miércoles, 29 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre VII: Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.


La biblioteca de la Aguja Estrella del Alba era un edificio circular, de techos altos y ventanas con cristaleras transparentes. Los estantes se elevaban varios metros por encima del suelo, trepando por las paredes hasta la bóveda, perdiéndose la mirada cuando uno la alzaba entre montones y montones de libros, rollos de pergamino, tratados, códices y compendios que parecían no tener fin. Abajo, las mesas largas se disponían adecuadamente para el estudio y la consulta, con sillas cómodas y confortables y lámparas arcanas que iluminaban con un resplandor azulado y tenue para no herir la vista de los que pasaban largas horas entre papiros.

Sobre una de estas mesas, a la luz de un candelabro de llamas celestes, Maldathar pasaba las páginas de un antiguo volumen, con la mirada ávida. Las letras pasaban ante sus ojos, ya sin ningún sentido. No podía encontrar nada ni remotamente parecido a las enseñanzas que había hallado en los libros del sirviente, a las maravillas que había escuchado de sus labios. Había consultado todas las disciplinas, desde la magia etérea y elemental que se utilizaba para atraer a los feéricos y a las criaturas más dóciles de los planos acuáticos hasta los volúmenes siniestros que narraban cómo algunos magos, sin quererlo, habían abierto la puerta a entidades que no habían podido controlar y que finalmente causaron daños y males. Había buscado concienzudamente, leyendo entre líneas, tratando de hallar significados ocultos, sin encontrar reposo para esa ansiedad profunda que le causaba el haberse visto privado de su fuente de conocimiento.

Frustrado, apartó los ojos del papel. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo acolchado de la silla y descansando la vista, perdiéndola más allá del cristal de la ventana.

—Tiene que estar en alguna parte—murmuró para sí.

En el exterior, la noche era apacible. El mar lamía las costas más allá de las montañas, el bosque resplandecía con la plata de las estrellas y el río se asemejaba a una cinta de terciopelo gris tachonada de perlas. Por un momento, sintió deseos de salir al exterior, de caminar al aire libre y dejar que su mente reposara. Suspiró, ladeando la cabeza.

Su vida se había convertido en una página inacabada.

Cuando el sirviente desapareció, llevándose con él el conocimiento que atesoraba, aquellos secretos de magia impronunciable, también desaparecieron los sueños. Las noches de Maldathar se convirtieron en oscuridad estéril. Sólo de cuando en cuando destellaban unos ojos violetas o se escuchaba el murmullo de un vestido de gasa rozando las hierbas del Claro Ámbar. Desesperado, el joven intentaba alcanzarlos, retenerlos entre los dedos, sin conseguirlo.

Se habían ido. El conocimiento, la creatividad, el sentido de las cosas, las oníricas visiones, la voz cálida, la presencia constante y fiel de Ammon, se habían ido. Cuando era un niño, él le había curado las primeras heridas y le había secado las lágrimas, a pesar de que Maldathar le apartaba a manotazos, negándose a ser consolado por un sirviente. Él había dormido a su lado, abrazándole, mientras su madre retozaba en los lechos de nobles y plebeyos, se emborrachaba en las fiestas y se pavoneaba como una gallina disfrazada de ave fénix. Él le había cosido la ropa, le había limpiado los mocos, le había peinado, le había bañado. Él le había enseñado a leer, a contar, a escribir, a hacer cálculos. Él le había ayudado a estudiar, a aprender, le había sido leal aun cuando Maldathar le despreciaba en ocasiones o le trataba con frialdad, tratando de establecer una distancia que siempre terminaba evaporándose. Le había enseñado a afeitarse y le había hablado sobre las elfas, sobre lo que ocurría a veces después de los bailes o cuando dos jóvenes salían a pasear por los jardines. Él había sido el padre que nunca había tenido, que él intentaba aparentar que no era.

Eso también se había ido. Aquello le molestaba más que todo lo demás, haber perdido a la única persona que le quería incondicionalmente.

—Te odio. Pero quiero que vuelvas—murmuró.

Al principio había reaccionado con tristeza y angustia. Con el paso del tiempo había terminado por enfadarse. Y aunque intentaba no pensar en él, borrarle de su memoria, la mirada de los ojos violetas y el vacío en su interior le hacían recordarle constantemente.

Suspiró de nuevo, acercando los dedos al cristal de la ventana.

—¿Dónde estás? ¿Por qué te fuiste? —preguntó a la oscuridad, sabiendo que no iba a encontrar respuesta tampoco esta noche, como todas las noches. Su voz era un susurro suave y rencoroso—. ¿Por qué te lo llevaste todo? Tengo hambre y ningún alimento me sacia. Tengo sed, y el agua se convierte en arena en mi boca. Me levantaste sobre tus hombros para que pudiera tocar el firmamento, y ahora que no estás, por mucho que alargo mi brazo, por mucho que haya crecido yo solo, no puedo alcanzarlo.

Una sombra oscura y alada cruzó fugazmente a través de la noche, graznando. Revoloteó cerca de la ventana y la golpeó con las alas. Maldathar entrecerró los ojos, levemente sobresaltado. Era un ave oscura, de pico negro y ojos amarillos, que parecía querer entrar por la cristalera. Cuando el joven aprendiz se acercó, pegando el rostro al frío vidrio, el cuervo remontó el vuelo y ascendió, colándose por un balcón de los pisos más altos.

Maldathar, extrañado, cerró el pesado volumen y lo resguardó bajo la amplia manga de su toga antes de abrir la ventana para asomar medio cuerpo y mirar hacia arriba. El aire de la noche era fresco y perfumado y la noche clara. Las paredes de la aguja resplandecían en blanco lechoso y ahí arriba, en el reborde de un ornamento de los muros que se enroscaba como un brote primaveral, el cuervo estaba posado, inmóvil. Tras él ondeaba un pico de tela roja.

“¿Una bandera?” pensó el joven. Probablemente. Se disponía a volver a  entrar, cerrar el ventanal y proseguir con sus estudios cuando la bandera se agitó más, y descubrió la silueta lejana en las alturas de un brazo blanco. Un destello de comprensión iluminó su mente. Antes de que se concretara ninguna idea, la figura vestida de rojo se precipitó al vacío. Maldathar dio un respingo y se echó hacia atrás.

La vio caer, delante de sus ojos. Pasó delante de su ventana mientras se hundía en la oscuridad. Produjo un sonido sordo y lejano al estrellarse contra las rocas del acantilado, muchos metros más abajo.

—Belore —murmuró, impresionado. Luego volvió a asomarse y miró hacia abajo.

Allí, sobre las rocas grises, al pie del mar, había una figura escarlata de brazos blancos y espesa melena negra. Miró hacia arriba. No vio a nadie en el balcón que había sobre el ornamento, aquel en el que el cuervo seguía posado. Volvió a mirar hacia abajo. Aunque estaba lejos y no podía ver sus facciones, la reconoció. El corazón se lo dijo.

“No vas a morirte por esperar tú ahora. ¿O sí?”

—Belore —murmuró de nuevo.

Una sensación fría y amarga se extendió desde su pecho hasta la punta de los dedos. Le hizo arder los ojos y le provocó un escalofrío. Cerró lentamente la ventana. Recogió el libro con movimientos mecánicos, sin pensar en nada, y salió de la biblioteca, llevando consigo uno de los fanales arcanos que colgaban en la pared. Bajó las escaleras, sin apresurarse. Cuando llegó al acantilado, la brisa agitaba el bajo del vestido rojo de Cordelia. Debajo de su cuerpo, la piedra gris estaba manchada de sangre, que goteaba lentamente hacia el mar. Se inclinó a su lado, dejando el farol en el suelo y pasándole los dedos por el cabello, observando su expresión.

—Madre…

Cordelia tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos y la expresión tranquila. Más tranquila de lo que Maldathar la había visto en mucho tiempo. Un temblor leve, como el inicio de un terremoto, empezó a sacudirse en el interior del joven, en el centro de su pecho. Apretó los dientes y desterró al miedo, crispando los dedos entre la cabellera de su madre.

—Más vale que alguien te haya hecho esto. Porque si has sido tú, por propia voluntad, no te lo perdonaré nunca —dijo al cadáver, con la expresión distorsionada en un gesto de rabia y miedo— ¿Me oyes, madre? No te perdonaré. Jamás.

