viernes, 10 de diciembre de 2010

Lady Magdalen

Rodrith tomó aire lentamente. El ambiente en las mazmorras era húmedo y cargado de inciensos, una atmósfera excitante y misteriosa en la que sus instintos más hondos se movían como renacuajos en una charca. La mujer vestida de cuero rojo estaba a su lado, observando cómo limpiaba las cuchillas y las púas una a una en el agua blanqueada con desinfectante. En la pared de enfrente, colgando de las cadenas, el cuerpo de una chica humana, de cabellos azabache y piel muy blanca, se reponía lentamente de la tortura a la que había sido sometida.

Tenía marcas rojas y pequeñas heridas que sangraban en los muslos, los pechos y el cuello. Rodrith no se atrevía a mirarla una vez perpetrado lo que, dijeran lo que dijesen en aquel lugar, a él le parecía un crimen. Le avergonzaba y le hacía sentir asco de sí mismo.

- ¿Incómodo?

La voz suave de Alyenna le llegó a los oídos con cierto matiz burlón. Rodrith negó con la cabeza despacio, después de pensarlo, sumergiendo una astilla de metal en el líquido y agitándola para limpiarle la sangre.

- No. Me preocupa hacerlo bien - mintió, en el mismo tono bajo.

Alyenna le regaló una sonrisa extrañamente dulce en su rostro pintado con estrías negras. La banda de cuero que mantenía sus pechos cubiertos se cerraba en la espalda con cordones finos, se clavaba en su piel y parecía a punto de estallar, conteniendo la carne rebosante. Entre las piernas, la lencería de fino encaje apenas cubría lo suficiente para reducir su atuendo a la indecencia, sin llegar a rozar la desnudez chabacana que rompería todo su conjunto. Las botas le llegaban a los muslos. Alyenna era una criatura preciosa, y Rodrith casi se había acostumbrado a su presencia cercana en aquellos días, consiguiendo que dejara de alterarle al aceptar e imponerse la certeza de que ella era intocable.

La mujer se dirigió a limpiar las heridas de Valerie y colocarle los emplastos de hierbas para la cicatrización sin marcas. Ambas hablaban en susurros, mientras él se entretenía volviendo a limpiar los instrumentos con gesto mecánico.

Había llegado a La Madriguera hacía cuatro semanas. El Raspa Blanca permanecería un mes en el puerto de Trinquete, no zarparían hasta que se aplacaran las tormentas, que en aquella época eran constantes. Sus pasos le habían llevado a aquel callejón, acompañando a Hackler, un humano refinado que le prometía hallar allí dentro placeres inimaginables. Pero a Rodrith le habían cansado pronto los peculiares entretenimientos del piso superior, y Alyenna le había encontrado sentado en un pasillo, bebiendo con languidez de su petaca.

Hablaron, poco y de manera vaga. A la experimentada mujer le bastó para pasearle por las mazmorras, y ahora estaba allí, aprendiendo la manera de liberar sus instintos del mejor modo posible.

Aún le pesaba la culpa por la prostituta que había matado el año anterior. Había tenido que confesarlo, cuando Alyenna le hizo una serie de preguntas mientras le instruía en el arte del dolor. No había querido hacerlo. No pretendía llegar tan lejos, pero no había sabido medir, y aquella joven tampoco había sabido pedirle parar. Alyenna no se escandalizó, se limitó a enseñarle cómo y con quién debía llevar a cabo aquella experiencia de liberación, y durante días, Rodrith había asistido cada noche a las peculiares lecciones con las que Alyenna descorría los velos del misterio que encierran ciertos deseos. Aquel día, Rodrith había llevado sus enseñanzas a la práctica, y aunque en el transcurso de la ejecución se había sentido bien, extrañamente tranquilo y sosegado, como un cirujano, ahora que había terminado volvía la culpa.

Quizá por eso, cuando Alyenna regresó con una sonrisa, sus palabras le dejaron perplejo.

- Valerie está muy contenta. La has dejado satisfecha.

Rodrith alzó la mirada, frunciendo el ceño. La muchacha seguía colgando de los grilletes.

- Me has explicado muchos secretos estos días - dijo Rodrith, escogiendo bien las palabras. - Me has enseñado mucho, sobre este lugar y sobre mí mismo. Pero...
- Aún no estás convencido.

El elfo asintió, secándose las manos. Alyenna le puso las suyas sobre los dedos, mirándole a los ojos con fijeza. Aquella mujer desprendía fuerza y seguridad por todos sus poros, tenerla cerca le hacía sentirse de algún modo respaldado.

- Puedo entender bien que haya gente como yo. Que disfrute con esto - dijo, colocando los instrumentos correctamente alineados y relucientes - Pero me cuesta asumir que pueda ser a la inversa.

La mujer asintió y se lamió los labios. Pareció pensar algo largamente por unos minutos, y después volvió a hablar.

- Sígueme. Creo que es momento de que veas algo.

La mujer le tomó por el brazo y le llevó hacia la puerta de la celda, cerrando tras ellos al salir. Después, se encaminó hacia el fondo del pasillo. Allí, los candelabros no alumbraban. Era negra oscuridad que todo lo envolvía, mas allá de las luces mortecinas del sótano. Alyenna tomó un cirio entre los dedos y lo acercó al muro de piedra, manipulando algo.

Rodrith había sentido la sutil corriente de aire que brotaba de los muros. No le extrañó del todo que la pared girase sobre sí misma, silenciosamente, sin roces agrestes de la piedra sobre la piedra ni chirridos escalofriantes. Tampoco llegó a sorprenderle descubrir entradas secretas en La Madriguera; estaba seguro de que estaba plagada de ellas. Obedeció al gesto de su mentora, entrando al pasillo, y aguardó a que ella le siguiera y volviera a colocar la pared en su lugar.

En un silencio respetuoso, caminó detrás de Alyenna. Recorrieron unos cuantos metros en un túnel de negrura hasta llegar a una puerta de madera labrada. En ella, el relieve de una reina sentada en un trono alargaba la mano hacia la manilla como si quisiera cogerla. Era un labrado peculiarmente turbador. El realismo de las facciones de la dama, su expresión doliente, el ángulo de perfil en el que estaba realizado y la alta corona dentada que lucía hicieron estremecerse al marino.

Misterio, secretos y oscuridad velada, aquella era la esencia de La Madriguera, un mundo de sombras entre sombras donde se revelaban las caras más ocultas de todo aquel que la pisaba, tejiendo un universo onírico e irreal que te atrapaba irremisiblemente. Y cuando Alyenna abrió la puerta y la luz suave de las velas doradas reflejándose en los suelos de marmol del interior les dieron la bienvenida, Rodrith casi se quedó sin aire.

Aquella sala subterránea era lo último que alguien podía esperarse encontrar en las mazmorras. Techos altos y abovedados, columnas de piedra con ornamentos de factura élfica que mostraban a Elune y los clásicos motivos vegetales, baldosas blancas y pulidas y sedas livianas, azules y blancas, que colgaban de las vigas labradas. Alyenna avanzaba, con su cirio en la mano, y Rodrith la siguió, recorriendo con la mirada aquel ensueño. No había mobiliario en el amplio salón, que asemejaba la nave de un templo. Tampoco estatuas ni pinturas, sólo los candelabros de plata labrada que bañaban el lugar de luz y los espejos. Decenas de espejos de pie, alineados unos frente a otros, con velos de gasa prendidos a los marcos. De bronce, de madera labrada, con distintos estilos, pero todos ellos ovalados y del mismo tamaño. Le devolvían su reflejo y el de Alyenna mientras caminaban entre ellos.

Cuando fue capaz de apartar la mirada de los cristales, vio el lugar al que se dirigían.

Tres escalones de mármol blanco conducían a una plataforma. Sobre ella, en una alfombra atestada de cojines, una mujer estaba de rodillas. Alyenna se detuvo y miró al elfo, que había olvidado respirar. Luego habló a la dama.

- Señora, él es el Oso - la voz de la mujer vestida en cuero rojo estaba teñida de respeto y gravedad - Ha sido instruído, pero no está seguro. Le he traído a escucharos a vos.

Rodrith era incapaz de reaccionar. Aquella dama, pues como tal vestía, envuelta en sedas pálidas con bordados de plata, tenía una melena completamente blanca que caía sobre sus hombros como la nieve, se enredaba a sus pies y se extendía sobre los almohadones y la alfombra mullida. Sus rasgos eran hermosos y nobles, como los de una reina, y no habían perdido el esplendor de la juventud, pese a ser las facciones de una mujer hecha y derecha. En el cuello, en las muñecas y en los finos tobillos llevaba ceñidas correas de cuero blanco. Y de ellas, largas cadenas de mitril ascendían hasta las vigas del techo. Cada vez que se movía, las cadenas tintineaban como campanillas de cristal. Entre aquel entramado de grilletes plateados, la hermosa mujer humana parecía una araña en su tela, aunque Rodrith no estaba seguro de si reinaba en ella o estaba atrapada allí.

La Dama asintió con la cabeza y volvió su mirada velada hacia el oso. Una cinta blanca le cubría los párpados, impidiéndole la visión.

- Bienvenido a mis aposentos, caballero - dijo ella, con una voz delicada y dulce - Yo soy Lady Magdalen.

Alyenna se retiró unos pasos. Rodrith no sabía que decir, pero la curiosidad le puso las palabras en los labios sin pedir permiso.

- ¿Por qué estáis aquí, encadenada y encerrada?

Sentía deseos de abalanzarse hacia ella. De arrancarle las cadenas y la venda de los ojos, de rescatar a aquella dama que parecía salida de alguna leyenda mágica. Pero la sonrisa suave de Lady Magdalen apagó aquel instinto, así como su respuesta.

- Así es como me gusta estar... este es mi sitio, Caballero.
- ¿Sois la señora de La Madriguera?

Lady Magdalen asintió y las cadenas tintinearon. Se removió entre los almohadones y se inclinó hacia adelante para tenderle la mano. Al hacerlo, la correa que le aprisionaba aquel brazo se tensó, mordió la piel y algunas gotas de sangre cayeron de su muñeca hacia las blancas sedas.

- ¿Os sentaréis conmigo, Caballero?

Rodrith tragó saliva y retrocedió un paso. Aquella criatura era terriblemente inquietante. No poder verle los ojos, su voz tan fina, el aspecto que lucía y los grilletes terribles que pendían de los techos... le recordó de repente a una marioneta blanca. Aun así, tomó aire y se adelantó, ascendiendo los tres escalones para coger su mano. Se acomodó entre los almohadones, aspirando la fragancia que envolvía su entorno. Lirios y sangre. Olía a lirios y sangre, a dolor y a pureza. Sus ropas estaban limpias, salvo por las escasas gotas rojas que caían aquí y allá en el bajo de su toga orlada, su piel resplandecía, perfumada, y la frondosa cabellera tenía el aspecto de ser más suave que el algodón.

El tacto de su mano era frío y duro, como la mano de una muñeca de porcelana. Los dedos de Lady Magdalen seguían entre los suyos.

- Hace muchos años encontré estas ruinas - comenzó la dama, a media voz - Este lugar está muy al fondo. Sobre él se construyó la ciudad que nos da cobijo, y sobre él, nosotros construimos La Madriguera. El lugar donde todos pueden ser libres.

Rodrith asintió. Alyenna ya le había hablado de eso, sobre la libertad. Extendió una mano sin pensar, rozando la mejilla de Lady Magdalen con los dedos.

La mujer se tensó. Alyenna, abajo, hizo amago de acercarse, pero se quedó quieta.

- ¿Por qué me tocáis, Caballero? - preguntó la dama, en un susurro muy bajo.

La luz de las velas se reflejaba en los espejos, en las columnas blancas. Cubría la piel pálida de la Dama de un resplandor dorado y apetitoso, la hacía parecer una joya entre joyas.

- No lo sé. Creo que estoy triste por vos.
- ¿Por las cadenas? - dijo ella, sin apartarse de sus dedos.

El Oso negó con la cabeza.

- Por la soledad, Señora.

La Dama sonrió de nuevo y negó con la cabeza. Al hacerlo, la correa de su cuello se tensó. Dos finas gotas carmesíes rodaron hacia su escote.

- Soy feliz aquí. Soy feliz así. Los Mártires, a los que ya habéis visto en las mazmorras, aguardan colgando de sus cadenas a que los Verdugos acudan a darles liberación... y los Verdugos encuentran la suya a través de los Mártires, que son lo más sagrado de esta Casa. Yo, sin embargo, encuentro liberación en el tormento de no ser nunca liberada, en la angustia de la situación que yo sola me impongo. En mis cadenas eternas, que son mis amantes y mis padres... en mi soledad, que es mi esposa y mi marido. Esta es mi elección, y no debéis apenaros por ella, caballero.

- Pero, ¿quién puede elegir el dolor o la condena? Inflingirlas es distinto... es algo que revitaliza, que te hace sentir que tienes el control. Es una responsabilidad, Alyenna me lo ha enseñado, y eso también es grato. Pero esto...

