frunció levemente el ceño con algo de desconfianza. - Todos tenemos nuestros pequeños secretos, y creemos ser los únicos. Pero no lo somos.

- Supongo que no... aunque esto no es suficiente.

El cruzado se miraba los brazos y las piernas, con el semblante confuso y abatido. Rodrith rechinó los dientes, con una leve intuición en su espíritu. Sentía un cosquilleo familiar en las manos, una pulsación vibrante en el fondo del estómago. Por un momento, se forzó a mantener la frialdad. "Puede que me equivoque", se dijo.

- No me basta, no consigo... esto no me sirve. - Erelien meneó la cabeza.

Asuntos delicados. Había que tantear el terreno. Flexionó las rodillas frente a su camarada y acercó los dedos a las correas, tomando aire con estudiada lentitud.

- ¿Te importa? - Murmuró, con cierto punto de tensión en sus palabras. El cruzado negó con la cabeza y él tiró de la correa con algo más de fuerza, cerrando los dientes metálicos del brazalete sobre la carne y arrancándole un gruñido contenido al elfo, que entrecerró los párpados.

No había descontento en su semblante, de modo que hizo lo mismo con la del otro brazo. La distancia entre ambos se había acortado, y los cabellos se tocaban en las puntas. Erelien, con los labios entreabiertos, respiraba entre los dientes y sus ojos se habían recubierto de una suave pátina turbia y vibrante.

Rodrith observó sus reacciones antes de manipular las tiras de cuero de las piernas, y cuando las cerró de nuevo, esta vez en la posición correcta, Erelien exhaló un gemido peculiar, con esa tonalidad imprecisa entre el dolor y el placer. Apartó las manos de su cuerpo, tensando la mandíbula, y buscó los ojos azules con los suyos.

El cruzado veterano se inclinó ligeramente hacia atrás, apoyando las manos en la roca del suelo, mientras la sangre se escurría por sus miembros. El paladín se lamió los labios, mirando un instante alrededor. Extendió los dedos hacia la miel ondulante de su melena y enredó los mechones en ellos.

- Quizá podría... - comenzó a decir, pero el cruzado le interrumpió con un jadeo sordo, asintiendo con la cabeza rápidamente.

- Por favor

- ¿Y si me paso de la raya?

Tiró del pelo, al principio con suavidad, luego con insistencia, hasta hacerle inclinarse sobre el suelo. La mirada azur no se apartaba de la suya, fascinada y entregada, con un punto de inseguridad, como una doncella joven, inocente y pura. Rodrith tragó saliva, con el paladar reseco a causa de la excitación de aquel instante.

- Confío en ti - replicó el otro finalmente, con un hilo de voz, mientras se abandonaba sobre la roca.

- Creo que sé lo que necesitas.

Apenas se había descolgado la daga del cuello, cuando el cruzado ya estaba inmóvil a excepción de la respiración agitada. Como por algún extraño ensalmo, cada cual había adoptado su posición de forma natural, reconociéndose, aceptándose, unidos por el extraño vínculo de un instinto primordial.

Deslizó la parte plana del filo por el cuello del guerrero, descartándola a un lado, y le sacó el tabardo con delicadeza, arrojándolo a un rincón. La anatomía esculpida del veterano se reveló una vez mas ante sus ojos. En una ocasión, él había estado al otro lado y aquellos brazos le habían envuelto en caricias algodonosas, aquellos labios le habían ungido con lubricidad y le habían prodigado placer, tortura y redención. Él no sabía hacer esas cosas. Pero se le daba bien empujar a los demás a la catarsis mientras saciaba su apetito.

- Podemos probar... - comenzó, mientras contenía el pálpito impetuoso en la sangre y abría las bolsas, extrayendo sus instrumentos de trabajo, que habían captado toda la atención del elfo yaciente. Sabía que miraba aquellos objetos con deseo y cierta ansiedad. Sabía que la expectativa se le hacía, cuanto menos, sugerente. - ...y luego ya veremos.

Sostuvo la soga entre las manos y se acercó a él, atándole las muñecas a la espalda. El cruzado sólo se movió lo preciso para facilitarle la actividad, permitiendo que después deslizase la misma soga, haciendo varios nudos, hasta las largas piernas para ceñirlas con ella también. El cuerpo de Erelien brillaba con blancura en la penumbra de la cueva, sólo eclipsado por el estandarte argenta, que observaba la escena, impasible.