“Respóndeme”. La miró durante segundos y minutos, esperando que se abrieran sus labios muertos, que sus párpados inertes se despegaran. “Mírame, háblame”. Pero nada de eso sucedió. Finalmente, con un suspiro trémulo, desasió la melena oscura y se incorporó, tomando de nuevo el fanal. Se marchó sin mirar atrás, de vuelta al interior de la Aguja. Por el camino, descubrió que tenía las mejillas mojadas: estaba llorando. El descubrimiento le sorprendió, pues hacía años que no derramaba una lágrima.

Subió las escaleras y cerró la puerta de la habitación. Al hacerlo, se le aflojaron las rodillas. Atrancó la puerta desde adentro y se escurrió al interior de la cama para esperar el amanecer. Encontrarían a su madre y se harían preguntas. Le harían preguntas a él. Y él diría la verdad: que estuvo en la biblioteca hasta muy tarde, que cuando regresó, ella no estaba en su alcoba. No diría nada del cuervo, ni de cómo se sacudía un cabo de su vestido en el aire nocturno.

—Belore…

Tomó aire y cerró los ojos


. . .


Tal y como Maldathar había previsto, la encontraron a la mañana siguiente. Hubo revuelo en la Aguja, hubo preguntas y muchas, muchas murmuraciones. Más de las habituales. El joven no mostró mas lágrimas, pero no necesitó fingir la palidez y la expresión de digno dolor que mostraba su semblante. Estaba afectado, aunque le asustaban más las extrañas coincidencias y las impensables posibilidades que el hecho de la muerte de su madre como tal. Perder a Cordelia le apenaba moderadamente. Pero que hubiera sido su infortunado comentario el que, de alguna manera, había invocado o propiciado el trágico final de la mujer que le había traído al mundo era un miedo que latía con mucha fuerza en su interior.

Cuando el Señor de la Torre apareció de improviso en la estancia, sin llamar ni anunciarse, Maldathar estaba mirando a la ventana. Se volvió precipitadamente y se irguió al reconocer a aquel alto elfo. Llevaba una toga blanca, negra y dorada, adornada con piedras de amatista y jade, rubíes y diamantes negros. El largo cabello recogido en un copete era de color rojo intenso y los ojos, grises, resplandecían levemente con la esencia de la Magia Arcana. Tenía anillos en los dedos y la piel de alabastro, el rostro sereno y firme de los poderosos y una nariz larga y aristocrática.

Bala’dash, joven Maldathar.

Bala’dash— respondió él, con un tono de voz monótono y más sereno y grave de lo que él mismo se sentía —Disculpad el desorden. No os esperaba, Excelencia.

—Olvídalo. Recibe nuestras condolencias.

Maldathar inclinó la cabeza en un gesto de gratitud y de reverencia. Unió las manos al frente, sobre su regazo, y aguardó. El Señor de la Torre permanecía en silencio. Por el rabillo del ojo, vio que miraba alrededor, como comprobando en qué lugar se encontraba y quisiera decidir si le gustaba o no. Después, los ojos del noble se fijaron en él y le escrutaron sin prisa. Maldathar aguantó el exámen en silencio.

—Hemos dispuesto que tu señora madre reciba sus exequias esta tarde, a la puesta de sol.

—Me parece bien, Excelencia.

El cuerpo del noble se tensó un poco.

—¿Nos estás dando permiso acaso? —dijo, tras unos instantes de silencio. En la pregunta había una acusación amenazadora.

Maldathar permaneció en la misma postura y volvió a hablar, sin alzar la mirada ni la cabeza, pero su voz sonaba firme y segura.

—No, Excelencia. Por supuesto que no. Quería decir que os agradezco que os preocupéis por mi y por mi difunta madre. No lo merecemos.

El Señor de la Torre volvió a guardar silencio. Después suspiró, alargó la mano y dio una palmadita en el hombro de Maldathar, seguida de otras dos, algo más espaciadas. El joven abrió mucho los ojos, aún con la barbilla gacha. ¿Estaba intentando reconfortarle? "Belore... no dejan de suceder cosas extrañas".

—Bien. Esperamos que encuentres consuelo para tu dolor en el estudio. —El noble apartó la mano—. Nos hemos informado. Los instructores valoran tus aptitudes en términos muy elevados. Dicen que eres un muchacho prometedor.

—Me esfuerzo en aprovechar la oportunidad que se me ha dado, Excelencia.

—Eso hemos deducido—añadió el Señor—. Aunque tu señora madre nos haya dejado tan pronto, no deseamos que ninguna preocupación sobre tu futuro turbe tu ánimo. Seguirás disfrutando de la misma protección que hasta ahora has recibido de Nos, mientras sigas demostrando que sabes agradecerlo con tu servicio a nuestra Casa.

Maldathar sintió que un pequeño peso huía de sus hombros.

—No soy digno, Excelencia, pero me esforzaré por llegar a serlo aunque sea en una ínfima parte.

—Muy bien. Bendiciones, joven Maldathar.

Sin darle tiempo a responder, el Señor de la Torre caminó hacia la puerta y se marchó, dejando tras de sí un denso perfume a salvia. Exhalando el aire lentamente, el joven alzó de nuevo la mirada y relajó los dedos crispados.


. . .


El funeral de Cordelia fue breve, humilde pero hermoso. Hubo un sacerdote con incienso, hubo un himno y el sol poniente, tiñéndolo todo de rojo. Cuando todos se marcharon, Maldathar, vestido de negro y con el talante contenido y severo que se le suponía a los huérfanos, se quedó aún unos minutos en el cementerio. Finalmente, cuando el disco solar se ocultó del todo, escuchó los pasos que se acercaban.

No levantó la mirada. No necesitaba hacerlo. Cuando vio sus botas detenerse a su lado y olió su perfume, tuvo que apretar los dientes.

Durante un largo rato, ambos estuvieron en silencio.

—Lo siento mucho —dijo él al fin, rompiendo la quietud con su voz grave y cálida.

—Lo sé —respondió Maldathar, en un susurro—. Gracias. Y por volver.

Otro silencio. Un suspiro quedo.

—Ella me echó.

No levantó la mirada. No necesitaba hacerlo. Y no quería que le viera los ojos. Sabía que si él veía sus ojos en aquel momento, podría saber cuánto le había echado de menos, el dolor y el alivio que le producía volver a oír su voz, el miedo que sentía ante tantas coincidencias que se esforzaba en apartar de su mente para no relacionarlas, para no sacar conclusiones estúpidas, alocadas… sólidas.

—También lo sé.

Otro silencio.

—He vuelto para que me perdones. Para quedarme, si me dejas.

—¿Has traído los libros? —preguntó Maldathar.

Ammon se rió, una risa lenta y sorprendida. Pero también orgullosa. El orgullo del maestro al ver que el alumno no olvidó las lecciones.

—Si, los he traído.

El joven alzó la vista entonces, por primera vez. La noche era clara. La tumba de Cordelia tenía una pequeña lápida en forma de sol, sin nombre alguno. Estaba en el acantilado, en el punto exacto en el que habían encontrado su cuerpo. Habían depositado varias velas encendidas en derredor, personas que no la conocían de nada o que hablaban mal de ella a su espalda, damas de la corte y las hijas del Señor de la Torre. Maldathar no había hecho ninguna ofrenda.

Miró a los ojos a Ammon. Estaba igual que siempre. La misma toga, el mismo cabello níveo, el mismo rostro venerable que podía transformarse en una máscara burlona y maliciosa cuando sonreía de ese modo que él lo hacía. Los mismos ojos violetas.

—Entonces sí, quiero que te quedes. Puedes ser mi sirviente, como lo fuiste de mi madre y de su madre antes que ella. Pero antes, tienes que responderme a dos preguntas.

Ammon asintió lentamente, tras degustar las palabras del joven durante unos instantes.

—De acuerdo. ¿Cuáles son?

—¿Eres tú mi padre?

La sonrisa del sirviente se dibujó en sus labios, pero esta era la otra: tranquila, apacible, nostálgica. Desvió la mirada hacia la lápida de Cordelia y negó con la cabeza. Las estrellas arrancaban destellos de plata a su cabello.

—No. Habría sido un orgullo y un privilegio que así fuera, pero no eres de mi simiente, si es a eso a lo que te refieres.

