En las noches de Quel’thalas, las velas se encendían en los
pebeteros y candelabros, los cristales mágicos resplandecían y los faroles de
piedra, con diminutas luminarias azules en el interior, alumbraban los caminos.
Una legión de estrellas se encendía en el firmamento, dibujando senderos inescrutables. Aunque los elfos nobles eran amantes del sol y lo adoraban y
reverenciaban, en lo más profundo de su alma estaban ligados secretamente a la
noche desde tiempos inmemoriales, desde que los abuelos de sus abuelos abrieron
los ojos junto al Pozo de la Eternidad y contemplaron el cielo, sorprendidos.
¡La noche! En ella habitaba la magia. En la noche despertó
el Arte por vez primera, la noche fue la madre de todos los deseos, de todos
los destinos, de todas las creaciones. La noche fue el vientre fértil en el que
se concibieron los misterios. Y en Quel’thalas, en la noche, los padres
contaban fábulas e historias, los hijos leían, pasando las hojas quebradizas
lentamente, los susurros se compartían junto al fuego o bajo la pálida luz de
los fanales. El misterio volvía a la vida, la magia era más fuerte, lo
desconocido se hacía presente.
¡La noche! Las sombras se escurrían por las paredes, se
colaban bajo las puertas. El viento traía voces misteriosas, las criaturas de
lo Invisible se hacían presentes al disolverse en parte los delicados velos
de la realidad. El Sueño extendía su red sobre los ojos y los corazones, y su
conjuro se volvía poderoso, abría puertas y mostraba caminos.
Para Maldathar, la noche era su hogar, negra, espesa y
acogedora. Él nunca había tenido miedo a los monstruos bajo la cama ni a los
oscuros recodos; amaba la noche y sus enigmas. Era entonces cuando estudiaba y
conjuraba sobre sangre y sombra, desde que se ponía el sol hasta pasada la
media noche. Más tarde, a pocas horas del alba, se escurría sigiloso hacia las
habitaciones de Ilsa, sin pedir permiso. Se enredaba en sus cabellos y en su
boca, se sumergía en los recovecos de su glorioso cuerpo y le susurraba al oído
descabelladas e inquietantes declaraciones de amor, arrebatado por la pasión.
“Te clavaré mi alma en el pecho”, le decía, “devoraré tu corazón para hacerte
mía”. Ilsa jamás le rechazó, y aquellas murmuraciones parecían complacerla, encandilarla de un modo incomprensible y primitivo.
La noche era su hogar, pero durante el día, Maldathar creía
mudar de piel, como si viviera otra vida.
Al llegar el alba, regresaba a su habitación. Allí estaba
Ammon, siempre esperando, siempre en el mismo lugar: sentado en el sillón,
junto a la ventana. Le recibía con una mirada violácea y profunda, difícil de
descifrar. Entonces, el joven mago extendía una mano hacia él y le invitaba a tumbarse a
su lado. Luego le rodeaba con los brazos y hundía el rostro en su pecho,
cerrando los ojos con fuerza y esperando a que el sueño le borrase esa absurda
sensación de culpa y el nudo en la garganta. Y al cabo de cuatro o cinco horas,
tras sueños agitados e intensos, se despertaba, se aseaba y, vestido adecuadamente,
acudía a sus labores como hechicero en la Aguja Estrella del Alba.
Al llegar la tarde se citaba con Tyalanor en el viejo
cobertizo, o se escapaban a las aldeas o al bosque, a beber, a robar, a
escandalizar a las muchachas, a prender fuego a los pajares o simplemente a
estar juntos.
Pero algunas veces, unos pocos días al mes, Maldathar
relegaba todo lo demás a un lado y se quedaba con su amigo hasta
después de la puesta de sol. Y en esas ocasiones, como si se rompiera un
hechizo o se deshiciera un conjuro, sus dos vidas diferentes, sus dos
identidades, se fundían y revelaban otra, una que era ambas y ninguna de las
dos.
