sábado, 5 de mayo de 2012

Leyendas de Sangre XII: Un gran mago.





En la Aguja Estrella del Alba, a cada hora se hacían sonar campanillas de vidrio para anunciar el paso del tiempo. Un grupo de criados se paseaba por los corredores espirales, agitando el racimo de campanas y haciendo reverencias cada vez que se cruzaban con algún arcanista o sabio. Por las noches, después de la puesta de sol, reinaba el silencio. Solo en los salones y terrazas donde se servían las cenas se escuchaban las chirimías o el suave tañir de un arpa o un laúd. Los habitantes de la Aguja se hacinaban entonces entre los cojines de brocado, contemplando la noche, el cielo estrellado, el bosque oscuro. Otros se marchaban a las bibliotecas y vagabundeaban como espectros a la luz de los fanales azules. Todo el edificio parecía entrar en un estado de hibernación hasta el siguiente amanecer, que siempre llegaba con un sol dorado y majestuoso, tiñendo de rosa y naranja los bosques.

Un día seguía a otro, campanillas repiqueteantes anunciaban las horas y otro día anticipaba al siguiente. Entre los pesados volúmenes, entre los papiros misteriosos y los arcanos encriptados, el tiempo transcurría en la invariable primavera de Quel’thalas. Y así pasaron tres años más. Maldathar, el bastardo, el hijo de Cordelia, al que ahora llamaban Maldathar Ilvana porque siempre parecía creerse mejor que los demás, se hizo más alto y más adulto, y sus ojos plateados resplandecían de orgullo y de malicia. Pero también eran profundos y sabios. Tenía el privilegio de ser instruido por la más prestigiosa Sofista de la aguja, además de por Ammon, el sirviente, y los increíbles conocimientos que éste ponía al alcance de su mano se veían bien dirigidos y moderados gracias a la sabiduría de Ilsa Estrella del Alba.

Era costumbre que tras los tres años de instrucción aquellos que habían sido tutelados por los Sofistas se reunieran en la Sala de la Asamblea para recibir su primera gema encantada. Era una ceremonia sencilla y solemne, de corta duración, pero muy importante para los iniciados. Como era natural, los que habían sido elegidos durante el trienio por los grandes magos de la Torre llegaban a ser muy prestigiosos entre sus colegas.

Aquella mañana, Maldathar iba a recibir su primera elémir. Aunque se les llamaba joyas o gemas, no eran en realidad piedras preciosas, sino cristales tallados imbuidos con magia que cada Sofista preparaba para su alumno de forma especial en función de sus cualidades o necesidades. Maldathar no sabía qué clase de gema habría escogido Ilsa para él, pero en aquel momento, todas le hubieran parecido buenas. Satisfecho de sí mismo, se acicalaba sin pudor alguno hacia su propia vanidad, mirándose en el espejo que había colocado entre unos libros. Se había bañado dos horas antes y el cabello aún estaba secándose. Intentaba colocarlo adecuadamente sobre sus hombros, comprobando el efecto que hacía sobre la toga azul. El sirviente, entretanto, ordenaba los libros en los estantes y le miraba de soslayo de vez en cuando. Maldathar le había preguntado varias veces, casi de forma casual, sobre qué atuendo consideraba él más apropiado. Ammon no había dado ninguna respuesta clara, y el joven empezaba a perder la paciencia.

—No te hagas de rogar—insistió, estirándose los mechones oscuros sobre los hombros. Su voz se había vuelto más grave con el paso del tiempo, más adulta. Tenía un tono suave y modulado, ambiguo, que le daban un toque de misterio añadido. —Hoy es un día importante. Deberías ayudarme a estar a la altura y dejar ya esos pergaminos.

—¿Importante por qué, señor?—, respondió el sirviente. Le lanzaba miradas fugaces mientras acometía su labor con aparente indiferencia. —Sólo es una ceremonia. Te darán la joya para el bastón, y nada más.

Maldathar resopló y le asesinó con la mirada a través del espejo.

—¿Cómo eres tan cínico? Se supone que aquí termina mi instrucción tutelada. Es un paso importante, un símbolo; el aprendiz se convierte en maestro.

Ammon no dijo nada. Tampoco hizo ningún gesto. Sin embargo, el bastardo le conocía bien, o eso creía. No era difícil adivinar por su actitud que para Ammon, el día de su entrega del elémir no significaba nada en absoluto.

—Al menos di lo que piensas—le reprochó—. No te quedes callado como si esto no tuviera nada que ver contigo.

—No tiene nada que ver conmigo, señor.

—Me interesa tu opinión. Además, ayúdame. Creo que el azul no me queda bien.