Maldathar asintió. No le produjo más amargor aquella confesión que morder un grano crudo de trigo y tragarlo deprisa. Tomó aire antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Mataste tú a mi madre?


—No.—Respondió con seguridad. Y luego añadió:—Pero estuve siempre cerca, esperando que sucediera algo así para poder regresar. No he dejado de velar por ti.

Maldathar asintió con la cabeza, después de asimilar estas palabras. Luego, tras echar una última mirada a la lápida, se dio la vuelta y le hizo un gesto al sirviente para que le siguiera.

—Vamos. Quiero volver a ver esos libros ahora mismo.

Ammon obedeció. Cuando se hubieron marchado, un cuervo de ojos amarillos se posó sobre el lugar de reposo de Cordelia. Graznó una sola vez, fijando la vista en el espectro de Alysei. Ella, despeinada y con una sonrisa cruel en el rostro, estaba sentada al lado de la tumba, riendo quedamente con una voz que nadie escuchaba. Reía y cantaba, y en su canción se repetía una única palabra.

Mentiroso... mentiroso...


. . .

©Hendelie



PD: Otra para Neith, en realidad era algo así como una partida en dos mitades... bueno, es igual. Para tí que te gusta Ammon ;D

Leyendas de Sangre VI: Una madre atormentada.



En Quel’thalas, gracias a la magia, siempre era primavera. A ella tanto le hubiera dado que fuese eterno el otoño, o tal vez el invierno. Para Cordelia, después de la noche del Solsticio, no había diferencia entre los días, los meses, las estaciones; todo era gris, todo moría. Sus ojos se marchitaban, y con ellos se marchitaba su mundo a su alrededor. Los colores se volvían opacos, monocromos, y el universo parecía una moneda girando sobre la mesa, cada vez más lento, anticipando el momento en que habría de detenerse. Las horas pasaban sin sentido, una tras otra, ante su presencia anestesiada. Estaba siempre cansada y apática, el miedo campaba a sus anchas en el árido erial de su corazón, asediándola con pesadillas y pensamientos fúnebres. 

Cada noche, tendida en la cama, a su alrededor los espectros la acechaban. El fantasma de Alysei se sentaba a su cabecera y le susurraba toda clase de insidias. Sus ojos muertos la miraban con odio desde detrás de las sombras de la cortina, vocalizando palabras y conjuros que no tenían el menor efecto, pero oprimían su alma con la carga de desprecio que se percibía en ellos. Desde los rincones negros, siluetas informes y extrañas se agitaban, con una maligna atención fija en ella. A veces le parecía ver hundirse el cojín del sillón, aquel sillón de brazos torneados en el que Ammon solía sentarse. Se concentraba entonces en la negra forma del respaldo, buscando el atisbo de la presencia del sirviente. Con tanta insistencia miraba la silla, aterrada ante la idea de que el elfo de cabellos blancos apareciera allí, que terminaba por verle en su delirio: recostado, tranquilo, aguardando, esperando para llevarse su alma, con aquellos ojos violetas y profundos fijos en ella.

Pasaban los años. Hundida en la depresión y el desaliento, aguardando que llegara el momento de pagar al fin la deuda y dejar de sufrir aquella opresión constante, lo único que daba a Cordelia fuerzas para sobreponerse era su hijo. Maldathar, con diecisiete años, había sufrido un sutil cambio en su carácter desde la desaparición de Ammon tres años atrás, o eso creía ella. Si antes fuera arrogante y ambicioso a todas luces, ahora su arrogancia y su ambición eran menos petulantes. Se ocultaban tras una amarga muralla de apatía y desdén, y si antes había sido aplicado en el estudio, ahora parecía dominado por un extraño fervor que le tenía despierto en la biblioteca de la Aguja hasta altas horas, durante noches enteras, consultando libros, buscando algo que Cordelia no se atrevía a preguntar.

No tenía sentido preguntárselo, porque Maldathar no le contestaría. Apenas le hablaba. Su hijo era una figura tan lejana como fría. Íntimamente, Cordelia sospechaba que el enfriamiento de su afecto se debía a que, de algún modo, Maldathar había comprendido que fue ella la causante de la desaparición de Ammon, aunque nunca se pronunció una palabra al respecto. Por eso a veces en sus delirios, o en los momentos de mayor angustia, se arrepentía de sus errores como un moribundo en el lecho de muerte.

—Me equivoqué… no debí llamarte Maldathar—se lamentaba una tarde. El joven aprendiz había entrado a la habitación para buscar unos libros. Ella, tendida en el lecho, pálida y con los ojos brillantes por el llanto, le observaba con tristeza.—Anarion, Ringelen… Elgaroth… había pensado unos nombres tan bonitos para ti…

Recordaba con horror que fue Ammon quien eligió el nombre de su hijo. ¡De su hijo! ¿Cómo pudo permitirlo? El joven se volvió a medias, contemplándola con resignación y un ápice de desprecio. Apenas un destello. Pero reconocible por una madre.

—Madre, estás enferma. Deliras.

—No estoy delirando—Cordelia se incorporó a medias, observándole con insistencia— Me equivoqué al nombrarte así… pero ahora ya no hay vuelta atrás. Hijo mío. Hijo mío.

El joven frunció el ceño y apartó la mirada, sin prestar atención a la figura de su madre, con una mano extendida hacia él.

—Arrópate. Volveré esta noche.

Cordelia compuso una mueca de amargura.

—Sí, ya… volverás —espetó, sin disimular el reproche. Sus ojos eran carbones encendidos, desesperación y agrio abandono—. Siempre dices que volverás por la noche, pero a veces no lo haces. Y me despierto sola, con las sombras acechándome y el susurro de esa puta recordándome el destino que me espera…

Se mesó los cabellos, asustada ante la mera idea de otra noche. Otra noche. Los días eran soportables, pero las noches parecían no terminar nunca. Maldathar recogió los pergaminos y el libro que al fin había hallado y se los colocó bajo el brazo, volviéndose hacia ella.

—No hay sombras acechando—dijo, con el tono paternalista que se emplea con los ancianos, los niños y los enfermos— No hay nadie susurrándote, madre. Son delirios. ¿Por qué no te tomas las medicinas?, te ayudarán.

Maldathar había crecido tanto… su semblante era sereno, su voz, tranquila y madura. En sus ojos había matices que Cordelia reconocía, pues otros hombres sabios de aquella torre tenían la misma profundidad en la mirada. Había crecido mucho y era un joven prometedor del que debería sentirse orgullosa. Pero al mirarle, veía los ademanes y los gestos de Ammon. Veía los ojos del Señor de la Torre, quien ya nunca la llamaba desde que había empezado a languidecer.

Ahí estaba, su hijo, despreciándola porque estaba enferma, porque era débil, porque era una mala madre, porque había echado a Ammon, ese maldito, ese…

Derrotada, obedeció, tapándose hasta la barbilla y apartando la mirada de él con una punzada de dolor en el corazón.

—Las medicinas no me ayudan—murmuró— sólo prolongan más el sufrimiento. Él vendrá… vendrá a llevarse mi alma, lo sé.

Las lágrimas le rodaron por las mejillas. “No es mío. No es mi hijo. Es de todos menos mío. Es de ellos, de los hombres, malditos sean… ah, qué ironía, que amarga ironía para mi, que todos me han dado la espalda y hasta el fruto de mis entrañas me detesta”.

—No digas esas cosas, Madre. Nadie va a llevarse tu alma—respondió Maldathar. Y esta vez, sonó tajante—Hablas como si hubieras hecho un pacto con las tinieblas.

La elfa sintió que se le detenía el aliento en la garganta. ¿Sería posible que su hijo no hubiera sido consciente en todo aquel tiempo de la verdadera naturaleza de su sirviente? Ella nunca se lo había dicho abiertamente. Quizá formaba parte de los embrujos de Ammon, pero no lo había considerado necesario.

—Hay algo que tienes que saber…—susurró Cordelia, con la voz ahogada.

“Debo decírselo. No, no soportaré la vergüenza. Pero debo decírselo”.

—Madre, tengo que irme.

—¡Es importante! Es sobre tu padre. Y sobre el sirviente.