Eran los días en los que Tyalanor aparecía con el semblante
pálido, o parecía taciturno y distraído. Los días en que tenía un moratón en el
rostro o restos de sangre en el brazo, los días en los que hablaba con especial
desparpajo, como si tras aquella acidez y palabras soeces quisiera esconder
algo a toda costa: una herida, un dolor muy hondo que Maldathar era capaz de adivinar
mirándole a los ojos. Y es que Maldathar tenía experiencia en vislumbrar las heridas
abiertas de los demás. Solo que usualmente, era una habilidad que utilizaba en
perjuicio de otros.
Una de aquellas noches, Tyalanor estaba tumbado en la rama
de un árbol, cerca del Claro Ámbar, y Maldathar debajo, en las raíces. El mago
tallaba un trozo de madera y el ayudante del chambelán fumaba y daba tragos de
una botella de cristal azul. Él había comenzado a contarle una historia,
una fábula inventada que no tenía ningún propósito en el comienzo, pero que
poco a poco había ido tomando un sentido. Trataba sobre un flautista que
viajaba por las aldeas tocando canciones alegres y desenfadadas, pero que en
realidad era un pobre hombre perseguido por demonios y espíritus oscuros.
Viajar constantemente y cantar canciones graciosas era su forma de escapar de
la locura y de la tiniebla.
—Los duques le pagaban en monedas de oro y todas las mujeres
querían acostarse con él—explicaba Maldathar, mientras arrancaba esquirlas al
tocón de madera—pero nunca se quedaba más de una semana en el mismo lugar.
—¿Pero era humano o elfo?
—Era humano. ¿Qué mas da eso?—replicó Maldathar con
fastidio. Odiaba que le interrumpieran, y Tyalanor no dejaba de hacerlo.
—Es para hacerme mejor a la idea.
—¿Puedo seguir? ¿Dais vuestra venia, señor?
Tyalanor se rió entre dientes. Se descolgó a medias de la
rama, en una postura peligrosa y excéntrica y luego asintió y se quedó
mirándole fijamente.
—Bien. —Maldathar prosiguió, volviendo la vista hacia la
talla. La luz estelar no era la ideal para ese tipo de trabajos, pero el joven
mago veía especialmente bien en la oscuridad y la noche era clara. —Antes de
que pasaran siete días, el flautista volvía a ponerse en camino y buscaba un
nuevo lugar donde empezar de cero. Cuando lo encontraba, durante seis días
con sus noches, disfrutaba de lo más parecido a una vida normal. Hasta que un
día llegó a una aldea que le resultaba terriblemente familiar.
Tyalanor se removió en la rama y se descolgó más, fijando
los ojos en él. Tenía unos ojos bonitos y grandes, de color azul cielo, y una
mata de cabello rubio cobrizo, casi pelirrojo, suave, ondulado y vaporoso.
—¿Era su aldea natal?—preguntó, con una excitación casi
infantil—. ¿De la que no se acordaba?
—No adelantes acontecimientos.
Tyalanor dibujó una sonrisa pagada de sí misma.
—Eso es que he acertado.
—Te he dicho que no adelantes acontecimientos. —Aguardó unos
minutos hasta que se aseguró de que su amigo no iba a volver a intervenir y
retomó la historia. —Allí estaba su madre, anciana y quebradiza, y la niña a la
que había amado de muy joven, allí estaba la tumba de su padre y las casas y
calles que cada noche añoraba.
—Lo sabía—murmuró el hijo del arpista, en un susurro quedo.
Maldathar lo pasó por alto.
—Pero los demonios acechaban y sabía que si se quedaba más
de siete días, ellos caerían sobre él.
—¿A quién te estás tirando en las alas superiores de la
torre?
Maldathar detuvo el cuchillo sobre la madera y entrecerró
los ojos. Durante unos segundos permaneció en silencio, siendo observado por la
atenta y maliciosa mirada de su amigo. Su voz sonó indiferente al responder:
—No sé de qué me hablas.
El chambelán descendió del árbol con un ágil salto. Se
plantó delante suya y le arrebató el cuchillo y el trozo de madera,
mascullando, malhumorado.