Lady Magdalen sonrió de nuevo y rozó el rostro del Oso con los dedos. Rodrith se estremeció. La Dama se mancharía los dedos con la pintura negra que le cubría, pero a ella no parecía importarle. Estaba reconociendo sus facciones, una a una.

- Elegir el dolor es dejarse llevar - dijo de nuevo la voz suave de la Dama - Es entregarse en manos de alguien con plena confianza, y en manos de los Verdugos, los Mártires se sienten seguros. Es como dejarse abrazar, o dejarse caer sabiendo que estás siempre a salvo, que sólo obtendrás aquello que quieres. Entregarse al dolor es liberarse de los miedos y dejar que aquello que rehuímos en la vida nos atraviese en una catarsis purificadora. Abrirse a recibir, entregarse para atesorar cuanto venga. Y entregarse a inflingir ese dolor es un acto noble. Llevar sobre las manos a aquellos que se muestran desvalidos, que te abren su sangre y su alma, sus cuerpos, esperando de ti que les des lo que quieren... lo que necesitan. Y aquello que tú también deseas dar.

- Me cuesta creer que alguien pueda desear verdaderamente ser herido por otros - repuso él, tras haber meditado esas palabras.

- Tú eres un Verdugo, los Verdugos siempre lo son, desde que nacen, al igual que los Mártires, aunque algunos no lleguen a saberlo nunca. Por tu propia constitución, la de tu alma y tus deseos, no puedes entender del todo la de los Mártires, que es la opuesta en cada matiz. Pero aunque no la entiendas, no debes tener miedo. Lo que tú deseas hacer, otros necesitan que se lo hagas.

Rodrith tragó saliva, frunciendo el ceño. La mano blanca de Lady Magdalen se apoyó en su hombro.

- Supongo que eso es lo más difícil de creer.
- ¿No os parece bueno?

Rodrith lo pensó unos instantes. Después, asintió con la cabeza.

- Si, me lo parece.
- Entonces, ocupad el lugar que os corresponde, caballero - dijo Lady Magdalen, rozándole los cabellos con los dedos - Vestid el embozo de los Verdugos y caminad por estas salas. Aprenderéis mucho con los Mártires. Sobre el amor, sobre la libertad y sobre la paz. Ellos son una bendición para vosotros, tanto como vosotros para ellos.

Rodrith asintió, mirando a la dama de blanco. Puede que no lo entendiera del todo, pero algo en su interior lo comprendía a la perfección, como si no pudiera ser de otra manera. Él siempre había necesitado la violencia, saberse artífice del sufrimiento ajeno, pero aquel camino siempre terminaba en algo menos agradable: la culpa. Lo que se le presentaba, según las palabras de Alyenna y las revelaciones de Lady Magdalen era un sendero muy diferente y exento de ella.

Dolor sin culpa. ¿Sería posible?

Alyenna le hizo un gesto y Rodrith se levantó, soltando la mano de la Dama y descendiendo los escalones. Cuando llegaron a la puerta, el Oso se volvió hacia atrás para dedicar una última mirada a la mujer atrapada en sus propias cadenas, que yacía, encerrada, en su palacio de espejos.

- No parece real.
- Quizá no lo sea - replicó Alyenna - Sígueme. Tengo que entregarte el atuendo que llevarás en lo sucesivo en este lugar.

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Los pasillos de las mazmorras son túneles iluminados por el mortecino resplandor de las velas. En las bóvedas, los sonidos secretos de la Madriguera resuenan como los susurros de un sueño impreciso. Los gemidos y los látigos, el chirrido de las puertas de acero batido. Entre la penumbra sucia, las sombras se mueven en el silencio roto por los secretos cantos de lo que allí sucede. Figuras altas y bajas, de hombres y mujeres, que rara vez se cruzan en los corredores. Llevan los brazos desnudos, largas capas de lana negra y una caperuza cubriéndoles hasta la nariz. Cuando alguno de ellos camina por los pasillos de piedra, sus siluetas se dibujan en los lóbregos contraluces, como espectros de carne y sangre, que desprenden el aroma del deseo, del dominio y el poder.


Rodrith se cala la capucha y avanza, silencioso, haciendo girar una llave entre los dedos. Ya no es más Rodrith, ni Ahti, ni es nadie. Aquí dentro es el Oso, su voz cambia y se convierte en un gruñido seductor, vibrante, casi animal. Sus ojos destellan con apetito, su sonrisa se vuelve aviesa y cruel.


Siempre que está aquí, se encuentra a gusto. Llega a la celda que busca y gira la loseta de la entrada, dándole la vuelta al azulejo y colocándolo en el marco por el lado esmaltado en rojo. Introduce la llave y dirige una mirada hacia el final del pasillo, hacia ese lugar que conduce hasta el santuario de la Madriguera. Nunca ha visto a nadie entrar allí, jamás ha visto a otros manipular la pared y descender hasta el regazo de Lady Magdalen.

Se pregunta, a veces, si fue un sueño. Se pregunta si era real o sólo una ilusión de espejos, incienso y humo.


Gira la llave, y la puerta se cierra detrás de él, con un golpe suave. El corredor, vacío, queda en silencio. Desde el extremo oscuro, donde no hay puertas ni cirios, una corriente de aire casi imperceptible se escurre entre las grietas del muro.

viernes, 26 de noviembre de 2010

12.- Los Hijos del Hada

Haari sólo era una niña, cuando su padre, Zul'talar, había soplado el Aliento de los Elementos en el pequeño tótem hueco, lo había sellado con cera y lo había arrojado al mar. "Guardaos de tres cosas", había dicho Zul'talar a sus hijos. "De las zarpas del aqir, de la ira del Loa y de la magia del djinn".


Haari no lo había comprendido entonces, pero como siempre, había recordado las palabras de su padre, el médico brujo de su tribu. Cuando lanzó el tótem al rugiente océano, Haari pensó que las maldiciones que habían caído sobre su comunidad se disiparían, pero no fue así.


Todo había empezado hacía varios meses. En la aldea, los jóvenes trol se burlaban de Yo'lou. Yo'lou no era buen cazador. Todavía no había pasado su prueba de valor dando muerte a un tigre blanco, era patoso y poco salvaje. Era el hazmerreír de los demás, incluso de sus hermanos menores. Hasta que de repente, una noche apareció con tres pieles de tigre, resollando. Alzó el hacha y gritó, despertando a la tribu.


No sólo había dado muerte a los animales, sino que además, uno de ellos le había seguido. Un enorme felino plateado, surcado por estrías negras, con los ojos amarillos, se mantenía dócil a su lado. Yo'lou conservó al tigre, a quien llamó Rokkar. Rokkar se quedó en la tribu, y honraron a los Loa, porque desde su llegada, las cosas fueron mucho mejor para la aldea de Haari. Los mares estuvieron en calma. La recolección era abundante, y la caza y la pesca, mucho mejores que antes. Las dos tribus vecinas, con quienes no compartían muy buena relación, fueron derrotadas cada vez que atacaron el poblado, y finalmente, se estableció la paz.


Sin embargo, no duraría mucho. Los grandes guerreros de la tribu habían aceptado a Yo'lou entre los suyos, y Yo'lou, orgulloso y contento, ahora caminaba con la cabeza alta, vestido con capas de pantera y llevando las mejores armas de piedra. Rokkar asistía en el combate a Yo'lou, y su presencia en él, al igual que fuera de la batalla, había dotado al joven de una gran seguridad en sí mismo de la que siempre había carecido. Los que se reían de él antaño, ahora le trataban con respeto. Y el respeto fue mayor cuando Malai, el mejor guerrero y uno de sus detractores, cayó enfermo tras una terrible pelea con Yo'lou. En ella, sólo se intercambiaron palabras y algunos golpes. Y fue Malai quien derribó a Yo'lou. Sin embargo, los espíritus parecían castigarle, y yacía en su cabaña presa de la fiebre.


Zul'talar nada pudo hacer. No sirvieron los sacrificios a los espíritus ni las infusiones de mojo, no sirvieron los rituales ni los cánticos, los amuletos ni los tótem. Malai se consumía.

- No es voluntad de los espíritus - había dicho su padre entonces - He visto en Malai una sombra de aire y deseos oscuros que le asedian, procedentes de una maldición poderosa y antigua.

Y Zul'talar se marchó. Se marchó a la selva, en busca de la sabiduría de los Loa, buscando respuestas a aquello que aquejaba a Malai.

En su ausencia, los cinco grandes guerreros restantes comenzaron a decaer. Sus fuerzas mermaron, hasta que sólo Yo'lou el orgulloso quedaba en pie y dominante, como el único capaz de liderar a los trol. Desafió al Jefe Amanshi y le derrotó. Cortó su cabeza y devoró su cuerpo, dando parte de él al tigre Rokkar, apiló sus huesos junto a la cabaña y buscó a su hijo para darle muerte. Pero Aman'gol, hijo de Amanshi, huyó y se ocultó en la selva.

La barbarie y el poder de Yo'lou crecían día a día. Cuando algo no sucedía como él esperaba, su ira se mostraba, o la tormenta y el fuego despertaban aquí y allá. Todos le temían, y creían que los dioses se ofendían cuando Yo'lou era ofendido. Por eso, la tribu entera se sometió a Yo'lou, quien rompió las alianzas con las aldeas cercanas y atacó, arrasándolas y perdiéndose muchos grandes guerreros en aquellos combates, de uno y otro bando.

Y entonces regresó Zul'talar. En cuanto volvió, Yo'lou le recibió junto al tigre blanco, altivo y vestido con las pieles de cien panteras, engalanado como un rey. El resto de los habitantes del poblado, entre quienes se encontraba Haari, aguardaban tras él, asustados y confusos.

- Has vuelto. Proclámame, médico brujo - exigió Yo'lou - Proclámame como Jefe y Señor, según las viejas costumbres.

Entonces, Zul'talar asintió.

- Dame tu hacha - pidió - para que pueda bendecir tus armas con los ritos de los Loa.

Yo'lou le tendió el arma, y cuando la tuvo en su mano, Zul'talar la levantó en una mano, el báculo en la otra. Pronunció unas palabras, y el orgulloso Yo'lou comenzó a corretear en un revuelo de plumas blancas, transformado en un simple polluelo. Zul'talar hizo descender el hacha y decapitó al pollo de un solo golpe. El cuerpo de Yo'lou apareció, cubiertas de sangre sus vestimentas, y su cabeza rodó hasta los pies del tigre.

- Este guerrero ha traído la maldición a nuestra tribu - dijo Zul'talar a los demás - Ahora que ha muerto, me encargaré de sellar al djinn y enviarle lejos de nosotros.

Haari jamás olvidaría el ritual. Estaba grabado a fuego en su memoria. El tigre blanco, atado, se revolvía sobre el altar, y su padre disponía los tótem alrededor. Las antorchas brillaban en la noche. Estaban solos, ellos dos y el enorme tigre.

- ¿El animal está maldito? - preguntó ella a media voz, mientras removía la mixtura del cuenco sacramental. Zul'talar negó con la cabeza.

- No es un animal, Haari. Es un djinn.
- ¿Qué es yinn? ¿Son espíritus malignos?
- No, Haari. No son espíritus. Son descendientes de espíritus malignos, eso sí... pero nacen del vientre de las ossi por la semilla de los espíritus del aire y la tormenta.

Haari frunció el ceño, escuchando.

- Pero, ¿no son buenas criaturas las hadas? - preguntó, usando la palabra adecuada.
- Lo son. Pero a veces, su soledad es insoportable y llaman a los espíritus del aire. Ellos les ponen en el vientre la semilla, y entonces nace el djinn.
- ¿Es una criatura maligna, este djinn? - volvió a preguntar Haari. Tenía la mirada fija en el tigre, que parecía hermoso y tranquilo, algo indiferente, allí tumbado y atado.
- No es buena ni es mala. Puede maldecir y bendecir - le explicó su padre a media voz, mientras terminaba de disponer los objetos para el ritual - Puede hacer daño o puede otorgar dones. Depende de su temperamento o de aquel a quien sirve. Este djinn servía a Yo'lou, y trajo la desgracia a nuestro pueblo. Con Yo'lou muerto no podemos matar al djinn, porque sólo él podría hacerlo. Pero le sellaremos en el tótem y nos desharemos de él.

Cuando Zul'talar comenzó con los cánticos, Rokkar ni siquiera se movió. No opuso resistencia cuando los fuegos se apagaron, apenas un gruñido suave. Haari sentía sus ojos plácidos, algo tristes, fijos en ella. Después, la criatura se desvaneció y se convirtió en una masa de aire coloreado, con forma semi humana, brazos, piernas, tronco y rostro, y al fondo del rostro, la misma mirada nostálgica. Entró en el tótem hueco a una orden de Zul'talar.