Ella había vuelto a girarse en la cama y le observaba, con el corazón latiéndole desacompasadamente y los dedos crispados en las sábanas. Maldathar la miró, extrañado. Y una garra pareció oprimirle el pecho, estrujarle los pulmones. Las sombras se hicieron más densas en los rincones, la mirada punzante de Alysei se volvió más penetrante, y el espectro se deslizó desde las cortinas hasta su cabecera.

“No hablarás, no hablarás. Que tu lengua se seque como hoja marchita, que se cierre tu garganta. Ojos que estallan, rostro hinchado, ahógate, ahógate, ahógate antes de pronunciar una palabra más”

Pero la maldición de Alysei no era necesaria, porque Maldathar había endurecido la mirada y negaba con la cabeza.

—No. No quiero escucharte—dijo, simplemente. Luego se encaminó hacia la puerta con la toga sencilla de los aprendices arrastrando tras él— Si tenías algo importante que decirme sobre mi padre o sobre el sirviente, has tenido años para hacerlo. Tengo que irme.

—No. No, no, no, espera, por favor, no te vayas. No te vayas otra vez… —sollozó Cordelia, alargando la mano hacia él.

—Yo he esperado mucho tiempo—dijo al llegar a la puerta. La abrió y se giró para mirarla una última vez, con un destello malicioso en la mirada y una sonrisa sesgada, cruel, burlona pero también amarga.— No te vas a morir por esperar tú ahora. ¿O sí?

La elfa abrió mucho los ojos y se le aflojó la mandíbula. Maldathar cerró la puerta al salir, pero ella seguía viéndole ahí, congelado, con esa mirada y esa sonrisa. Cerró los ojos, sintiendo que el dolor la devoraba, y se hundió en los almohadones. Alysei soltó una de sus risas, siniestra y fantasmal. Esas que sólo Cordelia podía escuchar.

—¿Tanto me odias?— dijo, con la mirada fija en el techo —¿Tan poco te importo ya, Maldathar? ¿Me he convertido en una carga? ¿Bromeas sobre mi muerte y te marchas como si nada? ¿Qué más te enseñó el sirviente, además de a sonreír como un demonio y a ser tan cruel como ellos?

“Te lo mereces. Es tu castigo. Te lo mereces. Esto y más, esto y más, mucho más, mucho, mucho más”, susurraba Alysei. Cordelia se cubrió el rostro con los edredones.

“Te lo mereces, esto y más, mucho más”

Dejó pasar las horas en un nervioso duermevela, escondida bajo la ropa de cama. Los segundos se arrastraban. Los minutos caminaban a trompicones, moribundos. La soledad y el tiempo conjuraban más fantasmas, más angustia, más miedo. La mañana dio paso a la tarde, y la tarde se marchó a pasos cortos.

Y entonces, tocaron a la puerta.

Sobresaltada, Cordelia asomó de debajo de sus edredones. ¿Había sido real? La habitación estaba teñida de un resplandor ambarino a causa de la puesta de sol. Las cortinas, inmóviles. De pronto, los contornos de todos los muebles le parecieron más nítidos, y tuvo la sensación de que el velo gris que cubría su mirada se había retirado momentáneamente. Pero aquellos golpes en la puerta…

Alysei no estaba. Aguardó, volviendo la cabeza despeinada hacia la puerta de madera, y entonces, otra vez, el sonido de los nudillos martilleando con fuerza.

Cordelia dio un respingo. Las ideas comenzaron a revolotear en su mente, agitadas como una nube de mosquitos. Sin saber por qué, le asaltó el recuerdo de aquel cuento, el que el sirviente le había contado en una ocasión. Le pareció escuchar su voz, que recitaba, mientras sus ojos seguían fijos en la puerta como si temiera verle entrar por ella. Como si supiera que iba a entrar por ella.

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante,
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

Por tercera vez llamaron. Cordelia se estremeció y se le escapó un grito ahogado, que transformó en una frase aterrada y débil.

—¿Quién es? ¿Quién llama?

No esperaba respuesta. Por eso, la voz del lacayo le produjo una sensación de extrañeza, de irrealidad.

—Señorita Cordelia, me envía el Señor de la Torre. Requiere su presencia cuanto antes, en sus aposentos.

¿El Señor? ¿En sus aposentos? La elfa miró alrededor, sin comprender nada. Algo tan cotidiano, tan natural como un criado llamando a su puerta le resultaba más increíble que oscuros fantasmas, demonios hambrientos de su alma o terrores sin nombre. Tan lejos había llegado a quebrarse su mente. Apretando las sábanas entre las manos se obligó a responder.

—¡Iré enseguida!

Los pasos se alejaron. Temblorosa, Cordelia reunió toda su fuerza de voluntad para salir de la cama y acercarse al baúl. Lentamente, se quitó el camisón y se vistió con una prenda antigua, un vestido sencillo de color rojo que había llevado la noche que concibió a su hijo con el Señor de la Torre. Hacía años que no lo usaba, y un fuerte deseo de llevarlo se apoderó de ella, como si necesitara aferrarse a aquel pasado para recuperar la energía. Había sido hermosa. Había sido sabia y prometedora. Quería volver a serlo, sin la ayuda de nadie.

Se ató las cintas del traje y se peinó como buenamente pudo, tratando de domar la maraña de bucles oscuros hasta que parecieron algo más apetecible. Antes de salir por la puerta, echó un último vistazo al sillón vacío, desde el cual una ominosa presencia parecía mantener la mirada invisible fija en ella.

Después, cerró la puerta y subió las escaleras, rumbo a lo más alto de la Aguja.


. . .

©Hendelie


PD: Esta entrada se la dedico a Neith, que hoy es su cumpleaños y no me ha dado tiempo a escribirle nada especial para ella :_D  Feliz Cumpleaños Neith, y si llaman a tu puerta y no responde nadie, ¡NO ABRAS! que a lo mejor es un cuervo cruel.

martes, 28 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre V: El final que sólo era el principio.


 
El amanecer gris llegó al fin. Se filtró a través de la ventana. Besó las pálidas mejillas del adolescente acostado, acarició la piel húmeda del rostro de la madre, tendida a su lado, peinándole los cabellos. No llegó su luz hasta el rincón en el que Ammon estaba sentado, aguardando el veredicto que ya conocía.

Este llegó con el alba.

—Vete.

La voz suave de Cordelia apenas vibró en la habitación. Ella no se volvió para mirarle. Tenía los ojos fijos en su vástago. Ammon tampoco hizo ningún gesto. Tenía los brazos sobre el reposabrazos del sillón, los dedos cerrados delicadamente y la postura propia de un patriarca o un señor en su trono.

No asintió. No mudó el semblante.

—¿Renuncias a mí? —preguntó, al cabo de unos segundos —Piénsalo bien antes de contestar. Ya sabes las condiciones. Si renuncias a mí ahora, todo lo que has obtenido por mediación mía se volverá en tu contra. Se desmoronará como un castillo de arena bajo la tormenta. Y te arrastrará consigo.

Cordelia frunció el ceño muy levemente. Sus cejas oscuras se unieron sobre la nariz como alas de gaviota. Luego se limpió otra lágrima con el dorso de la mano. Aún llevaba puesto el vestido de la fiesta. Estaba muy bella, con el peinado deshecho, los bucles oscuros sobre los hombros y esa expresión de grave dignidad. La dignidad de los que suben a la horca.

—Renuncio a ti —respondió, con voz débil— con todo cuanto ello significa. Serviste a mi madre, a la madre de mi madre… me has servido a mi. Pero no quiero que vuelvas a acercarte jamás a mi hijo. Y pagaré el precio que sea preciso.

Ammon la miró durante unos segundos y asintió.

—De acuerdo.

—¿Qué debo hacer? —por primera vez, Cordelia le miró— ¿Cuál es la fórmula para renunciar a ti?

—Escribe mi nombre en un papel y mánchalo con tu sangre—dijo el elfo, con la misma expresión, observándola desde el sillón —. Luego quémalo en un fuego natural, al aire libre, y renuncia a mi con las palabras que sientas más perfectas.

Cordelia asintió y volvió a mirar al niño.

—¿Él también tiene que hacerlo?

Ammon bajó la cabeza y disimuló la sonrisa que pugnaba por surcarle el rostro, triunfal y maliciosa. Ella no le estaba mirando y él lo sabía. Alzó el rostro, serio y severo, en el preciso momento en que los ojos de Cordelia volvían a dirigirse a él.

