viernes, 29 de enero de 2010

La Isla Prohibida - III

La negrura se abrió y el azul profundo del océano saludó a Ahti. En el interior de la estructura coralina, flotando en las aguas que la anegaban por completo, podía ver los bancos de peces que se colaban por las oquedades, las serpientes marinas y las anémonas que se abrían y se cerraban. La caricia del agua gélida le arropaba y el beso de la sacerdotisa ondina, Delilah, le permitía respirar. La tenía aferrada entre sus brazos, ella le mantenía envuelto en sus cabellos y con las piernas enlazadas en su cintura, sin permitirle salir de su interior.

La miró, alejándose del beso por un momento. El pelo negro se había teñido de azul profundo al sumergirse en los océanos y la piel color miel era ahora tan blanca como las piedras lisas del fondo submarino. Los enormes ojos rasgados, violetas, le observaban, y los largos brazos le rodeaban la espalda. Allí todo parecía hermoso y perfecto, y aquella criatura lo era sobre todas las cosas. Sus labios se encontraron de nuevo, y el oleaje les empujaba el uno hacia el otro, le impulsaba a ahondar aún entre sus piernas.

- Eres Ahti - le parecía escuchar su voz musical, de sirena, velada por el medio líquido en el que giraban, arrastrados por las corrientes. Escurridiza en el agua, Delilah se pegaba a su cuerpo y recibía cada embestida, ahora lentas y cadenciosas, con la misma entrega con la que le eran otorgadas. - El señor de las mareas, el que vive bajo las aguas profundas, rodeado de sus concubinas.

Deslizó la lengua en la boca fría de la doncella del mar, que la enredó con la suya, y de nuevo le permitió respirar a través de un beso suave y delicado de sabor salado y penetrante, que encendía más aún la sed desatada. Ella soltó los brazos y su cuerpo se arqueó en las aguas, manteniéndose unida al elfo con los talones cruzados tras su cintura. Ahti deslizó la mano tras su espalda y la sostuvo cerca de sí, rodeando su talle con el otro brazo. Los ojos le escocían y sentía la violenta presión de la profundidad submarina en la que se adentraban, sin embargo, no tenía miedo. El océano profundo le había hechizado de nuevo, como siempre le había fascinado, y ahora se dejaba llevar en él por vez primera, sin que temblara su corazón. Se balanceó de nuevo, estremecido con la caricia apretada y lúbrica que le recibía al deslizarse entre los pétalos abiertos de la ondina, extrañamente fresca ahora, que se templaba con el contacto y la fricción de su propia carne en su interior. La atrajo al tiempo que se escurría hasta lo más hondo de su cuerpo, y la soltó para retirarse, en una danza lenta y agotada que dolía en los nervios.

Descendía a las profundidades.

Las corrientes les habían arrastrado fuera de la isla, que ahora se veía con claridad en una imagen ondulante y nebulosa como el pináculo de un inabarcable arrecife muerto donde enormes moluscos habían hecho su hogar, las algas bailaban y las conchas marinas se pegaban en las paredes. Las criaturas marinas les rodeaban, y vio a lo lejos a los naga, nadando con languidez entre la luz añil del océano infinito.

- Nadie puede llegar hasta él, y pocos son los que se han atrevido a invocarle. Cuando se manifiesta, desencadena la tormenta, arrastrando a su paso a los vivos hasta los abismos submarinos. - susurró una voz imposible en sus oídos.

Dos nuevos brazos se enlazaron en su cintura, y al voltearse, contempló a Alima, que le observaba como una niña que abraza a su padre, con inocencia y temor. Los cabellos castaños flotaban en torno a su rostro de alabastro, y ambas se contorsionaron, rozándole con los dedos helados, besándole con el beso del mar, arropándole con la caricia de las hadas del agua.

- Su semilla es el agua que fertiliza la tierra y hace crecer la vida, su espíritu, torbellinos desatados. Cuando se desencadena, el cataclismo es inevitable - las dos voces de las ondinas llegaban hasta él de alguna manera, deslizándose entre el burbujeo constante - Igual que el agua, crea y destruye. Quédate, Ahti... quédate...

Delilah se estrechó contra su cuerpo, cimbreándose sinuosa, enterrándole en su interior. Aturdido, percibió la mordedura violenta del placer desatado cuando volvió a arremeter contra ella, estrujándola entre los brazos, y un dolor lacerante le recorrió todos los músculos cuando se deshizo de nuevo en aquella presa ineludible, apretando los dientes y arrebatado por las convulsiones violentas.

- Quédate...

Al separarse del beso que le permitía respirar, se encontró con los ojos violetas y el rostro transido de la sacerdotisa. Miró a Alima, que aún le contemplaba con la misma expresión. Y negó con la cabeza, sólo una vez, antes de perder la consciencia, agotado.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

- Rodrith

El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo abrió los brazos hacia él desde lo profundo, le sostuvo y le elevó, y se alzó para agitar la tormenta en el firmamento y se sumergió para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica. Observó al hombre de Larga Barba, y vio que eran algas y sus ojos eran el rayo, vio que su cuerpo era aire, agua y electricidad, y supo que aquel ser fluctuaba entre el mar y el cielo, y gobernaba en ambos cuando las olas se levantaban y las nubes se arremolinaban.

- Rodrith... responde...

El Hombre de la Larga Barba le recogió en el hueco de la mano, ascendiendo a la superficie, y viajó a través de la tempestad, en ella le dejó, en las gotas de lluvia y las nubes grises, en el centro del huracán descontrolado, y viajó en forma de olas y tormenta, de torbellinos y huracanes, viajó en el rayo y en el trueno, en los nimbos condensados y la marea eterna.

- Rodrith

Parpadeó, tomando aire a bocanadas. La luz del sol le cegó por un instante, y gimió, hundiendo los dedos en la madera de la cubierta. Elbruz frunció el ceño y le tendió el odre de agua dulce.

- Gracias a los dioses. Casi te perdemos.

Tosió y enfocó la vista, contemplando al elfo pálido y serio. En su mente, todo daba vueltas. Las imágenes de lo vivido, si es que era real, giraban confusas en la memoria, pero cuando su compañero le arrojó una capa para cubrir su desnudez y se inclinó para limpiarle los arañazos profundos del pecho, un estremecimiento le recorrió la espalda. Estaba en el Raspa Blanca, en la cubierta. Aún anclados en la Bahía de la Vega de Tuercespina. La ciudad se extendía al otro lado, sobre sus tarimas de madera, bullendo con la actividad propia del fin del invierno.

- ¿Qué coño ha pasado? - acertó a balbucear, mareado y aquejado por unas repentinas náuseas.

Elbruz le miró, arqueando la ceja y observándole con curiosidad suspicaz. 

- Esperaba que tú me lo dijeras - suspiró, golpeándole la espalda cuando volvió a toser. - Estaba en el otro lado de la playa, donde los Velasangre tienen sus bases. Intentaba pescar, y entonces empezaron a llegar cuerpos a la orilla, uno tras otro.

- ¿Y Aryan?

Elbruz se encogió de hombros.

- ¿Estaba contigo?
- Creo que sí... no lo sé.

Se inclinó a un lado y vomitó agua de mar, tosiendo y apartándose el cabello sucio y mojado.

- Necesitas descansar. - dijo el elfo de piel clara, tirando de una maroma para desplegar una vela y parapetarle contra el sol del mediodía. - Ya hablaremos después, Rodrith.
- Ahti... me llamo Ahti - murmuró a media voz, mientras los ojos se le cerraban y el arrullo del mar le acunaba en un sueño plácido, sin pesadillas.

La Isla Prohibida - II

El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo abrió los brazos hacia él desde lo profundo, le sostuvo y le elevó, y se alzó para agitar la tormenta en el firmamento y se sumergió para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica. Observó al hombre de Larga Barba, y vio que eran algas y sus ojos eran el rayo, vio que su cuerpo era aire, agua y electricidad, y supo que aquel ser fluctuaba entre el mar y el cielo, y gobernaba en ambos cuando las olas se levantaban y las nubes se arremolinaban.

Cuando el agua se retiró al fin de la Catedral de Coral, los murmullos de los cultistas se dejaron oír. Algunos habían muerto a causa de la ola gigantesca y los crustáceos se alimentaban de sus cuerpos. Rodrith miró a su lado, y no encontró a Aryan. Sólo el cuerpo verde de una orca que aún boqueaba, con los ojos muy abiertos, temblando mientras un makrira devoraba sus entrañas, casi limpias ya de sangre. Se apartó el cabello mojado del rostro y miró hacia la hoguera, que seguía encendida.