Ammon dejó los pergaminos sobre la mesa. Estaba de espaldas a su pupilo y la melena blanca parecía resplandecer como la nieve cuando el sol la acariciaba. Se dio la vuelta lentamente y cruzó un brazo sobre el torso, apoyándose el codo del otro brazo en éste y mesándose la barbilla, pensativo, los ojos violetas vueltos hacia adentro en una mirada introspectiva.

—Verás, señor—comenzó, haciendo una pequeña pausa—, el simbolismo de este rito social no es más que eso. Algo social. Has terminado tu instrucción con la Sofista, lo cual no deja de ser buena cosa, pero aún no eres un maestro. Te darán tu primera joya, la pondrás en tu primer bastón. Pero eso no significa nada.

Maldathar frunció el ceño con desagrado.

—Dices eso porque no te gustan los magos de la Aguja. Especialmente los sofistas.

—Nunca he dicho tal cosa.—Los ojos de Ammon le observaron a través del cristal, con un destello burlón—. Nunca me verás tratarles con otra cosa que no sea el mayor de los respetos.

—Eso no tiene nada que ver. ¿Por qué es buena cosa que haya terminado mi instrucción?

Ammon se quedó en silencio unos segundos. El joven empezó a desabrocharse la túnica, al principio con cierta brusquedad (estaba irritado por las palabras de su sirviente) y luego más suavemente. El azul no le favorecía. Le daba una apariencia demasiado noble, y él no quería parecerse a ellos. Era un bastardo. Los nobles siempre le habían despreciado con especial saña, así que él les odiaba en justa correspondencia.

—Considero que podrías emplear mejor tu tiempo—declaró finalmente el elfo del cabello pálido. —De hecho, al principio no comprendía del todo por qué deseabas con tanta rabia ser escogido.

Maldathar dejó caer la prenda al suelo, sacó los pies y la apartó con la punta de los dedos. El sirviente se acercó para recoger la toga azul y doblarla cuidadosamente entre los brazos.

—¿Ahora si lo comprendes? —preguntó el bastardo, mirándole de reojo.

El sirviente estaba a su lado. Casi le rozaba el brazo desnudo con el pecho. Asintió, y se dio la vuelta para guardar la túnica en el armario.

—No es asunto mío, pero ten cuidado con esa mujer. No está a tu alcance.

—No te consiento que me digas lo que está a mi alcance y lo que no—replicó Maldathar con naturalidad.

Ammon regresó a los pocos segundos, portando unas telas entre los brazos. El joven compuso un gesto engreído y se irguió, estirando los brazos para que su criado le vistiera. Éste no precisaba orden alguna: comenzó a colocarle los nuevos ropajes, que esta vez eran de color escarlata y azabache. En Quel’thalas, los colores agresivos o fúnebres no eran apenas utilizados en la decoración ni en la vestimenta, y el rojo sangre y el negro del luto estaban especialmente mal vistos entre los taumaturgos, pues expresaban violencia, intenciones ocultas y peligro. Maldathar lo sabía, pero le gustaba provocar. Y además, esos colores sí le sentaban bien a su piel, su rostro y su cabello.

—¿Te has acostado con ella?—La voz de Ammon se dejó oír en un murmullo suave y grave, mientras le abrochaba los cordones de los costados.

El bastardo levantó el brazo. Le miró a través del espejo. Era una pregunta muy personal, pero el sirviente no era un sirviente cualquiera. Aunque pudiera indignarse por esa indiscreción, el modo en que sonaban las palabras en su voz le hacía quedar confuso unos instantes, y después, la pregunta se repetía en su mente como un eco, una cantinela o una oración.

¿Te has acostado con ella? ¿Te has acostado con ella?

—No. Todavía no. Pero pensaba hacerlo hoy.

Ammon sonrió a medias. No sonreía a menudo.

—Siempre tan calculador, joven señor—comentó, meneando la cabeza. Le rodeó la cintura con el cinturón de tela y pasó al otro lado para anudárselo. Maldathar alzó el otro brazo, siguiéndole con la mirada. —¿Y sabes lo que tienes que hacer?

—Mi sirviente y maestro ya me llevó a aprender todo lo necesario a las casas de placer, por si no lo recuerdas—replicó Maldathar, levantando una ceja con suficiencia—. Y aunque no haya practicado en este tiempo, eso no significa que haya olvidado aquellos días.

Y era cierto. No los había olvidado. Antes de que Maldathar cumpliera la mayoría de edad, su criado le llevó a los más selectos lugares de Quel’thalas para instruirle en aspectos de la vida que, según él, tenía que experimentar por sí mismo. Los olores especiados y misteriosos de las habitaciones, las luces veladas, los cuerpos suaves y llenos de las muchachas, los secretos de su anatomía. Aún recordaba sus voces quedas, las risitas y los gemidos, el sabor y el tacto de cada una de las meretrices con las que aprendió a satisfacer a una mujer de las formas más variadas. También recordaba al sirviente, sentado en una silla cerca de la cama. Sólo hablaba en contadas ocasiones para recomendarle tomar un descanso o para darle instrucciones, a él o a las muchachas que le acompañaban, pero sus ojos violetas estuvieron continuamente fijos en él. Igual que en aquel momento. Y como entonces, parecían tocarle muy profundamente, mirarle en el centro del alma. Y como entonces, esa sensación le secaba la boca inexplicablemente.