—No. Una vez tú hayas renunciado, quedará roto el vínculo en todas las generaciones sucesivas. Eso incluye a Maldathar.

—¿Cómo sé que no me mientes?

Ammon se puso en pie lentamente. Se dirigió a la estantería y apartó una tabla. Extrajo los libros pesados y antiguos que guardaba allí y los empezó a disponer sobre la mesa.

—No lo sabes.

Tenía que hacer el equipaje.


. . .


Cuando despertó, sintió la calidez del cuerpo de su madre junto a él. Estaba atardeciendo. Las velas ardían. Se removió, aún espeso y agotado a causa de la fiebre. Los rituales de sangre eran cansados y solían dejarle sin energías durante un par de días, y el que había ejecutado en el solsticio había sido el más potente de todos los que había practicado hasta entonces.

Se escurrió entre los brazos de Cordelia y se quedó sentado al borde de la cama durante minutos enteros, volviendo a la realidad. Era difícil. Y desagradable. Había tenido un sueño hermoso, y el suelo bajo sus pies descalzos estaba frío, tenía hambre y le dolían las manos y la cabeza. En los sueños nunca dolía nada. Tardó diez minutos en tomar conciencia de sí mismo. Once en darse cuenta de que tenía las manos vendadas. Doce en ver la tabla retirada de la estantería y darse cuenta de que Ammon no estaba allí.

Se puso en pie, sobresaltado. Buscó, pero no encontró sus cosas, ni su ropa, ni sus libros, ni las huellas de su olor, ni un rastro de que estuviera allí. De que hubiera estado nunca.

—Madre. ¡Madre! ¡Despierta!

Cordelia abrió los ojos y se incorporó, asustada.

—¿Qué ocurre, hijo?

—Madre, el sirviente no está. Sus cosas no están.

El joven se volvió hacia ella, con algo parecido al miedo pintado en las pupilas. Cordelia volvió a sentir una punzada de angustia, pero se forzó a disimular. Frunció el ceño y fingió sorpresa.

—¿Cómo? No puede ser… estaba aquí hace unas horas. Sentado en ese sillón.

—No está, mamá. Se ha ido…

Cordelia miró alrededor, apartándose los rizos del hombro. Estaba muy pálida. Aún tenía entre los dedos restos de ceniza y se los limpió en las sábanas, temiendo que su hijo los descubriera. Si Maldathar se daba cuenta de lo que había ocurrido, de que ella había echado al sirviente, no se lo perdonaría jamás. Cordelia no era tonta, se había dado cuenta de lo que estaba pasando, de lo que Ammon había hecho con su hijo aprovechándose de sus errores. Se había ganado, de alguna manera, su afecto. Se lo estaba robando.

Por eso renunció a Ammon, y ahora se sentía enferma. Pensaba, de hecho, que no tardaría en morir, pero se iría feliz y libre. Tenía la sensación, la certeza profunda, de que por primera vez en años se había conducido correctamente.

Había quemado su nombre en el Claro Ámbar aquel mismo día. Ammon había observado cómo el humo se elevaba. Después, el le había sonreído con una expresión terrible y le había dicho “Hasta nunca, Cordelia”. Se marchó por el camino de arena, una silueta de cabellos blancos bajo las fresias. Su rostro mientras se despedía era una sonrisa tensa que guardaba debajo un odio profundo y la promesa de una venganza fría y afilada como una daga.

—Le buscaremos, hijo—mintió, tendiendo los brazos hacia el chico —. Le buscaremos. No puede estar lejos… ven a la cama con tu madre.

Maldathar negó con la cabeza. Rebuscó una camisa en el baúl donde guardaba sus ropas y se precipitó hacia la puerta. Cordelia sintió de nuevo la saliva amargándole el paladar.

—Tengo que encontrarle. Se ha llevado los libros.

—Luego. ¡Luego! Ahora ven, ven, tienes que descansar. Has tenido fiebre. Estás enfermo. Yo también estoy enferma. ¡Vuelve! Podremos buscarle después…

Pero Maldathar no le escuchaba. Casi arrancó la puerta de las bisagras cuando salió a la carrera, descalzo, las manos vendadas y la camisa sin abrochar, el cabello suelto ondeando a su espalda. Aún estaba aturdido y tenía escalofríos de cuando en cuando. Echó a correr mientras el sol se ponía, un disco de fuego rojo escurriéndose por el firmamento lavado. Le parecía escuchar el eco de su propia voz en la mente, ver los ojos violetas de Ammon destellándole en un recuerdo que se imponía ante todo lo demás, como fogonazos.

“Siento tu veneno en mis venas, quemándome la sangre”

Bajó las escaleras a todo correr, sin prestar atención a los habitantes de la torre que le observaban con extrañeza. Algunos le preguntaron a voces qué ocurría. Alguien trató de detenerle, forcejeó y siguió corriendo. No podía dejar de pensar en los libros. En los sueños. En la voz de Ammon, en su presencia. De repente, sólo imaginarse privado de ella se le antojaba imposible, impensable, insoportable.

—¡Aparta! —se escuchó gritar a sí mismo.

Dio un traspiés por la escalera, sus pies descalzos se escurrieron en el mármol y tuvo que agarrarse a la barandilla. Otro escalofrío y un nuevo fogonazo de ojos violetas brillando, el único color en un mundo repentinamente oscurecido. Cerró los párpados, descendiendo la escalinata aferrado a la barandilla, resollando.

“Siento tu veneno en mi alma, encadenándome”

Llegó a la puerta de la Aguja sin saber bien cómo. Consiguió abrir los ojos, pero le dolían. Algo ardía detrás de ellos como un fuego punzante. Corrió, pisando la hierba verde con los pies descalzos, de camino al bosque. Anticipó la imagen de una mujer de cabellos blancos, con un vestido de gasa inmaculada, aguardando, de espaldas, en el Claro.

“Mi corazón se ha vuelto frío y negro, y así te lo entrego”

Los árboles de hojas amarillas se habían teñido de un color anaranjado, dorados por el sol poniente. Se golpeó un hombro con un tronco, tropezó con una raíz y cayó de bruces. Por un momento, se le cortó la respiración. Estaba mareado, agotado.

—No puedes irte… —susurró, con los dientes apretados—. ¡No puedes irte! Te lo prohíbo, maldita sea.

Volvió a cerrar los párpados y de nuevo, las pupilas violetas destellaron como una visión. En el claro, la mujer de los cabellos blancos se dio la vuelta. No tenía ninguna venda sobre los ojos, sino que mostraba claramente los párpados cosidos, aún rezumando sangre roja, intensa, profunda. La mujer alargó las manos hacia él.

“Te lo entregaré todo para poseerte”.

—¡No puedes irte! ¡Vuelve!

Sabía que Ammon no estaba allí, pero aun así, le llamó y le llamó. De rodillas sobre la hierba, arrancando puñados de briznas verdes, repitió su nombre y todos los nombres que él le había revelado. Le llamó, invocándole. Volvió a abrir las heridas de sus manos y se manchó el rostro con su propia sangre, repitiendo todos sus nombres.

“Me llevaré tu secreto conmigo, hasta la muerte y más lejos aún, hasta el final de todas las cosas”

Cuando al fin cayó la noche, sin fuerzas ni esperanza, Maldathar se detuvo, sobrecogido por la repentina calma de la resignación. Se quedó allí solo en el centro del Claro Ámbar, donde en sus sueños bailaba con la Sabiduría. Se quedó allí de rodillas, a la deriva en un mundo que perdía todo su sentido. Él se había ido y se la había llevado.

—¿Es este el final de todas las cosas? —vocalizó, si es que llegó a decirlo.

En el firmamento, las estrellas brillaban sobre un cielo despejado, pero para Maldathar, aquella noche era negra, vacía y ciega.

. . .


© Hendelie

Leyendas de Sangre IV: Todos bailan la noche del Solsticio

     
Era de nuevo la noche del Solsticio de Verano. En todo el reino las hogueras y los blandones ardían, perfumando el firmamento con volutas de humo espeso como el incienso de los templos de la Isla Sagrada. Las campanas de cristal tañían a cada hora. Los Sagrarios se habían iluminado con luces estelares y había cristales de sol, rojos y amarillos, colgando en los dinteles de cada puerta, en las ventanas de cada torre. El Reino Mágico de Quel’thalas se engalanaba como una novia durante aquellos días, los más importantes del año. No había un solo hogar sin guirnaldas en los balcones, sin los pendones y las banderas ondeando. No había una sola familia que no asistiera a las fiestas y los bailes al aire libre, alrededor de las altas piras a las que se arrojaban ramas de tomillo, de mallorn y de abedul.

