martes, 2 de marzo de 2010

El Escolta (VIII)

El frío desapareció al instante, barrido con el golpe violento del calor intenso y abrasador del escolta. La soledad se disolvió, exorcizada bajo su boca exigente y ruda, la caricia intensa de las manos sobre sus brazos. El miedo se retiró, con un trémulo parpadeo antes de apagarse. Había estado a punto de ahogarse en el mar, ahora se hundía en aguas aún más profundas y turbias, que le arrastraban hacia el fondo sin remisión. Se le emborronaba la vista, sostenido por las manos cálidas de Velantias, que le estrechaba contra su cuerpo. Percibía su respiración rasposa contra sus labios, el martilleo salvaje de su corazón a través de la camisa húmeda, la tensión intangible que desprendía su fisonomía. Le había echado los brazos al cuello y el pelo oscuro y húmedo de su protector le cosquilleaba en el rostro, le golpeaba su olor potente y masculino, haciéndole avergonzarse de sus propios deseos, de sus propias reacciones, de la asfixia súbita en sus pulmones.

Cuando entreabrió los labios y él le rodeó la cintura, atrayéndole más, escuchó aquel suave gruñido contenido, casi amenazante y hambriento, y el roce de la lengua tibia le hizo marearse. Algo en él se escandalizaba, en alguna parte de su mente, pero el instinto primitivo de los deseos reales estaba sentado en el pescante, y su necesidad era tan grande que cualquier intento por contenerla se le antojaba un crimen. Antes de darse cuenta de lo que hacía, lamió sus labios, temblando, degustando el sabor especiado, y escuchó el suspiro contenido, distinguió el violento golpe del latido en el pecho de Velantias.

Extasiado, se apretó aún más contra él. La piel le hormigueaba, se sentía como si hubiera bebido demasiado brandy de ciruelas, ingrávido y esponjoso, y allí donde su cuerpo desnudo tocaba la anatomía dura y poderosa del escolta, la picazón se convertía en fuego que le lamía los nervios y le mordía la carne. "Soy como una flor que se abre al sol", pensó fugazmente, sensible a la suave brisa, al más leve soplo de aliento en su boca, a los dedos ardientes que acariciaban sus costados. Los dientes suaves le rozaron los labios, y acogió su lengua, enredándola en la suya. No había aire suficiente, pero no quería aire. Quería ese calor que le arrebataba los sentidos, quería esas caricias que le estremecían, quería el roce húmedo con sabor a pimienta que estallaba en su boca, lamiéndole por dentro.

El brazo férreo se anudó en su talle sutil y una mano ancha y áspera ascendió por su columna, se deslizó por su nuca y se hundió en las trenzas enredadas; el beso se desanudó y se prolongó como una caricia inflamada y restallante por su barbilla, los labios posesivos dibujaron la línea de su mandíbula, se escurrieron por su cuello, erizándole la piel y arrancándole un jadeo tembloroso.

Allure parpadeó, sintiendo que las rodillas se le desmontaban y las fuerzas le abandonaban. Recorrió los hombros anchos con los dedos, tironeando de la camisa húmeda que aún cubría a su escolta, inclinando la cabeza hacia atrás con un gesto casi dolorido. El deseo le golpeaba, le clavaba los colmillos y rasgaba sus entrañas. Necesitaba tocar su piel desnuda, que le acariciara hasta desollarle, besarle hasta quedar sin aire, fundirse en ese cuerpo poderoso, fuerte, firme y seguro, habitar en él y yacer contra su piel incendiada, coserse a ella. Ladeó la cabeza, respirando agitadamente bajo sus latidos rotundos y su tacto incandescente, envuelto en su aroma, estremecido mientras el aliento arrebatado y la boca hechicera del escolta despertaban la excitación en los nervios de su cuello, abandonado ya. 

Y al volverse, sus ojos atisbaron la luz. Un par de antorchas, todavía lejanas, que se acercaban desde la torre.

"Oh dioses", pensó, tirando con más fuerza de su camisa.

- Vienen... - resolló - Alguien... viene... ah

La succión sobre su piel, en la curva del cuello le cortó las palabras en los labios, haciéndole temblar de nuevo y cerrar los ojos con fuerza. Se agarró a la tela húmeda de su atuendo, parpadeó y volvió a mirar. La saliva de Velantias sobre sus hombros, sus dedos en su cabello, el brazo que le aprisionaba y le estrechaba contra sus músculos tensos.

- Vienen... nos... nos verán... - insistió.

La respuesta, un gruñido. Le empujó con suavidad, aguantando un gemido de dolor, pugnando por asirse a la realidad y pensar con coherencia. Le costó menos al imaginar el escándalo, las miradas reprobatorias de los sirvientes mudos, su fingida indiferencia, los pensamientos que podrían tener, la vergüenza inconfesable de verse sorprendido en brazos de un deseo tan arrollador con su propio escolta. Eso fue suficiente para empujarle con más vehemencia.

- Basta - logró decir, en tono seco y tajante.
- ¿Qué...?

La mirada turbia, empañada y perdida del escolta se levantó, confusa, hasta la suya. Tenía el ceño fruncido y los labios entreabiertos, la mandíbula en tensión, y los músculos que le aprisionaban estaban contraídos, crispados. Luchó con toda su voluntad para no deshacerse contemplando su rostro, para no dejar que su expresión agitara aún más su excitación, y se retorció para liberarse del abrazo.

Como romper un hechizo, como interrumpir un trance, y el frío volvió a su cuerpo, su corazón volvió a encogerse con angustia. El aire volvió a tener un espacio entre los dos y la distancia hizo su trabajo, arrancándoles el uno del otro. Velantias parpadeó un par de veces, mirándole, extasiado. Luego volvió los ojos hacia la mano que aún mantenía en sus cabellos y la retiró precipitadamente. 

"Dioses, es tan... es tan..." Quizá era el semblante severo y contenido, quizá la energía de sus movimientos o el tono de su voz, la dureza de sus rasgos y su mirada. No sabía qué era, pero una parte de sí deseaba que Velantias le retuviera aún, que le sostuviera entre los brazos y huyera con él hasta cualquier rincón oculto de la isla, que le tendiera sobre el suelo, que... Una prenda blanca se agitó ante él.

- Vestíos, señor.

El escolta se había vuelto hacia la torre, sin mirarle, mostrándole solo su perfil, y le tendía sus ropas manchadas de arena. Su voz volvía a ser serena y marcial, pero aún quedaba un resquicio enronquecido, aún podía ver los restos de ese destello ávido en sus ojos que le evitaban, ahora fijos en las luces de las antorchas que avanzaban hacia ellos. Obedeció en silencio, mirándole de soslayo de cuando en cuando. Velantias se ajustó la armadura, recogiendo las piezas de la arena, sin dirigirle un solo vistazo. 

Cuando los criados llegaron, a Allure no le tembló la voz al dar las órdenes, y no se achantó ante las miradas confundidas de los silenciosos monjes.

- No debéis preocuparos con tanta facilidad. Volvamos a la torre... y descuidad. No volveré a salir sin mi guardián.

Echó a andar, aparentando más seguridad de la que en realidad sentía, exudando una falsa naturalidad que pareció convencer a todos, hundiendo los pies en la arena.

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