Sí, Haari había visto todo aquello. "Guardaos de las zarpas del aqir, de la ira de los Loa y de la magia del djinn", le había dicho su padre entonces, cuando arrojó al mar a Rokkar, "porque su maldición es terrible y su bendición siempre tiene precio, porque son poder e impotencia, y aunque dicen ser siervos de sus amos, también sus amos son siervos de ellos."



Aquella noche, mientras el campamento se recobraba del ataque, el desierto estaba sereno, y la mirada de Haari, la Zulfi y líder de Mueh'zala Atal, seguía al joven Iryë mientras éste ayudaba a apilar los cadáveres y a reunir combustible para el fuego. Le vio sonreír cuando Ashra pasó a su lado, le vio agarrarle de la capa, vio su expresión devota mientras le seguía, con los ojos rosados brillando suavemente.

Y recordó cómo el elfo le había liberado de sus grilletes. Y recordó que nadie más, entre todos los cuerpos que vieron aquella noche en Frondavil, ni uno solo, tenía cadenas en las manos.

Solamente Irye.

- Ashra... no sabes lo que has hecho - murmuró.

Aquella noche, rezó a los espíritus por su amigo y compañero. Fabricó amuletos para él, y meditó sin descansar, buscando, igual que antaño hiciera su padre, un modo de liberar a Ashra de su propio error.

11.- Djinn

El deslumbrante sol de Tanaris le hería los ojos. El mismo aire estaba caliente, era un vapor espeso y congestionado de arena que apenas podía respirarse ahora, cuando el viento soplaba con tanta intensidad que atronaba los oídos. Con el rostro cubierto por el pañuelo, Haari aguardaba, los párpados entrecerrados, la maza en la mano y los tótem sagrados dispuestos, la llegada del ataque que no parecía llegar nunca.

Habían montado el campamento en el desierto, y las lonas de las tiendas se agitaban, furiosas. Estaban trabajando bien contra los ladrones de agua, pero ella había percibido las alteraciones en el mundo espiritual varias noches antes. Sabía que los Furiarena les estaban siguiendo. Sus siluetas ahora se recortaban de cuando en cuando tras las dunas, acechando. Manchas rojizas, lejanas y casi informes a través de la tormenta desértica que iba cobrando intensidad.

Ashra y Drabor permanecían a su lado, embozados y con las manos en las empuñaduras, los ojos escrutando el horizonte. Poco mas atrás, el resto de los mercenarios aguardaban, preparados para el combate, en la tensa calma y el silencio. Haari había contado varias siluetas, más de treinta. No estarían en igualdad de número, pero confiaba en que ellos pudieran ser más inteligentes que sus rivales.

El humano del parche resolló y se cubrió bien la negra cabellera con el embozo.

- Zulfi, ¿Por qué no atacamos nosotros? - murmuró. Era la tercera vez que lo proponía.

Haari negó con la cabeza.

- Nosotro'h no. Que ataquen ellos. Es...tán invocando la tormenta de arena. No podemos contrariar a los Elementos.

Ashra y Drabor intercambiaron una mirada, pero no dijeron nada más. Haari sabía que no comprendían, pero al menos no ponían en duda sus decisiones. Hasta ahora, las cosas habían salido bien para todos cuando no habían contrariado a los elementos, sin duda había sido así. Y no pensaba romper esos sagrados preceptos por nada del mundo. Si los Furiarena invocaban la tormenta, lucharían bajo ella y la usarían en su favor.

- Vienen ya.

Era la voz de Ashra. Haari tomó aire, confiando en los sentidos del elfo, y comenzó los rituales, mientras Drabor hacía señas a los combatientes. Se posicionaron tras la duna, dispuestos a defender el campamento.

Los trol no eran especialmente ingeniosos en sus estrategias, y la Zulfi era consciente de ello. Sus técnicas de emboscada rara vez admitían variación; su raza, bien lo sabía, se acostumbraba a hacer las cosas de una determinada manera y rara vez cambiaban. Los Furiarena eran sanguinarios y rápidos, conocían el desierto a la perfección, y tenían el viento a favor.

Saltarían las dunas sin problemas y muchos encontrarían la muerte en las estacas que habían colocado en la pendiente, pero aun así... entrecerró los ojos. Las sombras rojizas se movían con velocidad entre el velo denso de la tormenta. Haari permaneció en pie.

La primera figura apareció, una forma alta de cresta roja, gruñendo y con la mirada perdida y llameante. La enorme maza de acero se alzó.

- ¡O'hoba! ¡O'hoba! - cantó la Zulfi.

El grito de los hombres y mujeres de Mueh'zala Atal se elevó, uniéndose al bramido de la tempestad. Los aceros desenvainaron y silbaron las flechas. Haari interpuso el escudo, ladeándose, cuando la maza cayó sobre ella, y un golpe de agua precipitó al trol duna abajo. Su cuerpo se empaló en la estaca.

- ¡T'eif godehsi wha! - las voces de los furiarena se enredaron en el viento.


Entonces, algo prendió el temor en el interior de la joven Zulfi. El ataque de los Furiarena era extraño y definido, pero varios de ellos habían pasado a su lado sin golpearla. Parecían precipitarse directamente hacia el campamento, con la mirada encendida, sin tenerles en cuenta para nada. Algunos morían en el trayecto, atravesados por las espadas, empalados en la barricada. Otros, aún heridos, se arrastraban hacia las tiendas, donde no quedaba nadie.


Era absurdo. Si querían arrasarles, matarles o capturarles, ¿Qué clase de actuación era aquella? Rara vez dejaban los furiarena a un enemigo en pie, y éstos parecían precipitarse como una oleada en busca de algo. Intercambió una mirada con sus lugartenientes. Drabor también parecía algo confundido. Ashra, por el contrario, iba eliminando rivales a medida que se cruzaba con ellos, de nuevo sumergido en el acto del combate y sin darse cuenta, aparentemente, de que algo no estaba bien.

Entonces les escuchó.


- ¡Djinn! ¡Djinn, yora'tok!


Se volvió repentinamente hacia la voz. Uno de los Furiarena había llegado al campamento. El campamento en el que sí había alguien, un muchacho embozado, un elfo bajito y menudo para su raza. El trol le había agarrado del cabello, el embozo con el que se cubría se enredaba en la garganta de Iryë, quien oponía una resistencia silenciosa mientras el trol le arrastraba, gritando, repitiendo las mismas palabras.


- ¡Djinn! ¡Djinn, yora'tok! ¡Djinn, yora'tok!


"No es posible", pensó Haari. Sí, sí era posible, constató. Casi al mismo tiempo que la incredulidad le asaltaba, la confirmación era un hecho. Sólo debía encajar las piezas. Pero ahora no era momento de pensar.


Iryë había desenvainado una daga de su bota y la había clavado en el costado del trol, retorciéndola con saña, sin mudar su expresión. El furiarena gritó, la sangre manchó la tierra blanca, pero varios más se precipitaban hacia el chico.


- ¡Al campamento! - exclamó Drabor - ¡Rodeadles!


Haari descendió de un salto. Corrió, con el escudo y la maza de fresno, dejando atrás los tótem. El muchacho elfo aguardaba, con la daga ensangrentada entre las manos, mirando con indiferencia a la multitud de enemigos que se arrojaban con ojos furiosos sobre él, en su busca. La Zulfi extendió la mano. Cerró los dedos sobre la muñeca de Iryë y le arrastró fuera del campamento, mientras las filas de los Mueh'zala Atal se cerraban tras ellos, cercando a los furiarena y terminando con el trabajo.


La tormenta no amainaba. Le agitaba la túnica de cuero con plumas, colas de zorro y pieles de zarigüeya. Llevó al chico algo lejos y le encaró, mientras el bramido del viento se teñía con el sonido de la batalla. Gritos, hojas cruzadas, golpes secos, huesos rompiéndose. Fijó la mirada en el muchacho, que no entornaba los ojos a pesar de tener el viento en contra. Su pelo, rojo y negro, se sacudía bajo la tempestad, los rizos se le despeinaban, y la miraba, inmóvil, inexpresivo, con la daga ensangrentada en la mano.


- Vinieron por tí - dijo la Zulfi. Su voz era seca, cortante, pero suave. Nunca antes había hablado con el muchacho que Ashra rescató. - ¿Les llamaste tú, djinn?


Iryë no respondió. Ladeó la cabeza, frunciendo un poco el ceño, como un animalillo curioso.


- Mueh'zala Atal está luchando con trol furiarena. ¿Tu llamaste? Vinieron por tí. Responde, djinn, te lo ordeno - gruñó, extendiendo las manos - te lo ordeno.


El chico arqueó ambas cejas y soltó una risita. En medio de una tormenta del desierto, una risa cascabeleante, burlona y extraña, que pareció encontrar eco en el aire. Irye golpeó las manos de Haari con los dedos finos y regresó al combate, con la daga empuñada. Pasó a su lado sin temor alguno, y a medio camino se volvió para dedicarle una mirada que le resultó burlona e insolente. Los ojos rosados destellaron.


Y el viento cesó.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Problemas de coherencia

La ciudad de la Luz era un hervidero de actividad en aquel momento. Los portales de evacuación estaban funcionando a la perfección, pues en Draenor, pese a la inestabilidad elemental, aún no había alteraciones demasiado importantes en las Líneas Ley. 


El paladín pelirrojo sacudió la melena, con el rostro congestionado y aún los restos de sudor del reciente combate sobre la piel. Su maestro le miraba con los brazos cruzados, aun siendo algo más bajo que él también su presencia era imponente. Ambos guerreros de la Luz mantenían una moderada discusión en la pequeña capilla de bancos de piedra, mientras Theron y Kalervo, un poco aparte, observaban con gesto entre resignado y ausente.


- El combate no ha terminado - decía Lazhar, con la espada Norlinde cantando a todo volumen en el cinto. - No puedes pedirme que me quede aquí sin hacer nada mientrhas aún hay peligro.


El elfo rubio negó con la cabeza, poniéndole un dedo en el pecho.


- Hay que saber cuándo dejarlo, Lazhar. Todo está en las últimas y no puedo permitir que alguien tan valioso como tú se pierda si todo acaba explotando.


- Es mi deber. Es mi decisión, Maestro. No voy a...


- ¡No pienso perderte!


El elfo rubio enredó los dedos en sus cabellos y se inclinó para besarle con el ardor contenido de...

La chica dejó de escribir, tragando saliva cuando un filo metálico le rozó el cuello. Ahora que había recuperado el teclado más suave y ligero que solía usar, le resultaba mucho más sencillo escribir y el tiempo era mejor invertido. Sin embargo, ¿Qué puede hacer una cuando un paladín de dos metros te apunta con su arma en el salón de tu casa? Skadi se recolocó las gafas y miró al elfo con cara de circunstancias y una sonrisa insegura.

Ahti tenía cara de pocos amigos, y Lazhar, al otro lado de la mesa, estaba rojo y con la expresión de una caldera a punto de estallar. No pudo dejar de pensar que los dos eran muy guapos, así de cabreados.

- ¿Se puede saber qué haces? - dijo Ahti, ladeando la cabeza y apartando el arma. No le gustaba amenazar a las mujeres, y mucho menos a su creadora, pero aquello era inconcebible.
- Borha eso, por favor - pidió Lazhar, serio pero mucho menos amenazante.

Skadi carraspeó, tragando saliva.

- Vamos chicos, sólo es ficción... hay que probarlo todo.
- No, no hay que probarlo todo.
- Ni mucho menos - apoyó Lazhar. - Yo he leído el Escolta, y es ficción, y me gustó. Pero los personajes pegan.

Ahti asintió, dándole la razón a su compañero. Quitó el abrigo de una de las sillas blancas de Ikea y le dio la vuelta, sentándose a horcajadas sobre ella. La silla crujió con el peso del elfo y su armadura, y Skadi no pudo dejar de notar que había apoyado la punta de la espada en el suelo y le estaba rayando el parqué. Pero consideró que no era el momento de hacer aquella observación.

- Bueno, es verdad que vosotros, así a primera vista, no pegáis mucho - se justificó - pero todo es buscar la situación adecuada y provocar la tensión correcta para...
- Ni tensión ni situación - dijo Lazhar con gran seguridad, yendo a sentarse en el sofá, consciente de que esas sillas tan cutres no aguantarían su peso. La atravesó con la mirada. - Nosotros JAMÁS haríamos esas cosas... calientes que tú escribes. Es incoherente.
- En ninguna situación y con ninguna tensión - insistió Ahti. - Así que ya estás borrando eso, rica. ¿"No pienso perderte"? Vamos, por favor. Y con Theron y el chaval delante. ¿Pero estás loca o qué?

Skadi se sonrojó, sintiendo una gota de sudor escurriéndose por su sien, y sonriendo con inocencia.

- Me parecía bonito.
- ¿Bonito? No quiero pensar cómo se pondría Kalervo si Ahti me besa con ardor contenido - rezongó Lazhar, mirando con ofensa a la chica humana.

