miércoles, 29 de agosto de 2012

Leyendas de Sangre XIV: El arpista que cantaba la verdad




En las noches de Quel’thalas, las velas se encendían en los pebeteros y candelabros, los cristales mágicos resplandecían y los faroles de piedra, con diminutas luminarias azules en el interior, alumbraban los caminos. Una legión de estrellas se encendía en el firmamento, dibujando senderos inescrutables. Aunque los elfos nobles eran amantes del sol y lo adoraban y reverenciaban, en lo más profundo de su alma estaban ligados secretamente a la noche desde tiempos inmemoriales, desde que los abuelos de sus abuelos abrieron los ojos junto al Pozo de la Eternidad y contemplaron el cielo, sorprendidos.

¡La noche! En ella habitaba la magia. En la noche despertó el Arte por vez primera, la noche fue la madre de todos los deseos, de todos los destinos, de todas las creaciones. La noche fue el vientre fértil en el que se concibieron los misterios. Y en Quel’thalas, en la noche, los padres contaban fábulas e historias, los hijos leían, pasando las hojas quebradizas lentamente, los susurros se compartían junto al fuego o bajo la pálida luz de los fanales. El misterio volvía a la vida, la magia era más fuerte, lo desconocido se hacía presente.

¡La noche! Las sombras se escurrían por las paredes, se colaban bajo las puertas. El viento traía voces misteriosas, las criaturas de lo Invisible se hacían presentes al disolverse en parte los delicados velos de la realidad. El Sueño extendía su red sobre los ojos y los corazones, y su conjuro se volvía poderoso, abría puertas y mostraba caminos.

Para Maldathar, la noche era su hogar, negra, espesa y acogedora. Él nunca había tenido miedo a los monstruos bajo la cama ni a los oscuros recodos; amaba la noche y sus enigmas. Era entonces cuando estudiaba y conjuraba sobre sangre y sombra, desde que se ponía el sol hasta pasada la media noche. Más tarde, a pocas horas del alba, se escurría sigiloso hacia las habitaciones de Ilsa, sin pedir permiso. Se enredaba en sus cabellos y en su boca, se sumergía en los recovecos de su glorioso cuerpo y le susurraba al oído descabelladas e inquietantes declaraciones de amor, arrebatado por la pasión. “Te clavaré mi alma en el pecho”, le decía, “devoraré tu corazón para hacerte mía”. Ilsa jamás le rechazó, y aquellas murmuraciones parecían complacerla, encandilarla de un modo incomprensible y primitivo.

La noche era su hogar, pero durante el día, Maldathar creía mudar de piel, como si viviera otra vida.

Al llegar el alba, regresaba a su habitación. Allí estaba Ammon, siempre esperando, siempre en el mismo lugar: sentado en el sillón, junto a la ventana. Le recibía con una mirada violácea y profunda, difícil de descifrar. Entonces, el joven mago extendía una mano hacia él y le invitaba a tumbarse a su lado. Luego le rodeaba con los brazos y hundía el rostro en su pecho, cerrando los ojos con fuerza y esperando a que el sueño le borrase esa absurda sensación de culpa y el nudo en la garganta. Y al cabo de cuatro o cinco horas, tras sueños agitados e intensos, se despertaba, se aseaba y, vestido adecuadamente, acudía a sus labores como hechicero en la Aguja Estrella del Alba.

Al llegar la tarde se citaba con Tyalanor en el viejo cobertizo, o se escapaban a las aldeas o al bosque, a beber, a robar, a escandalizar a las muchachas, a prender fuego a los pajares o simplemente a estar juntos.

Pero algunas veces, unos pocos días al mes, Maldathar relegaba todo lo demás a un lado y se quedaba con su amigo hasta después de la puesta de sol. Y en esas ocasiones, como si se rompiera un hechizo o se deshiciera un conjuro, sus dos vidas diferentes, sus dos identidades, se fundían y revelaban otra, una que era ambas y ninguna de las dos.