No, ni una sola familia se perdía aquellos acontecimientos. Por eso a Cordelia le pesaba el corazón. Regresaba a casa, a la Torre, apresurada y sola, con la culpa enredándose a su alrededor como una serpiente lechosa y húmeda. Sus zapatillas apenas hacían ruido mientras corría a través del bosque, el vuelo de su vestido rojo y dorado susurraba al rozar contra las hierbas altas.

Era el vestido de una auténtica dama. Había pasado meses cosiéndolo con primorosa dedicación, soñando con aquel momento en el que saldría de la Torre Estrella del Alba, acompañando a nobles y señores, rumbo a las hogueras. Ella, Cordelia, la puta, la despreciada, al fin ocupando el lugar que se merecía. Cuando fue invitada a compartir los festejos con la nobleza, Cordelia aceptó de inmediato. Sólo más tarde, al pensar en ello con realismo, se dio cuenta de que tendría que asistir sola, sin Maldathar y, desde luego, sin Ammon. Para empezar, ellos no habían sido invitados. Ammon no era más que un sirviente. Y además, la presencia de Maldathar podría resultar ofensiva para las damas y los lores que tan graciosamente le ofrecían una oportunidad de integrarse en sociedad. ¿Iba a estropearla acudiendo con el bastardo? Podrían tomarlo como una provocación. Como un insulto. O, mucho peor, el Señor de la Torre podría considerar la presencia del joven adolescente como un intento de reclamar derechos que no le correspondían.

Por eso, Cordelia había ido sola. Bajó la escalinata de la Torre junto a los elfos y elfas de renombre de Estrella del Alba y caminó con placidez, tomada del brazo de una de las damas de compañía de la hija mayor del Señor. Disfrutó de los bailes, de los licores, de las conversaciones, de las alabanzas. Las sonrisas le parecían falsas a veces, y en algunos comentarios creía leer una doble intención, pero mantuvo la dignidad y un talante alegre y natural. Hasta que, pasada la media noche, cuando los festejos cobraban un tono más decadente y sutil, un poso de inquietud cubrió su corazón. Pensó en su hijo y se le retorcieron las entrañas con un dolor repentino. Y, arrepentida, se despidió precipitadamente y regresó, sintiéndose de pronto ridícula y necia.

—Soy una mala madre—se dijo, en un murmullo.

Se limpió una lágrima esquiva y apretó aún más el paso, como una centella de fuego y oro a través de la penumbra verdeazulada del bosque.

Cuando al fin la avistó de cerca, la Aguja tenía un aspecto extraño y fantasmal: Blanca, adornada con los vidrios rojos y amarillos que se agitaban en la suave brisa, con los pendones escarlata ondeando en los balcones y completamente vacía. No había guardias en la escalinata ni se veían las tenues sombras pálidas de los arcanistas ir y venir por las rampas engalanadas. Y había algo más, algo que no podía explicar. Por un instante le pareció un dedo maligno y blanco, enjoyado, que apuntaba hacia el cielo. Un escalofrío recorrió la espalda de Cordelia y se apresuró hacia las escaleras. Abrió la puerta con ambas manos, empujando con fuerza los batientes, y penetró en el interior de la Torre.

Todo estaba oscuro. Sólo los cristales arcanos y algunos fanales mágicos permanecían activos, iluminando el interior con una luz mortecina y azul. “Soy una mala madre”, se repitió. Tragó saliva y le supo amarga.

—Yo también quiero ir—había dicho Maldathar aquella mañana.

La miraba, con el ceño fruncido y esos ojos de plata moteada que siempre le recordaban a su padre. La miraba, con esa actitud beligerante de la que hacía gala constantemente en los últimos tiempos. Había cumplido los catorce, estaba en la edad. Pero a pesar de todo, a Cordelia le irritaba sobremanera la nueva rebeldía de su hijo.

—Puedes ir a cualquier otro baile, amor.—Cordelia sonrió, intentando sonar conciliadora—. ¿Por qué no vas a la hoguera de Brisa Pura? Ammon puede acompañarte.

—No. Quiero ir a la del Claro Ámbar— insistió el chico. Estaba de pie, frente a ella, desafiándola con la barbilla levantada y la espalda erguida, como si fuera un señor. Ammon observaba desde la puerta, curioso.

—Escucha, mi amor—Cordelia rozó la mejilla de su hijo con los dedos. Él era ya casi tan alto como ella—. Sé cuánto lo deseas… y yo también lo deseo, mi bien, pero no puedes ir conmigo. No sería apropiado. No has sido invitado, y los nobles podrían molestarse.

El muchacho elevó el labio superior y las cejas en una mueca desdeñosa. Luego soltó un amago de risa seca que Cordelia jamás había escuchado en sus labios.

—No he dicho que quiera ir contigo— espetó, apartándose de su mano con una sonrisa amarga.—Sólo quiero ir a la misma fiesta, no hacerlo de tu brazo. ¿Eso es lo que te preocupa?

Cordelia sintió que se le atragantaba el aire en los pulmones. Negó, palideciendo.

—No, hijo, no me malinterpretes.

Pero era tarde. El chico había entrecerrado los párpados , su mirada eran dos puñales de plata venenosa entre las pestañas oscuras.

—¿A quién le molesta mi presencia, a los nobles o a ti?

—No… no, no es eso…

—¿Te avergüenzas de mí, madre?

—Maldathar, basta—dijo, tajante y expeditiva.

Su autoridad chocó contra un muro de rencor. Maldathar se acercó un paso más.

—¿No quieres que vean a tu bastardo? ¿No quieres que recuerden que existo?

Lo peor no era el tono de su voz. No era la expresión de la mirada de su hijo, su odio condensado que brotaba en cada palabra, en cada gesto. Lo peor era la verdad que encerraban sus palabras. Una verdad que la hacía avergonzarse de sí misma hasta la humillación.

—Basta. No digas una palabra más —insistió Cordelia, aun así. Su voz sonaba débil y derrotada. No era la orden de una madre autoritaria, era la súplica de una mujer acorralada.

—¿No quieres que recuerden lo que eres? Porque yo no lo olvido. Ni un solo día de mi vida. Ni lo que eres tú, ni lo que soy yo, madre…

—Si dices una palabra más, te juro que…

—…el bastardo de una puta.

Aún podía escuchar el sonido de la bofetada y del silencio que reinó después.

Cordelia llegó al fin a la puerta de la habitación, la que compartía con Ammon y con su hijo. Su hijo. Cerró los ojos, apoyada en el batiente. No se escuchaba ningún sonido en el interior de la habitación. “Ojalá Ammon haya tenido mejor juicio que yo. Ojalá haya encontrado una manera de abrir la puerta desde dentro”, pensó. “Ojalá pueda perdonarme”.

Le pareció escuchar una risa antinatural y maligna en su propia mente. Burlona, cruel. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Luego la hizo girar. Al abrir la puerta, una suave luz dorada y el olor punzante y penetrante de la sangre brotaron del interior de la habitación, como si un sello se hubiera abierto. Y Cordelia se quedó petrificada bajo el dintel, con los ojos fijos en el centro de la sala. Todos los pensamientos huyeron de su mente. Sus emociones se congelaron con una repentina escarcha y la serpiente de la culpa huyó, dejando sitio a la lenta y mortal araña del miedo.

No había allí luces arcanas. Bajo el titilar vacilante de las velas de sebo, dispuestas por toda la habitación, las figuras del sirviente y el joven se recortaban con un resplandor dorado, casi místico. Habían retirado la alfombra. En su lugar había, sobre el suelo de baldosas blancas, un extraño círculo mágico lleno de símbolos, pintado con carbón. Había montones de sal teñida de rojo y pétalos de flor de fuego. En el centro del círculo, Maldathar estaba de rodillas, vestido sólo con el pantalón ligero con el que dormía. Mantenía la espalda erguida. Su cabello oscuro le colgaba hasta los muslos, suelto y sin adornos. Tenía los brazos estirados hacia delante, los puños unidos y apretados y la mirada perdida, velada, las pupilas dilatadas. De sus manos goteaba la sangre hasta el interior un cuenco de vidrio, que estaba lleno en una tercera parte. La daga de Ammon yacía a su lado, teñida de rojo. Y el sirviente observaba, sentado en la cama, con un libro abierto sobre las rodillas.