Maldathar contuvo un estremecimiento y apartó la vista, girándose a medias para que le atara el cinturón. Temía que pudiera leerle la mente, y sospechaba que podía.

—No me refería a la técnica, sino a algo más complejo, señor.

—Explícate con más claridad, entonces—espetó el bastardo, con algo de brusquedad.

No pudo evitar fijarse en sus manos, que anudaban lentamente el cinto, colocándolo para que luciera de la más perfecta manera.

—Discúlpame. Me refiero a que las elfas de las casas de placer siempre están dispuestas, pues esa es su profesión. Pero las damas de alta alcurnia, señor, han sido educadas para creer que no deben estarlo nunca, aunque lo estén.

Los dedos de Ammon eran largos y finos, parecían tallados en mármol. Percibía su calidez por encima de la túnica.

—Quieres decir que es una mojigata.

—Quiero decir que tendrás que convencerla de que ella también quiere.

—No será difícil.

El sirviente se rió por lo bajo, lanzándole una mirada fugaz y burlona que su aprendiz replicó a la perfección. Terminó de arreglarle los cierres y rebordes de la toga y se arrodilló para colocarle el bajo.

—Pareces muy seguro de tus posibilidades con la dama Estrella del Alba—dijo, las puntas del cabello blanco balanceándose cerca de los escarpines de Maldathar, las manos ordenando el tejido sobre sus pies.—¿Tan convencido estás?

—Creo que ella lo desea—respondió el joven distraídamente. Tenía la mirada y la atención demasiado atrapadas por el maestro, por cada uno de sus movimientos y el susurro acariciador de su voz—. Pero si no es así, seguro que hay formas de hacer que lo desee y que su educación no se interponga.

Ammon volvió a mirarle a los ojos, aún arrodillado. Luego se incorporó lentamente y le rozó el cabello con las manos, ordenándole los mechones de cabello, paternal, cuidadoso.

—Supongo que eres consciente de lo difícil que es eso. Del peso que tiene la educación en el comportamiento y la moral de las personas que te rodean.

Maldathar asintió. Era consciente. Pero él tenía ventaja. Su educación había sido diferente, especial, maravillosa; su educación habían sido cuentos e instinto, lecciones e invocaciones, juegos de magia, sangre y sacrificios. Él no tenía moral. Estaba por encima de todo eso. Mientras él se perdía en sus pensamientos, el criado extrajo un pequeño estuche de su bolsillo. Se trataba de una caja de madera lacada con el símbolo de un cisne hecho con hojuelas de nácar. La abrió y en el interior, sobre un lecho de terciopelo rojo, relumbraron unas extrañas joyas. Se trataba de diez ornamentos con motivos vegetales, retorcidos y livianos, engastados en finos hilos de plata argéntea con eslabones diminutos. Cada abalorio era del plateado más puro y su apariencia era en extremo ligera. Maldathar dejó de pensar en Ilsa y entrecerró los ojos, su curiosidad avivada por las joyas. Acercó los dedos con cautela, casi pidiendo permiso. Ammon asintió.

—Son para el pelo—explicó el sirviente—. Los que llevan los magos de Estrella del Alba son baratijas comparadas con esto.

El joven rozó los abalorios con los dedos. La plata estaba fría al tacto y parecía tener una luz propia. Levantó la mirada hacia su maestro, extrañado y dubitativo.

—¿De dónde los has sacado?

Ammon no respondió. En su lugar, sacó uno de los ornamentos con su cadena diminuta y lo acercó a la melena oscura de su aprendiz. La plata hacía juego con sus ojos y resaltaba como estrellas en un cielo nocturno en su cabello. Sonrió dulcemente.

—Te quedarán muy bien.

—Son tuyos, ¿verdad?—le interrogó Maldathar. Su tono se volvió insistente al no obtener respuesta tampoco a aquello. —Eras un mago, sigues siéndolo. Pero ¿por qué eres un sirviente? ¿Vivías en esta torre? ¿Caíste en desgracia? ¿Cuál es tu apellido?

“¿Quién eres?”, resonaba la pregunta en su cabeza como una trompeta vibrante, una pregunta tan esencial y que no se había hecho hasta entonces por algún motivo que no llegaba a entender. “¿Quién eres, Ammon el Sirviente, tú que dices ser un Cuentasueños y un Hilador de Ilusiones?”