Eran los días en los que Tyalanor aparecía con el semblante pálido, o parecía taciturno y distraído. Los días en que tenía un moratón en el rostro o restos de sangre en el brazo, los días en los que hablaba con especial desparpajo, como si tras aquella acidez y palabras soeces quisiera esconder algo a toda costa: una herida, un dolor muy hondo que Maldathar era capaz de adivinar mirándole a los ojos. Y es que Maldathar tenía experiencia en vislumbrar las heridas abiertas de los demás. Solo que usualmente, era una habilidad que utilizaba en perjuicio de otros.

Una de aquellas noches, Tyalanor estaba tumbado en la rama de un árbol, cerca del Claro Ámbar, y Maldathar debajo, en las raíces. El mago tallaba un trozo de madera y el ayudante del chambelán fumaba y daba tragos de una botella de cristal azul. Él había comenzado a contarle una historia, una fábula inventada que no tenía ningún propósito en el comienzo, pero que poco a poco había ido tomando un sentido. Trataba sobre un flautista que viajaba por las aldeas tocando canciones alegres y desenfadadas, pero que en realidad era un pobre hombre perseguido por demonios y espíritus oscuros. Viajar constantemente y cantar canciones graciosas era su forma de escapar de la locura y de la tiniebla.

—Los duques le pagaban en monedas de oro y todas las mujeres querían acostarse con él—explicaba Maldathar, mientras arrancaba esquirlas al tocón de madera—pero nunca se quedaba más de una semana en el mismo lugar.

—¿Pero era humano o elfo?

—Era humano. ¿Qué mas da eso?—replicó Maldathar con fastidio. Odiaba que le interrumpieran, y Tyalanor no dejaba de hacerlo.

—Es para hacerme mejor a la idea.

—¿Puedo seguir? ¿Dais vuestra venia, señor?

Tyalanor se rió entre dientes. Se descolgó a medias de la rama, en una postura peligrosa y excéntrica y luego asintió y se quedó mirándole fijamente.

—Bien. —Maldathar prosiguió, volviendo la vista hacia la talla. La luz estelar no era la ideal para ese tipo de trabajos, pero el joven mago veía especialmente bien en la oscuridad y la noche era clara. —Antes de que pasaran siete días, el flautista volvía a ponerse en camino y buscaba un nuevo lugar donde empezar de cero. Cuando lo encontraba, durante seis días con sus noches, disfrutaba de lo más parecido a una vida normal. Hasta que un día llegó a una aldea que le resultaba terriblemente familiar.

Tyalanor se removió en la rama y se descolgó más, fijando los ojos en él. Tenía unos ojos bonitos y grandes, de color azul cielo, y una mata de cabello rubio cobrizo, casi pelirrojo, suave, ondulado y vaporoso.

—¿Era su aldea natal?—preguntó, con una excitación casi infantil—. ¿De la que no se acordaba?

—No adelantes acontecimientos.

Tyalanor dibujó una sonrisa pagada de sí misma.

—Eso es que he acertado.

—Te he dicho que no adelantes acontecimientos. —Aguardó unos minutos hasta que se aseguró de que su amigo no iba a volver a intervenir y retomó la historia. —Allí estaba su madre, anciana y quebradiza, y la niña a la que había amado de muy joven, allí estaba la tumba de su padre y las casas y calles que cada noche añoraba.

—Lo sabía—murmuró el hijo del arpista, en un susurro quedo. Maldathar lo pasó por alto.

—Pero los demonios acechaban y sabía que si se quedaba más de siete días, ellos caerían sobre él.

—¿A quién te estás tirando en las alas superiores de la torre?

Maldathar detuvo el cuchillo sobre la madera y entrecerró los ojos. Durante unos segundos permaneció en silencio, siendo observado por la atenta y maliciosa mirada de su amigo. Su voz sonó indiferente al responder:

—No sé de qué me hablas.

El chambelán descendió del árbol con un ágil salto. Se plantó delante suya y le arrebató el cuchillo y el trozo de madera, mascullando, malhumorado.

—Se supone que somos amigos. Nos conocemos hace años y no es que necesitemos hablar mucho, pero no es agradable que me mientas.

Maldathar se puso en pie y se sacudió la toga.