Ahti arqueó la ceja y miró al pelirrojo de reojo.

- ¿Eso es lo que más te preocupa de esto, la reacción de Kalervo? Oye, que yo te aprecio, pero por nada del mundo te besaría. Y menos con ardor contenido.
- Yo tampoco te dejaría hacerlo, Maestro - repuso el pelirrojo, levantando la barbilla con dignidad - y tampoco te besaría a tí. No me gustan los chicos.

Ahti se rió entre dientes.

- ¿Y Kalervo qué es, un bocadillo de garbanzos? Yo juraría que es un chico, aunque nunca le he mirado debajo de la túnica.

El dedo inmenso de Lazhar pasó ante los ojos de Skadi cuando lo alzó para señalar a Ahti, con la vena del cuello hinchada.

- No te rías. Kalervo es... Kalervo. Y creo que Theron también es algo parecido a un chico, a pesar de los cuernos y... - hizo un gesto de asco.

Ahti se puso a la defensiva.

- Eh, eh... que Theron sea un chico no significa que me gusten los tíos, no soy ningún marica.
- Que Kevo sea un chico no significa que yo... - Lazhar bufó y meneó la cabeza - Es igual, tú eres más que yo.
- ¿Disculpa?
- Aquí hay historias de tú con un cruzado, y de tú con... es igual, no es cosa mía, pero no tienes derecho a criticarme.

Skadi levantó las manos, aplacando los ánimos. Sus gatos miraban la escena con indiferencia.

- Señores, señores... vamos, tranquilidad - dijo ella con su mejor voz de profe - ¿Es que no lo veis? Saltan chispas entre vosot...
- NO
- NO

Skadi carraspeó y retiró las manos, sintiéndose repentinamente atravesada por los ojos grises de Lazhar y los ojos dorados de Ahti. Caray, así vistos en vivo daban bastante miedo.

- Bueno, ¿Entonces qué hago? Está claro que queréis que cambie esto, pero...

Los dos paladines cuchichearon un rato en Thalassiano y finalmente asintieron.

- Escribe, te vamos a dictar.
- De acuerdo - suspiró Skadi, mirándoles. - Total... no es la primera vez que lo hacéis. Me siento utilizada.

La muchacha se puso manos a la obra.

La ciudad de la Luz era un hervidero de actividad en aquel momento. Los portales de evacuación estaban funcionando a la perfección, pues en Draenor, pese a la inestabilidad elemental, aún no había alteraciones demasiado importantes en las Líneas Ley. 


El paladín pelirrojo sacudió la melena, con el rostro congestionado y aún los restos de sudor del reciente combate sobre la piel. Su maestro le miraba con los brazos cruzados, aun siendo algo más bajo que él también su presencia era imponente. Ambos guerreros de la Luz mantenían una moderada discusión en la pequeña capilla de bancos de piedra, mientras Theron y Kalervo, un poco aparte, observaban con gesto entre resignado y ausente.


- El combate no ha terminado - decía Lazhar, con la espada Norlinde cantando a todo volumen en el cinto. - No puedes pedirme que me quede aquí sin hacer nada mientrhas aún hay peligro.


El elfo rubio negó con la cabeza, poniéndole un dedo en el pecho.


- Hay que saber cuándo dejarlo, Lazhar. Todo está en las últimas y no puedo permitir que alguien tan valioso como tú se pierda si todo acaba explotando.


- Es mi deber. Es mi decisión, Maestro. No voy a...

En aquel momento, Kalervo y Theron se levantaron e interrumpieron a los dos paladines. El brujo, con los brazos en jarras, se acercó a susurrarle algo al oído a Ahti, que tragó saliva y le brillaron los ojos. Después asintió.

- Me tengo que ir. Haz lo que quieras, pero intenta no morir.
- No voy a morir - afirmó Lazhar, asintiendo con la cabeza, firmemente.


Cuando el brujo y el paladín se alejaron hacia las tiendas que había en la parte de atrás del edificio arúspice, Lazhar suspiró y se dio la vuelta para dirigirse de nuevo hacia los portales. Había mucho que hacer, y poco tiempo. Sin embargo, cuando estaba a punto de bajar el ascensor, la figura de Kalervo apareció ante sí, con las orejas de conejo y el rostro lastimero, dos gruesas lágrimas cayéndole por las mejillas.


- Lazhar... tengo miedo. No te vayas aún. Quédate conmigo un rato para consolarme.


- Espera espera... - Lazhar interrumpió a Skadi, incrédulo - Si hay lucha, Kevo se viene conmigo, no puede aparecer ahí y decirme eso, porque entonces yo...
- Oye, esto SI es coherente - replicó Skadi, mirando al paladín con el ceño fruncido. - Si te lo hace a menudo.
- Ya, pero...
- ¡Ya pero nada! Además, Kalervo lleva los ligueros y se ha embadurnado la barriga con el relleno de una empanada de carne, ¡no puedes dejarle así!

Lazhar tragó saliva, sonrojándose otra vez, y miró alrededor.

- ¿Carne de empanada en su barriguita?

Skadi sonrió maliciosamente, asintiendo con la cabeza.

- Claro... y es tan mono... total, por un ratito no va a pasar nada.

Lazhar bufó y se fue al sofa. Ahti se había sentado y había puesto la tele, dándole a los botones del mando en los que al parecer había encontrado su divertimento. Lazhar acarició a los gatos, que acudieron a hacerle compañía. La chica siguió escribiendo, rezando para sus adentros por que la dejaran en paz de una vez. A veces era realmente engorroso ser esclava de los personajes, pero por otra parte, ella siempre les hacía putadas, así que no tenía motivos de queja.

- Acuérdate de poner que le azoto con saña, ¿eh? - dijo Ahti.
- Que siiiii.

Con los dedos sobre el teclado, Skadi se dispuso a cumplir con las voluntades de aquellas criaturas, mientras Lazhar y Ahti descubrían lo que era el fútbol y se daban cuenta de que les gustaba. No, no pegaban ni con cola, pero como amigos estaban bien.




- - - - - - - - - - 


((N. de la A: Dedicado a Myriam, por darme la idea sin darse cuenta. ¡Todos teníamos curiosidad por saber qué pasaría en un encuentro Ahti-Lazhar! Pues esto es lo único que ellos permiten que pase. Sexy no es, pero me he reído mucho escribiéndolo. Un beso! ))

miércoles, 3 de noviembre de 2010

10.- Accidentes

Cráter de Un'Goro, anochecer

Delamort y Beriel. Les miró, tendidos en el suelo, arrastrándose, mientras aún resollaba con fuerza. Tenía las armas en las manos, los dos sables. La sangre goteaba sobre el suelo. La sangre de sus compañeros, Delamort y Beriel.

- ¿Por qué?

Beriel, ladeándose, trató de mirarle desde el suelo. Su rostro quemado, ahora además estaba cubierto de sangre. Algunos de sus dientes brillaban como conchas marinas en el barro. Estaba lloviendo.

- ¿Qué... demonios te pasa, Ashra? - farfulló, llevándose la mano al costado. Aún tenía los pantalones bajados. Su miembro fláccido estaba sumergido en el charco.
- No hemos hecho nada que TU no hagas - escupió Delamort. Se sujetaba las tripas. Se le estaban saliendo.

Bheril aguantó la respiración. La sangre le ardía, le quemaba. La furia gritaba en su cabeza, chillaba con el agudo grito de los jabalíes, le nublaba la vista. Volvió la mirada hacia el chico.

Iryë estaba en el suelo, encogido y abrazándose las rodillas. Tenía el pelo sucio, los ojos rosados, vacíos, mirando a la nada.  Sangraba por la nariz y tenía marcas de golpes. Su ropa estaba junto a él, manchada de barro. Se metía los dedos en la boca para provocarse el vómito, temblando. "No hemos hecho nada que tú no hagas".

- Estaba gritando. Dijo que no. - replicó a duras penas, como única explicación, mirando a los dos hombres heridos. Aún tenía su sangre en la mejilla. - Lo gritaba, le escuché.
- Dioses, me muero... - Delamort vomitó sangre, intentando meterse los intestinos en su lugar.

Le habían visto llegar. Se estaban riendo. Les había visto. Les había visto, y ellos a él, le vieron alzar las armas y dijeron "no, no", igual que el grito de Iryë, con la misma desesperación. "No hemos hecho nada que tú no hagas". No tenían ni idea.

- Miradme a los ojos.
- No, Ashra, maldita sea, somos tus compañeros, ¡Solo ha sido un maldito accidente! - Farfulló Beriel, alargando la mano hacia su daga.
- No conozco a nadie que viole niños por accidente. ¿Vuestras pollas se os cayeron dentro sin querer? Miradme a los ojos, desgraciados.

Delamort iba a morir de todos modos, quizá sabiéndolo, buscando un rápido fin, se levantó y dio dos pasos hacia Bheril. Los sables silbaron, Beriel gritó y un chorro de sangre caliente le roció el rostro. El cuerpo del humano gordo cayó al suelo con estrépito, hundiéndose a medias en el fango y quebrando las ramas a su paso.

Beriel empuñó la daga y trató de apuñalarle. Le dio una patada en el pecho y fijó su mirada en la mirada oscura y aterrada del mercenario. El movimiento fue rápido, como el aguijón de un escorpión. Le atravesó el corazón y sacó el sable, dejando que la lluvia lo lavara.

Delamort y Beriel. Hijos de mala madre.

Observó sus cadáveres y escuchó el gruñido lejano del gran reptil, vio dibujarse su sombra tras el verdor difuso de la jungla. Limpió los sables en las hojas tropicales y los enfundó, restregó la lluvia sobre su rostro y sus manos para eliminar los restos de sangre. Luego se dio la vuelta y cargó con el chico y sus ropajes. Estaba helado. Los ojos rosas le miraron, vacíos.

- No quería - susurró el muchacho. - Esta vez, no. Ya no quiero con nadie más, estoy harto.

Los brazos se enredaron en su cuello como algas húmedas, y Bheril tragó saliva. Le cubrió con su capa y echó a andar a través de la selva. Los raptores pronto acudirían a dar cuenta de los cadáveres. Si Mueh'zala Atal encontraba los restos de sus compañeros...

- Iryë, si nos preguntan, no sabemos nada.

El chico asintió, con el rostro enterrado en su pechera.

- Vale. Los accidentes pasan.

jueves, 28 de octubre de 2010

El Escolta - Epílogo

El océano estaba en calma y las gaviotas chillaban, anunciando la cercanía de la tierra. Eremin Albanys se encontraba muy a disgusto utilizando los remos y sus huesos ya no eran lo que fueron. Suspiró profundamente, dejando las palas de madera a un lado y permitiendo que la corriente le llevara hasta aquella orilla blanca envuelta en bruma, tras la que se adivinaba una torre cristalina.

Se arrebujó en su manto grueso. Fuera de la primavera eterna de Quel'thalas, el verano se despedía para dar paso al otoño, y aquí se notaba el viento fresco y la llegada de la estación próxima.

Al llegar a la orilla, empleó sus últimos esfuerzos en empujar la barca, y la contempló mientras se perdía en el mar. Era el último peregrino que alcanzaría la Torre Blanca. El último sacerdote que pisaría aquella arena fina o vislumbraría el resplandor del Orbe del Sol en mucho, mucho tiempo.

Se había equivocado respecto a la memoria de los quel'dorei. Siempre había pensado que era difícil olvidar para los de su raza, pero le habían demostrado lo contrario. La primavera perpetua y la placidez del Reino había anestesiado a sus iguales, y poco a poco, todos olvidaron la Torre Blanca, al Custodio del Orbe. Días después de que Velantias empujara su embarcación y se marchara, dejando a su hija furiosa y desesperada, declarando que él era el escolta de Allure Lucero de Estío, los monjes de la Isla regresaron. También volvieron los ancianos, todos menos uno.

No se hizo ningún comunicado y no se volvió a pronunciar el Custodio en asuntos arcanos, ni en asuntos terrenales, ni espirituales. Dejaron de llegar flores de la Torre en el solsticio, y aquellos que todavía escribían cartas o buscaban la bendición del Orbe, dejaron de hacerlo poco a poco. La Fuente del Sol estaba más próxima, había sacerdotes en Lunargenta que podían hacer las mismas cosas... y pocos querían abandonar la comodidad de su primavera y su ciudad mágica sólo por una bendición o un consejo.

Eremin Albanys abrazó el sacerdocio cuando sorprendió la relación incestuosa de sus dos hijos, abandonando su cargo como Magister y dedicándose a la oración y la vida de un hombre de fe. Se trasladó a la pequeña aldea de Brisaveloz y estudió los pergaminos, rezó por los necesitados, les ayudó en cuanto estuvo a su alcance. Ahora, con cuatrocientos diez años, estaba cansado y viejo, pero quería ver la Torre una vez más.