La voz de su hijo recitaba, un susurro fantasmagórico y cruel, mientras las gotas rojas destellaban y caían al interior del recipiente.

—Del crepúsculo al alba, sin noche ni mañana, que se alcen los presagios, que la sombra caiga. Que lo Oculto se desvele y las voces que susurran Secretos olvidados despierten de su mortal reposo. Que se deslicen en las horas de tiniebla para hablar a mi oído. Que pasen sus dedos sobre mis párpados para hacer más profunda mi mirada, para teñir mis sueños con todo lo Invisible. Del crepúsculo al alba, sin noche ni mañana, que se alcen los presagios, que la sombra caiga. Que lo Oculto se desvele…

Ammon volvió la vista hacia la puerta. Detuvo su mirada en ella. Cordelia, rígida y temblando, abrió los labios para hablar. Dos gruesas lágrimas se escurrieron por sus mejillas.

—Hola, Cordelia.

“¿Qué he hecho, Belore?”

Intentó decir algo, pero no le salía la voz del cuerpo.

“Todo es culpa suya. Y mía. Y mía. Jamás debí confiar en él. Dejar a mi hijo con él… ¡Con él! Estúpida de mí… soy una mala madre. La peor de todas”.

—No te esperábamos —dijo el elfo del cabello blanco. Permanecía muy tranquilo. Cerró el libro lentamente y lo dejó sobre la cama, acercándose a ella. Cordelia se pegó a la puerta y algo en su interior se removió con furia.

—Saca a mi hijo del trance. Te lo ordeno.

Ammon se detuvo a medio camino. La observó un momento, como si estuviera valorando la posibilidad de no obedecer. Pero Cordelia había recuperado una energía que hacía tiempo que yacía sepultada bajo ilusiones y máscaras; la de la mujer repudiada que se encontró abandonada y sola con su hijo en el vientre. Puede que fuera una mala madre, pero seguía siendo una madre. Y aquello era una fuerza más poderosa que cualquiera de los conjuros de Ammon. Cosa que él también sabía.

—Como desees.

El elfo se acercó al círculo y colocó una mano sobre la frente del muchacho. Los ojos de Maldathar comenzaron a entrecerrarse. Su voz dejó de recitar. Finalmente, se desvaneció entre los brazos de Ammon, que le levantó y le llevó a la cama. Una vez le hubo acostado, Cordelia le apartó de un empujón y se arrodilló a su cabecera.

—Mi amor… mi niño —murmuraba, peinándole los cabellos con dedos temblorosos—. Mi niño, dime algo.

Maldathar abrió los ojos. Parecía febril y confuso. La miró, extrañado.

—Buenas noches, madre —susurró.

Cordelia le besó la mejilla y se dispuso a curar las heridas en las manos de su hijo. Las lágrimas saladas le empapaban el rostro y una rabia antaño olvidada le ardía en el pecho.

—Mi amor. Perdóname, mi amor. Nunca más volveré a darte la espalda. No volveré a fallarte. No volveré a fallarte.

Maldathar, aturdido y desorientado, no podía entender por qué su madre había regresado, por qué decía aquello, pero sus palabras le resultaron sorprendentemente reconfortantes. En algún momento, inclinó la cabeza hacia un lado para rozar con la frente los dedos de su madre y volvió a dormirse.

Soñó con un baile en el Claro Ámbar. Bailaba con una dama de ojos vendados. Ambos estaban solos en el centro del claro, bajo una luz gris azulada, penumbra boscosa y etérea. La niebla se les enredaba en los tobillos. Él vestía de terciopelo rojo, ella de gasa blanca. La dama tenía espinos alrededor de los brazos y exudaba una fragancia mística y embriagadora. Sus cabellos eran blancos como la nieve y sus labios estaban pálidos. Su nombre era Sabiduría. Y Maldathar le hablaba en su sueño, le hablaba al oído a aquella dama fría y misteriosa, mientras giraban y danzaban al son de una música inaudible.

“Siento tu veneno en mis venas, quemándome la sangre. Siento tu veneno en mi alma, encadenándome. No hay manera de liberarme. Sé que estoy condenado, pero no tengo miedo. Mi corazón se ha vuelto frío y negro, y así te lo entrego. Te lo entregaré todo para poseerte. Me llevaré tu secreto conmigo, hasta la muerte y más lejos aún, hasta el final de todas las cosas.”

Y ella suspiró y le abrazó, apoyando la mejilla en su hombro. Bailaron en el sueño, hasta el final de todas las cosas.


. . .

©Hendelie

jueves, 16 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre III: La doncella de la torre


“Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él”

Eran las palabras de Ammon. Se las dijo una noche, junto a su cama, como casi todas las cosas importantes que él le decía. Mientras le hablaba, señalaba las estrellas, al otro lado de la ventana. Brillaban con un fulgor intenso en una noche límpida y despejada.

“¿Qué decidirás tú?”

Maldathar, adormilado, negó con la cabeza y se le cerraron los ojos. Durmió, y en su sueño cruzaba las inmensidades estelares siguiendo un camino de titilantes astros.

Aquella pregunta quedó sin respuesta, y así permaneció durante muchos años. Pero fue a partir de aquella revelación, la de que había un destino aguardándole solamente a él, que Maldathar quiso descubrirlo. ¿Qué le deparaban los cielos? ¿Qué futuro se había escrito con su nombre? Pensar en eso le daba vértigo y su imaginación volaba. Solía salir por las tardes de la sala de estudio y vagabundear por la torre, pensando en ello y observando a los que poblaban la Aguja Estrella del Alba, contemplándoles con sus ojos de plata y gestos de príncipe.

“Bastardo”, murmuraban a sus espaldas, creyendo que no les escuchaba, que estaba sordo o que por ser un niño no iba a entender la palabra y a darse cuenta de lo que significaba.

“El hijo de Cordelia”, murmuraban. “¿Quién será su padre? Seguro que el criado, ese elfo extraño de ojos violetas”, murmuraban. Murmuraban a todas horas, siempre murmuraban a su paso, pero él fingía no darse cuenta y seguía su camino, rozando con los dedos los tapices, acariciando las esferas arcanas, mirando a través de las terrazas a las gaviotas que surcaban el firmamento azul.

Maldathar quería saber cual era su destino, pero no tenía ninguna duda acerca de su propia naturaleza. Su madre, en un alarde de inocencia, le había explicado que era el hijo de un pájaro rojo que entró por su ventana una mañana y le picó en el ombligo. Él sabía que aquella tontería cursi no era verdad. Sabía que tenía padre, que su padre era algún hombre que se había acostado con su madre. Quizá ya estaba muerto. A lo mejor era un mozo de establos, un labrador, un Errante, un poeta, un trovador vagabundo. Quizá era producto de algo peor, más abrupto: el fruto de una violación o de un abuso. Muchas veces lo pensaba.

Tal vez era el hijo de Ammon. Esta idea le gustaba más, y durante un tiempo llegó a estar convencido de que estaba en lo cierto. Inventó una fábula en la cual el sirviente, como su legítimo progenitor, guardaba el secreto al igual que su madre, por miedo a que él no lo aceptase o a que lo dijera abiertamente en un acto de imprudencia. Esta posibilidad le emocionaba, pues de haber sido Ammon su padre biológico, se habría sentido más libre para expresar su afecto al hombre que, al fin y al cabo, hacía las funciones de tal. Pero nunca se atrevió a preguntar.

Así pues, aunque tenía dudas sobre quién era su padre, no así sobre lo que él era. Al fin y al cabo, constantemente se le recordaba. Lo hacían los adultos en los susurros disimulados y lo hacían los jóvenes y los niños más abiertamente, al verle pasar.

Era un bastardo, el bastardo traído al mundo por Cordelia. Aquello era todo lo que le definía en ese lugar. Pero Maldathar sabía que no era sólo eso, también era un elfo, un Hijo del Sol de Quel’thalas. Y además, era aprendiz de magia en la Aguja Estrella del Alba.