Pero Ammon el Sirviente no respondió. Su mirada se volvió opaca y triste, y después pareció cubrirse con un muro de frío cristal violeta. De nuevo inexpresivo, empezó a colocar los adornos en el cabello de su pupilo y señor, mientras Maldathar, frustrado, sentía como el enfado se le congelaba en el pecho antes de nacer. Uno tras otro, los ornamentos quedaron prendidos en los mechones de cabello del joven; los hilos de plata colgaban como telas de araña oscilantes de uno a otro y en los dos bucles delanteros entorchó los eslabones sobrantes y los cerró con el cierre, que estaba camuflado bajo dos figuras diminutas de plata, semejantes a conchas de caracola marina. Después se alejó dos pasos para mirarle y le tendió el bastón, que aguardaba apoyado junto a un estante.

Maldathar lo cogió. Estaba en silencio, abrumado por la actitud de su sirviente, por las preguntas que revoloteaban en su cabeza y por el modo en que él le engalanaba como si fuera un príncipe a pesar de que consideraba aquella ceremonia como algo estúpido y una pérdida total de su tiempo. No obstante también le había ayudado en los días anteriores a fabricar el báculo que ahora agarraban ambos con sus manos, pues el maestro aun no lo había soltado. Era un bastón largo, recto pero irregular, tallado a mano. De qué arbol procedía la rama original es algo que el bastardo nunca llegó a saber, pues Ammon la trajo de alguna parte y no le dio explicaciones. Era una madera oscura, casi negra, con vetas suaves y un olor intenso a tierra y a magia. Grabaron runas en ella con dagas de cobre, a la luz de la luna menguante. Bañaron el cayado con la sangre del aprendiz, que manó hasta ser absorbida, hasta que la fibra vegetal rebosaba y parecía no poder tragar más. Después limpiaron lo sobrante y colocaron en la parte superior un ornamento enrunado que cerraron con magia. Tampoco pudo conocer Maldathar la procedencia de esta curiosa media luna, que parecía metal pero no lo era. Y por último, tras pintar algunas plumas de cuervo con pintura blanca, las ataron a la parte superior del bastón. Sólo una quedó sin pintar, una que el maestro le dio personalmente al discípulo tras impregnarla de su propia sangre. Hicieron rituales, empoderaron el cetro y finalmente, lo ligaron al alma de su dueño, de modo que nadie más pudiera utilizarlo. Después lo dejaron junto al estante y ninguno lo volvió a tocar hasta ese momento.

—Ve a tu ceremonia.—Ammon soltó el báculo, dio un paso atrás y se retiró hacia un lado para dejar paso al mago—. Ve allí, recibe tu primera elémir y luce tus joyas y tus ropajes ante los arcanistas y los Sofistas. Seduce a la mujer y acuéstate con ella, si es lo que deseas, o ve con Tyalanor a emborracharte y celebrar que has terminado el trienio de instrucción. Disfruta de tu día y de tu noche.

Maldathar se había quedado quieto, mirándole fijamente. Los ojos violetas estaban fijos hacia el frente, pero entonces se movieron para encontrarse con los suyos. Había un resplandor intenso en aquella mirada, y estaba lleno de significados que al bastardo se le escapaban. Entraron a través de sus pupilas y despertaron emociones confusas en su corazón. Por un momento pensó en soltar el báculo, arrancarse la toga y abalanzarse sobre él para arrancar los secretos de sus labios. Fue la primera vez que tuvo un pensamiento de aquel cariz con su sirviente, al menos de manera consciente, y de inmediato cientos de voces comenzaron a gritar en su cabeza ordenándole que apartara la vista, que asesinara aquella idea, que no volviera nunca, jamás, a pensar en algo así.

—¿No vienes conmigo? —preguntó, obligándose a decir algo. Su voz le sonó débil, apagada.

Ammon negó con la cabeza.

—No. Pero cuando terminen tu día y tu noche vuelve tú conmigo, señor.

Maldathar tragó saliva. Quería asentir pero era demasiado orgulloso para eso. Así que se limitó a alzar la ceja y se dirigió hacia la puerta.
—Cuando termine, volveré aquí. Así que, a menos que vuelvas a marcharte como ya hiciste una vez, nos encontraremos.

Sabía que estaba siendo dañino pero Ammon no replicó. No bajó la cabeza ni hizo un solo gesto de desagrado. Simplemente le siguió con la mirada hasta que Maldathar desapareció en el corredor y cerró la puerta tras de si.