Rodrith tomó aire, tratando de acompasar el latido de su corazón. Le observó, con las manos ardiendo y el hambre golpeando en las paredes de la garganta.

- ¿Qué vas a...?

- Cállate.

Erelien obedeció.

Dioses, hervía la sangre, se erizaban los cabellos en la nuca. En dos horas comenzaría la oración. No tenía mucho tiempo, y había tanto por explorar en aquel torso poderoso, tanto que morder, que atravesar, que desollar y que cortar... tanto que pellizcar, quemar, golpear y estrangular...

- No dejes de mirarme

La sonrisa maliciosa se extendió a lo largo de su rostro, mientras el cruzado asentía con la cabeza y abría la boca, complaciente y sumiso, para recibir en ella el paño de lino arrugado que habría de amordazarle. Rodrith supo que no se había equivocado al observar la virilidad del elfo, que comenzaba a despertar. "Y eso que aún no hemos empezado", se dijo.

Se colocó a horcajadas sobre su cuerpo y le observó un instante con gravedad, antes de abofetearle con el dorso de la mano. Cosquilleo, incitación, hambre y delirio cercano. El rostro de doncella se volvió de nuevo hacia él, con un leve gemido, y cuando volvió a golpearle tuvo que apretar los dientes para no jadear.

Así era el juego. Y había encontrado otro compañero. Deliciosas sorpresas de la vida.

A lo largo de las dos horas previas a la oración de la Vanguardia, se entregó igual que él se entregaba, poniendo toda su habilidad al servicio de ambos. Marcó la piel pálida allá donde nadie podría escandalizarse, lamió la sangre chispeante y luminosa que arrancaba de su envoltura de cuando en cuando, degustó el sudor aromático de incienso, miedo y excitación, y le golpeó, le escupió, arañó la carne, le manejó de un lado a otro, hasta que él se ofreció finalmente.

Estaba tendido de espaldas y le miraba, a través del cabello húmedo de sudor, brillante miel batida. En sus ojos había súplica, su cuerpo era una estructura musculosa, luminiscente en la oscuridad, que temblaba como una hoja adornada con moratones, mordiscos y arañazos leves. Sabía lo que le estaba implorando.

Y Rodrith dudó. Mientras la zozobra se apoderaba de su espíritu, invocaba la Luz con un latigazo violento que cayó sobre la espalda del cruzado, destellando y arrancándole un grito, amortiguado por la improvisada mordaza.

Era una duda estúpida. Su cuerpo se lo estaba pidiendo a gritos, su compañero se lo habría pedido a gritos si hubiera podido. Los ojos acuosos le miraban con insistencia, velados por el resplandor del deseo delirante, el pulso acelerado le impelía hacia él, a tomar cuanto se le ofrecía y honrar aquella entrega. Desperdiciarla sería un pecado. De nuevo invocó el Choque Sagrado, azotándole una y otra vez, y no encontró más respuesta que los gritos ahogados y la complacencia transida de aquella mirada que se acercaba al éxtasis.

Se arrojó sobre él y le arrancó el paño de la boca, mientras se abría los pantalones, atrapándole con las rodillas en los muslos sangrantes.

- Reza. - Y la orden fue un susurro imperativo, ronco y áspero, que encontró respuesta inmediata en las palabras entrecortadas y los jadeos leves del cruzado.

- Oh Luz... sagrada... - un grito ahogado.

Rodrith le sostuvo por las caderas, se impulsó hacia adelante y se enterró en él con violencia. Ambos quedaron sin aliento por un instante. Luego el aire entró en sus pulmones como un vendaval, y el paladín le tiró del pelo, manteniéndole el rostro alzado cuando comenzó a moverse.

- Duele... duele mucho...

- ¡REZA!

Jadeos entrecortados, lágrimas en el rostro de doncella de Erelien, más allá de la mirada ausente y transfigurada. Rodrith echó la cabeza hacia atrás, abandonándose a aquella conexión, al juego infame y retorcido al que se entregaba, degustando su culpabilidad. "Soy un cabrón", se dijo. Y le encantó.

- Luz sagrada... que brillas en toda creación...

Se perdieron las palabras en los gemidos ahogados, en los gritos acallados con dificultad. Rodrith deslizó las manos hacia su cuello, apretando hasta cortarle el aliento, mientras embestía sin contención alguna, aspirando el perfume enloquecedor de los unguentos sacramentales y la sangre, fundidos en un aroma que le hacía perder la razón.