"Es imposible", pensó. Y se preguntó por qué seguía él de pie. Se preguntó por qué seguía Delilah en el altar y cómo habían sobrevivido los que ahora se incorporaban. Escuchó de nuevo el trueno, mareado ya y completamente arrebatado por el misterio insondable de lo que estaba sucediendo, y los tambores resonaron otra vez.

"Es imposible"

Se sintió observado y volvió la vista hacia el altar de coral, donde Delilah le contemplaba, tendida, respirando afanosamente. Los ojos color violeta estaban fijos en él. Ella se levantó lentamente, caminando a su encuentro con pasos gráciles y ligeros, el cabello ondeando como si aún se encontrara sumergida bajo las aguas.

"Es imposible"

La mirada violeta brillaba como el pétalo de un pensamiento, como joyas engarzadas, y los brazos se tendieron hacia él, tomándole de las manos. Los supervivientes habían vuelto a ponerse en pie, y se buscaban unos a otros mientras repetían las letanías, ahora jadeantes y agitados, se mordían y se lamían, se enredaban como animales que se devoran o se acarician, pues era difícil saber si hacían una cosa o la otra.

- Eres tú quien ha traído a Thunderaan - dijo la voz suave de la sacerdotisa, cuando los dedos fríos y mojados se enredaron en los suyos. - Eres tú, ¿verdad, Ahti?

Incapaz de responder, se lamió los labios y la observó con desconfianza. Delilah sonrió y se lamió los labios, tirando de él suavemente. No podía apartar la vista de los ojos hechiceros de la mujer, si es que era una mujer, y su voz era una melodía embrujadora. Aun así, se negó a moverse.

- Has invitado al trueno a los salones del mar... lo sentí en el viento - prosiguió ella, pestañeando. El cuerpo desnudo exhalaba los aromas confusos del sándalo y el salitre, y las gotas brillantes sobre la piel parecían recorrerla en todas las direcciones, desafiando a la gravedad. - Lo sentí cuando el trueno lanzó su orden... a Thunderaan le gusta mandar, también a Neptulon. Eres tú quien invoca a las tormentas, ¿verdad, Ahti?

Entrecerró los ojos un instante, con el cosquilleo de aquel aroma imposible en sus fosas nasales, y el hambre se retorció de nuevo en sus entrañas. Ella hizo un gesto con la cabeza hacia el altar, y cuando volvió a tirar de sus manos, Rodrith se movió casi por inercia. La cabeza le daba vueltas y se veía incapaz de reconstruir su razón ante tantas maravillas y horrores.

- En el mar, sólo puedes dejarte llevar, Ahti - susurró la muchacha, deslizando los dedos hacia sus cabellos.
- ¿Quién eres? - acertó a preguntar, con la voz grave y rasposa a causa de la tensión y la avidez mordiente que le estrangulaba desde dentro.
- Ya me conoces... soy Delilah.

Caminaban entre los cuerpos yacientes de los fallecidos, aquí y allá una bestia marina se servía un banquete de entrañas aún calientes, o devoraban los ojos de los muertos. Una elfa nocturna aún gemía, arrastrándose con las manos sobre el suelo, pues no tenía más extremidades. Estaba cercenada por la cintura, y dos pinzadores trataban de retenerla entre sus patas, hundiendo las fauces en la profunda herida. Justo al lado de tan aberrante escena, dos mujeres humanas se acariciaban con languidez, enredando las lenguas y rozándose los pechos.

- ¿Qué eres? - murmuró a a media voz, frunciendo levemente el ceño.
- Soy ondina - respondió ella, y sus ojos brillaron un instante con curiosidad y deseo - ¿Y tú, qué eres? El trueno que destruye, a ti te protege...

No tenía respuesta a esa pregunta. Y si la hubiera tenido, seguramente no habría sido capaz de darla. Los dedos frescos se escurrían sobre su pecho y la caricia era como espuma marina. Los cabellos de la ondina se enredaron en su cuello, y se puso de puntillas para lamerle los labios, con saliva fría que le supo a agua de mar sobre la lengua. "Es imposible", se repitió de nuevo. Y todo empezó a dar vueltas a su alrededor.

Un destello y el chisporroteo del fuego. La ondina de negros cabellos le soltó los dedos, y sin apartar la vista, observándole por encima del hombro de color miel, apoyó las palmas y los codos en el altar, elevando la grupa, ofreciéndose con una mirada cargada de lujuria y anhelo. Rodrith parpadeó y el hambre rugió en sus entrañas, imperativa.

- A qué esperas... - dijo la sacerdotisa, invitadora. - Llevo el mar en mis entrañas. Mi caricia es espuma y mis pechos son perlas, mi abrazo el de las algas. ¿Acaso no me deseas?

Frunció los labios jugosos y parpadeó de nuevo con un gesto casi infantil, sólo turbado por el ardor de los ojos violetas. Antes de darse cuenta, el elfo tenía las manos rudas sobre la piel mojada y escurridiza de Delilah, y su cuerpo respondió al instante con el contacto de las sedosas nalgas sobre su virilidad al pegarse a ella.

- Has resistido a la... ola - jadeó Delilah cuando se escurrió en una embestida ligera entre sus piernas. - Permaneciste de pie... ah...

Rodrith cerró los ojos, intentando apartar de sí el mareo constante y el influjo extraño que le arrebataba. Su sangre se había encendido, ardía por dentro y por fuera, y el tacto de la mujer era fresco y balsámico. Onduló las caderas y se adentró más en aquella profundidad tibia de corrientes submarinas, que se estrechó a su alrededor. Estaba mojada y escurridiza, y cuando recorrió la espalda con las manos, los cabellos negros se enredaron como serpientes en sus muñecas.

- Kranu sto aer'roghmar ... kranu mak... kranu mak... - repetían los cánticos ahora.

No sabía de donde venían. No entendía de dónde procedía la música, por qué el viento y el oleaje parecía acompañarla, no comprendía por qué el fuego seguía encendido y los aromas que invadían hasta su propia razón aún flotaban en el ambiente. Pero al escurrir la lengua sobre la piel de Delilah, percibió, tan real como un puñetazo en el rostro, el sabor del mar. No era sudor. Eran gotas chispeantes, salobres y con restos metálicos. Ella aún le miraba, lamiéndose su propio hombro, con los ojos entrecerrados y el rostro girado a medias. Los largos cabellos serpenteantes le acariciaban, y la mujer ondulaba sinuosa, seductora, moviéndose con estudiada elegancia para ir a su encuentro en cada envite abandonado.

- Has resis...tido a los... hijos del mar... - dijo de nuevo ella, dejando oír un suave gemido. - Eres Ahti... siempre lo he sabido... quédate conmigo... digno consorte de ondina... 

La escuchaba, pero no podía responder. Sólo hundirse en ella una y otra vez, con el abrazo estrecho y líquido de su carne y creciendo en su interior, ardiendo. Sólo exhalar un gruñido contenido cuando ella se pegó a él y ondularon juntos como las olas, con la cadencia de los tambores, en un torbellino creciente y frenético que le inflamaba la sangre en las venas, a punto de romperse. El cabello de Delilah se enredó en su cuerpo, como algas espesas, y cuando el éxtasis le asaltó y fluyó en el interior de la sacerdotisa, de nuevo el mar barrió la catedral, y el trueno rugió.

Una vez más. El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello.

- Kranu sto aer'roghmar... kranu mak... kranu mak...

Abrió los ojos, aturdido. ¿Qué era aquel sonido más allá de las perennes letanías, de los tambores reverberantes? Un burbujeo, similar al del barco que se hunde. De las aberturas en la catedral de coral, manaban los chorros de agua marina, y los moluscos prendidos al techo, hacia donde estaba mirando, emitían un resplandor verdoso y azulado que se reflejaba en las blancas paredes.

- Desh'noka talsa rok nim - jadeaba la ondina, que ahora se movía sobre él, con los dedos enredados en su propia melena ondulante y los ojos entrecerrados, mordiéndose los labios.

Ahogó un jadeo sordo y crispó los dedos en las caderas de la criatura, mientras las imágenes parecían girar a su alrededor sin sentido. El deseo martilleaba con virulencia en las sienes, el interior suave y diluido de Delilah aún se cerraba en torno a su carne palpitante y el roce lascivo sobre la piel sensible tras el clímax se antojaba casi doloroso, obligándole a apretar los dientes y fruncir el ceño, parpadeando. Una clara vibración se extendió desde el suelo.

- Déjame ir - murmuró a duras penas, al escuchar el borboteo del agua que inundaba lentamente la isla. "Nos estamos hundiendo", supo con certeza. - Déjame... agh... dioses...
- Kel sae'ghun os reth, Ahti - gimió ella de nuevo, apartando los dedos de la melena y deslizando las uñas sobre su torso, con una expresión desesperada, suplicante e imperativa a un tiempo - Quédate conmigo.

