lunes, 3 de mayo de 2010

Pequeños milagros

En Dalaran nunca había silencio. Ni siquiera cuando la noche se hacía dueña, cerraban los comercios y la ciudad debía dormir, ni aun entonces dejaban de escucharse los murmullos de vasos de cristal en el piso inferior del Salón Juego de Manos, los ecos lejanos de pasos, de voces en la calle.

El chico no dormía. A través de la ventana, el resplandor de las estrellas y los cristales arcanos se colaba al interior de la habitación en penumbra, donde las camas y el armario se recortaban, la silueta de las pilas de libros, el bastón apoyado en el rincón. El chico abrazaba el elefante rosa, con los ojos entrecerrados, pausando la respiración. "Soy un colado", pensaba, plenamente consciente de la presencia viva, bullente, en la cama de al lado. Le parecía sentir sus ojos grises fijos en él, su atención sobre sí, intensa.

Aguardaba, contando los segundos, haciéndose el dormido. El corazón le golpeaba en los oídos como un trepidante timbal, las piernas le pesaban y debía concentrarse para respirar lento, profundo. Uno, dos, tres, contando ovejas. No recordaba cuánto tiempo llevaba así. Sólo sabía que debía esperar, sin dormirse, si quería ser consciente de aquello que sucedía en mitad de la noche y que al día siguiente siempre le parecía un sueño.

El crujido en el colchón. Los susurros leves de un cuerpo que se mueve. Pasos silenciosos de pies descalzos en el suelo, y sus ojos abiertos de par en par, el latido que retumba con violencia. "Ya viene".
Apenas el murmullo de la presencia que se escurría en la oscuridad, y el chico se sentía como en una selvática tiniebla, escuchando el crujir en el silencio de repente intenso, de la fiera que avanza. Con la misma inquietud y emoción, pero sin miedo.

Un caminar breve, silente, calor cercano. El estremecimiento de la anticipación cuando el colchón se hundió a su lado, con el peso de la anatomía del paladín y llegó a sus sentidos ávidos, anhelantes, el sonido de su respiración cuidadosa, el aroma intenso de la piel broncínea, penetrante y profundo. Se resistió a tragar saliva, con todos los poros erizados, bebiéndose su cercanía, casi llorando. 

Era un milagro. Siempre lo era. Cada noche lo aguardaba con la leve inquietud de que no llegara a suceder, pero cada noche sucedía una y otra vez, por irrepetible que pareciera. 

¿Sabría él que estaba despierto? 

¿Sabría cuánto le necesitaba así de cerca? 

¿Podría ser consciente del tesoro, de la sublime flor perfecta que le entregaba cada vez que sus pasos recorrían la irrisoria distancia entre los dos lechos para yacer junto a él?

Apenas unos pies, que se le antojaban abismos. Apenas unos pies, que suponían la diferencia entre la realidad y el letargo de un alma sola. La diferencia entre uno y dos, que apenas es nada, que puede serlo todo. La diferencia que saltaba por los aires cuando, como estaba haciendo en aquel momento, quizá creyéndole dormido, le rodeaba con un brazo cálido, pesado y protector y se pegaba a él. La sensación del calor reconfortante a su espalda, su perfume envolviéndole, el contacto del cuerpo fibroso a través de la tela, el sutil hálito de la respiración, como llama viva, sobre sus cabellos.

Aguantando la profunda emoción que le empujaba al llanto infantil, se relajó, entregándose a cada matiz de las sensaciones, cada pincelada de su presencia. Era un colado. Irremisiblemente enamorado, con el nudo en la garganta y el corazón temblando, se sentía ingrávido en su abrazo, absurdamente feliz y pleno. Podrían volar sobre los tejados de Dalaran, más allá, dejando atrás el mundo... podrían surcar los planos y el Vacío, pulverizar cada frontera así, ligeros y libres, podría llevarle y mostrarle caminos que no conocía sin el menor temor, sabiéndole a su espalda, sabiéndose seguro, sabiéndose real. Cruzar las estrellas... descender en una caída libre a los océanos más profundos, emerger y disolverse, desfragmentarse y volver a aparecer. Cualquier cosa era posible. Él podía hacer cualquier cosa, ser lo que quisiera ser, si sólo pudiera tener ese brazo a su alrededor constantemente.

Allí, en la oscuridad, se acurrucó contra él, girándose en su falso letargo para abrazarle.

Él parecía dormido. Por su parte, el chico fingía estarlo.

Entreabrió los ojos allí, en la oscuridad, descubriendo sus facciones angulosas, serenas, el destello de la roja cabellera aún en la penumbra. El héroe. El guardián. El paladín. Él.

Apenas deslizó los dedos sobre su mejilla áspera, un gesto equívoco y tan sutil que podía ser soñado, más aún en aquel momento, en aquel lugar, entre el descanso y la vigilia, entre los velos ambiguos de la penumbra. Y soñó un beso breve, un roce suave con sus labios sobre los de él. Soñó su sabor adivinado, la textura de la piel castigada, soñó la suave presión que depositaba en esa boca, la misma que en sus sueños pronunciaba palabras de amor en una voz grave de terciopelo salvaje.

"Si tú supieras...", pensó un instante, acomodándose de nuevo contra la figura ruda y caliente, escondiendo el rostro en su pecho, con la mejilla sobre la camisa de lino. Quizá él lo sabía. Allí, en la noche, en sus brazos, el milagro se hacía real y su alma encontraba reposo. Cerró los ojos y dejó de fingir, entregándose al descanso tranquilo.

Sobrevolaba él en sueños algún paraje fantástico, esta vez sí, completamente dormido, cuando los párpados del paladín se abrieron. 

Una mirada confusa y conmovida relumbró en los ojos grises, como estrellas de plata en un cielo nocturno, y el paladín apretó los labios, relajándolos después, cual si quisiera retener el sabor de un ave fugaz que los había cruzado en su vuelo, cerciorarse de que había sido real. Desvió la vista hacia la negra cabellera del pequeño mago, que se extendía sobre la almohada. El adorable semblante se ocultaba a su mirada, en su propio abrazo, y el cuerpecito flexible y fresco, agradable al tacto, se antojaba manejable como el peluche elefante que había sido abandonado al otro lado del lecho.

Durante unos instantes, los ojos grises contemplaron los cabellos del chico. Luego un suspiro contenido se escapó entre sus labios y hundió la nariz en la melena fragante, respirando con suavidad el aroma a jazmín que desprendían. Sus labios no pronunciaron palabra alguna. Y el chico dormía. Nadie fue testigo de aquel gesto, de la estremecedora emoción en los ojos claros ni de la delicadeza entregada con la que tiró de las mantas para tapar el hombro del joven mago. Nadie le vio perder la mirada en la oscuridad, pensando en preguntas que no podía responderse, incapaz de exorcizarse de la pequeña figura que abrazaba, con el extraño impulso de cuidarla, mimarla y protegerla como a una flor frágil y única. Nadie le vio morderse los labios para devorar los restos de aquel beso soñado, del que no estaba seguro, y atesorarlos en su corazón.

¿Sabría él que estaba despierto? 

¿Sabría cuánto le necesitaba así de cerca? 

"Ah, si tú supieras..." , pensó un instante. Y cerró los ojos.