- No te oigo... - Le tiró del pelo y volvió a invocar la Luz, pero la voz del cruzado veterano no parecía capaz de exhalar ningún sonido coherente. Le castigó por ello, soltándole la garganta para aplastarle el rostro contra la piedra, una mano prendida en las caderas del elfo. Se estrelló contra él una y otra vez, dejando que su sudor, al desprenderse de su frente, fuera a acompañar las gotas que perlaban la espalda de Erelien.

- Me abraza... me abraza...

La voz del cruzado se despertó de nuevo, arrebatada al instante por los gemidos sordos. El paladín apenas podía escucharle, revolcándose como estaba en su propia vanidad, en la complacencia de sus deseos más oscuros, mientras fustigaba una y otra vez a su entregado compañero. Apenas percibió las convulsiones del éxtasis de aquel, demasiado perdido en su tormenta.

Cuando le asaltó el clímax, el cruzado Erelien había quedado inmóvil hacía largo rato. Se deshizo de la carga en un estallido, con brutales invasiones que hicieron saltar la sangre de nuevo y espolearon nuevos gritos ahogados que escaparon entre los labios del veterano, y finalmente, se desplomó sobre su cuerpo, jadeando, liberado.

No había mas sonido que el viento ululante y sus respiraciones. Faltaba media hora para la oración.

Le llevó unos instantes recuperar el aliento, y se separó del cuerpo lánguido, abrochándose los pantalones. En su mente sólo había blancura y paz, todo se había despejado momentáneamente y los pensamientos parecían haber huido. Las nubes persistían en el cielo del exterior, dejando que la oscuridad se perpetuara aún cuando el sol debía ya brillar, puliendo las cumbres nevadas.

Limpió la daga y guardó los mecheros, extrajo con suavidad las astillas de metal que había insertado bajo la piel del cruzado y las limpió con cuidado, dejando el odre de agua a mano. A continuación, cortó las sogas y se sentó sobre el suelo de piedra, colocando al veterano sobre sus piernas.

Mientras le limpiaba las heridas, le peinaba los cabellos con la otra mano, sabiéndose observado.

- ¿Haces esto a menudo?

Arqueó la ceja ante la pregunta, frotándose la nariz con el dorso.

- Em... siempre que puedo... y encuentro con quién.

- A ti te gusta esto, ¿verdad?

La voz sonaba casi en un susurro. No dejaba de resultarle chocante que alguien como Erelien, quien seguramente le doblase en edad, mantuviera una inocencia tan peculiar en determinados temas. Estaba claro que prefería los caballeros a las damas, lo había tenido claro hacía algunos meses. Sin embargo no parecía gozar de una amplia experiencia en estos temas mundanos. Le miraba ahora con la expresión de un niño que acaba de descubrir una palabra nueva, mientras se dejaba cuidar y restañar por las mismas manos que le habían herido con violencia. Esto también formaba parte del ritual.

- Si. - Replicó al fin. - Es lo que me gusta, sin duda.

- Te gusta causar dolor... ¿Y te gusta que te hagan daño?

Rodrith meditó un momento, deslizando el paño empapado en agua sobre el torso del elfo.

- Dejar que alguien te haga daño, desde mi posición... - dijo al cabo de unos instantes, en el mismo tono íntimo y susurrante. - ... es darle poder a esa persona. Yo necesito experimentar la supremacía para sobrevivir, y además, es lo que me estimula. Por eso me gusta lo que me gusta, y no otras cosas.

- Yo te he dado poder a ti... y no es algo de lo que me arrepienta.

- Me lo has dado voluntariamente, para algo concreto. Sabes que no te miraré por encima del hombro ni me sentiré superior a ti porque me hayas otorgado ese poder. Esto no es mas que un juego. Un juego que no puede compartirse con cualquiera, pero un juego al fin y al cabo, con límites entre el principio y el final. Lo que pasa mientras dura el juego, no es relevante.

Rodrith sonrió a medias, pero su camarada le contemplaba con profunda seriedad, aun con los ojos empañados por la experiencia vivida. Alzó los dedos y le tocó la mejilla, afectuosamente.