Una vez se hubo marchado, el sirviente se acercó al espejo que habían colocado entre los libros y lo tomó por el marco, inclinándolo un poco hacia sí. Pasó la mano sobre el vidrio y su reflejo se difuminó hasta desaparecer en un remolino rojo que parecía habitar en el interior del cristal. Pronunció un par de palabras de sonoridad extraña y sopló sobre la pulida superficie. El remolino carmesí se retiró cual si fueran granos de azúcar, perdiéndose en los bordes, y se dibujó la imagen del joven Ilvana, caminando como un príncipe por los pasillos de la Aguja Estrella del Alba. La toga roja y negra le cubría desde debajo de la mandíbula hasta por debajo del tobillo; se ceñía a su cuerpo en el pecho, las mangas y el cuello, y se abría un tanto por debajo de las caderas y a mitad del brazo, formando unas mangas largas de tejido de terciopelo azabache. La plata de su pelo brillaba al sol y el cabello se balanceaba a su espalda con un vaivén oscilante, al ritmo de sus pisadas. El criado sonrió a medias, con un tizne de orgullo y ternura en su expresión, ahora que estaba solo y nadie tenía por qué verle. Y habló, aunque nadie le escuchara.

—Sin duda pareces un gran mago, Maldathar—. Exhaló un suspiro suave. Se escuchó un aleteo en un rincón y el cuervo apareció de entre dos estantes, posándose en el hombro del sirviente y observando la imagen con sus ojillos amarillos. El cuervo ladeó la cabeza. —Un gran mago, y poderoso. Pisas fuerte.

El cuervo graznó. Quizá era un asentimiento. Tal vez dudaba. O puede que se estuviera riendo. Ammon le miró de reojo con desagrado, pero no se molestó en espantarlo de su hombro. Sabía que sería inútil. Así que ambos, el sirviente y el cuervo, se quedaron contemplando el espejo hasta el amanecer, esperando a Maldathar, al que llamaban Ilvana porque se creía perfecto.


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©Hendelie

martes, 1 de mayo de 2012

Leyendas de Sangre XI: El hijo del arpista



Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él. ¿Qué decidirás tú?

Maldathar quería saber cuál era su destino. Era difícil saber si estaba luchando contra él o siguiendo paso a paso sus designios, dado que desconocía los planes de los astros para consigo. Pero desde el día en que besó por primera vez los labios de Ilsa Estrella del Alba, hija del Señor de la Aguja, subía cada vez con más frecuencia a aquel balcón donde, de niño, decidió que sería un gran mago.

Ahora ya no le estaba vetada la sexta planta de la torre. Aún era un aprendiz, pero pronto tendría su propio bastón tallado. Subía allí después de las lecciones con la Sofista, a mirar las estrellas, a preguntarse cuál era su futuro, imaginando las diversas formas en las que podría sortearlo en caso de que no coincidiese exactamente con sus planes. Alargaba aquellos momentos de ensoñación hasta que ya era entrada la noche. Pensaba en las lecciones, en la Magia, en lo que deseaba hacer con ella. Pensaba en su tutora y en cuándo volvería a bajar la guardia, en probar otra vez sus labios, estrecharla y atarla más a sí. Pensaba en los ojos de Ilsa, que a veces se turbaban al mirarle directamente. En los sutiles sonrojos de sus mejillas y el latir precipitado de su propio corazón cuando, durante las enseñanzas, ella se acercaba o rozaba su mano accidentalmente.

Habitualmente, cuando regresaba a su habitación, Ammon ya hacía horas que le estaba esperando. Jamás le hacía reproche alguno, pero sus enseñanzas se habían vuelto más crípticas, diríase desganadas, desde que Maldathar fue escogido como aprendiz por una de los Nueve. O eso pensaba él. Al joven cada vez le costaba más entender los arcanos que el sirviente le mostraba, y éste parecía decepcionarse al no ver progresos en su pupilo. Como si estuviera perdiendo facultades, Maldathar pasaba de la frustración al enfado y su motivación al respecto de los secretos del sirviente se iba tornando en una obsesión oscura y retorcida llena de suspicacias. No era extraño en esta tesitura, que Maldathar llegara cada vez más tarde a sus sesiones con Ammon y que éstas se desarrollaran en una tensión fría que terminaba explotando en discusiones.

—No me estás enseñando bien—le reprochaba el joven—. ¿Cómo demonios quieres que sepa el orden de los vocablos de la maldición? Ni siquiera sé los vocablos.

—Están en el Poema de la Liebre Blanca—respondía Ammon, siempre sereno y tranquilo, la mirada distante, la expresión calmada—. No pasa nada si no los sabes. Podemos repasar los versos de sangre hasta que memorices el…

—¡Aprendí los versos de sangre cuando tenía diez años! ¡Deja de hacer esto, lo que sea que haces!

—¿Qué es lo que hago?

—¡Hacer que me sienta un ignorante!

—Señor, no todos los niveles del Arte son iguales—decía el sirviente, mirándole con seriedad y un aire casi de sacerdote reprendiendo al pecador—. Hasta ahora has pasado por ellos sin dificultades. Eras más joven y tu dedicación era plena. Ahora te ves obligado a dividir tus esfuerzos, es normal que el progreso sea más lento, incluso que recule.