¿Y qué sería dentro de unos años? ¿Qué sería cuando se revelase su destino? En el fondo de su corazón, quería dejar de ser conocido como el bastardo de Cordelia. Tenía que haber algo más pesado que eso, más poderoso, que borrase para siempre esa mácula que llevaba desde que vio la luz del mundo.

Una de aquellas tardes, se encontraba pensando en estas cosas en una de las terrazas más altas de la torre mientras contemplaba la puesta de sol. A los que no pertenecían a la Casa Estrella del Alba no se les permitía subir más arriba del octavo piso, pero Maldathar era menudo y discreto y se había colado hasta el décimo nivel más de una vez para acudir allí y contemplar las vistas. Este era uno de sus lugares favoritos: una arcada de piedra blanca que se abría al bosque y a las montañas, con una balaustrada de metal dorado, forjada en motivos vegetales y un cortinaje de translúcida seda roja. A ambos lados de la arcada había sendos rosales en flor que trepaban por la piedra y se enredaban entre sí. Las hojas verde oscuro estaban ennegreciéndose en el ocaso y los pétalos brillaban como lentejuelas escarlatas. El sol se ocultaba en el Oeste, bajo la línea de plata del horizonte oceánico; un disco de cobre, redondo y líquido, que ya empezaba a hundirse en el mar.

—Seré un mago —decía, acodado en el balcón, con la mirada seria perdida en la brillante estela de las aguas—. Un poderoso mago, con togas bordadas y un bastón de madera de cedro.

Había visto a los magos allí, en la torre. Eran elfos altos, de cabello largo y bien peinado que vestían pesados ropajes profusamente ornamentados y llevaban bastones tallados con incrustaciones de gemas. Uno de ellos, uno de los ancianos de la Casa Estrella del Alba, tenía el pelo tan blanco como Ammon y se entreveían en él hilos de oro que se enredaban en los mechones formando trenzas y curiosas volutas. Quería ser como esos elfos, si, pero también quería ser un poco como Ammon. Pues a pesar de llevar siempre la misma toga, negra y dorada, y no tener ninguna joya en el pelo ni en los dedos, ni tampoco en el cuello, Ammon le parecía, de algún modo, mucho más sabio que todos esos hechiceros altivos. “Por algo me enseña cosas secretas”, pensó, entrecerrando los ojos. “Nadie tiene los libros que tiene él escondidos en el estante. Ni siquiera madre sabe que existen. Sí, sin duda él es más listo que todos los que habitan esta torre”.

—Seré un mago —repitió, asintiendo con la cabeza—. Un poderoso mago, con togas bordadas y un bastón, y conoceré los arcanos prohibidos que nadie más se atreve a pronunciar.

No esperaba respuesta, pues era aficionado a buscar la soledad y a hablar sólo para escucharse a sí mismo. Sin embargo aquella tarde, una risa femenina, agradable y musical respondió a su declaración. Con un destello suspicaz, Maldathar se giró hacia la arcada, buscando a la mujer que se reía de él.

—Aún te queda un poco para eso, ¿no crees? ¿Cuántos años tienes?

Era una elfa alta y esbelta, de líneas estilizadas y etérea belleza. El niño la había visto fugazmente en otras ocasiones, pero nunca tan de cerca, jamás a la puesta de sol, no antes bajo los rosales trenzados, orlada de tanta hermosura. Tenía la piel clara y cremosa y los ojos rasgados, color azul celeste. El cabello, espeso y ondulado, castaño cálido con matices de oro, cobre y miel le caía sobre los hombros y por la espalda hasta la cintura como un manto mullido. Estaba salpicado de abalorios de ágata y cristales añiles. Su rostro tenía forma de corazón y mostraba una sonrisa hermosa, llena, de labios rojos y dientes como perlas. Los rasgos de su semblante denotaban nobleza, y las espesas pestañas, las cejas arqueadas y la nariz recta y delicada, menuda, le encogían el estómago de un modo que jamás había pensado a su corta edad. Llevaba puesta una larga túnica de gasa vaporosa color amarillo pálido que le llegaba hasta los pies, con pedrería en los pechos y en la cintura pero que dejaba ver a través del fino tejido la hendidura del ombligo y las deliciosas formas de su figura.

—Diez —respondió, reponiéndose rápidamente de su conmoción. Ésta fue sustituida por un ardor de decidida ambición, y alzó la barbilla, mirándola como si fuera su igual —¿Y tú?

La mujer se echó a reír de nuevo, colocándose una mano en la cintura y observándole como si le hiciera gracia su desparpajo.

—Qué atrevimiento ¿Acaso no sabes quién soy?

—Eres la Dama Ilsa Estrella del Alba, la hija menor del Señor de la Torre —declaró tranquilamente, apoyando el codo de espaldas a la barandilla —¿Y sabes tú quien soy yo?

De nuevo, la joven se echó a reír, esta vez con una chispa de avivada curiosidad en sus ojos. Maldathar entrecerró los suyos. Por un momento un rabioso deseo le asaltó y le ardió violentamente en el pecho: desentrañar todos los secretos de aquella mujer, su alma, su corazón y su mente, poseerla en todos los modos posibles, tener poder sobre ella.

—Pues no. Pero me gustaría saberlo para saber a cual de los estúpidos niños de mis damas tengo que reportar por maleducado. Te van a dar unos buenos azotes.

—No soy el hijo de ninguna dama, y no soy un maleducado —replicó Maldathar en el mismo tono adulto y formal—. Soy aprendiz de la Aguja y dentro de unos años seré un poderoso mago. Conoceré los arcanos prohibidos que nadie más se atreve a pronunciar.

—¿Si? ¿Y qué más? —se jactó la muchacha. En su sonrisa había un punto de picardía sin maldad. Parecía divertirse mucho con ese pequeño respondón.

Entonces, el niño alzó de nuevo la barbilla y entornó los párpados con altivez.

—Y tú me amarás.

Ilsa Estrella del Alba dejó de reírse y enarcó las cejas, componiendo un gesto de franca sorpresa. Durante un breve instante, una duda fugaz se dibujó en su rostro. ¿Quién era ese crío que declaraba tales cosas con una seguridad y aplomo dignas de un señor? No había visto una cosa igual nunca antes. Cierto es que las palabras que decía podían tomarse como meras fantasías infantiles, pero el tono de su voz, el modo en que se comportaba como si fuera un adulto y la manera en la que estaba mirándola le provocaron una sensación extraña y opresiva, como si una sombra ominosa se cerniera sobre ella, proyectada desde muy lejos.

Pero la brisa sopló y trajo el aire fresco del mar, las luces se encendieron al unísono en el interior de la Aguja y el extraño chiquillo volvió a parecerle un chiquillo. Sonrió con diversión y le hizo una reverencia.

—Entonces, cuando seas un poderoso mago y conozcas los arcanos secretos, ven a buscarme para que no quede mi amor condenado a marchitarse en soledad.

La dama dejó oír una última carcajada burlona y se dio la vuelta para irse, y cuando desapareció en el interior de la Aguja, el niño esperó. Esperó, viendo alejarse su figura. Y esperó más, aguardando el instante en que ella se diera la vuelta para volver a mirarle. Pero Ilsa no se dio la vuelta, no volvió a mirarle, y Maldathar apretó los dientes y se volvió hacia el balcón, con un fuego extraño ardiéndole muy dentro.

Sí, llegaría a ser un mago poderoso y todos los habitantes de aquella Torre sabrían de lo que era capaz el bastardo de Cordelia. Cuando el sol se ocultó del todo corrió escaleras abajo rumbo a la habitación que compartía con el sirviente y la aprendiza, dispuesto a pasar gran parte de la noche estudiando.

Y así lo hizo, en los días sucesivos, en los meses que siguieron, en los años que se avecinaban: de día absorbiendo todo el conocimiento a su alcance en aquel santuario del saber, de noche aprendiendo los misterios ocultos que Ammon le enseñaba.

Y aunque no volvió a ver a Ilsa en mucho tiempo, su recuerdo le acompañó desde entonces, grabado en su memoria. El hermoso recuerdo de su belleza noble y el amargo, abrasador, venenoso recuerdo de su risa.

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© Hendelie