Las uñas abrieron la piel y la sangre fluyó, y la sacerdotisa se inclinó hacia adelante, lamiendo los rojos y delgados riachuelos con abandono, suspirando y exhalando gritos ahogados mientras se impulsaba sobre su cuerpo tenso y estremecido. Rodrith apenas podía respirar. Se aferró con una mano a uno de los salientes puntiagudos del altar, pugnando por escapar pero arqueando las caderas a su vez para responder a los lascivos movimientos de Delilah, embriagado y confundido. Estaba atrapado. Y la isla se hundía. 

Cuando hizo un nuevo intento por empujarla, alejarla de sí, ella se arqueó y gimió con abandono, cerrándose con violentas palpitaciones en torno a su virilidad henchida y transportándole de nuevo a un orgasmo doloroso que le hizo rugir y dejarse caer contra el altar, golpeándose la nuca y agitándose, poseído por las sensaciones contradictorias del deseo y el peligro, por una fuerza conocida pero misteriosa que se enredaba dentro de sí, espoleada por el hambre, encendida por las alarmas disparadas y alimentada por el ambiente enloquecedor en el que se hundía cada vez más.

- ¡No! - exclamó aún, cuando ella se arrojó sobre su cuerpo, introduciéndole más adentro, asediándole con su silueta sinuosa y los frenéticos movimientos, mientras degustaba su sangre. El roce veloz que le aprisionaba y le liberaba, la succión de los húmedos pliegues, eran casi alfileres puntiagudos pero el placer doloroso estalló al fin de nuevo, nublándole la mente y haciendo gritar a la sacerdotisa, que hundió la lengua entre sus labios y le apresó por las raíces del pelo, enredando el suyo en torno a su cuerpo en una presa fría como lenguas de serpiente o algas mojadas.

- Kranu sto aer'roghmar, kranu mak, kranu mak - se repetía el rezo, acelerado, enloquecido.

El agua penetró en la catedral con virulencia, la realidad se volvió burbujeante, verde y espumosa, luego azulada y por último negra y líquida. Y el cuerpo de Delilah se aferró a él, posesivo e insaciable, asfixiándole con su cabello. Y a través del beso, encontró aire para respirar.


La Isla Prohibida - I

- ¿Donde demonios me llevas?

La voz del elfo apenas era un susurro íntimo e inaudible. Parado, en pie bajo la Luna llena, el mar susurraba tras él y su guía, el humano de barba gris y ojos negros como la noche, que miraba al frente con la expresión perdida y algo ausente. La pequeña barca en la que se habían desplazado yacía en la costa, recortándose como una cáscara abandonada, grisácea sobre la oscuridad del océano y la noche cuajada de estrellas. Embozados, habían hundido los pies en la arena, con el rumor de la marea a la espalda. Una cumbre rocosa se alzaba, solitaria, y el inequívoco resplandor rojizo del fuego se dejaba entrever a pocos pasos.

- ¿Por qué me contaste los sueños, Rodrith? - replicó el humano, volviéndose repentinamente hacia él. - Me los contaste a mí, pero no a otro. Ni siquiera a Elbruz, ¿por qué?

El elfo parpadeó y se apartó los cabellos rubios del rostro, encogiéndose de hombros levemente.

- No lo sé.

Sin duda era extraño. Apenas había cruzado la palabra con Aryan, el vigía del navío en el que se encontraba entonces como tripulante, en la campaña del cangrejo de las nieves. Se habían aventurado en los mares del Norte, habían visto al Kraken elevarse sobre las aguas y habían navegado entre tempestades de fragor aterrador, en las que sólo Rodrith y ese hombre habían permanecido en la cubierta, sin ocultarse de la ola, del trueno o del rayo. Pero el último día, cuando los marinos se habían despedido hasta el año siguiente si los vientos eran favorables y todos volvían a coincidir, entre jarras y humo de tabaco, Rodrith se sentó frente a Aryan y le contó los sueños del ahogado.

- Es el destino.
- No creo en el destino.

Por encima del arrullo del mar, escuchó el elfo el tenue sonido de tambores lejanos, el rumor indefinible de murmullos que recordaban a oraciones, o tal vez invocaciones. La mirada abrasadora de Aryan estaba fija sobre él, escrutándole con intensidad.

- Pues empieza a hacerlo - replicó en el mismo tono bajo, algo febril. - Los sueños hablan, elfo, y tus sueños te han llamado una y otra vez para que les escucharas. Ven conmigo para oír la respuesta a tus preguntas.

El humano comenzó a andar hacia el risco escarpado. Rodrith aún se lo pensó un instante antes de seguirle, con la curiosidad a flor de piel. El sueño del ahogado. El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. Eso soñaba en las largas noches en el mar, con el descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y cuando su vida se apagaba, un destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo que abría los brazos hacia él desde lo profundo, que se alzaba para agitar la tormenta en el firmamento y que se sumergía para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica.

Le había hablado a Aryan del Sueño del Ahogado, y Aryan le prometía respuestas. Quizá fue el influjo de la luna llena, como un ojo vigilante y blanco en el cielo salpicado de luz estelar, o el cántico incesante de las olas eternas lo que le impulsaron a caminar tras el humano, avanzando sobre la playa que daba paso a la roca, internándose en la roca por el camino tortuoso que daba acceso a la profunda gruta donde el fuego ardía. El vigía de barba hirsuta se sujetó a lo que le pareció un matorral, y al tocarlo para seguirle, comprobó que era coral seco. Frunciendo levemente el ceño, observó la estructura de la extraña cumbre a la que se dirigían, las oquedades en la piedra blanquecina.

- Es... un arrecife muerto - murmuró, apartando un alga aún húmeda de uno de los pequeños colmillos bulbosos y calcificados que se encontraban a la altura de sus manos.
- Esta isla sólo surge de los mares una vez al año, elfo - explicó el humano a media voz. - Y una vez al año, aquí se reúnen aquellos que aún tienen memoria de los hechos de este mundo, que aún recuerdan nombres antiguos y prohibidos.

Frunciendo el ceño, Rodrith echó una mirada a su interlocutor, avanzando con el mismo paso calmado de aquel que le guiaba.

- ¿Ellos tienen la respuesta a mi sueño?
- Ellos tienen todas las respuestas... o casi todas.

Parpadeó con perplejidad ante esta declaración, y volvió la mirada hacia la entrada de la cueva, donde los cánticos y el sonido de tambores sonaban más intensos. Allí, grabada sobre la entrada, descubrió el símbolo que le resultó familiar de inmediato. Un círculo perfecto partido por una línea serpenteante que lo dividía. La mitad del círculo brillaba en azul pálido, un resplandor similar al de la magia arcana, y allá donde el segmento imponía su frontera, la luz plateada brotaba con claridad. Se removió, inquieto, al reconocer aquella marca.

- Espera... espera un momento, Aryan - exigió, dando un par de zancadas para alcanzarle.

Pero al hacerlo se encontró en las soberbias dependencias de aquella caverna, y sus ojos recorrieron el lugar, presa de una violenta impresión, con el latido de la sangre acelerado.

Se abría ante ellos como una catedral de paredes irregulares, puntiagudas y blanquecinas, el interior del enorme coral. Eran los techos de la hermosura imposible que sólo las fuerzas naturales pueden conseguir, labrados a base de erosión y caricias de agua salada en formas sinuosas de cantos redondeados. Las estalactitas descendían como enroscados ornamentos, confundiéndose con los caparazones de los moluscos y crustáceos que se mantenían suspendidos con sus conchas nacaradas, brillando como luminarias de colores fantásticos. Las paredes mostraban oquedades y diminutos túneles, cual orificios de una esponja, en los que esferas similares a perlas iridiscentes desprendían un brillo fantasmagórico. Y sobre el suelo irregular, figuras humanoides semidesnudas permanecían en círculo ante el fuego encendido en el centro de la sala, que chisporroteaba en rojo, dorado, naranja, verde y púrpura.

La hoguera parecía bailar, y los que allí se reunían mantenían la mirada fija en las llamas, tras las que la caprichosa forma del coral había construido algo similar a un altar elevado, con tres puntas de distinta envergadura e inclinación. El humo de la hoguera se escapaba por los huecos de las altas paredes, pero una suave neblina espesa y densa se mantenía en el aire. Un aroma extraño impregnaba el lugar, más allá de los perfumes del mar. Minerales, hierro, sangre y tierra mojada, ozono y cenizas, carbón y polvo, cobre y salitre.