- Lo que pasa mientras dura el juego no es relevante... sin embargo te niegas a depositar ese poder en otros. ¿Que es lo que te da miedo?

El paladín rechinó los dientes y la mirada se ensombreció un instante.

- No todo el mundo está preparado para ejercitar ese poder, hermano - era consciente del tono resentido de su voz, pero se negó a darle mas vueltas a ese detalle. - Hay que confiar mucho en la otra persona para hacerlo sin que los límites se vean traspasados y acabes convertido en un vasallo. No me gusta ceder mi posición.

- No confías en nadie.

Rodrith se encogió de hombros, paladeando esa verdad y tragándosela con dificultad. Realmente no confiaba en nadie, no en estos aspectos. Nunca lo había hecho. Parpadeó, explorando su mente con cierto temor. No sabía si Theron seguía durmiendo o no, pero prefería que lo estuviera.

- Lo que tú has hecho hoy es imposible para mí. - enjuagó el paño y lo guardó, mientras Erelien se incorporaba lentamente para recuperar sus ropas. - Creo que es algo que nunca disfrutaré. Así que me quedo donde estoy.

Aguardó en la puerta de la gruta a que el cruzado estuviera listo, y cuando descendieron para unirse a la oración, uno junto al otro, sin expresión en los rostros, Erelien le miró de soslayo.

- No conozco a nadie más con quien compartir esto. - dijo en un susurro.

La nieve crujía bajo sus botas, los relinchos de los corceles ya se oían cercanos. Los torreones de la Avanzada se recortaron en el firmamento cuando las nubes se rindieron finalmente y se alejaron, dejando que el sol blanquecino del norte iluminase con levedad el paisaje.

- De momento me conoces a mi.

Rodrith sonrió de soslayo y Erelien hizo otro tanto.

Cuando los miembros de la Cruzada Argenta se reunieron para la oración, ninguno les miró de reojo con extrañeza, nadie murmuró a sus espaldas. La Luz no les abandonó, ni los Dioses descargaron rayos iracundos sobre sus cuerpos. La tierra no se abrió para engullirles bajo sus pies, no hubo castigo divino ni humano para los actos deplorables como los que ellos habían cometido.

El sermón comenzó, y todos escucharon, y al decir el padre Augustus las últimas palabras, un bálsamo de paz y sosiego se extendió sobre el espíritu del cruzado Albagrana, que no pudo evitar una sonrisa leve al oír su voz. Y cuando volvió los ojos hacia el firmamento, no había más culpabilidad que la que él se deseaba, haciéndose sufrir con ella como lo hacía con la contención... porque eso también era lo que quería.

"Somos hijos de la Luz, y a ella pertenecemos. Pero somos, asimismo, libres. Nuestra alma y nuestro cuerpo nos pertenecen a nosotros... y podemos hacer con ellas lo que queramos. Nuestra es la libertad, nuestra la responsabilidad... nuestro el único verdugo que puede condenarnos, el único juez que puede juzgarnos. Juzguémonos pues con benevolencia, pues la perfección es el seguro impedimento para la superación. Aspiremos a ella sin dejar de amarnos tal y como somos, con todo lo que nos compone. Porque la Luz nos ama por entero, y a todos nos abraza en nuestras virtudes y defectos, con nuestras rarezas y nuestros pecados."

El marino - Alima y Delilah

El barco huele a especias y a salitre. Hace tiempo que el suave balanceo ya se ha difuminado entre los vapores del alcohol, y ahora, tendido en los cojines amontonados, extiende los brazos a ambos lados, observando alrededor con los ojos hambrientos y sin ser consciente del vaivén de las olas.

Las muchachas ríen y retozan en las alfombras, se abrazan a los jóvenes marinos apretando los cuerpos contra ellos. Bajo las sedas livianas distingue colores claros, crema y nata, voluptuosas curvas doradas, miel y limón, y también columnas de ébano y chocolate. Sonríe sesgadamente, agitando la jarra entre las manos y alargando el brazo perezosamente para abrir la espita del enorme barril que reposa lánguidamente a un lado.

Un par de chicas cuchichean, mirándole de reojo con una risita. Él se llena la jarra con cierta indiferencia. Ha llegado a acostumbrarse, con la indolencia de quien se sabe atractivo y no le da mayor importancia. No se aparta el pelo de la cara cuando la espuma rebosa, se lleva la cerveza a los labios, repantigándose en los cojines como un rey satisfecho, consciente de las miradas sobre sí.