—¡Vete al infierno!

Era difícil razonar con Maldathar. Ammon lo sabía mejor que nadie, pues le conocía mejor que nadie. Por eso se mantenía tranquilo mientras el bastardo de Cordelia le insultaba, le acusaba de no querer instruirle, de manipulador y de haberle envenenado con sed de conocimiento, una sed que nunca se calmaba. Se mantenía tranquilo mientras él arrojaba al suelo los libros, levantándose para recogerlos y revisar que ninguna página estuviera deteriorada. Después, cuando el chico estaba más tranquilo, le contaba una historia o se acercaba a cepillarle el cabello, conciliador. Maldathar a veces aceptaba estas atenciones y se relajaba. Otras, le apartaba con malos modales y se marchaba a deambular por la torre o a la biblioteca.

Fue en una de esas ocasiones cuando se dio de bruces con Tyalanor, el hijo del arpista, al doblar un recodo. Aquella noche, Maldathar estaba especialmente furioso. Quería marcharse al Claro Ámbar, cerrar los ojos y soñar que volvía a bailar con la Sabiduría. No tenía tiempo ni ganas para conversar con el hijo del arpista, quien siempre parecía tener un brillo burlón en la mirada cuando se cruzaban sus ojos en los corredores o en el refectorio. Así que pasó por su lado sin saludarle ni responder a su saludo, altivo como un príncipe.

—Tsk. No me extraña que te llamen Ilvana[1]. Es verdad que crees que te lo mereces todo, ¿eh?

El hijo del arpista tenía una voz grave y viril, más profunda que la suya. Era también más alto y de músculos más desarrollados. Vestía con elegancia y había sido nombrado ayudante del chambelán pocos meses antes. Por eso, darse la vuelta y golpearle en la nariz con el puño, no parecía buena idea. Simplemente, se dio la vuelta y le miró con desprecio.

—Ah, ¿ya he dejado de ser el bastardo? Es una gran noticia. Ilvana me va mejor.

Tyalanor se echó a reír y luego miró alrededor, como si meditase algo.

—¿Dónde vas a estas horas?

—No es asunto tuyo.

—Te equivocas. Es asunto mío porque acabamos de cerrar las puertas.

Maldathar alzó la barbilla con suficiencia.

—¿Desde cuándo una puerta cerrada es un problema para un mago?

—Desde que están selladas con magia.

Tyalanor esbozó una sonrisa ancha, divertida. Maldathar en cambio, apretó los dientes y le miró con desdén. Nunca le había gustado aquel tipo. Cuando eran niños siempre se reía por todo y de adulto era servil y adulador; por eso se había labrado un buen camino en la torre hasta llegar a ser chambelán, y por eso él le despreciaba. Su padre era el arpista de la corte, un músico querido por todos. A los músicos se les honraba y apreciaba según su talento, y el padre de Tyalanor tenía mucho. Su hijo, en cambio, que había nacido sin ninguno, se había forjado una posición a costa de astucia y, según decían, realizando ciertos favores a ciertos personajes de importancia en la Aguja.

—Si las has sellado tú, no creo que me cueste salir. Dicen que tu única habilidad arcana consiste en poner a punto los bastones de los hechiceros feos y viejos.

Tyalanor alzó las cejas, sorprendido por el atrevimiento de Maldathar, y después se echó a reír como si el insulto le hubiera resultado divertido.

—Podría mencionarte a tu madre como respuesta, pero es demasiado fácil.

—No te reprimas. Si todo lo que puedes usar como réplica es la mención de Cordelia, esta conversación va a ser de lo más aburrida.

—¡Verdaderamente eres un engreído de primera línea! —volvió a reír el hijo del arpista, meneando la cabeza—. ¿Quieres un trago?

El bastardo se fijó entonces por primera vez en lo que su contertulio llevaba en las manos: se trataba de una botella bastante grande, casi una garrafa, de color azul intenso, adornada con gemas y cristales coloreados. Era el tipo de envases en los que se servían los vinos destinados a las cenas y comidas del Señor de la Torre y los miembros más importantes de su corte, vinos y elixires con alcohol que generalmente estaban aderezados con polvo de maná y otras especias arcanas. Maldathar entrecerró los ojos, suspicaz.

—No.

—Venga, hombre. Yo también voy a beber.