- Guarda silencio - dijo en un murmullo el hombre de barba, inclinándose ante la doncella trol que se acercó a ambos, inclinándose en una reverencia anticuada. Era hermosa entre su raza, y mientras que los pechos lucía desnudos, livianas sedas colgaban de una cadena de metal negro que ceñía sus caderas.
- Despojaos de vuestras vestiduras - murmuró la doncella trol, con las largas trenzas rosadas balanceándose sobre sus senos. - La Sacerdotisa va a empezar. Todo el mundo es bienvenido bajo su propia responsabilidad, elfo

Rodrith asintió, sintiéndose ajeno y extraño en aquel lugar. La dama le miraba a él con una advertencia implícita, de manera que cuando el humano empezó a desnudarse, dejando la capa a un lado, hizo otro tanto, mirando de reojo la piel fláccida y arrugada del marino. Bajo aquella luz irreal, brumosa, que proyectaba sombras aquí y allá y largo espacio dejaba a la oscuridad, en el interior de un coral y con los aromas potentes que casi podía saborear en la lengua, el navegante elfo se sentía casi en un sueño extraño, más extraño que el sueño del ahogado. Alzó la vista un instante cuando percibió movimiento en las oquedades superiores. Allí estaban, aquellos que golpeaban los tambores con cadencia, las voces varoniles y femeninas que se unían en un canto de palabras ininteligibles, que se mantenía como una nota sostenida y monocorde, resonando al compás de la marea melodiosa, que encontraba sus ecos extraños en aquel lugar.

"Envolvente", acertó a pensar, con los sentidos completamente abstraídos por aquella combinación sobrenatural de colores, destellos, sonidos y aromas que parecían alejarle de sí mismo. Apenas se dio cuenta cuando ya estaba desnudo, y en breves pasos, se unió junto a Aryan a los cultistas. Observó con fascinación, que los hombres reunidos, de toda raza y probablemente, de toda condición, permanecían sin ropaje alguno, mientras que las doncellas se cubrían desde la cintura hasta los pies con telas livianas. Todas llevaban cinturones de cadenas negras. Vio rostros de kaldorei, de hombres de Arathi, de orcos y orcas, de quel'dorei y de enanos, vio rostros de tauren y goblin.

Arrugó la nariz cuando un cosquilleo de sándalo y almendras se unió a los aromas pesados del lugar, y la luz se atenuó aún más.

- ¿Y mis respuestas, Aryan? - susurró al hombre barbudo que permanecía junto a él.
- A su tiempo, elfo - fue la breve respuesta, apenas murmurada.

Los ojos de Aryan estaban fijos en el altar, y repentinamente, se hizo el silencio cuando callaron los tambores y las voces, y hasta el mar pareció silenciarse. Y al seguir su mirada, con un estremecimiento y un pálpito agitado en el corazón, reconoció a la mujer morena, de largos cabellos negros como ala de cuervo y ojos rasgados de extraño color violeta que se acercaba desde el fondo de la cueva, con el porte de una reina antigua y la altivez en el semblante.

Si en lo sucesivo, el marino recordó con claridad los sucesos allí acontecidos, nunca los relataría con palabras en toda su extensión. Jamás su memoria sería capaz de discernir los hechos que habían sido reales y los que sólo pertenecían a su imaginación en los años que habrían de seguir, pues en aquel momento, cuando Delilah se encaramó al altar con un ágil salto, volvió la vista al fuego y observó las llamas de colores confusos y el humo espeso que desprendía, y le dio la sensación de que sus sentidos se expandían y se replegaban una y otra vez.

Delilah estaba en pie, con los brazos extendidos hacia el techo, los dedos curvados hacia atrás mostrando las largas uñas, limpias. Su figura desnuda semejaba una estatua finamente cincelada, y sólo vestía el medallón azul que colgaba entre los pechos redondos y llenos. La piel ambarina, suavemente tostada como azúcar puesta al fuego, relucía a causa de los unguentos perfumados que la cubrían. Entonces alzó la voz y su invocación clara reverberó en la catedral de coral.

- ¡Neptulon! - declamó, abriendo los brazos en un semicírculo, con la cabeza hacia atrás.

Los tambores volvieron a resonar y las voces de los cultistas repitieron el nombre prohibido, una y otra vez, al ritmo de la percusión lenta. Rodrith miró a Aryan de reojo una última vez y observó su semblante transido, los rasgos devotos y las pupilas dilatadas.

- ¡Kranu sto aer'roghmar!

Las palabras de la sacerdotisa despertaron ecos profundos en las negras oquedades de la estancia, y luego las voces monocordes volvieron a repetirlas hasta la eternidad, desgajándolas hasta convertirlas en un martilleo continuo. Rodrith las balbuceó un par de veces, sin ser demasiado consciente, con la vista fija en la mujer humana de cuerpo ligero que se movía con levedad, ondulando las caderas y el vientre, arqueando la espalda sinuosa y cerrando los brazos en el aire al echar los cabellos hacia adelante y volver a abrirlos al alzar el rostro de nuevo.

- Ma reth bromo zoln, kilagrin dram'a zoen ... ma krin drinor zaln dimor ... ma krin korsul - murmuró ella, en un tono liviano, quedo, casi inaudible.
- Ma krin korsul - repitieron las voces.

Un suave goteo comenzó a derramarse a través de las aberturas oscuras de la pared de coral, y quizá atrapado por el misterioso influjo de aquel ritual, Rodrith apenas se dio cuenta cuando el agua salada comenzó a filtrarse y estalló por todas partes, salpicándole el rostro, derramándose sobre su propia figura desnuda con una poderosa ola.

- ¡Neptulon! - gritaron las voces, y los cultistas elevaron el rostro al techo de nuevo, cuando los tambores aumentaron el ritmo.
- Aryan... mis respuestas...

Lo había murmurado brevemente, al dirigir la vista hacia arriba, pero la voz se le ahogó en la garganta al contemplar un brazo de mar espumoso que se había introducido por uno de los huecos superiores y parecía agitarse como una serpiente. Descendía hacia la mujer sobre el altar, que le esperaba, jadeando, anhelante. Era agua, sí, pero se mantenía unido el elemento de un modo que no podía adivinar, y era un tentáculo verdoso y transparente que rociaba apenas los suelos y desprendía de cuando en cuando una concha marina.

- ¡Ma krin korsul! - exclamó Delilah, abriendo más los brazos y entrecerrando los ojos cuando las gotas transparentes se derramaron sobre ella y el tentáculo de espuma se enredó en su cuerpo desnudo.

La sacerdotisa y el mar danzaron durante un tiempo incontable, acariciándose con extraños gestos. Los ojos violetas de Delilah mantenían los párpados entrecerrados y a cada roce del agua sobre su danzante figura, parecía estremecerse. La piel se le erizaba y los diamantes de sus pechos se irguieron, sus muslos se agitaron en un temblor trémulo cuando gimió levemente y el agua la abrazó por completo, colándose en su interior.

- ¡Ma krin dinor! - repitieron las voces, y el zarcillo acuoso se rompió, derramándose el agua sobre Delilah, que cayó sobre el altar, con las manos entre los muslos, arqueándose y convulsionando, con los ojos cerrados, exhalando gemidos quedos y abandonados.

Rodrith no podía apartar los ojos de aquella escena. Se le había secado la boca, y el agua goteaba de sus cabellos y su rostro. Un hambre profunda rugía en sus entrañas, y notaba todos los músculos tensos. En torno a sí, los cuerpos se movían como gusanos coloreados, extendiendo las suaves gotas marinas que les habían alcanzado sobre la piel en caricias lentas, unos a otros y a sí mismos. Sintió una punzada de asco al atisbar con el rabillo del ojo a Aryan, quien mantenía los ojos en blanco y un hilillo de saliva descendía de las comisuras de sus labios.

Y en aquel momento, percibió el sonido ligero de los pasos mínimos de los crustáceos, que se movían, penetrando en la catedral por todas las aberturas. Diminutos cangrejos y moluscos más grandes, serpientes de mar que se escurrían sobre el suelo ahora encharcado.

Delilah seguía agitándose sobre el altar, y las pinzas de las criaturas marinas comenzaron a cerrarse en los tobillos y los talones de los cultistas.

- Ma krin korsul, ma krin dinor - repetían los cánticos, la percusión se había convertido en un murmullo acelerado, las voces en una letanía profunda.