En un rincón, una elfa de piel purpúrea se ha sentado a horcajadas sobre el contramaestre y le pasa la lengua por el rostro, mientras las manos del hombre se pierden bajo la tela liviana. En el otro, dos de ellas se besan con lentitud, dejando atisbar sus lenguas húmedas entre los labios unidos. Arquea la ceja, observando el espectáculo de cuerpos sinuosos mientras se deleita en su bebida. Desde luego no fue mala idea colarse en aquella embarcación, donde tratan con tanta benevolencia a los polizones.

Las dos chicas que le miraban se acercan a él con pasos felinos y se dejan caer a ambos lados, sobre su trono improvisado de almohadones. Una de ellas tiene el cabello negro como la pez y los ojos rasgados, muy brillantes. La otra es un sueño de fresa y algodón, tan blanca que casi reluce y con los labios más rojos que ha visto nunca, el pelo castaño le cae sobre los hombros como una cascada otoñal. Bajo la seda transparente adivina las formas femeninas de pechos llenos y caderas redondeadas. Muy buena idea, sin duda.

- ¿Que haces aquí tan solo? - dice la morena, enredando los dedos en su pelo. Exhala un perfume extraño, a sándalo y especias, y su mirada está teñida de una lascivia que no se molesta en ocultar. La otra desliza la mano por su cuello hasta los cordones abiertos de la camisa. Los medallones del extraño culto al que pertenecen, azules y grises, cuelgan entre sus senos con las piedras brillantes en el centro. Las mira a ambas, impasible.

- Beber, como es evidente.

Dos risas húmedas, cascabeleantes, y el aliento perfumado le golpea en el rostro. La chica morena se inclina sobre él, dejando reposar los dedos sobre su pecho inclinado y jugueteando con los cierres de la prenda de lino basto con la que se cubre.

- ¿Como te llamas?

- No tengo nombre. - Da un sorbo a la jarra, mirándola fijamente. - ¿Lo tienes tú?

Una sonrisa seductora se dibuja en los labios de la joven, la hembra se arquea y se estrecha contra su cuerpo cuando habla, con un ronroneo hipnótico, susurrando en su oído.

- Delilah. Ella es mi hermana Alima.

Asiente y da otro sorbo, ignorando las caricias sinuosas. Las manos de Alima se escurren debajo de la tela y acarician su torso, los ojos pardos se le iluminan repentinamente.

- Que fuerte eres - murmura. Tiene una voz infantil, atiplada, que contrasta con la musicalidad grave de su hermana. - Es como un león, igual de... duro.

Ambas se ríen entre dientes, traviesas y juguetonas. El brillo de las joyas y las pulseras ondula ante su mirada, y sonríe sesgadamente.

- Ten cuidado. Los leones muerden.

- ¿Nos vas a morder? - susurra Delilah, acariciándole el lóbulo con la lengua. Rodrith suspira y arquea la ceja, sujetándola de la barbilla repentinamente para mirarla fijamente. Los ojos de la muchacha se abren, sorprendidos, y luego vuelve a entrecerrar los párpados, chispeando la mirada con lujuria perezosa. Se acerca a  ella lentamente,  aspira el aroma de sus cabellos, y finalmente le coge la mano.

- Es posible.

Le pone la jarra entre los dedos y se gira, sujetando del pelo a Alima y cerrando los labios sobre su boca. Entre las brumas de la embriaguez, saborea la lengua cálida de la chica, que gime quedamente y se remueve para acercarse más a su cuerpo. El jadeo sorprendido de Delilah y la risa sinuosa se pierde en su oído mientras se ocupa de su hermana, sin pensar demasiado. Están allí, obviamente dispuestas, y puede deleitarse con ellas sin más. Le han despertado el hambre al ofrecerse de aquella manera. Y no tiene ganas de pensar en la manera de esquivar el deseo, no ahora.

Aparta las manos de la chica de su pecho y le muerde los labios suavemente, degustando la saliva dulce y apresando sus muñecas contra las almohadas al ladearse para atraparla bajo su cuerpo. Alima se contonea y exhala sonidos entrecortados. Los dedos de Delilah, que se ha apartado un tanto para dejarle hacer, siguen enredados en su pelo.

- No te dejas agasajar, ¿no es así, elfo sin nombre?