—Te digo que no sé de qué me hablas.

—¿Ah no? Pues te he visto subir. Y no una vez, sino siete. Siete veces, Maldathar. ¿A quién estás viendo?

—No es asunto tuyo.

—¿Ahora sí sabes de qué te hablo?

El mago entrecerró los ojos. El hijo del arpista le devolvió el puñal, y arrojó la talla al suelo con desprecio, lo cual le hizo hervir por dentro la sangre.

—¿Y tú, qué me responderás si te pregunto por las marcas que tienes en los brazos? —preguntó, insidiosamente. Tyalanor casi dio un respingo, y cuando le miró, en sus ojos claros había una advertencia. Pero Maldathar siguió hablando. —¿Me dirás que sí es asunto mío y responderás alegremente si te exijo explicaciones sobre las cosas que oigo, sobre lo que he visto al seguirte, sobre tus escarceos nocturnos y tu llanto velado?

—Calla.

Sonó a advertencia. Comprendió que podía hacerle daño, y no quería. Pero sí quería. Así que continuó.

—Te he visto ir a los aposentos de los ancianos magos, te he visto salir dándote asco a ti mismo. Te he visto cortar las cuerdas del arpa de tu padre y he escuchado sonar las bofetadas tras la puerta de vuestra habitación.

—Calla.

Sonó a amenaza. Pero continuó.

—¿Él sabe que te follas a los viejos a cambio de favores y posición, por eso te pega? ¿O es porque él también quiere follarte?

—¡Cierra la boca, maldito seas! ¡No sabes nada!

Sonó desgarrado. Cruel como un incendio provocado. Destructor como un latigazo. Maldathar dio un traspiés cuando Tyalanor se le echó encima, agarrándole por el frontal de la toga. Su puño le hizo tanto daño como esperaba y se tambaleó. Cayó al suelo, con Tyalanor sobre él, hecho una furia. El hijo del arpista le golpeó dos veces, tres, cuatro y cinco. Cinco veces le golpeó sobre la hierba, hasta que se detuvo, jadeante y con la mirada encendida. Luego se levantó y se fue dando tumbos hasta el árbol, donde apoyó el brazo. Se inclinó hacia delante y colocó la frente sobre éste, recuperando el aliento.

Maldathar se puso de pie. Se lamió la sangre del labio partido y trató de comprender por qué los golpes recibidos no le causaban rabia ni ira, sino alivio. 

—Todos tenemos nuestros secretos—dijo, tocándose la mandíbula.

Tyalanor estaba pálido bajo la luna. Su rostro parecía casi transparente, su boca era una línea recta y hendida. En sus pupilas había un poso de escarcha amarga cuando miró a su amigo.

—Eres un bastardo despreciable—murmuró—. Yo estoy preocupado por ti. Por eso te pregunto, por eso me intereso. Y tú… tú vas y esgrimes mis secretos para atacarme con ellos y mantenerme alejado de ti, como si lo supieras todo. ¿Pero qué coño te pasa? ¿De verdad eres así?

“Si, soy así. Soy malvado. Me molestan tu interés y tus preguntas. Quería herirte.”, pensó. “Pero no quiero… pero sí quiero. No quiero quererlo.”

Sabía que tenía que disculparse, que su amigo no merecía que le hiciera daño. Pero en vez de eso, dijo con rabia:

—Me estoy tirando a Ilsa Estrella del Alba. Y pienso seguir haciéndolo.

El enfado de Tyalanor se disipó al instante y fue sustituido por una expresión de genuina preocupación.

—¿Ilsa? Estás de broma.

—¿Te parece?—espetó Maldathar. Su expresión no era en absoluto chistosa.

Le miró en silencio un instante.

—Belore. Te van a matar. —Se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Si se enteran, te van a matar. Te encerrarán en lo alto de la torre. Te arrancarán la piel a tiras.

—Pues que no se enteren.

—Joder, claro que no. No voy a decírselo a nadie. —El hijo del arpista volvió a fruncir el ceño. —¿Crees que lo haría?