Delilah gritó con un gemido de abandono cuando el mar se derramó sobre ella de nuevo al golpear la poderosa ola y anegar la catedral, y las bestias marinas se arrojaron sobre la carne de los vivos de sangre caliente. Y se escuchó el bramido inconfundible de la tempestad. Y un trueno quebró el cielo, cuando un cangrejo descomunal se abalanzó sobre Rodrith y él le miró de soslayo, con un sobresalto. Y el animal se detuvo al escuchar el trueno. Y la música se detuvo cuando el mar inundó la catedral de coral por completo, arrastrando los cuerpos de los cultistas y sus depredadores, golpeándoles contra las paredes.

lunes, 11 de enero de 2010

Libertad

Cielo irisado, brumoso, en una noche de lluvia. Los Claros de Tirisfal recortan las sombras de sus árboles retorcidos, la tenue luz cálida que atraviesa las ventanas de la aldea hacia el exterior palidece, fantasmagórica, en la neblina. Como el beso de un fuego fatuo, titilan las estrellas veladas en el cielo nuboso, mientras la lluvia se derrama en lágrimas delicadas, finas, afiladas. Se escurre por mi cabello mojándome el rostro, se cuela dentro de la armadura mientras forcejeo con él, irritado. Estamos, de nuevo, peleando entre los troncos nudosos, en la falsa intimidad del exterior, entre las sombras, a contraluz.

Jadea, retorciéndose entre mis manos, con los ojos encendidos de fuego verde. Relucen en la oscuridad, engastados entre las pestañas negras y espesas, más brillantes que las joyas que le engalanan los cuernos. Siento bajo los dedos los tendones tensos de sus muñecas, que se agitan entre mis manos en una resistencia vana. Agitados, respiramos entre dientes, acalorados por el combate una vez más. Él, desafiante y altivo, yo furioso y algo desdeñoso, consciente de mi superioridad. La saliva golpea  contra mi rostro cuando me escupe, aprieta la mandíbula y me muestra los dientes, con ese gruñido que más parece una invitación que una advertencia.

- Cabrón - me espeta a media voz, con un susurro de desprecio.

Él pulsa la cuerda, yo respondo. Le suelto con una mano y le abofeteo con el dorso. Restalla el metal contra su mejilla y abre un surco de sangre, velado por el cabello húmedo, oscuro, que cae como una cortina para ocultar con pudor la marca de mi violencia.

- Deja de jugar con fuego - resuello, reteniéndole cuando vuelve a revolverse, iracundo esta vez.

Me mira, le empujo, estrellándole la espalda contra el tronco oscuro y veteado del abeto. Le cuesta respirar, no cede en su desespero por escapar, y mis venas hierven con el hormigueo de la sangre despierta, del hambre que ya se insinúa en mis entrañas.

- Suéltame, hijo de puta - replica, levantando un poco la voz.

Por un instante, nos miramos. Tomándonos la talla, como dos depredadores. Es algo que no entiendo, que me cuesta discernir, más aún en la atmósfera densa y cargada que nos envuelve cada vez que nos vemos sumergidos en el conflicto. Una vez más, me hago las preguntas de siempre. ¿Por qué no me ataca de verdad, invocando la Sombra y arrojándome lejos, herido y escarmentado? ¿Por qué no me golpea en serio, con todo su poder, para apartarme de él y hacer frente en este combate? Mientras toma aire con dificultad, intentando girar las muñecas, patearme y empujarme con su cuerpo más pequeño, más frágil, entre la zozobra de mis propios instintos que me impelen a someterle y demostrarle una vez más cual es su lugar, le miro, levantando la barbilla con supremacía.

- ¿Quieres que te suelte? - pregunto.

Levanta el rostro herido, sus ojos se fijan en los míos por un momento, con un relámpago de confusión surcando los iris glaucos. Las gotas se prenden sobre la piel de alabastro y porcelana, diminutas perlas que podrían ser lágrimas. Siento gotear la fresca lluvia por mi cuello, colarse bajo mi ropa. Una caricia fresca sobre la carne ardiente y encendida, y la respuesta no llega de sus labios, pero la escucho en mi interior, degustándola con un deleite que sé bien que tiene mucho de enfermizo. Y sólo habla de nuevo para gruñir.

- Cabrón - repite.

No puedo evitar una sonrisa de superioridad cuando vuelvo a atacarle, de nuevo le golpeo, y esta vez dejo fluir un latigazo de Luz ardiente en dirección a su torso cubierto por la empapada toga, que le hace gruñir de nuevo y estremecerse.

- Tendré que enseñarte lecciones de respeto, jovencito - murmuro apenas.
- No me harás callar. Eres un cerdo.

¿Que no? Lo veremos. Cuando le muerdo en un beso agresivo y rudo, atrapando la boca insidiosa y la lengua que escupe veneno entre mis fauces, ya tengo toda la confirmación que necesito. La tengo, más aún, al sujetar sus manos sobre la cabeza, apresándolas entre el cepo de mis dedos contra el tronco rugoso y estrecharme contra su cuerpo, imponiéndome en toda mi envergadura. Algo duro y tenso se estrecha contra mi sexo que despierta, allá donde se unen nuestras anatomías, y él se arquea en el juego irracional que compartimos, oponiendo resistencia.

Él pulsa la cuerda, y yo respondo. Ahora está claro en mi mente, se abre paso la certeza en mi mente racional, ahora irracional, que quizá por ese motivo puede comprenderlo. Mientras nos mordemos y enredamos las lenguas hambrientas en besos que no son besos, en una batalla que no lo es, sin dejar de serlo, creo entenderlo todo. Las continuas provocaciones, el enfrentamiento constante, la rebeldía. No sé si podría impedir esto si se opusiera realmente, con todos sus medios. Sospecho que no. Pero no importa, porque no quiere evitarlo, lo reclama y lo desea, es lo que quiere. Y sí. Yo quiero dárselo.

"Porque yo también te provoco y te reclamo con mi indiferencia", pienso, mientras la saliva perfumada se escurre en mi boca, engullo su lengua y me aparto, con los labios ensangrentados, jadeando. "Porque quiero ser el causante de tu tortura, el juez y el verdugo de tu alma y tu cuerpo", me digo, mientras se estremece en la presa férrea de mi fisonomía más poderosa, insultándome, maldiciéndome, llamándome, implorando más.

El cuello cálido se abre como un paraje solitario, que resplandece con la piel erizada cuando lo recorro con los dientes, hambriento, devorándole hasta hacer saltar la sangre infecta. Aún sostengo sus manos encadenadas entre mis dedos, por encima de su cabello negro. Tan finas las muñecas del artesano, que sólo con la izquierda puedo contenerlas, y, embriagado por la libertad sin culpa que ahora se me ofrece, tiro de la toga con un gesto violento, animal desatado que se precipita a la caza, hasta escuchar el gemido de protesta y el rasgar de las costuras.

Así es como tenemos lo que queremos. Porque quiero destrozarte y atormentar tu carne hasta escuchar tus gritos, hacer de tu dolor mi placer, y quieres que te consuma y te castigue, extraer tu placer del dolor que te brindo. Existe el dolor sin sufrimiento, lo sé bien, y reconozco estos valles y estos ríos, los he transitado largamente.

Uso sin recato el poder que me otorga, extendiendo los dedos sobre el torso ahora desnudo, que se cimbrea y flexiona en su obstinación fraudulenta, en su juego y su danza. La respiración entrecortada se agita hasta la asfixia cuando le muerdo en la curva del hombro, cerrando los dientes con firmeza, y tiro de la piel, destellando a través de los dedos abiertos sobre su carne prometedora. La energía sagrada le quema en el pecho, y el grito ahogado que apenas es capaz de contener, actúa como un acicate para mi hambre encadenada. Sangre venenosa mezclada con lluvia se deslizan por las comisuras de mis labios, y libero el bocado suculento, escupiendo la ponzoña a un lado.

Esa es otra marca de mi superioridad, eso también me dignifica ante sus ojos. Su veneno no tiene poder sobre mi, no le doy más que lo que quiero, y si le doy lo que quiere, es porque lo deseo. No tomo más de lo que puedo manejar, y mi control es superlativo incluso en el descontrol. Mi libertad le permite entregarme este poder, porque sabe, como yo sé, que nunca me pondrá más cadenas de las que yo quiera llevar, que nunca le ataré con más cadenas de las que él acepte cargar. Y que somos, siempre seremos, tan libres de lucirlas con orgullo como de desprendernos de ellas. Y así, mientras nos sumergimos en este juego de poder y aceptación, donde llegamos tan lejos como nos permite el otro, nos desnudamos arrebatadamente, con gestos violentos, arrancándonos las capas de tejido y metal al igual que apartamos los jirones de nuestras almas para descubrirnos. Somos libres. Libres de abrazar el dolor por el placer, el placer por el dolor, de empuñar la agresividad más cruel como un regalo de respeto y devoción, como un vehículo para llegar hasta ti, para mostrarte lo que eres, lo que soy, de la única manera en que sé hacerlo.