- No me gustan los regalos - gruñe él. Tira de la seda delicada que cubre a la joven de pelo castaño y sostiene los pechos entre las manos, estrechándolos y hundiendo los pulgares en los pezones erizados. Huele a almíbar caliente y pan recién hecho. Al lamer la carne tibia, una punzada de hambre le insta a clavar los dientes, y lo hace con contención, exprimiendo los suaves frutos.

Realmente, no le importa el bullicio que tiene lugar alrededor, en la bodega, donde el resto de la tripulación parece entretenida con el resto de las muchachas. Los gemidos quedos de Alima atraviesan sus oídos y se pierden en la nada. Todo cuanto le  importa es el delicado sabor entre sus labios, que se deshace en la boca e impulsa los apetitos.

- Nosotras estamos hechas para dar, desconocido.

- Cállate.

Tira del pelo de Delilah y la obliga a tenderse sobre los cojines.

A lo largo de los minutos siguientes se deleita en los manjares de las muchachas, permitiendo que le despojen de su ropa sólo cuando ellas ya están desnudas y cubiertas de sudor y marcas de  dientes, trémulas y excitadas. Delilah se enrosca sobre los cojines como una serpiente mientras él mantiene el rostro hundido en los senos de Alima, que se retuerce gimiendo, entregada. Finalmente, la húmeda boca de la morena se abre paso entre sus piernas y le acoge en una caricia escurridiza y lúbrica. Rodrith gruñe y le tira del pelo, empuja con las caderas arrancándole un quejido al entrar hasta su garganta, que se abre para él.

Los cuerpos se enredan y ondulan con la cadencia del deseo, y él las maneja a su antojo, dejando a una para acudir a la otra, abandonándola ahora para sumergirse en los labios de su compañera. Al final, las dos permanecen de rodillas delante suya, jadeantes y ávidas, con los ojos vueltos hacia sus ojos y las manos sobre su piel, los labios entreabiertos. Sus miradas chispean con el orgullo de la seducción triunfal. Él mantiene los dedos crispados en los cabellos, azabache y pardo, sujetándolas con el rostro hacia sí, mientras las estrecha contra su carne hinchada y tensa. Apenas emite algún gruñido de cuando en cuando, y su cuerpo no tiembla ni se estremece. Con la mandíbula apretada y la mirada del depredador, comanda sobre su propio instinto sin abandonarse a las húmedas caricias de las lenguas enredadas, los jugosos labios que invade una y otra vez y las lujuriosas profundidades que se estrechan en torno a su carne palpitante. Ellas le devoran con ansia, con un hambre que no parece saciarse nunca, dejándose guiar por sus manos y con los cuerpos perlados de sudor, enredando sus lenguas de cuando en cuando y observándole, como si no comprendieran por qué no se rinde, por qué no se deja hacer.

- Tendré que buscarte un nombre - murmura Delilah, relamiéndose.

Apenas la escucha, finalmente ha abandonado su boca y se abalanza sobre Alima, abriéndole las piernas y echándoselas sobre los hombros. Se impulsa hacia adelante sin previo aviso y la penetra brutalmente, arrancándole un grito ansioso que se funde con su propio gruñido arrebatado. Tensa los músculos y empuja de nuevo, sujetándola por las caderas, exhalando el aire con alivio.

Mientras se precipita en los pliegues calientes y empapados, castigándolos sin compasión en violentas embestidas, Delilah se coloca a su espalda y le abraza, acariciando su torso con dedos tibios, estrechando los senos en su cuerpo. Alima se arquea y se contorsiona, jadeando desesperadamente. Los pechos enhiestos se agitan con la inercia de los bruscos ataques del elfo entre sus muslos.

En la zozobra del deseo y las brumas del alcohol, las sensaciones se enredan en sus músculos con sinuosa cadencia, y atrapa las muñecas de la chica que yace frente a sí para impulsarse con movimientos más amplios, percibiendo la piel dilatada que se abre y se cierra en torno a su virilidad en cada arremetida. Los gestos le hacen ondular, flexionar la espalda y relajarla después, donde la lengua de Delilah se escurre lánguida y hambrienta. "Serpientes, son serpientes", piensa.

Alima se convulsiona y grita, contrayéndose su interior con los espasmos del éxtasis, tirando de él más adentro, envolviéndole con latigazos intensos que despiertan punzadas de hambre voraz, y cuando al fin la abandona, jadeante y desmadejada, se da la vuelta y se arroja sobre su hermana.

