lunes, 1 de marzo de 2010

El Escolta (VI)

Fue incapaz de recuperar la concentración tras la visita del escolta a sus aposentos. La ventana, el reflejo del mar destellante, la llamada poderosa del exterior se le hacía ahora insoportable, y para colmo su mente se estaba llenando de estúpidas fantasías que era incapaz de controlar. Y la culpa de todo era de Velantias.

Allure no era ningún experto en relaciones sociales, como estaba quedando patente en aquellos días. Quizá por eso en el templo le habían considerado idóneo para la función que ahora desempeñaba. Tímido hasta lo patológico, Allure siempre había sido un elfo soñador y espontáneo que incurría en el ridículo con más frecuencia de la que era deseable, se expresaba de manera impropia cuando se sentía en confianza y tenía serias dificultades para poner freno a sus muestras de afecto entre aquellos a quienes lo dedicaba. En su familia, esos detalles nunca habían importado, de hecho le consideraban un encanto y una criatura dulce y maravillosa que tenía siempre palabras, abrazos y amor para todos. Más allá de los muros de su hogar, aquello le convertía en el objetivo perfecto para aquellos que disfrutaban hiriendo a otros. Su carácter plácido y meditabundo, sus continuas ensoñaciones y la peculiar visión de la realidad que tenía habían granjeado más desprecios y burlas que afectos al actual custodio. Con el tiempo, había aprendido a pulir su carácter, pero su corazón seguía siendo sensible e inocente, y en ocasiones como ésta se maldecía por ello.

No había sido capaz de olvidar lo sucedido entre ambos en el balcón. Aquellos dos besos entregados, que no robados, se habían grabado en su memoria con una impronta tan profunda que era capaz de evocar el recuerdo a todas horas, con tal vividez que volvía a sonrojarse y le temblaban las manos. No había logrado hallar explicación a lo ocurrido, ni a los sentimientos incomprensibles que se habían adueñado de él en aquel instante fugaz, robado al tiempo. Por eso ahora era incapaz de mostrarse en su presencia con normalidad, por mucho que se esforzara, y por mucho que deseara su compañía. En su interior anhelaba volver a vivir aquel instante, cuando él le tomó entre sus brazos y los labios cálidos cubrieron los suyos, cuando su mirada violeta se tiñó de profunda ternura que ya no sabía si era real o fruto de su imaginación. Su mente le decía que eso era una locura, una ensoñación más. Su corazón sufría de angustia por ese momento, lo añoraba como el agua.

- Oh dioses... voy a enloquecer - se dijo, cerrando las cortinas de un golpe y corriendo hacia el armario.

No podía esperar al día siguiente. Las paredes se le caían encima, tenía que salir de esa maldita torre en aquel preciso instante, dejar que el viento le tocara y el mar limpiase su alma de tantas tribulaciones. Sacó un lienzo amplio de un estante y se asomó a la puerta, mirando en derredor. Los sirvientes no estaban, y no había rastro del escolta por ninguna parte. Tanto mejor. Se liberó de las suaves zapatillas y corrió descalzo, escaleras abajo, atravesando los pasillos caracoleantes como una estrella blanca y vívida hasta llegar a la puerta ojival. Su corazón se iluminó y se lamió los labios con nerviosismo, antes de precipitarse hacia ella y abrirla lentamente, sin hacer ruido. Sorteó los escalones velozmente y corrió sobre la arena blanca, con una sonrisa en los labios y el alma ligera.

El exterior.

La luz de la tarde era suave y dulce, el aire templado y las olas cantaban, rompiendo en la orilla con el susurro de la espuma que lamía la playa. Más allá, las briznas de hierba se mecían al compás de la brisa y las gaviotas chillaban a lo lejos. El cielo era azul y estaba despejado. Y esa sensación de libertad impulsó su alma hacia lo alto, aligerándole de todo su peso y haciéndole ensanchar la sonrisa. "No es más feliz quien busca la felicidad en la gloria, sino aquél que sabe hallarla en las cosas pequeñas y sencillas", se dijo, repitiendo el proverbio en su mente y respirando con los ojos cerrados, sereno y tranquilo al fin. Caminó, paseando con ligereza hasta la línea de la costa, y la siguió unos pasos, hasta que la torre se dibujó lo suficientemente lejos para no atraparle bajo su sombra persistente. Se sacó entonces la toga liviana por la cabeza, se desató los pantalones blancos y dejó las prendas y el lienzo bajo una roca, con objeto de evitar que el viento las volara si arreciaba la brisa.