La toga cuelga de su cintura, empapada, y la sangre corre de las heridas que he abierto a dentelladas, diluyéndose en la lluvia. El cuerpo trémulo se agita en un suave temblor, el perfume enervante se tiñe de languidez y abandono al mezclarse con el aroma de la tierra húmeda bajo nuestros pies. Le tiro del pelo, empujándole con vehemencia, y de nuevo me hundo entre sus labios. La lengua ardiente se enreda en la mía, me roba un sorbo de vida chispeante en el beso anudado, y replico con una nueva descarga electrificante que brota de mis dedos, cerrados en un arañazo intenso sobre su pecho. Se deslizan hacia su vientre horadando la carne, abriendo la piel, y de nuevo, gime.

- Sucio paladín - replica aún, en un jadeo ahogado, cuando abandono su boca y tiro de los jirones de su indumentaria hacia la cintura, estrujando el bajo levantado de la túnica entre los dedos al aferrarle las caderas. Neblina turbia ante mis ojos y los nervios despiertos, excitación violenta cuando de nuevo forcejea, ya apenas sin fuerzas, sin decisión alguna. - Ya basta. Basta.
- No - respondo con el mismo susurro íntimo, peligroso y violento. - No basta

Y de nuevo le golpeo, la Luz estalla y Theron grita. Su voz se desliza en mis oídos, sedientos de la canción de su dolor, enerva mis sentidos, la prueba de su excitación se tensa más contra la mía, que ya casi duele, y la tormenta se avecina en mi alma igual que se quiebra en el cielo de esta noche borrascosa. La piel de alabastro sisea, los jadeos del brujo se convierten en sollozos estremecidos cuando le suelto y los dedos trémulos se aferran a mi torso, clavando las uñas, se enredan en las raíces de mi cabello.

- Basta - susurra con abandono lúbrico, apretándose, el cuerpo húmedo se funde al mío, la lluvia fresca se escurre entre ambos, templándose con el calor que desprendemos. Recorre mis labios con la lengua impúdica, me araña y pugna por encontrar el aire, emparedado entre el tronco del árbol y mi figura que se cierne sobre él, imperativa.
- No - repito casi gimiendo, ahorcándome en la soga de la contención desesperada.

Yo decido. Me muevo con una ondulación leve, inconsciente, empujando las caderas hacia las suyas, y de nuevo manejo el cuerpo breve y ligero, que no puede oponer ya su resistencia desafiante cuando le giro de espaldas y retuerzo el brazo contra los riñones. Gime, quejumbroso, revolviéndose vanamente. La línea suave de la columna se me aparece ante los ojos, como una serpiente de huesos dibujados bajo la piel pálida. Con brusquedad, extiende la mano libre y la arroja sobre la corteza del abeto, arañándola hasta que le sangran los dedos, mientras yo me deslizo perdido en la fragancia de la nuca, cerrando las mandíbulas, marcándole, dominante. Me tiendo hacia él para percibir cada gramo de las reacciones, el aliento entrecortado, el estremecimiento en la piel, la vibración de la excitación en la que se diluye, los quedos gemidos contenidos, me alimento de ello y mi propia hambre se dispara. Ávido, famélico, el espejismo del dominio me inflama, el poder me eleva, y libero la dolorosa erección con los dedos de la diestra, levantándole los faldones de la toga de un tirón y estrechándome contra su cuerpo en un gesto que me avergonzaría si aún tuviera pudor alguno. No sé si alguna vez lo tuve. Es una seducción clara, una insinuación imperativa, a la que responde pegándose a mi al arquearse. Las nalgas redondeadas y firmes se aprietan contra mi virilidad erguida, la piel de suavidad inimaginable se funde contra mi carne palpitante y tensa. Por un momento me mareo, sin saber si voy a poder soportarlo, y voy soltando las riendas de la moderación una a una, presionando el estrecho paso que me hundirá en sus entrañas, que me acogerán con el abrazo prieto, que... dioses, la anticipación me rompe por dentro. Suficiente.

Grita y se golpea la cabeza contra el árbol, tenso y rígido cuando lo hago. Con un movimiento firme, violento, invado su interior. Es como rasgar un tejido fibroso, como enterrarse en una herida breve y sumergirse entre músculos rasgados y venas abiertas. Se me corta el aire en la garganta y pierdo la visión por un momento, estrangulándome en esa caricia prieta, ondulante, que late alrededor de mi sexo congestionado. Me abrasa. El placer destella casi doloroso, y el sudor se mezcla con la lluvia sobre la espalda blanca, escurriéndose. Recuperamos el aliento a la vez, el suyo, abandonado y dolorido, el mío es un murmullo áspero y satisfecho, enardecido. Sé, soy muy consciente de ello en esta extraña realidad en la que todo parece claro más allá de la razón, que hay una nota contradictoria en la rudeza con la que me retiro para volver a embestirle y la suave caricia de mi lengua en su espalda. También la hay en los contenidos gemidos de dolor que escapan de sus labios y la palpable excitación lúbrica con la que se arquea para recibirme.

- Cabrón - No sé si es un susurro abandonado o un sollozo contenido. Suena casi como un halago.
- Denúnciame - respondo, y no sé cómo ha debido sonar mi voz para hacer que se estremezca de nuevo, que se tienda hacia mí, jadeando, apoyando las manos, ambas libres ahora, sobre la leñosa superficie del abeto, que gotea lágrimas transparentes sobre nosotros desde sus agujas.

Aferrado a sus caderas, atrayéndole cuando me hundo en su profundidad volcánica una y otra vez, rompiendo lentamente las sogas de mi contención, no le privo de un solo sorbo de mi deseo salvaje, que deja sus huellas en los hombros, en la espalda, con la forma de mis dientes. Mi propio calor me abrasa, se escurre el sudor sobre mi pecho agitado, y gira el rostro a medias, ofreciéndome su perfil transido, de labios entreabiertos y párpados caídos en el éxtasis del placer y el dolor, que se impulsan el uno al otro cuando los violentos oleajes nos arrasan, nos arrastran, y me zumban los oídos y me duele hasta la sangre mientras me abalanzo en su interior con un ritmo progresivo que se acerca al frenesí.

Se lame los labios. Y me mira. Apenas le veo, envuelto en bruma dorada a causa de mis propios cabellos que me caen, mojados sobre el rostro. Me llaman sus ojos.

Y no sé que pensar de mí mismo, de todo esto, cuando respondo a la llamada desesperada, agónica, y recojo sus labios entre los míos, sintiendo el violento reclamo cuando cierra una mano, echándola hacia atrás, en las raíces de mis cabellos, aferrándolos como si yo fuera lo único real, igual que yo me aferro a él. Porque esta vez nos besamos, al borde del clímax que amenaza con estallar en cualquier momento y barrerlo todo; nos besamos sin herirnos, enredando las lenguas y fundiéndonos con una entrega que no puedo contener, que él no quiere negarse, y se derrama desde el fondo de lo que somos, cuando la carne se colapsa y el éxtasis se desborda, anegándonos y haciéndonos desaparecer en un océano de plenitud, latidos, semilla derramada y gemidos desordenados, gruñidos sordos y corazones al límite, nervios de punta y sensaciones disparadas.

No sé que pensar, por un instante en el que me precipito hacia ese centro blanco, reluciente, cercano a la inconsciencia al que me transporta el orgasmo inevitable y explosivo. Porque lo que compartimos y no puedo explicar, se ha vestido con un tinte aún mas misterioso en ese beso de gratitud y afecto, o más que afecto, que ha despertado una semilla oculta dentro de mi ser.

No sé que pensar... pero afortunadamente, ahora ya no puedo pensar nada.




"Amar a un ser humano es ayudarle a ser libre" - Ramaya

viernes, 8 de enero de 2010

El Cruzado - Nadire

Es imposible. Hace rato que ha perdido el hilo de las palabras, ya no se acuerda de lo que estaba diciendo, y es importante acordarse. Abraza a Wilwarin, su mujer, es su mujer y la ama, se refugia en ella para no perderse de nuevo en ese sueño de carne sentado frente a ellos. Intenta hilvanar las palabras de manera que nadie perciba su tensión, la rugiente avidez que brama en su piel, en su carne, en su espíritu.

Están conversando en el Frontal de la Muerte. Mith, embarcado en alguna estúpida reflexión sobre sus estúpidos artefactos de estúpida ingeniería gnómica, aprovechando la pausa. Wilwarin escuchando, como es habitual en ella. Y Nadire… Nadire. En fin.

"No la mires", se dice. Se desobedece. Ah sí, la conversación. Estrategias de combate.

- Nos dividiremos en dos grupos – retoma el hilo, casi aferrándolo. - Unos atacarán la isla desde el Norte y otros desde el Sur. Ya tenéis las órdenes, ¿verdad?