Ella le mira, sorprendida, casi ofendida, y se resiste cuando la atrapa entre los brazos.

- ¿Qué haces?

- Tengo hambre.

Delilah parece incrédula cuando, pese a sus forcejeos, él le separa las piernas con las rodillas, con las manos cerradas en torno a sus muñecas, donde las pulseras tintinean. Siente las miradas de las demás chicas sobre sí, algo preocupadas, los ojos indignados de la muchacha bajo su cuerpo, pero no le importa en absoluto. No le importa una mierda. Tiene hambre.

- ¡No! - grita ella, deformando el hermoso rostro en una mueca aterrada.

- Si.

De nuevo se impulsa hacia adelante y la húmeda cavidad impone cierta resistencia esta vez, haciéndole vibrar el rugido en la garganta y removerse con imperativo gesto, hasta introducirse en ella hasta el final. Delilah arquea la espalda, debatiéndose, y hunde la cabeza en los almohadones.

- ¡Que estás haciendo! ¡No tienes ni idea de quién soy! - exclama la muchacha, entrecerrando los ojos y mordiéndose los labios cuando el elfo empieza a moverse sobre su cuerpo. La mira fijamente, con el ceño fruncido. No le importa nada.

- Y tú no sabes quien soy yo - replica, embistiendo en un movimiento más imperativo. Ella parpadea y gime, y finalmente le tiende los brazos y se abandona completamente, adaptándose a sus impulsos con avidez. - Me has provocado. Es justo que tengas ahora lo que mereces.

Sabe que forman parte de una extraña secta. Y adivina que la chica que yace bajo su cuerpo no es de baja jerarquía en ella, a pesar de su resistencia, pero no cree que ese sea motivo para dejar de hacer lo que hace. Las negativas de Delilah se convierten en afirmaciones, asentimientos apenas murmurados hasta que de nuevo la corriente intensa les arrastra y ella se agita, sin poder escapar, sonrojada y trémula. Él se estremece un instante y se libera al fin de la presión en sus sienes cuando descarga la simiente y se deja caer en los almohadones.

En las horas siguientes, el mar le acuna y las caricias de las dos hermanas le transportan a un sopor que se sobrepone a la extraña dulzura de la embriaguez. Alima le acaricia el vientre y Delilah le peina los cabellos.

- Ya sé cómo llamarte - susurra la morena en su oido, con suave indolencia, en algún momento impreciso. - Llevarás el nombre del espíritu del mar y las tempestades, del genio de largos cabellos que yace en lo profundo del océano.

La voz de la mujer le arrulla y el significado de sus palabras se adhiere a su mente como dedos pegajosos, membranosos, que se prenden en los pensamientos, hurgando en ellos y escondiéndose entre los pliegues de la conciencia neblinosa

- El señor de las mareas, el que vive bajo las aguas profundas, rodeado de sus concubinas. Nadie puede llegar hasta él, y pocos son los que se han atrevido a invocarle. Cuando los marinos no arrojan sus tributos a las olas, si no le dan lo que quiere, se manifiesta y desencadena la tormenta, tomando lo que le corresponde y arrastrando a su paso a los vivos hasta los abismos submarinos. Su semilla es el agua que fertiliza la tierra y hace crecer la vida, su espíritu, torbellinos desatados. Cuando se desencadena, el cataclismo es inevitable. Igual que el agua, crea y destruye

Rodrith se rie entre dientes y vuelve la mirada verdeante hacia la muchacha. Ella sonríe, lánguida, mirándole con ojos maliciosos.

- ¿Acabas de bautizarme?

Delilah asiente, besándole el cuello y reposando la mejilla en los cojines. Rodrith alarga la mano hacia la jarra, que se ha volcado, y deja que las últimas gotas se deslicen por su garganta antes de arrojarla a un lado. El barro golpea la cubierta de madera y el recipiente rueda, inclinándose y girando hasta detenerse en un rincón.

El barco se balancea suavemente. Todos están durmiendo ya, y sobre los cojines, en su lecho de sedas y brocados, Ahti mira hacia arriba, con el cabello desparramado, abierto como los tentáculos de una anémona, sintiendo las nubes arremolinarse en su pecho, el aroma de la humedad polvorienta y el crujido del trueno en los dedos.