Él no la había olvidado.

Caminó hacia los peldaños, apoyándose en el bastón. El césped crujía bajo sus pies pesados y el viento le agitaba los cabellos. Sonrió con suavidad al ver las dos figuras que se sentaban junto a la escalera, en un porche improvisado. Sus siluetas aún eran lejanas, pero sólo al atisbarlas, una oleada cálida le inundó el corazón.

Siempre había apreciado a su yerno. Y el joven Custodio había estado en sus pensamientos durante todos aquellos años. Ambos habían estado en ellos, a decir verdad.

Les contempló en la distancia, sentados en dos taburetes labrados, blancos como el marfil, uno frente al otro. Sobre la mesa, de la misma factura, había un cuenco de frutas y un tablero de damas. Velantias llevaba puesta la armadura dorada, el escudo reposaba a un lado, apoyado en la pata de la mesa, y masticaba una manzana mientras observaba el tablero con expresión confusa. No había una sola cana en sus cabellos negros, recogidos hacia atrás. Seguía llevando la barba recortada, bien cuidada, y sus rasgos parecían haberse vuelto inmunes a la vejez. Ese rostro de bandido seductor que había hecho suspirar a las amigas de su hija y a las esposas de sus compañeros se mostraba relajado y tranquilo mientras estudiaba el movimiento de las piezas.

La risa clara de Allure resonaba sobre la brisa. El Custodio estaba sentado con elegancia en su lugar, con la toga blanca inmaculada agitándose a cada golpe de viento. Llevaba el pelo suelto, que enmarcaba su semblante entre las delicadas ondas de oro claro, y tenía un suave rubor en las mejillas. Los ojos celestes chispeaban, divertidos, mientras señalaba el tablero con un dedo largo y expresión de sabelotodo.

Velantias fue el primero en verle. Aunque su primera reacción fue levantarse y llevarse la mano al cinto, pareció reconocerle y la retiró. Eremin se acercó, con un pálpito nervioso y emotivo en su viejo corazón.

- Belore os tenga en su amparo, Custodio y Guardián del Custodio - saludó, inclinándose cuanto pudo.
- Bienvenido a nuestros dominios, Lord Albanys - dijo Allure, poniéndose en pie para bendecirle, con una sonrisa franca. - Ha pasado mucho tiempo.

Velantias se limitó a inclinarse, con un viso de tristeza en su mirada.

- Si... largos años. Me alegro mucho de veros.

La vejez le daba derecho a expresar sus sentimientos con naturalidad. Recibió dos sonrisas a cambio, una discreta y serena, la otra espontánea y brillante.

- Estábamos jugando a las damas. Pero él pierde.
- Eso me temo, milord - carraspeó Velantias.
- Vaya, vaya... nunca fue muy bueno con las damas - admitió Albanys, con una risilla pícara. Velantias frunció el ceño, quizá captando segundas intenciones y algo indignado, pues se irguió, orgulloso - pero no quisiera interrumpiros... sólo quería veros... y ver el Orbe, una última vez.

Allure se acercó y le tomó por el brazo. Una gaviota graznó en el firmamento, descendiendo en picado hacia el mar para atrapar a algún pez despistado.

- Sois bienvenido, tanto tiempo como gustéis - replicó el Custodio, ayudándole a llegar hasta otro taburete. Le puso unos cojines y le sirvió agua en una copa de cristal. - Debéis estar cansado del viaje.
- Bastante... del viaje y de todo, la verdad.

Eremin les miró alternativamente. Sus ojos ya no eran lo que solían ser, pero le pareció percibir un suave resplandor dorado en torno a ellos, como una suerte de aura cantarina y plácida.

- No habéis cambiado nada... - murmuró.
- Aquí nada cambia, milord - dijo Velantias, compartiendo una mirada cómplice con el custodio.

Allure asintió, le brillaron los ojos.

- Nada. Pero todo lo hace.

El viejo elfo asintió, con una risa suave, y se bebió el agua que le habían servido. Era un buen lugar para pasar sus últimos días, y una grata compañía. Su corazón rejuveneció al observarles, y una gota de lluvia le cayó sobre la nariz.

- El otoño nos saluda - apuntó.
- Vamos, será mejor terminar la partida dentro.

Allure ayudó a incorporarse al anciano y los tres elfos se internaron en la Torre Blanca, que se alzaba hacia el firmamento como el tallo de una rosa siempre esperando a abrirse, siempre tierna, inmutable al paso del tiempo, al frío, a la nieve, al huracán y a la tormenta. Como un dedo blanco y delicado que señalase al cielo, indicando a los vivos que hay razones y motivos por los que el alma puede elevarse y rozar la divinidad.

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Allí, donde nada cambia pero todo lo hace, el Custodio del Orbe permanece a lo largo de las eras, imbuído con la gracia del Orbe del Sol y guardándolo de aquellos que pueden destruirlo, poniéndolo al servicio de los pocos que, en contadas ocasiones, encuentran el camino hacia su isla y requieren de su poder o su bendición. Y cuando se cansa o se entristece, cuando hay algún peligro que llega desde dentro de sí mismo o desde más allá, cuando la soledad se hace pesada y su voluntad flaquea, allí está su escolta, el Guardián del Custodio, siempre a su lado y dispuesto a aconsejarle y arrastrarle, a enseñarle que la vida es hermosa y merece la pena ser vivida.


Incluso cuando es eterna.




/////////// FIN ////////////

 ((N. de A. : http://www.youtube.com/watch?v=19rC-Fl-KwM

joajoajoajoa))

El Escolta (XXX)

Subió las escaleras de seis en seis, en la torre vacía. Afuera, escuchaba el sonido del orden que se desmorona en las voces de los monjes, y por encima de ellas, la voz de Iorun, y por encima de ella, por encima de todo, el zumbido constante, el enjambre en los oídos, la tensión violenta.

Al irrumpir en la habitación de la lágrima, ni siquiera se preguntó por qué el Orbe no brillaba o qué demonios hacía Shorin en pie, si estaba muerto. El olor de la sangre le provocó una náusea de angustia. "Que no sea tarde", pensó una sola vez. Y después, la ira lo barrió todo.

Se arrojó sobre la criatura, que llevaba la espada ensangrentada en la mano, y golpeó con su acero, gritando el nombre del Custodio. Los restos del Jinete del Sol se tambalearon, pero no llegó a caer. Le había atacado al cuello, y el metal había hecho el mismo ruido que si lo hubiera estrellado contra una piedra, sin causarle ni un rasguño, ni una mella.

- ¡¡DEBERÍAS ESTAR MUERTO, DEMONIO!! - exclamó.

El rostro demacrado de Shorin se quebró en una siniestra sonrisa de dientes afilados, puntiagudos. Un cloqueo áspero, como una risa, surgió de su garganta cercenada. Vio un atisbo de toga blanca sobre un charco de sangre y creyó enloquecer, el corazón empezó a golpearle con violencia en el pecho. Se defendió de su golpe y se movieron por la estancia, el Jinete con torpeza y duro como la piedra, imposible de derribar, Velantias con rapidez, buscando los huecos, tratando de herirle sin obtener más resultado que el cansancio y la frustración cada vez que alcanzaba su carne que parecía hierro.

"¿Qué hechicería es esta?"

Velantias nunca se había enfrentado al Jinete del Sol en persona. Y sabía que lo que tenía delante había dejado de ser él, hace mucho tiempo. Vio los grilletes brillando en sus muñecas con un resplandor purpúreo, frío y desconocido. Vio la hoja del Jinete descender hacia él y la detuvo con el escudo, lanzando otro golpe más, reculando para evitar que el impacto le desestabilizara.

"No voy a fallar más, no voy a fallarte, estoy aquí, aguanta Allure"

El cuerpo yaciente del Custodio aún temblaba, agitando los dedos en dirección al Orbe, que había rodado cerca de él cuando Velantias abrió la puerta. Shorin levantó su mandoble con ambas manos, y Velantias retiró el escudo, descubriéndose por completo. Y el Jinete golpeó.

La espada oxidada cayó sobre el suelo con estruendo, haciendo saltar esquirlas de las baldosas de mármol. Velantias, que se había apartado rápido como el rayo, atacó, golpeando los grilletes violáceos en las muñecas del cadáver alzado, reuniendo todas sus fuerzas y rezando para sus adentros.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 

Abajo, en la playa, Iorun escuchó gritar a Coreldin y desplomarse en el suelo, con los ojos en blanco. Los monjes, apretados unos contra otros en círculo, aguantaron la respiración. El anciano golpeó al Honorable en la sien con el bastón, un par de toques, y suspiró.

- Levantadle y llevadle adentro - dijo a los monjes. El Guardián nos dirá qué hacer con él. - Después se volvió hacia Shulkar, que parecía realmente sorprendido con lo que estaba sucediendo - ¿Sabías algo de esto?
- ¿De qué? Ni siquiera entiendo nada ahora.

Iorun asintió, volviendo el rostro ciego hacia la torre.

- Todo se arreglará.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Cuando el cuerpo sin vida de Shorin Jinete del Sol se desplomó sobre las baldosas, una humareda púrpura brotó de su cuerpo, que yacía inmóvil, cuarteándose en cenizas y deshaciéndose como si fuera un montón de polvo. Los grilletes habían estallado con el impacto del acero del escolta, y la espada cayó al suelo cuando, sin detenerse a contemplar el macabro espectáculo de descomposición, Velantias se arrodilló junto al cuerpo de Allure.

- Estoy aquí - le apartó los cabellos, poniéndole una mano sobre la herida que le atravesaba el vientre - estoy aquí, todo se arreglará. Aguanta. No te duermas.

Desde la puerta abierta, la claridad entraba a raudales en la sala, tiñéndola de gris. El rostro del Custodio siempre había sido blanco, pálidos hasta sus labios, pero ahora además estaba frío. Le apartó las trenzas hacia un lado, rozándole la mejilla con los dedos. Estaba salpicado de su propia sangre. Empapaba la toga, tiñéndola de rojo, se deslizaba lentamente sobre el suelo, y la mano de Velantias no conseguía evitar que siguiera brotando.

- Has vuelto...

Los ojos del chico se fijaron en los suyos. De nuevo, parecía un niño asustado y grave, como aquella mañana de su investidura... solo que aquel día, las flores rojas que le engalanaban eran las que se escapaban de sus venas, junto con su vida. "Esto no puede estar pasando. Esto no puede suceder". Velantias le abrazó con fuerza, le besó en los labios, le agarró la mano.

- Nunca me voy... ni siquiera cuando lo hago - la voz le salía ahogada, estaba aterrado, temblando por dentro - No te dejaré nunca más. Nunca más.
- Has vuelto...

La sonrisa del muchacho despertó, débil y cansada. Suspiró profundamente, y los párpados cayeron, las pestañas rubias se cerraron, velándole la visión de sus ojos azules como el firmamento claro. Velantias palideció y le zarandeó con suavidad.

- Allure... Allure... no te duermas.

El chico no se movió. No volvió a respirar. No dijo nada más, ni le apretó la mano.

- No te duermas. Despierta.

"No puede ser. Esto no puede pasar." Le palmeó el rostro con suavidad.

- ¡¡¡Allure, no te duermas!!!

Entre las lágrimas, le agitó, le tiró del pelo, le abrazó, apretándole contra sí. Quería que le abrazara también, pero no lo hizo. Quería que abriera los ojos y le dijera que estaba bromeando, poder enfadarse con él por asustarle así. Levantó su mano inerte y se la llevó a la mejilla, pero al soltarla, los dedos de Allure se descolgaron hacia el suelo, fláccidos y sin vida.

Nada le había dolido tanto, nunca. Fue como un soplo fatal de frío cortante que se escurrió en su interior, donde todo empezaba a agrietarse y a convertirse en cenizas. El suelo había dejado de ser sólido y el mundo perdió todo sentido. Le estrechó, sollozando con los dientes apretados y los ojos cerrados con fuerza, incapaz ya de disimular nada, de contener nada, de reprimir nada. Le estrechó y le acarició el cabello con los dedos manchados de su sangre, el paladar inundado con ese olor metálico y dulzón.

- No, por favor... esto no... por favor, no te vayas...

Velantias nunca había suplicado. Ahora lo estaba haciendo. No sabía a quién ni a qué, pero lo hacía, encomendándose a las fuerzas que no estaban a su alcance y nunca lo habían estado. "Por favor, no, por favor, por favor, no me lo quitéis, no puede ser tarde, no puede ser demasiado tarde".

Algo rodó por el suelo y chocó contra su pierna, deslizándose a través de la sangre aún caliente de Allure. Un tintineo lejano, casi musical, sonó en la habitación, muy leve, casi inaudible. Con la mirada vacía, Velantias estiró los dedos para recoger el orbe y lo sostuvo frente a sí, entre la cabellera de oro pálido de aquél a quien amaba, temblando como un chiquillo. Era una bola de vidrio sin más. No había nada especial en ella. Ni un ápice de luz, sólo un maldito globo transparente.

