martes, 23 de marzo de 2010

El Escolta (XIV)

Así, nada había cambiado, y todo cambiaba de una manera natural, en parte imperceptible. Así era para Allure, como si las piezas de un mundo que nunca había entendido demasiado bien comenzaran a encajar lentamente gracias a la presencia de Velantias, que aquella tarde ya no se marchó, y estuvo a su lado todo el tiempo hasta la mañana siguiente.

El custodio estaba en el interior de la cúpula, dando vueltas alrededor del orbe que flotaba sobre un altar con la forma de una flor abierta de picudos pétalos. La estancia era una lágrima de piedra de paredes curvas que se unían en la cúspide, cubiertas de relieves hermosos y delicados con motivos vegetales. Vacía, a excepción del altar, diminutas esferas de pálido azul luminiscente la iluminaban como una noche estrellada, donde la reliquia era el sol. El sol de medianoche, solía pensar él. Pocas veces hasta entonces había utilizado el anillo para abrir la puerta de aquella habitación y quedarse a solas con el objeto que debía guardar y proteger de por vida, pero hoy le apetecía pensar y contemplar la dorada claridad. Y pensaba, caminando descalzo y arrastrando la toga, mientras perdía la mirada en aquella luz áurea y resplandeciente que flotaba y parecía cantar extrañas notas en el silencio. Recordaba, comprendiendo en qué momento, desde cuándo el amor se había convertido en mentira.

- Serás el Custodio del Orbe - le había dicho Shorin, deslizando los dedos por sus cabellos, húmedos de sudor, en una penumbra muy parecida a esta en la que ahora se encontraba - es una gran responsabilidad, y también un gran poder.
- ¿Poder? No creo que otorgue ningún poder guardar una reliquia... - había replicado él, arrugando la nariz con extrañeza.
- Sí, dicen que el Orbe garantiza la felicidad y la prosperidad de nuestro pueblo. Y que además, ninguna mentira puede ocultarse en su resplandor. Tiene la facultad de revelar todas las verdades. Quién sabe qué otras cosas pueden hacerse con él...

Los ojos de Shorin habían destellado entonces con un gesto ávido, y él había sonreído y le había empujado la nariz con un dedo.

- Eres demasiado ambicioso. Eso no es bueno, Jinete del Sol.
- No lo soy - se defendió el guerrero, mirándole con altivez y estrechándole contra sí. - A mi no me interesa esa piedra, sino quien tiene que guardarla.

Allure recordaba claramente haberse estremecido entonces ante su descarada seducción, como siempre lo hacía, incapaz de no sonrojarse, de no temblar ante el tono de su voz, de ignorar la cálida caricia de sus manos y la vehemencia con la que le abrazaba y le mantenía cerca de su cuerpo. ¿Todo eso había sido fingido? ¿Desde el principio lo fue? ¿Le habría querido Shorin alguna vez, como él le adoraba y veneraba? "Pero ya no", se repitió, empujando el despecho y el recuerdo, acercando los dedos a la reluciente esfera. "Ya no le quiero".

El orbe brilló titilante y se oscureció un tanto, haciéndole fruncir el ceño. Ladeó la cabeza y acercó los dedos de nuevo. El brillo se extendió como una pátina brumosa, intensificándose cerca de las yemas de sus dedos, y un hormigueo cálido le recorrió desde los talones hasta las raíces del cabello.

- Será lo que quieras tú

Las palabras de Velantias resonaban ahora con claridad meridiana en su mente, en la voz grave y aterciopelada del escolta, y su imagen se dibujó ante sí como en un sueño recuperado de contornos definidos y exactos. Si, él era lo auténtico. No podía negárselo aquí, ahora, delante de la luz incandescente de la esfera, no podía hacerlo tampoco fuera, así como no era capaz de alejarse de él y su cuerpo parecía verse atraído por el del escolta en aras de una incomprensible gravedad similar a la de cuerpos celestes. Velantias Auranath era un elfo íntegro y veraz, y le admiraba por eso. Le escuchaba, le daba su propia opinión sin ambages, demasiado claramente en ocasiones, le reprendía si lo creía necesario, no cedía aunque Allure se enfadase, no le hacía ni caso cuando le echaba... bueno, cuando le había intentado echar. Pocas veces. Sólo algunas.