Quitó el tapón y dio el primer sorbo. Luego le tendió la botella, e iba a decir algo cuando se escucharon pasos en el corredor. El semblante de Tyalanor palideció y buscó rápidamente un lugar donde esconderse. “Ha robado la botella”, comprendió Maldathar, esbozando una sonrisa maliciosa. Mientras el hijo del arpista se escondía tras una cortina de terciopelo, él se quedó tranquilamente parado en el corredor, aguardando a que pasaran los dos guardias nocturnos. Llevaban sendos fanales arcanos en las manos y le miraron con curiosidad al verle allí, quieto, pero ninguno se atrevió a decir nada. Maldathar tenía una gran facilidad para parecer regio, noble e importante aunque solo fuera el hijo de una zorra, y esto le era muy útil a la hora de tratar con desconocidos.

Los guardias viraron en el recodo, con sus pesadas togas arrastrando, los escudos y las gujas en las manos, y el resplandor azul de sus luminarias titiló hasta perderse en la oscuridad. Maldathar se acercó a la cortina y la apartó. El otro joven parecía una estatua, ahí parado con la botella en las dos manos. Y le miró con cierta inseguridad.

—Ábreme la puerta. Te enseñaré un sitio en el que podremos bebernos eso sin que los guardias nos molesten.

Tyalanor esbozó de nuevo una de esas sonrisas enormes y caminó delante de él en dirección a la entrada de la torre.

Unos minutos más tarde, ambos se encontraban en el viejo cobertizo, un edificio de madera ya en desuso enclavado en un rincón de los jardines. Antaño se había utilizado para poner a secar hierbas y especias pero los arcanistas obligaron a cerrarlo y abandonarlo al descubrir en su interior una extraña emanación de magia oscura. Se investigó el origen, y al no encontrar nada, se procedió a quemar el suelo y sellar la puerta con un triste candado. Los arcanistas no podían pensar siquiera en que alguien deseara visitar esa destartalada chabola para ninguna actividad oculta. Era un lugar feo, lleno de polvo y telarañas y que olía demasiado a azafrán, salvia y anís, un ambiente difícilmente soportable para los refinados olfatos de la Aguja.

—Este sitio apesta—se quejó Tyalanor.

—A mi me gusta. Y nunca viene nadie.

Maldathar se encaramó a la mesa de madera y se sentó allí, de lado, como si fuera un diván. Luego extendió la mano para que el otro le pasara la botella. Tyalanor se subió a la tabla y se sentó junto a él, mirándole con franca diversión.

—Ahora mismo te pareces al Señor de la Torre.

—¿Ah, sí?

El hijo del arpista asintió. Maldathar bebió un trago de la botella ornamentada; era un licor dulce, de ciruelas o de cerezas, con un toque de hierbas frescas y mucha miel.

—Tiene la misma forma de sentarse, y pone la misma cara. De perdonavidas. Aunque tú pareces más perdonavidas que él.

—No he tratado mucho con Su Excelencia, pero no me parece un perdonavidas en absoluto—replicó Maldathar—. Creo que es un hombre noble y respetable. ¿Tú le conoces?

Tyalanor negó con la cabeza. Tenía un perfil muy hermoso bajo la luz de la Luna, que se filtraba por la ventana del cobertizo y por la techumbre abierta y medio derruida.

—Creo que nunca he hablado con él. Pero les sirvo algunas veces, a él y a sus hijos.

—¿Y cómo le sirves?

Maldathar sonrió con malignidad, pero el hijo del arpista negó con la cabeza, con expresión algo escandalizada. Al bastardo aquella muestra de mojigatería le resultó graciosa.

—No es lo que piensas. Nunca me atrevería, además, ellos no hacen eso, no con gente como nosotros.

—Claro, claro—afirmó Maldathar con aire burlón—. Ellos son intocables, pertenecen a estratos más elevados. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Quiero decir que mean agua bendita y cagan lingotes de oro. Y por supuesto, solo follan con gente de alta alcurnia.

El joven aprendiz no pudo reprimir una carcajada al escuchar a Tyalanor. Le miró, sorprendido.

—Hablas como un delincuente. Aunque, pensándolo bien—añadió, señalando la botella de la que ahora bebía el hijo del arpista—, es lo que eres. Robar a los señores está castigado, te inutilizarán una mano. O las dos. Y te cortarán el pelo.

—Eso solo pasará si me delatas. Y entonces te retratarás como cómplice—replicó el hijo del arpista, ladeándose para mirarle con una sonrisa burlona—. ¿Y de verdad harías algo así, delatar a un pobre chambelán que te ha invitado a compartir este delicioso brandy de ciruelas?

—Ayudante de chambelán—puntualizó Maldathar—. Verte con el pelo trasquilado sería bastante divertido. Pero de momento no lo haré.

—Mil gracias, Magíster Ilvana—dijo Tyalanor, haciendo una profunda reverencia sin bajarse de la mesa, teatral y socarrón—. Me honráis con vuestra compasión.

Maldathar hizo un gesto condescendiente con la mano, imitando su aire histriónico y exagerado, y alzó más la barbilla.