Las órdenes. Una batalla. Muchas cosas están en juego, pero ahora el universo parece girar alrededor de la lengua rosada de la elfa que se lame los labios en un gesto rápido, frente a él, su mirada cargada de deseo. Por la Luz, ¿es que nadie lo ve? ¿Nadie se da cuenta de cómo le está mirando ella a él, de cómo le mira él a ella cada vez que sus ojos se cruzan?

Quizá Wilwarin lo haga, porque observa a Nadire y luego se aprieta un poco más contra su espalda. ¿Puede ella notar la tensión violenta de las energías entre ambos? Si lo nota, no dice nada. Seguro que percibe, sentada como está entre sus brazos, los músculos endurecidos de su cuerpo, el leve despertar de los nervios, el calor que no puede evitar irradiar cuando desea. Porque desea, desea en carne, alma y mente, con una potencia que le haría perder los papeles absolutamente si no estuviera encadenándose. Y sus propias cadenas le ahogan.  "Mía", se dice. "Mía, mía... dioses, la quiero ahora, ya". Se repite los motivos por los que no puede tomarla ahora, ya, y le suenan débiles, absurdos, aunque sabe que son lógicos.

- ¿En qué grupo vamos cada uno?
- Lee las órdenes, Mith. – replica, algo seco.

Nadire se aparta el pelo oscuro del rostro. Es bonita, con esa belleza tentadora y sensual bien estudiada, hecha para el deseo y las noches húmedas bajo el resplandor de las velas. Las hebras de cabello negro se rizan suavemente en ondas sinuosas sobre los hombros, ondulan hasta la clavícula. A través de las aberturas de la toga, adivina la piel cremosa, pálida. Recuerda su tacto. Se deshacía entre los dedos, como espuma marina.

- … cuando lleguemos?

Parpadea y mira al caballero alzado.

- ¿Qué?
- Que dónde nos reuniremos cuando lleguemos.

Nadire se ríe de Mithos, menea la cabeza y le mira.

- Mira que eres idiota. – le dice - Lee las órdenes.

El caballero la mira a ella, sus ojos de azul gélido bailan divertidos, desvía la vista hacia sus senos un instante. “Pero será cabrón… yo lo mato. Lo mato.” El estallido de celos irracionales, de arrebatada posesividad le pillan por sorpresa, haciendo que se tense más, y su esposa le observa de reojo, silenciosa como siempre. No dirá nada. Ella nunca dice nada, casi nunca, aunque sepa más de lo que quiere revelar. Está seguro de que Wilwarin sabe lo que está pensando en ese momento, mientras imagina diversas formas de desmembrar a Mithos, y se vuelve hacia Nadire. Nadire. Nadire. El rostro ovalado, de aire ligeramente infantil, la femineidad que destila incluso el arco de sus cejas oscuras, la nariz graciosa y menuda, los labios carnosos, el suave óvalo de su rostro, las pestañas negras que bordean los ojos verdes, líquidos, como joyas engastadas. Sí, la piel de Nadire se deshace entre los dedos como espuma marina. La recuerda perlada de sudor, gimiendo entre sus brazos, danzando sobre él, una amazona de piel blanca y negros cabellos. Yaciendo entre las sábanas, una princesa de brazos como cisnes y fragancia dulce, perfumada, embriagadora, que podría ser veneno, que lo es. 

Debería estar en un sótano, encerrada, sólo para él, y no aquí. No ante la mirada lasciva del caballero. Sin embargo ella, más que ignorarla, más que ofenderse, se recoloca el escote. “Los mato a todos”. Construye una excusa rápidamente en su pensamiento, fijando la mirada en la elfa. 

- Bien, Nadire y yo tenemos que reunirnos con Abrahel en el Sagrario – dice, con gran seguridad. Ella le mira, divertida, pero cuando responde con su propia mirada ávida la expresión burlona se borra de su rostro al momento. Casi le parece verla palidecer. – Luego nos vemos. Nadire. Baja inmediatamente.

Su voz ha sonado imperativa. No tiene tiempo de preguntarse si le obedece a causa de la hirviente excitación que adivina en su figura apresurada, si la nerviosa manera en la que se alisa la toga tiene que ver con las palabras que acaba de pronunciar y la mirada que hace pesar sobre ella. No puede evitarlo. Toda la potencia de su deseo contenido, que despierta en el momento que la ve aparecer, cae sobre el grácil cuerpo que se apresura hacia el Sagrario al mirarla marchar, y es consciente de cómo la aplasta con su ansiedad. Cuando desaparece, se vuelve hacia los demás y estrecha a su esposa hacia sí, besándola en el cuello. Se siente culpable. Terriblemente culpable, incapaz de controlar lo que ya ha asumido como una inevitabilidad.

"Tendré que acostumbrarme a ella", se repite, consciente de que no puede permitir que el deseo le arrolle de esa manera en cualquier momento, en cualquier lugar. Y con la vana esperanza de que eso sea así, tratando de cabalgar las olas que le arrastran, se despide de sus compañeros, se despide de su esposa amada, que le dedica una mirada algo melancólica y una leve sonrisa teñida de tristeza, y camina hacia el subterráneo donde los brujos han construido algo parecido a su hogar.

- Nos reuniremos antes del ataque.

Mithos asiente, Wilwarin asiente, todos asienten. Dioses. Siente el peso intenso en la parte baja de la espalda, como si tuviera los riñones cargados de cemento, el chisporroteo en la sangre y el hambre cruel anudándose en el estómago, secándole la boca. Desciende la rampa y aparta los cortinajes, dedicando una mirada de suficiencia a los instructores, los Maestros del Arte. Si alguno pretendía echarle o preguntarle qué hacía allí, las palabras han debido morir en sus gargantas por algún extraño motivo. Una de las damas sonríe a medias con gesto burlón. La atraviesa con la mirada, haciéndole apartar el rostro, antes de dirigirse hacia la silueta breve que permanece de espaldas, toqueteando los frasquitos de una de las mesas adyacentes. El vestido color crema se pega a su cuerpo, como un guante preciso y ceñido, marcando la estrecha cintura, las curvas perfectas de sus caderas, las nalgas redondas como frutas maduras. Y esa línea endemoniada de la columna, que define su espalda sutil.

Se lame los labios y percibe la tensión vibrante entre los dos. Sabe que ella no necesita darse la vuelta para reconocerle. Nadire sabe que está ahí. Sabe que cada paso que da le acerca más a ella, y paladea el estremecimiento interior de la elfa. El cabello negro ondula suavemente cuando gira el rostro un instante hacia un lado, permitiéndole atisbar su perfil, el resplandor velado de los ojos glaucos, las negras pestañas. Y mastica las energías fluctuantes, primitivas, que se escurren de uno a otro cuando se detiene, casi rozándole la espalda con su pecho. Mastica el perfume de la piel pálida, el aroma femenino provoca una punzada de hambre violenta, casi le hace salivar. Ella respira con cierta agitación, su atención fija en los frasquitos de la mesa.

- Sabes... - murmura el paladín, acercando el rostro a los cabellos de brea. No puede evitar que su voz esté teñida de la tensión propia del depredador, rasposa y grave en cada pronunciación. - Abrahel no va a venir.

Podría cerrar las manos en torno a su cintura, escurrir los dedos hasta los pechos redondos y pesados, estrecharlos hasta hacer que se alcen turgentes sus frutos deliciosos, atraerla con suavidad hacia sí y balancear las caderas para mostrarle lo que su mera presencia provoca en su sangre, en su cuerpo, hacerla sentir la prueba de su derecho. Pero no hace nada. Con un deleite enfermizo, respira cerca de su cuello y escucha con atención el aliento entrecortado que escapa entre los dientes de la muchacha.

- Lo imaginaba - responde ella, en un susurro algo trémulo.
- ¿Qué es eso? - señala los frasquitos con la barbilla, acercándose un poco más. Dioses. No importa lo que diga, el timbre de su voz está impregnado de seducción. Se maldice por su incapacidad para disimular, y maldice a Nadire, que se ha convertido en su prueba de fuego particular. Y la manera en la que ella responde, prensando las yemas de los dedos temblorosos sobre la mesa y suspirando levemente, le hace preguntarse si es él el único mártir en esta situación.

- Son... son preparados.

"No lo eres, sabes que no eres el único, estúpido engreído egocéntrico. Puedes sentir cada leve vibración de excitación en ella, percibes su propia sed de ti. Puedes ver como cada fibra de su ser se encoge, ávida y reseca, aún sufriendo más agonía con la cercanía del agua que anhela. Deja de hacer el gilipollas. Pon fin a la tortura", se dice. Y lo hace.

Nadire da un respingo cuando la gira, tomándola por la cintura, y la mirada del paladín se funde con los ojos verdeantes.