—Se supone que somos amigos. Nos conocemos hace años y no es
que necesitemos hablar mucho, pero no es agradable que me mientas.
Maldathar se puso en pie y se sacudió la toga.
—Te digo que no sé de qué me hablas.
—¿Ah no? Pues te he visto subir. Y no una vez, sino siete.
Siete veces, Maldathar. ¿A quién estás viendo?
—No es asunto tuyo.
—¿Ahora sí sabes de qué te hablo?
El mago entrecerró los ojos. El hijo del arpista le devolvió
el puñal, y arrojó la talla al suelo con desprecio, lo cual le hizo hervir por
dentro la sangre.
—¿Y tú, qué me responderás si te pregunto por las marcas que
tienes en los brazos? —preguntó, insidiosamente. Tyalanor casi dio un respingo,
y cuando le miró, en sus ojos claros había una advertencia. Pero Maldathar
siguió hablando. —¿Me dirás que sí es asunto mío y responderás alegremente si te exijo explicaciones sobre
las cosas que oigo, sobre lo que he visto al seguirte, sobre tus escarceos
nocturnos y tu llanto velado?
—Calla.
Sonó a advertencia. Comprendió que podía hacerle daño,
y no quería. Pero sí quería. Así que continuó.
—Te he visto ir a los aposentos de los ancianos magos, te he
visto salir dándote asco a ti mismo. Te he visto cortar las cuerdas del arpa de
tu padre y he escuchado sonar las bofetadas tras la puerta de vuestra
habitación.
—Calla.
Sonó a amenaza. Pero continuó.
—¿Él sabe que te follas a los viejos a cambio de favores y
posición, por eso te pega? ¿O es porque él también quiere follarte?
—¡Cierra la boca, maldito seas! ¡No sabes nada!
Sonó desgarrado. Cruel como un incendio provocado.
Destructor como un latigazo. Maldathar dio un traspiés cuando Tyalanor se le
echó encima, agarrándole por el frontal de la toga. Su puño le hizo tanto daño
como esperaba y se tambaleó. Cayó al suelo, con Tyalanor sobre él, hecho una furia. El hijo del arpista le golpeó dos
veces, tres, cuatro y cinco. Cinco veces le golpeó sobre la hierba, hasta que se detuvo, jadeante y
con la mirada encendida. Luego se levantó y se fue dando tumbos hasta el árbol,
donde apoyó el brazo. Se inclinó hacia delante y colocó la frente sobre éste,
recuperando el aliento.
Maldathar se puso de pie. Se lamió la sangre del labio
partido y trató de comprender por qué los golpes recibidos no le causaban rabia
ni ira, sino alivio.
—Todos tenemos nuestros secretos—dijo, tocándose la
mandíbula.
Tyalanor estaba pálido bajo la luna. Su rostro parecía casi
transparente, su boca era una línea recta y hendida. En sus pupilas había un
poso de escarcha amarga cuando miró a su amigo.
—Eres un bastardo despreciable—murmuró—. Yo estoy preocupado
por ti. Por eso te pregunto, por eso me intereso. Y tú… tú vas y esgrimes mis
secretos para atacarme con ellos y mantenerme alejado de ti, como si lo supieras todo. ¿Pero qué coño te
pasa? ¿De verdad eres así?
“Si, soy así. Soy malvado. Me molestan tu interés y tus
preguntas. Quería herirte.”, pensó. “Pero no quiero… pero sí quiero. No
quiero quererlo.”
Sabía que tenía que disculparse, que su amigo no merecía que
le hiciera daño. Pero en vez de eso, dijo con rabia:
—Me estoy tirando a Ilsa Estrella del Alba. Y pienso seguir
haciéndolo.
El enfado de Tyalanor se disipó al instante y fue sustituido
por una expresión de genuina preocupación.
—¿Ilsa? Estás de broma.
—¿Te parece?—espetó Maldathar. Su expresión no era en absoluto chistosa.
Le miró en silencio un instante.
—Belore. Te van a matar. —Se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Si se enteran, te van a matar. Te encerrarán en lo alto de la torre. Te arrancarán la piel a tiras.