Pero en aquel momento, Velantias estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a depositar su fe en un trozo de cristal.

- Devuélvelo... tráele de vuelta...no dejes que se vaya - dijo, sin fuerzas para sentirse estúpido ni ánimos para sonar más convencido. - No soy más que un elfo con una espada... yo no soy Allure, y no tengo a Belore conmigo. Ni siquiera sé rezar. Pero te daré cualquier cosa, mi vida, mi alma, lo que sea, si puedes traerle de nuevo. Es lo único que he amado nunca, es lo que más me importa. Si él está en este mundo, entonces merece la pena cualquier cosa... por favor, haz que despierte.

El orbe estaba frío. Podía ver el reflejo de su propia mirada en él. Era sólo una maldita pelota, siempre había sido solo eso, en realidad era Allure quien...

Velantias parpadeó.

"Tendrás que protegerle de sí mismo"

Dejó al chico en el suelo y corrió hacia la puerta, escurriéndose en la sangre, anclándola desde dentro. El lugar se llenó de oscuridad. Tenía el Orbe en las manos y sabía lo que tenía que hacer.

- ¡Allure! - gritó, como si pudiera oírle - Yo no soy tú, pero si te marchas, tendré que serlo, aunque sea para traerte de vuelta.

Sostuvo el Orbe entre los dedos y empezó a rezar, llamándole en su mente y en su corazón, con la rabia de la desesperación y la insistencia de la que siempre había estado orgulloso.

- Tú eres el Orbe del Sol, su luz era la tuya, la mía, la de todos. ¿Por qué has dejado de creer? Es culpa mía, por haberme marchado otra vez, es culpa de Shorin por no estar muerto, por haberte aterrorizado, pero ya no tienes que tener miedo. ¿Me oyes? Ya no tienes que tener miedo. Vuelve. Vuelve. Sé que vas a regresar, tienes que hacerlo, lo harás aunque tenga que traerte a rastras.

Jamás había estado tan seguro de nada. Una suave luz se encendió dentro de la esfera cristalina y volvió a escucharse un tintineo.

"Vuelve, vuelve... no te rindas, no te marches. Vuelve."

Y la pregunta apareció en su mente, en su cabeza, resonó en su alma, su corazón y sus oídos.

"¿Qué estás dispuesto a entregar?"

- Todo - respondió en voz alta, sin vacilación alguna.

La Luz del Orbe se volvió más intensa, bailó, destelló y se convirtió en un resplandor dorado, fulgurante. Velantias apretó los labios y suspiró, recordando cada instante, invocando la sonrisa del joven sacerdote, su mirada clara, la modulación exacta de su voz, el tacto de su piel, la manera en la que enlazaba los dedos sobre el regazo cuando se sentaba, dejando los meñiques libres y flexionados y las palmas vueltas hacia abajo, cada una de sus palabras y sus gestos.

El cristal vibraba entre sus dedos manchados de sangre, y la energía refulgía en la habitación, arrancando destellos cambiantes a los relieves de las paredes, al cuerpo inerme del Custodio.

"Vuelve"

Velantias apretó el Orbe con fuerza y lo encaró hacia el cadáver de Allure. La Luz besó los restos del Jinete del Sol, las volutas de humo púrpura que aún se enredaban sobre ellos, y desaparecieron en un haz dorado y cálido. La sala se llenó con campanas graves y profundas y cascabeles delicados, un estruendo sinfónico que cantaba sobre un amor verdadero, sus alegrías y sus pesares, sobre la comunión de las almas y la necesidad de aquel otro que completaba y daba sentido a su existencia, que se había hecho imprescindible, estuviera cerca o lejos.

"Vuelve"

El Escolta entrecerró los párpados, el suelo temblaba bajo sus pies. Y un destello intenso le cegó, dejándole sin aire y deteniéndole el corazón en el pecho, cuando la sinfonía pareció intensificarse en un crescendo glorioso que desató una oleada cálida y efervescente.

Velantias salió despedido hacia atrás y se golpeó contra la pared. Intentó recuperar el aire, con los ojos cerrados y la conciencia anegada de estímulos. Se sentía como si hubiera engullido la primavera.

"Vuelve", acertó a invocar una última vez. Y después, se desmayó.

El Escolta (XXIX)

- Marchaos. Dejadme solo.

El Venerable Ioren fue el primero en salir. Shulkar y Coreldin necesitaron de una mirada cruel por parte del joven sacerdote para abandonar la sala finalmente. Cuando cerraron la puerta, Allure deslizó las manos sobre el Orbe y lo levantó de su reposo etéreo, dejándolo flotar sobre sus dedos y acercándose a un rincón, con la esfera girando a pocos centímetros de las manos. Se dejó caer, con la espalda contra la pared y un gesto de dolor.

"Ya deben haber embarcado", se dijo, rozando la calidez con las yemas. "O estarán a punto".

Había pasado una hora larga, meditando junto a los sacerdotes hasta que no pudo soportar más su presencia. Ahora que ya no estaban, se permitió un largo suspiro y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas, estremeciéndose con un sollozo.

- Se va... - le dijo a la reliquia. - Ya no hay más que esperar, ya sólo recordar. ¿Qué será de mí? A partir de ahora, sólo te tengo a tí.

Allure abrazó la esfera, en el rincón de la lágrima de piedra, mientras las suyas se deslizaban por su rostro. El brillo del Orbe se volvió pálido, triste, velado. Por mucho que se aferrase a él, el calor que desprendía no conseguía confortarle ni aliviarle. Había tenido sus brazos otra vez, sus besos ardientes y su voz en los oídos. ¿Qué podía consolarle ahora que los había perdido para siempre?

"Te amo, y siempre te amaré", le había dicho Velantias, entre los jadeos entrecortados, el sudor y el llanto incontenible de Allure. "Hasta el fin de mis días y después de mi muerte, sólo a ti".

- Te amo, y siempre te amaré - repitió él, rebelándose contra el nudo en su garganta. Entonces no le había contestado - Hasta el...

Se sorbió la nariz al escuchar los pasos y la puerta, abriéndose. Se puso en pie rápidamente, intentando recomponerse y mirando la figura en la entrada. Por un instante, le dio un brinco el corazón. Le pareció ver la armadura dorada y los ojos profundos. "He vuelto", diría él, "Y nunca más me iré. Tendremos primavera". Pero no. Era sólo su imaginación.

Se pasó la mano por la cara, limpiándose los restos de lágrimas para distinguir los rasgos de aquel desconocido y conteniendo todas las demás con un dique impuesto a fuerza de voluntad desesperada. Tenía el orbe debajo del brazo, cuando el intruso se acercó a él con pasos extraños, tambaleantes.

- ¿Qué haces aquí? - murmuró - Vete. No deberías...

Le reconoció, aunque le costó. Al hacerlo, una lengua de pánico frío y aterrador le lamió la espalda. Se quedó fijo en el suelo, con la boca abierta y el aliento detenido en los pulmones. Todos sus terrores volvieron a él, estallaron como un volcán en erupción y le asaltaron desde todos los frentes. Se echó a temblar y los oídos le zumbaron, con la alarma instintiva que gritaba desde todas direcciones, mareándole, crispándole, haciéndole enloquecer.

La armadura no brillaba y la espada estaba oxidada, colgando de una de sus manos crispadas. Llevaba unos extraños grilletes en las muñecas, y su cabello, antes rubio y suave, era blanco y quebradizo. Le arrastraba casi hasta los tobillos. El tenue resplandor del Orbe del Sol envolvía su silueta y sus facciones en una luminosidad fantasmagórica. Los ojos ictéricos le observaban con frialdad, su piel estaba cuarteada, y en el cuello tenía una línea oscura, negruzca, una incisión larga que vibró y se entreabrió cuando Shorin Jinete del Sol intentó hablar.

- Miiiggghhh... miiii...oooooggghhh... - gorgoteó un gruñido
- Estás muerto - dijo Allure, pegándose a la pared. - Estás muerto. No estás aquí. No es verdad. No es verdad. Yo te maté. No estás aquí. ¡Estás muerto!

Se tapó el rostro con una mano y abrazó el Orbe. No podía llegar a la puerta. No tenía armas. No tenía nada. Abrazó el Orbe, apretándolo en su pecho, temblando, rezando desesperadamente.

Shorin alargó una mano con un gemido quebrado y extraño, se impulsó hacia adelante para atraparle. Allure corrió, tratando de escapar, la mirada fija en la puerta. Los dedos férreos le agarraron de las trenzas y gritó.

"Velantias, Velantias, ven, ven, ven, ven", no podía pensar en otra cosa. "Belore, ayúdame, Belore, protégeme, Velantias, ven, ven, ven"

- ¡No!

Shorin le arrojó al suelo de los cabellos. El impacto le dejó sin aire, cayó de espaldas y el Orbe rodó entre sus manos, yendo a detenerse delante de la puerta. Fijó sus ojos desesperados en la esfera. Trató de alargar una mano para atraerla, pero la bota de Shorin, mugrienta y mohosa, se estrelló contra su mano. Escuchó el crujido de los huesos y el dolor terrible casi le hizo desvanecerse. ¿Había gritado? Creía que sí.

"¿Es que nadie va a venir? ¿Nadie me va a ayudar? Por favor... por favor..."

- ¡¡¡VELANTIAS!!!

La espada oxidada se levantó.

- Miiiiiiooooooooogggggghhh.

El Orbe del Sol parpadeó y se apagó, repentinamente. La oscuridad se hizo con la sala de la lágrima, y una más se escurrió por el rostro del Custodio. Las imágenes pasaron ante sus ojos como un torbellino.

Una mañana clara y sus ropas engalanadas. Un caballero lejos, brillando bajo el sol. El día de su nombramiento, cuando se sentía tan pequeño y tan asustado, y se desmayó como un idiota. Los brazos poderosos que le sostenían. Un beso en el balcón. Los malentendidos, la incomprensión... el mar y sus brazos otra vez, rescatándole de las olas. Una talla... un pájaro... "no debo hacerlo tan mal si puedes adivinar lo que es". La risa suave y tranquila. Las noches largas y perezosas, escuchando su corazón.

- ...hasta el fin de mis días y después de mi muerte - susurró, cerrando los ojos, encogiéndose, apretando los dientes.

"Solo a tí, Velantias, mi escolta. Solo a tí."

El frío gélido, cortante, terrible, le atravesó el vientre, haciéndole contraerse. Nada le había dolido tanto, jamás. El grito le rompió la garganta y fijó la mirada en la puerta, hasta que dejó de ver.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

La playa estaba hermosa al mediodía. Velantias empujaba la barca desde la orilla, llevándola hacia el mar. A unos pasos, los tres sacerdotes y todos los monjes les despedían, haciendo sonar diminutos crótalos y suaves campanillas de plata.

- Es una pena que se acabe ya - murmuró Selayne, apoyando la cabeza en el hombro de su padre - me gustaba mucho esta torre.

- Es un lugar maravilloso, es verdad - replicó Eremin, sonriendo con suavidad. - Espero que podamos regresar algún día.

- ¿Por qué no habrá bajado el Honorable Allure a despedirnos? - se lamentó Selayne, agitando la mano hacia la comitiva - Me hubiera gustado tanto verle otra vez...

El agua le llegaba a la cintura. Velantias sostuvo la barca, había corriente, y debía subir al bote antes de que ésta lo arrastrara más hacia la lejanía.

- No podía - dijo su suegro. - Uno de los monjes me dijo que tenía una reunión con su escolta.

Velantias frunció el ceño. Un latido violento le golpeó en las sienes y miró a su suegro, parpadeando.

- ¿Cómo?
- ¿Qué te sucede, esposo? - dijo Sylene, tendiéndole la mano - Vamos, sube de una vez. Con la armadura no vas a poder, y tienes que remar.

Velantias miró los remos. Contempló a su esposa y a su suegro, tragando saliva. Había sido entrenado para esto. Educado y preparado para saber cuándo algo iba mal, y aunque hubiera dejado de practicarlo hacía algunos años, el pútrido olor del peligro y la traición volvían a llegar hasta él con más virulencia que nunca. Apretó los dientes y miró hacia atrás.

- Es imposible. El Custodio está en problemas.
- ¿Qué?
- Sube, maldita sea - casi gritó Sylene - ¡Tenemos que irnos! La corriente arrecia.
- No tiene ninguna reunión, algo va mal.
- ¡¡SUBE!!
- ¿Cómo lo sabes? ¿Y por qué? - Eremin le miraba, genuinamente preocupado.

Con un resuello y agitando la cabellera oscura, Velantias agarró el borde de popa y tomó impulso. Los ojos le destellaron como hojas afiladas.

- Porque YO soy su escolta.