Sonriendo, introdujo los pies en la arena mojada, dejando que la espuma le ungiera, y se abrazó a sí mismo, canturreando con suavidad antes de dar unos pasos lentos adentrándose en las aguas, con la vista fija en el horizonte. "¿Qué habrá más allá, en el norte?" se preguntó, dejando que el océano le meciera con languidez. Imaginó grandes ciudades de hombres y mujeres altos, de orejas enroscadas y atuendos fantásticos, imaginó dragones que guardaban templos de cristal, e inventó nombres e historias para todos ellos, tendiéndose boca arriba y flotando bajo el sol mientras el tiempo discurría.

Pasaron los minutos y el arrullo del mar le meció dulcemente. Estaba buceando entre las algas, con los ojos abiertos, contemplando los bancos de peces y los hermosos corales, los haces de luz que atravesaban la profundidad marina, nadando con placidez, cuando se sintió cansado y retornó a la superficie, suspirando. El sol se estaba poniendo.

"Maldición. ¿Cuanto tiempo ha pasado?", se dijo, mirándose los dedos con el ceño fruncido. Estaban arrugados.

- Tsk... se darán cuenta de que no estoy - dijo en voz alta, girándose hacia la orilla.

Y palideció, abriendo mucho los ojos y aguantando un resuello en el pecho. La torre se dibujaba millas a lo lejos, como una aguja pálida y brillante. Comprendió, mientras el pánico disparaba la adrenalina en su interior, que había cometido un error fatal. La marea le había alejado demasiado, y ahora la resaca tiraba de él hacia el infinito.

- Estúpido, estúpido, maldito estúpido - se reprochó, respirando entre los dientes apretados y fijando la mirada en la isla.

A pesar de su cansancio, Allure no era tan débil como aparentaba. Tomó aire y comenzó a nadar, espoleado por la urgencia y fustigado por su propia indignación hacia sí. ¿Cómo había podido ser tan necio? ¿Es que no tenía la cabeza en su sitio? Se había embriagado de libertad y alegría y había dejado que las olas le llevaran hasta la perdición. "Que esto te enseñe, Allure", se dijo, jadeando mientras se impulsaba. "Aprende la lección". Pero el agotamiento hacía mella, y al cabo de un rato en el que sus esfuerzos consiguieron acercarle hasta la mitad del camino recorrido, sintió un violento calambre en la pierna, y comprendió que posiblemente aquella sería la última cosa que aprendería.

- No... no, no, no - gimió, respirando afanosamente y luchando por progresar. Podía ver ya la roca bajo la que se agitaban sus ropajes. - Tengo que llegar. Tengo que llegar... tengo que...

Un golpe frío y húmedo le arrastró hacia adelante, le hundió en el verde océano y el agua le inundó los ojos y los oídos. Boqueó, agitado, moviendo frenéticamente los pies y haciendo caso omiso al dolor de la pierna, mientras trataba de alcanzar de nuevo la superficie. Un nuevo golpe de oleaje le levantó, y tomó aire en un estertor, forcejeando con las aguas despiadadas que le azotaban, y extendió una mano, rogando en una plegaria desesperada a sus ancestros, a todos los dioses que conocía. "Voy a morir", se dijo, mientras sentía el pinchazo agudo de la asfixia en los pulmones. "Voy a morir... y como un idiota". El mar anegó sus ojos, y los brazos dejaron de responderle. Escuchó el burbujeo de su último aliento al escaparse de sus pulmones, y después el tirón.

Unos dedos férreos en su muñeca y un impulso violento que le transportó hacia arriba. Abrió la boca, mareado, y tomó aire con un jadeo silbante, temblando y con las sienes a punto de estallar. El brazo fornido rodeó su cuello y sus hombros, manteniéndole la cabeza sobre el agua, y Velantias nadó con él hacia la orilla que ya parecía accesible, sin decir una palabra, un reproche, ni una sola sílaba.


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