—Belore. Te van a matar. —Se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Si se enteran, te van a matar. Te encerrarán en lo alto de la torre. Te arrancarán la piel a tiras.
—Pues que no se enteren.
—Joder, claro que no. No voy a decírselo a nadie. —El hijo
del arpista volvió a fruncir el ceño. —¿Crees que lo haría?
El mago se encogió de hombros. “¿Y yo qué sé? Eres el único
amigo que tengo. No sé como funciona esto. En mis sueños, en mis historias, los
amigos te traicionan y los leales acaban muertos o sacrificados. No sé como es
en la vida real.” Lo pensó, pero guardó silencio. Simplemente le miró como si no supiera qué hacer o qué decir después de todo.
Tyalanor parecía un poco molesto de nuevo. Tras unos segundos chasqueó la lengua y su semblante se distendió, en sus ojos despertó una mirada
comprensiva. Se apartó del árbol y se acercó a él. Sus zapatillas de tela
susurraban sobre la hierba crecida del bosquecillo.
—Siento haberte pegado.
—No importa. No me has hecho daño.
No había en su afirmación engreimiento alguno, y por eso
Tyalanor levantó un poco la ceja.
—¿Sabes que eres un elfo de lo más peculiar?
Acercó una de las largas mangas de su camisa a la boca del
mago y le limpió la sangre de los labios con cuidado. Maldathar hizo un gesto
de escozor.
—¿Porque no me duelen tus golpes o porque me acuesto con la
hija del Señor de la Torre?
—Por todo, vanya. Por
todo.
Cuando volvieron juntos a la torre, Maldathar no dejaba de
volver la vista hacia su amigo continuamente. Tyalanor caminaba tranquilo,
conversando afablemente con él sobre Ilsa y las peripecias que debía llevar a
cabo para llegar cada noche hasta su habitación. El hijo del arpista había
recuperado su buen humor; ya no parecía estar escapando de su propia amargura y
algo nuevo y atrayente se vislumbraba en él, brillante y cálido. Maldathar
entendió que era cierto que se preocupaba por él. Supo que le había aliviado
conocer su secreto tanto como a él le había aliviado recibir sus puñetazos.
Antes de llegar a la torre, Tyalanor se detuvo en el camino
y le contó a Maldathar lo que él no había preguntado. Le desveló los
secretos que el mago creía conocer, y lo hizo con naturalidad y sin dramatismos.
—En realidad, en su mayor parte son sólo rumores. Pero no voy
a negar que he dado alguna alegría en su vejez a esos hechiceros de medio
pelo—explicó, sonriendo a medias sin pudor—. Sin embargo, lo que les
interesa de verdad es lo que sé de unos y de otros. Por ejemplo, a Santhagar
Solarcano le cuento lo que Meldareth Fion’el está estudiando en este momento, y
así él puede intentar tomarle la delantera. Es para eso para lo que me llaman
la mayoría de las veces. En cuanto a mi relación con mi padre, es cierto que es
difícil… pero no es lo que tú has dicho, demonios. Tienes una mente un poco
enferma.
—Me lo dicen mucho—admitió Maldathar. Y aguardó a que siguiera hablando.
Pero Tyalanor no dijo nada más, y Maldathar no preguntó.
Reanudaron su camino hasta llegar a la torre, y una vez cruzaron la verja, el
joven chambelán le pidió que aguardase en el cobertizo. El mago esperó durante
unos minutos. Cuando Tyalanor regresó, las estrellas apenas se habían movido y una brisa suave se colaba por el ventanuco roto. El joven llevaba entre las manos un arpa pequeña,
tallada con escasa destreza y con las cuerdas tensadas con clavos. Era probablemente
el instrumento más rudimentario que Maldathar había visto en toda su vida.
—¿De dónde has sacado esta bazofia?—preguntó
despreciativamente.
Tyalanor esbozó su sonrisa ancha y franca.
—Lo he hecho yo.
El mago puso cara de circunstancias.
—Ah. Es muy bonita.