- Él cumple sus compromisos - dijo a media voz, deslizando los dedos sobre el Orbe, que pareció tintinear. - y hace mucho más que eso. Me hace feliz de verdad.

Sonrió y apartó los dedos, escuchando algo que quizá solo él podía oír. Miró alrededor y se dio cuenta de que ya no tenía miedo de Shorin Jinete del Sol, mientras su vista discurría sobre los relieves de la pared. No temía a aquel elfo, ni le quería a su lado, ni le importaba si todo había sido una mentira. Comprendió Allure entonces que ya no quería vivir más mentiras, que posiblemente ya no fuera capaz. Porque había visto por primera vez una verdad más grande que ninguna, algo más real y más puro que nada de lo que había conocido, y ningún engaño, ni siquiera propio, podía sobrevivir demasiado tiempo tan cerca de aquella fulgurante luz. Era perfecto, hermoso y tan enorme que no podía medirlo, y era bueno, desde el principio hasta el final.

Con la respiración entrecortada, agitado como un duende que despierta al sol, caminó hacia la puerta, abandonando la sala de la reliquia y cerró tras de sí, descendiendo por la escalera con pasos livianos hasta la planta inferior. Se asomó a las cocinas, donde los sirvientes se giraron, sobresaltados, y ejecutaron una reverencia casi al unísono. "Será lo que tú quieras, Allure".

- Levantaos - dijo con firmeza - necesito que renunciéis a vuestro voto aunque sea por un rato. Porque quiero algo especial para cenar y alguien tiene que responderme si es posible o no.

Los monjes parpadearon, mirándole con perplejidad absoluta, y Allure suspiró con hastío.

- Vale... um... ¿Podéis hacer zancudo a la brasa con salsa de arándanos?

Se miraron, le miraron, asintieron con los ojos como platos. Uno de ellos tragó saliva antes de pronunciar un tímido "sí". Y Allure sonrió más.

- Genial. ¡Gracias! Haced bastante para todos, para vosotros también, nada de gachas. Es una orden.

Acto seguido subió por las escaleras remangándose la toga y se echó las trenzas a un lado, sobre el hombro. El corazón ya empezaba a golpear con fuerza en su pecho, y una sensación de ligereza parecía elevarle, haciendo sus pasos más livianos, sus movimientos fluidos como el agua mientras caminaba con dos dedos sobre la barandilla, alegre como un niño en primavera. No fue consciente de cómo se recortaba su figura blanca en la oscura sobriedad de la habitación de Velantias, cuando abrió la puerta sin llamar, impetuoso y vital, y se quedó ahí plantado, sonriente, observando la expresión sorprendida del escolta que estaba redactando algo con la espalda apoyada en el cabecero de su cama.

Los ojos azul oscuro se fijaron en los suyos y el corazón volvió a repiquetear con violencia en su pecho. Velantias arqueó la ceja, incorporándose a medias y dejando los papeles a un lado. Allure estrechó los párpados al ensanchar su sonrisa y miró alrededor.

- Así que este es tu cuarto... - dijo, apoyándose en el marco de la puerta.
- Pues... sí.

El escolta se levantó y se limpió las manos en el pantalón, aún mirándole con curiosidad, y un brillo fascinado en los ojos oscuros. Se preguntó si Velantias también se alegraba de verle de manera inesperada, igual que le pasaba a él cada vez que el guerrero aparecía antes de que la noche lo cubriera todo.

- ¿Por qué estás tan contento? - preguntó el escolta, sonriendo a medias.
- Porque he descubierto algo maravilloso.
- ¿Y se puede saber que has descubierto?

Allure tomó aire y cerró la puerta delicadamente a su espalda. Después echó a correr hacia él y saltó con los brazos en su cuello, enredando las piernas en su cintura y mirándole fijamente a los ojos, profundos y densos, océanos de ternura y pasión que parecían hervir cuando se encontraban con los suyos. Velantias ni siquiera se tambaleó. Le había recibido entre los brazos poderosos, extrañado y confundido, y con un aire de hechizo en el semblante. Y el custodio respondió, acariciando la punta de la nariz con la suya, hablándole en un susurro sobre sus labios:

- A ti

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