Empujó la barca y no se entretuvo a mirar la expresión perpleja de su suegro y su mujer. Escuchó el grito de ella a lo lejos, iracundo y despechado, pero lo ignoró. Vibraba en su alma, alertándole. Corrió, con la mano en la empuñadura, una tormenta de furia y ansiedad enredándose en su corazón. Desenvainó en la orilla y los monjes se apartaron, aterrados.

- ¡Detenedle! - gritó Coreldin, crispando el rostro en una mueca de odio.

"Al que se ponga en mi camino lo mato", pensó. Iba a decirlo, pero otra voz se le adelantó, poderosa y vibrante.

- ¡NO lo hagáis! El Guardián Velantias Auranath está al mando ahora, acólitos.

El Venerable Ioren empuñaba su bastón, se había vuelto hacia Coreldin y Shulkar, y parecía ser más alto que antes. Velantias dudó un momento, mirándole a él y a los otros dos. El ciego giró el rostro un instante para asentirle.

- Corre.

No necesitó que se lo dijeran otra vez. Corrió, con la espada en la mano, el escudo a la espalda y la premura de aquellos que saben cual es su lugar y no quieren llegar tarde a él.

El Escolta (XXVIII)

"Es como un sol pequeño y cálido", pensó Velantias. Allí estaba el Orbe, brillando suavemente con su dorado resplandor, en el centro de la habitación con forma de lágrima. Antaño, se había entretenido mirando los grabados de la pared, sus ojos quedaban capturados por la hermosa reliquia, que le encogía el corazón. Ahora, mientras el Custodio y sus sacerdotes hablaban con Albanys, él mantenía la mirada en la esfera como si no existiese otra cosa. No se atrevía a mirar a Allure. Si lo hacía, tenía la impresión de que su corazón saltaría por los aires, roto en pedazos. Todos le verían sangrar, todos sabrían lo que había pasado hacía años, lo que había pasado la noche anterior.

- Quel'thalas es un reino mágico, Señor - decía Albanys - El Orbe es sagrado, sí, pero la Fuente también lo es. Las piedras rúnicas protegen nuestras tierras, pero imbuyéndolas con los hechizos adecuados...
- Queréis una primavera eterna - interrumpió el Custodio - ya lo sabemos, y no lo aprobamos. Pero nadie tiene poder para impediros eso, ni a vos ni a ningún otro magíster. Sólo somos sacerdotes.

Lord Albanys y Allure se habían caído en gracia, pero a medida que la conversación transcurría, Velantias se daba cuenta de que el Custodio no iba a ceder sólo porque Albanys le resultara simpático. Y no, Velantias no acertaba a comprender qué estaba haciendo él allí, escuchando las palabras de los sabios.

- No se trata de eso, Honorable Custodio. Queremos que entendáis que ese progreso arcano os beneficiará también a vos. ¿No se fortalece el Orbe con la luz del Sagrado Belore? ¿No es en invierno cuando más decae su poder?
- Sois arcanista, no sacerdote - repuso Allure. Estaba a la derecha de la reliquia, en pie. Los demás sacerdotes, detrás suya, no habían abierto la boca. El ciego parecía una estatua. - El poder del Orbe no es algo de lo que deberíais hablar, si me lo permitís, al igual que yo no hablo sobre el poder de la piedra Falithas.

Las palabras del Custodio sonaron severas y seguras, casi a reprimenda. Albanys suspiró y asintió con la cabeza.

- Disculpadme - dijo. - En cualquier caso, vuestra oposición clara y el comunicado que hicísteis han creado desconfianza entre las capas sociales.
- Entiendo que mi oposición clara resultaría indiferente a los magísteres si además, fuera silenciosa - arguyó el Custodio, volviéndose hacia la reliquia. - Yo dije lo que tenía que decir y no me retractaré. Es lo que pienso. Pero no soy partidario de repetirme, así que haced lo que gustéis.
- Pero Honorable... - el arcanista dio un paso adelante, conciliador - Quisiera comprender vuestra opinión y discutir sobre ella. No entiendo qué veis de malo en el reinado de una eterna primavera, donde los bosques puedan crecer, siempre exultantes, la belleza y la juventud nunca se marchiten. ¿Qué error hay en eso?

Allure se volvió lentamente hacia el magíster. Velantias no pudo evitar mirarle, porque sentía sus ojos sobre sí. Fue apenas un momento, una mirada triste y breve que después derramó sobre los demás, convirtiéndola en un gesto global. Pero Velantias sabía que era para él, y lo confirmó al escuchar sus palabras.

- Las expectativas, Lord Albanys - dijo el Custodio, bajando la voz. - Dad a nuestro pueblo una eterna primavera, y olvidarán los ciclos, olvidarán algo esencial en la vida. En la seguridad de nuestro Reino, con las bendiciones constantes de una primavera suave, rodeados de belleza... ¿Cómo van a estar preparados los quel'dorei para cuando les asalten las contrariedades? Dejarán de entender que siempre las hay. Que no todo puede controlarse con la magia, como el clima. Y que no podemos defendernos de todo con piedras rúnicas.

Velantias tragó saliva. Ninguna primavera era eterna, él lo sabía. Su alma se había convertido en un invierno constante. Aún no tenía fuerzas para sumergirse en el recuerdo de la noche anterior, aún no era capaz de pensar en ello con coherencia, pero lo llevaba pegado a la piel, a las entrañas y a la sangre. Había sido hermoso y cálido, como antaño... pero también triste, amargo. Como todas las despedidas. "Anoche tuve un otoño fugaz, pero no volveré a probar primaveras ni veranos", supo con certeza.

El magíster asintió a las palabras de Allure, y su gesto se tornó melancólico.

- Honorable, creo que os entiendo. Y sé lo que queréis decir. Pero nuestra raza ha tenido años... siglos de inviernos insalvables. La contrariedad ya ha dejado una huella muy profunda en nuestra sangre, y dudo que nadie pueda olvidar eso. Creo que los quel'dorei nos merecemos al menos este descanso.

Allure levantó la barbilla. Su porte no dejaba de ser digno, aun con aquella expresión dolida y anciana en un rostro tan joven.

- No voy a retirar mis palabras ni desdecir el comunicado, milord. Pero tampoco insistiré sobre ello. Sólo os pido que, de realizarse, mi torre permanezca fuera del área del hechizo.

"Mi torre". Velantias tuvo que reprimir una sonrisa. Los viejos no habían osado decir una palabra, aunque Coreldin estaba mirando a Allure de una manera que no le gustó en absoluto. Un cosquilleo amargo se le enredó en el estómago, una vaga sensación de alarma. ¿A que venía esa mirada venenosa? La suya se endureció, fija en los ojos del Anciano, que al captarla, parpadeó y volvió la cabeza hacia otro lado.

- Será como deseéis, Honorable Custodio - dijo el magíster.
- No... nunca lo es - Allure sonrió brevemente, sólo con los labios. - Tengo que meditar, buen señor. Podéis quedaros cuanto queráis en estos dominios.

El magíster negó con la cabeza, devolviéndole una sonrisa cálida.

- Partiremos al mediodía, si no os resulta precipitado - dijo amablemente. Velantias conocía a su suegro, y era un hombre sabio y habilidoso. Su semblante, plácido y casi tierno, le desvelaba que, pese a que la entrevista no le había satisfecho, no había ofensa en él. - Os garantizo que vuestra torre seguirá conociendo los ciclos, y os agradezco enormemente vuestro tiempo y hospitalidad.

- Y yo vuestra compañía.

Allure destrozó el protocolo en unos cuantos pasos, acercándose al magíster y colocando una mano en su frente para murmurar una bendición. Velantias le había visto hacerlo alguna vez, pero siempre desde unos pasos atrás, guardando su espalda. Su corazón se encogió al ver cómo se iluminaba la mirada del Custodio y su expresión se tornaba cálida y familiar al tocar a Lord Albanys.

- Que vuestros días sean largos y prósperos, señor. Que las bendiciones del Sol os den fuerza y templanza y os iluminen en los días oscuros, que hagan plácido vuestro descanso y fructífero vuestro esfuerzo. Os deseo de corazón todo lo mejor.

Lord Albanys entrecerró los ojos e inclinó la cabeza, dejando escapar un suave suspiro. Al alzar de nuevo la vista, su rostro parecía haber rejuvenecido de alguna manera.

- Yo también os lo deseo, Honorable Custodio. En verdad, Belore está con vos.

Al salir de la cúpula, la puerta se cerró a su espalda. Velantias notaba el frío en sus entrañas y una sensación de mareo y angustia que parecía haber debilitado todos sus músculos. Se había quedado unos minutos, en silencio, mirando a Allure, hasta que comprendió que el muchacho no diría nada y no se daría la vuelta para dirigirle una última palabra o regalarle sus ojos una vez más. Al salir, se reunió con los demás en la puerta. Los tres sacerdotes y Eremin habían salido los primeros, y le estaban esperando. Los Honorables les escoltaron a cierta distancia hacia el refectorio.

Caminaba en silencio detrás de su suegro, cabizbajo y luchando contra las emociones despiertas y heridas. "Herida sobre herida", se dijo. "No aprendo, nunca aprenderé... no puedo volver aquí, nunca más. No volveré nunca, duele demasiado".

Selayne corrió a su encuentro en el blanco pasillo. Llevaba flores en el cabello y una sonrisa brillante en el rostro.

- ¡Velantias! ¡Padre! ¿Qué tal ha ido?

Recibió el beso de su esposa como un aguijón de veneno, reacio y pálido. Temeroso de que borrara de sus labios el recuerdo de los besos de Allure, de su piel y su sudor. Eremin Albanys sonrió con suavidad a su hija.

- Regresaremos en unas horas. El Custodio es un hijo de Belore.
- ¿Le habéis convencido? - replicó ella, cogiéndose del brazo de su esposo.
- No. Pero no hace falta.

martes, 19 de octubre de 2010

Invocación

Arriba, el cielo parecía el mar. Mas allá de la claraboya de cristal, el firmamento se mostraba sin pudor, pintado de púrpura oscuro y nubes densas que iban y venían, abriendo y cerrando el telón a las estrellas insistentes. Su luz lechosa iluminaba la habitación a intervalos; se engastaba en los velos del dosel recogido que adornaba la cama. El edredón de plumas yacía, enredado, en el suelo. Sobre las sábanas, la escultura palpitante se dibujaba con meridiana claridad en la penumbra de la estancia, acariciada por los dedos del resplandor estelar cada vez que los cúmulos del cielo se retiraban para desvelarlo.

Sentado en el colchón, recostado contra el cabecero labrado, el paladín inclinaba la cabeza sobre el hombro del muchacho. La cabellera roja ocultaba sus facciones. El chico, con el rostro ladeado hacia él, aplastaba la mejilla contra su pelo, la espalda contra su pecho, dejando vencer su liviano peso sobre el cuerpo caliente tras de sí, cual si fuera éste el trono en el que reinaba. Tenía las rodillas abiertas sobre el colchón, los talones clavados en los muslos de acero del pelirrojo, los labios rozando su melena enmarañada, sentado sobre su cuerpo que le servía de respaldo, de ancla y de prisión. El torso blanco de líneas delicadas subía y bajaba, a merced de su respiración y del sutil movimiento con el que se entregaba a su amante. Los brazos bruñidos, poderosos, le envolvían como nudosas ramas. Uno le rodeaba la cintura, el otro cruzaba su pecho y cerraba los dedos de la mano en su hombro. Los cabellos negros serpenteaban sobre su silueta nacarada y se derramaban en las formas rudas del paladín, se deslizaban sobre la piel perlada de sudor cuando se arqueaba con lentitud. El blanco irisado de una perla atrapada en un engarce de bronce, dos estatuas que conformaban una sola y que latía y se cimbreaba con suavidad.

Los jadeos entrecortados apenas rompían el silencio, y el susurro de las sábanas le acariciaba los oídos. En la penumbra, los ojos azules, casi fosfóricos, destellaban a través de las pestañas entreabiertas. Las runas dibujadas en la piel del arcanista se iluminaban con un reflejo cuando la luna los rozaba. No era consciente de nada de esto, sólo del calor que parecía consumirle por dentro y por fuera, del conocido mareo que le provocaban sus sensaciones disparadas mientras saboreaba cada caricia, cada contacto. El cosquilleo de la melena enredada sobre sus hombros, el aliento candente de su boca, el roce de la lengua, los labios en su cuello, las enormes manos en su cuerpo y la presión íntima y vibrante en sus entrañas, deslizándose cada vez que se arqueaba, hundiéndose en él cuando iba al encuentro de su cuerpo en un vaivén lento y medido.