Su burdo intento de conciliación hizo reír a Tyalanor, que
negó con la cabeza. Luego pasó los dedos sobre las cuerdas, arrancando un
acorde cristalino, puro, cascabeleante, que sonaba a estrellas y riachuelos y
parecía imposible que procediera de un artilugio tan rústico como aquél.
—Es horrible, pero es lo único que he podido conseguir.
—Luego borró la sonrisa y pulsó algunas notas distraídamente—. Sé que admiras a
mi padre por su talento como músico, pero la verdad es que es un fraude. Y como
persona es peor. Casi todas sus canciones son mías. Bueno, las buenas lo son.
Maldathar entrecerró los ojos y se apoyó en la mesa,
procesando la información.
—¿Cómo que son tuyas? Espera, ¿Te las ha robado? ¿Y tú desde
cuándo tocas? —añadió—. Pensaba que no tenías talento.
El hijo del arpista desvió la mirada.
—Ya, bueno. Él no quiere que nadie lo sepa, pero yo tampoco. Dejé de tocar
cuando me di cuenta de lo que él hacía con mi música. —Los ojos azules de
Tyalanor se fijaron en los suyos. Ese cobertizo le sentaba bien, a pesar de lo
mugriento que era. Maldathar siempre le encontraba especialmente hermoso en la
penumbra de la pequeña choza. —Sólo le interesa la vanidad, las alabanzas. No
le importa nada más. Nunca ha amado la música y tampoco me ha querido a mi. Supongo que porque soy el único que sabe que es un fraude, el único que podría desenmascararle y avergonzarle.
—Bueno, al menos no eres un bastardo—apostilló el mago.
—Maldathar, estamos hablando de mi, para variar—le recordó Tyalanor, con cierto
fastidio—. Eres un poquito egocéntrico, ¿sabes?
—Perdona—se apresuró a decir—. Sigue, anda.
El joven chambelán esbozó una sonrisa divertida y luego negó
con la cabeza.
—Nada. En realidad eso es todo. Mis peleas con mi padre son
por envidia y por celos. Y por frustración. Yo querría que él me quisiera, y él
querría que… no sé. No tengo ni idea de lo que quiere de mi, salvo robarme mi
talento.
—Pues es un asco. Pero para contarme eso no tenías que traer tu arpa—completó
Maldathar, ladeando la cabeza con curiosidad—. ¿Eso significa que vas a tocar
algo para mi?
Tyalanor volvió a reírse.
—No. Yo voy a tocar, pero no para ti—repuso con malicia.
Maldathar no volvió a quejarse, porque aunque hubiera
querido hacerlo, de inmediato su amigo comenzó a pulsar las cuerdas tensas y la
noche estrellada se pobló de notas límpidas, gotas de plata y esquirlas de
cristal que tejieron una melodía dulce y extraña.
En el cobertizo polvoriento,
el hijo de Cordelia experimentó esa noche la fuerte impresión de
estar ante algo único, delicado y frágil. Era como si la imagen de Tyalanor
tañendo su lira, concentrado y con los ojos rebosantes de emoción, y el sonido
celestial de aquellas cuerdas estuvieran hechos de un vidrio muy fino, como un
pétalo tembloroso.
Por eso, Maldathar se grabó aquel momento en el alma a
fuego, en un intento de mantenerlo a salvo de cualquier mal, del dolor, del paso del tiempo. Él no sabía proteger, pero deseó hacerlo con todas sus fuerzas.
¡Ah, la noche! En ella se descubre a veces la belleza de lo
que nos parece cotidiano a la luz del día. En ella hallamos magia en lo vulgar,
gracias a su argéntea luz encontramos rincones de maravilla en un trozo de
madera, en una canción, en los ojos de un amigo. Y aquella noche, por ese único
momento, cuando Maldathar deseó proteger a Tyalanor y a su música, a Tyalanor y
a su generoso corazón, entonces por primera y quizá única vez, el hijo de
Cordelia fue realmente puro.
El cuervo, posado en el alfeizar de la destartalada ventana, lo estaba
viendo todo.
. . .
©Hendelie