- Tengo que acostumbrarme a esto - espeta a media voz, cortante, casi acusador. Le arden las manos. La sangre chispea en las venas.
- No eres el único - replica ella, confirmando sus pensamientos. De nuevo la siente fundiéndose entre sus manos, la recorre con los ojos ávidos, famélico de su sabor y su tacto. La figura de la elfa parece despertar al paso de su mirada, los pechos se elevan, el talle se arquea, su aliento se vuelve apresurado. El anhelo violento le llega también desde el otro lado, y se da cuenta entonces. Es plenamente consciente de que todo será en vano.

Se abalanza sobre sus labios, gruñendo con un último e inútil quejido de contención que da paso al abandono del beso agónico. Cierra las manos en sus muñecas y las apresa contra la mesa. Ah, Nadire... la piel de terciopelo y espuma marina, los labios perfumados y el delicioso aliento, la saliva dulce, casi azucarada, y el cabello de algodón hilado. La lengua suave se enreda en la suya, la atrae hacia su boca al cernirse sobre ella, y escucha el tintineo de los frascos de cristal cuando la empuja, brusco y violento en su afán de abarcarla, poseerla y dominarla. El débil gemido de abandono que muere en los labios femeninos, los dedos que pugnan por rozar las placas de la armadura, el calor que desprende su cuerpo, el aroma de la gacela que se tiende y muestra el cuello, tentando al depredador, sangrando ante él. Todo ha sido en vano, hace tiempo que todo lo es.

Se separa un instante, el tiempo suficiente para levantarle las faldas de un tirón y escurrirse entre sus piernas, abriéndolas con las suyas mientras la eleva de la cintura para apoyarla en la mesa. Algunos frascos caen al suelo, los brujos miran alrededor, parece que Alamma va a decir algo. Y la mirada de Nadire, completamente sorprendida se fija en la suya, sonrojada y respirando entrecortadamente a causa de la propia excitación.

- ¿Que...qué haces?

El paladín la mantiene presa entre los dedos crispados de una mano, con la otra, suspirando de alivio, libera la dolorosa erección.

- Acostumbrarme - responde en un susurro insolente.

La neblina roja se extiende ya ante sus ojos, así que se impulsa entre las piernas trémulas de la muchacha, rozando la húmeda entrada donde los pétalos se abren, se distienden, cálidos, casi abrasadores con el leve contacto, reclamando. El gemido quejumbroso de Nadire se escurre entre los labios que se muerde, parpadeando y respirando como una sirena fuera del agua. Ella le agarra de los cabellos. Él la sostiene de las caderas, y con una embestida firme, tensando la mandíbula y aguantando el gruñido, se estrella en su interior, tan profundamente como logra alcanzar.
Se arroja sobre sus labios, rápido y voraz como una serpiente famélica, devorando el gemido agudo, ahogando su exclamación grave cuando los suaves pliegues se abren a su paso con una caricia ígnea y apretada, se anudan sobre la piel tensa y sensible de su virilidad férrea y pulsante, casi al límite.

A su alrededor, El Sagrario. Los brujos, mirándoles con cierto aire burlón, otros claramente indignados, y Alamma, que de cuando en cuando vuelve la vista hacia ellos mientras permanece delante de un círculo grabado, concentrado en algo al parecer. Y qué mas da. No hay control, y no puede más. La quiere ahora, entera, toda y ya, y la toma, arrebatado por las sensaciones deliciosas, el roce de la piel húmeda impregnada de la esencia de Nadire, el sudor, el elixir que se escurre entre sus piernas cuando se retira y balancea las caderas, parpadeando, casi ausente cuando el placer desbordante comienza a morderle en cada nervio.

"Más". Embiste sin freno, resollando como un animal en pleno combate, con el cabello sobre el rostro. Los diminutos pies de la muchacha se enclavan con los talones bajo sus riñones, contraídos los músculos a causa del esfuerzo de una contención imposible que se muere por romper, la lengua dulce se enreda con la suya, sedienta, y la abandona con un gruñido para hundir el rostro en el escote, apartando la tela con los dientes y entregando los labios al sabor arrebatador de los blancos pechos.

- Ah... dioses... - es un gemido casi sollozante que se escurre de la boca floreciente, encendida, de la elfa.

"Más"

Es un pensamiento compartido, cuando el hambre sin fin se vuelve insoportable y cada sorbo de mutuo goce sólo despierta una ansiedad mayor. Recorre los senos turgentes, que se agitan en cada violenta embestida, con la lengua golosa, atrapa los pezones con los dientes, succionando. Sabe a manjares exóticos, quiere morderla y la muerde, arrancándole un grito. Ella se aferra a sus hombros, respondiendo a cada ataque, arqueando la espalda y tendiéndose hacia él, abriéndose por completo para permitirle acceder a su más insondable profundidad mientras danza en un baile descontrolado y rabioso.

Y entonces por primera vez, se le escapa de las manos. Se queda con las riendas quebradas entre los dedos cuando el aluvión se desencadena y le domina, le lleva a estremecerse en un temblor desatado y rugir con desespero, mientras se retira y se vuelve a hundir hasta el fondo de esa húmeda vaina, perfecta y caliente, que se contrae a su alrededor. La tensión en su sexo se rompe, y el violento clímax le arrasa sin avisar, llevándosele por delante en poderosos latigazos que vomitan la semilla en el cáliz enloquecedor de Nadire, que grita, sin que ninguno de los dos puedan evitarlo, cuando los dulces espasmos la arrastran a su vez.

La carne caliente, abriéndose y cerrándose a su alrededor, le succiona. Apenas puede respirar. Busca con la mirada perdida los ojos de la muchacha, con los dedos crispados en sus caderas, los labios entreabiertos y los dientes apretados. Se escucha jadear, se siente perder la visión, que se enturbia, desfragmentarse. Ella, con el cabello húmedo y la carne expuesta entre la toga enredada, ha dejado caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta y un hilo de saliva escurriéndose en la comisura, deshecha en gemidos y murmullos lúbricos. La lengua rosada recoge la gota brillante y aprieta los labios. Y una nueva descarga se refleja en ambos cuando parece que no puede haber nada más, obligándoles a pegarse el uno al otro, temblando, sudorosos, confundidos y perdidos en la orilla de un goce que a todas luces debería estar negado a los mortales, de tan intenso y delicioso.

A su alrededor, los frascos se han caído de la mesa, que se ha movido unos centímetros a causa del intercambio. Yacen en el suelo, quebrados, derramando su contenido.

Y cuando recupera la respiración, el paladín se obliga a salir de su interior, sintiéndose adolescente y primerizo ante este estallido inesperado y violento como una fuerza de la naturaleza, cubriéndose y arreglándole la toga a ella con un movimiento torpe, mientras carraspea. La mirada de Nadire, lava verde líquida y ardiente, le observa con una mezcla de fascinación, hechizo y sorpresa, aún con los labios entreabiertos. Al volverse hacia ella, sabe que su mirada es similar a la de ella.

Encandilados el uno por el otro. Absolutamente incapaces de hacer otra cosa que no sea mirarse y desearse... porque de nuevo, un suave hormigueo, cuando apenas se han diluído las palpitaciones del clímax, empieza a arder a fuego lento en las venas del sin'dorei. Tomándola de la mano, la conduce hacia el exterior, mientras ella le recrimina.

- ¿A esto llamas tú un rincón oscuro? - murmura, más perpleja que acusadora, volviendo la vista atrás hacia el Sagrario cuando lo han dejado atrás.
- ... 

Incapaz de responder, cuando se detienen en medio de la calle, la realidad parece una nube flotante, espesa y difusa. Los dedos de Nadire son suaves como plumas de pájaros recién nacidos, cálidos y delicados. Su rostro... dioses, quisiera postrarse y adorarla como un devoto. "Estoy atrapado", se dice. "Estamos atrapados", se corrige.

- Tengo que... ir a...lavarme - murmura ella, sonrojándose apenas. - Estoy toda mojada.
- Bien. Ve.

Pero no la suelta de la mano. Y ella no se suelta de sus dedos. La tensión vibrante, el magnetismo, la gravedad entre los dos sigue presente. Y Nadire vuelve la vista hacia un rincón del Frontal de la Muerte, la calle más siniestra de la Ciudad de Lunargenta, donde brujos y asesinos campan a sus anchas entre prostitutas y contrabandistas, y tira de su mano, apresurada. Y cuando él la mira, arqueando una ceja, interrogante, su sencilla respuesta le arranca una sonrisa casi orgullosa, mientras el corazón le brinca en el pecho, extasiado, desatado y vibrando con los truenos de la tormenta inagotable.

- Ahí SÍ hay un rincón oscuro