Los lienzos estaban húmedos. En el ambiente, el aroma de su pasión compartida se hacía dueño del olfato, impregnaba el dosel y hasta las mismas paredes. Olor a flores y caramelos, a limón y magia ácida, olor a sándalo y madera, a sal y a aceites sacramentales. Metal y fresas, piedra y azúcar. Allí, en su reino, no había motivo alguno para refrenar sus anhelos o postergar el abrazo y la caricia. Cada sorbo de ese cáliz saciaba y despertaba más hambre, y aquella noche, a pesar de que ya se había entregado dos veces, Kalervo no era capaz de negarse a sí mismo la tercera. Se emborrachaba de él, se empachaba y siempre quería más. Se bebía su saliva y su semilla, devoraba sus labios y su sexo, le servía de alimento y se alimentaba de él, se embriagaba y quedaba abotargado y agotado al final. Pero en esta ocasión no era capaz de calmar el anhelo insistente de su alma, de su sangre. La sangre, que le hormigueaba en las venas, chispeante.

Se entregaba a él con contención calmada. Se torturaba y le torturaba, degustando todos los matices del encuentro hasta que se le colapsaban los sentidos. Los suspiros se escurrían entre sus labios húmedos de saliva. A su espalda, escuchó al paladín resollar y tensarse. Lazhar le estrechó, anclando los dedos en sus caderas y crispándolos. No opuso resistencia cuando le guió hacia sí con vehemencia, imponiendo un ritmo más intenso a su baile cadencioso. Exhaló un gemido suave, mordiéndose los labios, cuando el movimiento le lamió por dentro como una ola de fuego. Ya conocía aquel camino, el que siempre le llevaba a la explosión certera y el goce delicioso, pero siempre le resultaba igual de excitante que la primera vez. Entre sus brazos, se arqueaba y se ajustaba a su anatomía, acogiéndole en la presa estrecha y temblando, con la piel erizada y bañada de sudor.

- Más... - murmuró en un quejido ahogado, aguantando el aliento mientras se apretaba contra sus caderas en el descenso.

La sangre, hirviéndole en las venas. El estremecimiento contenido y su corazón cabalgando en una alocada carrera, fundido en su calor, danzando con la llama roja que le devoraba sin consumirle, bebiendo de ella, imprimiéndola en sus células. La respiración acelerada de su compañero no llevaba a engaño. Tampoco el destello áureo que restalló en la habitación. Las diminutas luciérnagas se enredaron en el aire y se pegaron a su piel blanca, que las absorbió como una esponja. El chico estaba ya vibrando como una cuerda afinada, sujetándose a sí mismo. No aguantaría mucho más.

- Más...

El cuerpo del paladín se contrajo, endurecido como la roca. Se apuntaló en el cabecero y le sujetó contra su cuerpo, embistiéndole y ondulando las caderas como un felino selvático. El chico mordió el grito y trató de contenerlo, cerrando los ojos. Se sentía caer. Las inmensidades se abrían a sus pies, sobre su cabeza, y el impulso del deseo le proyectaba hacia ellas. Retorciéndose, levantó los brazos para aferrar los cabellos del paladín, flexionándose para completar sus impulsos, cimbreándose como un junco.

- ¡Más!... - las runas encendidas, los jadeos desbocados, y un torbellino desatándose dentro de sí.

El latigazo casi le hizo perder el sentido. Lazhar le aferraba y sus jadeos le restallaban en el cuello, sus gemidos graves, guturales, se derramaban en sus oídos como miel caliente. Se tensó y le invadió por completo, derramándose en sus entrañas como un relámpago en latidos intensos. Las luciérnagas doradas volvieron a enredarse en torno a sí, besándole con sus labios de fuego sagrado. El muchacho tembló, se le erizaron los poros, y apenas se escuchó a sí mismo mientras se deshacía en la marea embriagadora, agitándose, descontrolado. El clímax destelló con un fogonazo blanco ante sus ojos. Gritaba, o eso creía. La sangre le hervía en las venas. El universo daba vueltas, y flotaba en las inmensidades entre los brazos de su señor, girando, girando, girando...

Se apartó el pelo de la cara. Se encogió, apretando los dientes y clavando los dedos en los brazos de Lazhar, reclinándose sobre su cuerpo mientras el orgasmo le sacudía en sus coletazos finales. La sangre le hervía en las venas. Era incapaz de hilvanar pensamientos, y quedó solo el instinto puro, el conocimiento más allá de la razón. La sangre le hervía en las venas. Las runas se habían encendido, brillando esta vez con luz propia, y sus ojos eran dos joyas luminosas. La sangre le hervía en las venas. Las nubes se retiraron y brillaron las estrellas, una luna pálida y huérfana teñida de un pálido resplandor azul. Tenía el vientre y los muslos manchados de gotas cálidas, resplandecientes. No era suficiente, la sangre le hervía en las venas.

- Más....

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Aún estaba pugnando por recuperar el aliento. Todavía palpitaba dentro del chico, su carne aún le tenía preso, y él aún le apresaba entre sus manos. Su olor, su tacto, su voz quebrada, eran reclamos que nunca había sido capaz de desoír. En la oscuridad, su piel parecía brillar con luz propia. La curva de su brazo era casi perfecta, y sus cabellos negros le nublaban la visión, derramados sobre su rostro. Kalervo había dejado caer la cabeza sobre su hombro, él la había apoyado en la pared. Los barrotes del cabecero de forja se le clavaban en la espalda, pero le daba igual.

- Más... - repitió el arcanista, en una súplica queda.

Deslizó la mano ancha sobre su vientre. El muchacho parecía agotado, así que dudó. No sabía si debía preguntarle si estaba seguro, pensó en arroparle y dejarlo correr, cuando la brisa fresca sopló en la estancia, esta vez claramente. Agitó los doseles y sus cabellos enredados, le erizó los poros al enfriarle el sudor. Limón y hierbabuena, magia electrizante. Los dedos finos del chico le arañaron los brazos suavemente y le sintió arquearse de nuevo, desperezándose. El movimiento le despertó una sensación mordiente, casi dolorosa en el sexo enterrado en sus entrañas, que fue liberado repentinamente.

- ¿No estás...?

"...cansado?" No pudo completar la frase. Se le secó la garganta, con la mirada capturada por la imagen de su amante. Kalervo se alejaba, gateando, hasta los pies de la cama. Allí volvió el rostro y le observó, con los cabellos oscuros derramándose sobre los hombros. Era un animal blanco y precioso, de relucientes runas azules y mirada líquida. Hipnótico y hechicero, parecía él mismo embrujado, o de ese modo le miraba, ofreciéndose sin recato.

- Ven... no me obligues a pedirlo otra vez - susurró el muchacho, frunciendo el ceño y sonrojándose violentamente.

Y antes de darse cuenta, ya estaba allí, hundiendo los dedos en su pelo, rodeándole la cintura con un brazo y lamiéndole la espalda. Era un misterio para él, cómo conseguía despertarle el deseo más virulento incluso después de lo que ya llevaban recorrido, sólo con dos gestos y un pestañeo. No conseguía entender qué tenía su voz, sus facciones o su manera de moverse, qué tenía su piel tierna para hacerle prender de nuevo de aquel modo. "No quiero obligarte, a nada", pensó un momento, sosteniéndole entre los brazos mientras él se arqueaba en una ondulación felina, apretándose contra su sexo tenso. Entrecerró los ojos, recorrido por un escalofrío repentino. La brisa volvió a agitar las cortinas, las runas brillaron.

- Ven ya... - de nuevo un murmullo casi lastimero.

El roce insinuante y aquella voz fina le atravesaron el corazón. Le sujetó por las caderas y se hizo un lugar entre su carne blanca, encadenando el fuego que le golpeaba desde el interior de nuevo, intentando en vano ser delicado. Ni su propio instinto ni Kalervo se lo permitieron. Él se precipitó hacia atrás, en su busca. Apretando los dientes, se dejó llevar, impulsándose con un envite firme. El grito ahogado del chico vibró en la oscuridad de la habitación, y se llevó su cordura.

Se perdió en un mar de calor radiante, en el beso del viento fresco que parecía arremolinarse en torno a ambos. Se perdió en su estrecha profundidad, arremetiendo sin contención, con el sudor reanimándose, escurriéndose sobre las huellas de las gotas antiguas y precipitándose desde sus cabellos hasta la espalda del arcanista. De nuevo se escapó la luz brillante, iluminando de oro la penumbra, y desapareció en la brisa. Con la respiración acelerada, le rodeó con el brazo, apoyando una mano en las sábanas. Tenía la piel en llamas y los pulmones querían estallarle, mientras le tomaba con pasión desenfrenada. El chico se deshacía en gemidos agudos, le mordió los dedos con suavidad cuando intentó taparle la boca, los lamió y enredó la lengua en ellos. Su interior parecía haberse distendido, tiraba de su sexo cada vez que le embestía, le llamaba más adentro.

Se removió, desesperado, buscándole más profundamente, y rodaron sobre las sábanas, los cuerpos enlazados en un nudo de carne voluptuosa. De algún modo, acabó sobre él, con una pierna blanca sobre su hombro y la otra enredada en la cintura. Aferró sus manos y las aprisionó contra el colchón, resollando entre dientes. Los postes de la cama oscilaban con las frenéticas arremetidas, bailaban los doseles. El incendio le abrasaba, tensaba sus músculos y le empujaba hacia el abismo plácido con un ritmo atropellado y doloroso a causa de los sensibilizados nervios. Kalervo temblaba y se agitaba como un duende atrapado, los gemidos resonaban en el silencio de la alcoba, escandalizando a las estrellas más allá de la lucerna. Su vientre se elevaba y curvaba la espalda, flexible y sinuoso, con el cabello negro extendido sobre las sábanas. Tiraba de él, se cerraba a su alrededor, la carne cálida mordía su sexo, constriñéndolo, palpitando, liberándolo.

- Más... más...

Empujó hasta el final, hasta que no había barrera ni espacio más allá de la piel. Los gemidos ahogados le atravesaron la garganta, y la Luz se le rompió de nuevo, apagándose al contacto con el cuerpo del chico. Se asfixiaba, estaba mareándose. Casi le dolía, hasta que la aguja afilada se precipitó al vacío cuando las llamas se elevaron. Hundió la cara en la almohada, jadeando, intentando imponer ritmo a sus pulmones. Los músculos se le crisparon y cerró los párpados, exhalando una exclamación rasposa. Le azotó el latido y le rompió la conciencia, sólo llamas, calor, y un vendaval que le agitaba el cabello y le refrescaba la piel, las palpitaciones descontroladas entre sus piernas y la liberación definitiva.

Las uñas de Kalervo estaban incrustadas en el dorso de sus manos. Golpeaba, golpeaba en su pecho, en su carne enterrada en la suya, en sus venas. Golpeaba y le sacudía hasta la médula, haciéndole perder el sentido en aquel océano convulso de placer y alivio desahogado. Bajo su cuerpo tenso, casi petrificado, el del arcanista parecía mármol puro. Estaba frío y duro como una escultura, temblaba como si fuera a romperse. Se le cortó la respiración y al fin se derrumbó, exhausto y embriagado por el aroma de su amante, el roce suave de su piel y la fragancia de sus cabellos, que le acariciaban las mejillas.

El sosiego repentino casi le arrastró al sueño. Sin embargo, cuando su aliento hubo recuperado el ritmo, un cosquilleo en sus pies le hizo deshacerse del letargo que acechaba. La brisa se había detenido al fin, y bajo su brazo, el arcanista estaba tendido, respirando con placidez. Frunció el ceño, súbitamente alerta. Algo había sucedido, pero no sabía bien qué. Salió de su interior, apretando los dientes y aguantando un gemido, y se recostó junto a él. La porcelana de su rostro estaba teñida de rosa, y los labios jugosos, entreabiertos, exhalaban un aliento cálido y suave cuando los tocó.

- Brillas - murmuró, entrecerrando los ojos.

El chico volvió el rostro para mirarle, y le abrazó, arrugando la nariz.

- ...¿qué?
- Brillas, Kevo - repitió. Apartó la flor amarilla que había crecido en la almohada, junto a su rostro.

El chico levantó una mano para mirarse. Su piel desnuda y nacarada emanaba una suave luminiscencia pálida. Las runas azules destellaban. Hasta el pelo negro parecía lucir.

- Es verdad - afirmó el arcanista, arqueando las cejas.

Luego, sin darle más importancia, se acurrucó entre sus brazos y se hizo un hueco en su pecho, acomodándose como un cachorro. Lazhar le arropó con sus brazos, tiró de las sábanas hacia arriba y una lluvia de pétalos y hojas verdes se elevaron en el aire cuando movió la tela. Por algún motivo, no se sorprendió. Con Kalervo siempre ocurrían cosas extrañas, y aquel brillo nuevo a la luz de las estrellas, el matiz diferente en su aroma, la acentuada suavidad de su piel, que ahora parecía la de un bebé, y la fascinación a la que sucumbió en los minutos siguientes no le resultaron tan peculiares como quizá debieran. Arrullado por su respiración, acariciándole el cabello y fascinado por su presencia, se durmió finalmente con su duende en brazos, estrechándole con un gesto protector que parecía desafiar al universo entero.

Arriba, en el cielo, las estrellas guiñaban los ojos, velando su sueño.