—Sé que soy magnánimo. Dale las gracias a Belore de que mi paladar se sienta satisfecho con la calidad de este brandy.

—No os merecéis menos, Excelencia.

—Lo sé.

—Es un licor que hará cantar a vuestra alma y elevará vuestro espíritu, confortará vuestro corazón y… demás estupideces dignas de una de las canciones de mi padre.

Maldathar volvió a reír, pero después chasqueó la lengua y meneó la cabeza.

—No deberías decir eso. No he tenido ocasión de escuchar a tu padre salvo en dos o tres ocasiones, y creo que es un artista sublime.

—Supongo—replicó Tyalanor, con una mueca amarga. Bajó de la mesa y se apoyó en ella con el codo, perdiendo la mirada más allá de la ventana. El bosque parecía haberse pintado de extraños colores azules a causa de las luces nocturnas. —Nunca nos hemos llevado bien. Imagino que por eso no soy imparcial al juzgar su música. Ni sus estúpidos poemas acerca de espíritus que se elevan, corazones gozosos y esas mierdas.

—Otra vez hablas como un delincuente.

El joven asistente levantó la botella y brindó en el aire.

—Por las palabras soeces que no maquillan la realidad—declaró, bebiendo un largo trago.

Maldathar entrecerró los ojos, pensando en aquello. Luego le arrebató la botella y esbozó una sonrisa misteriosa.

—Por las realidades que no necesitan ser maquilladas.

El hijo del arpista le miró con extrañeza. Pero debió gustarle algo, quizá sus palabras, tal vez la actitud del bastardo, porque el brillo amargo de su mirada se diluyó lentamente y volvió a aparecer la sonrisa franca. Bebieron hasta terminar la botella de cristal con piedras engastadas, y a medida que el licor disminuía, su simpatía aumentaba. Criticaron a los habitantes de la Aguja hasta no dejar ninguno. Luego hablaron de mujeres hasta no dejar ninguna. Después, Tyalanor habló de hombres y Maldathar escuchó con curiosidad y pidió detalles. Más tarde, fingieron ser dos reyes gemelos que gobernaban a los ratones de campo. Y casi al amanecer, intentaron invocar a los muertos, pero como no dejaban de reírse, no consiguieron más que un humo blanco que se disipó enseguida.

Cuando regresaron a la torre, borrachos, agotados, apoyándose el uno en el otro, estaba a punto de despuntar el alba. Se despidieron con un abrazo y cada uno marchó a sus aposentos.

Al entrar en la habitación, Ammon le estaba esperando despierto. Su semblante era serio. Su mirada violeta le atrapó, y en ella había algo parecido a la decepción, o a la tristeza. Maldathar se quedó de pie sobre la alfombra, observándole. Esperando. Pero el sirviente no dijo nada, y aquella mirada era cada vez más opresiva, más densa, más hipnótica. Apartó los ojos y se metió en la cama a trompicones, sin entender por qué se sentía culpable, qué extraña angustia tenía en la garganta y por obra de qué debilidad estaba desviándose de sus propósitos iniciales de semejante forma en los últimos tiempos.

Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él, había dicho Ammon una vez. Maldathar no sabía si estaba luchando contra él o siguiéndolo paso a paso tal y como estaba dispuesto en las estrellas. Y en aquel momento, sus pensamientos estaban demasiado difusos como para intentar analizar aquella clase de cosas, así que se limitó a sacar una mano de debajo del nido de mantas y a llamar al sirviente.

—Estoy borracho—declaró—. Deja de mirarme así y ven conmigo a consolarme. No quiero que volvamos a pelearnos nunca más.

Una mano cálida se cerró en la suya casi inmediatamente. Las sábanas susurraron cuando el sirviente se deslizó junto a él en el interior del lecho y le rodeó con sus brazos. Maldathar cerró los párpados. La angustia se disipó y la culpa desapareció. Y antes de darse cuenta, se vio arrastrado a un sueño delirante y maravilloso, de esos que sólo pueden tener los que han sido besados por el vapor del vino mágico de ciruelas y miel.

Dos días después, cuando Maldathar y Tyalanor volvieron a cruzarse casualmente por los pasillos de la Aguja, el hijo del arpista no le miraba con burla, sino con complicidad. Estaba Maldathar conversando con otros aprendices de camino hacia el refectorio cuando el chambelán y su ayudante pasaron junto a ellos. Tyalanor inclinó la cabeza con cierto aire teatral en dirección a Maldathar, y el bastardo hizo un gesto de condescendencia con la mano. Luego ambos continuaron su camino con una sonrisa divertida, riendo para sus adentros, sin que nadie más de los presentes entendiese nada en absoluto.

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©Hendelie







[1] Ilvana significa “perfecto” en Quenya. He tomado el vocablo como válido en Thalassiano por similitudes fonéticas y porque me gusta.