El mago se encogió de hombros. “¿Y yo qué sé? Eres el único amigo que tengo. No sé como funciona esto. En mis sueños, en mis historias, los amigos te traicionan y los leales acaban muertos o sacrificados. No sé como es en la vida real.” Lo pensó, pero guardó silencio. Simplemente le miró  como si no supiera qué hacer o qué decir después de todo.

Tyalanor parecía un poco molesto de nuevo. Tras unos segundos chasqueó la lengua y su semblante se distendió, en sus ojos despertó una mirada comprensiva. Se apartó del árbol y se acercó a él. Sus zapatillas de tela susurraban sobre la hierba crecida del bosquecillo.

—Siento haberte pegado.

—No importa. No me has hecho daño.

No había en su afirmación engreimiento alguno, y por eso Tyalanor levantó un poco la ceja.

—¿Sabes que eres un elfo de lo más peculiar?

Acercó una de las largas mangas de su camisa a la boca del mago y le limpió la sangre de los labios con cuidado. Maldathar hizo un gesto de escozor.

—¿Porque no me duelen tus golpes o porque me acuesto con la hija del Señor de la Torre?

—Por todo, vanya. Por todo.

Cuando volvieron juntos a la torre, Maldathar no dejaba de volver la vista hacia su amigo continuamente. Tyalanor caminaba tranquilo, conversando afablemente con él sobre Ilsa y las peripecias que debía llevar a cabo para llegar cada noche hasta su habitación. El hijo del arpista había recuperado su buen humor; ya no parecía estar escapando de su propia amargura y algo nuevo y atrayente se vislumbraba en él, brillante y cálido. Maldathar entendió que era cierto que se preocupaba por él. Supo que le había aliviado conocer su secreto tanto como a él le había aliviado recibir sus puñetazos.

Antes de llegar a la torre, Tyalanor se detuvo en el camino y le contó a Maldathar lo que él no había preguntado. Le desveló los secretos que el mago creía conocer, y lo hizo con naturalidad y sin dramatismos.

—En realidad, en su mayor parte son sólo rumores. Pero no voy a negar que he dado alguna alegría en su vejez a esos hechiceros de medio pelo—explicó, sonriendo a medias sin pudor—. Sin embargo, lo que les interesa de verdad es lo que sé de unos y de otros. Por ejemplo, a Santhagar Solarcano le cuento lo que Meldareth Fion’el está estudiando en este momento, y así él puede intentar tomarle la delantera. Es para eso para lo que me llaman la mayoría de las veces. En cuanto a mi relación con mi padre, es cierto que es difícil… pero no es lo que tú has dicho, demonios. Tienes una mente un poco enferma.

—Me lo dicen mucho—admitió Maldathar. Y aguardó a que siguiera hablando.

Pero Tyalanor no dijo nada más, y Maldathar no preguntó. Reanudaron su camino hasta llegar a la torre, y una vez cruzaron la verja, el joven chambelán le pidió que aguardase en el cobertizo. El mago esperó durante unos minutos. Cuando Tyalanor regresó, las estrellas apenas se habían movido y una brisa suave se colaba por el ventanuco roto. El joven llevaba entre las manos un arpa pequeña, tallada con escasa destreza y con las cuerdas tensadas con clavos. Era probablemente el instrumento más rudimentario que Maldathar había visto en toda su vida.

—¿De dónde has sacado esta bazofia?—preguntó despreciativamente.

Tyalanor esbozó su sonrisa ancha y franca.

—Lo he hecho yo.

El mago puso cara de circunstancias.

—Ah. Es muy bonita.

Su burdo intento de conciliación hizo reír a Tyalanor, que negó con la cabeza. Luego pasó los dedos sobre las cuerdas, arrancando un acorde cristalino, puro, cascabeleante, que sonaba a estrellas y riachuelos y parecía imposible que procediera de un artilugio tan rústico como aquél.

—Es horrible, pero es lo único que he podido conseguir. —Luego borró la sonrisa y pulsó algunas notas distraídamente—. Sé que admiras a mi padre por su talento como músico, pero la verdad es que es un fraude. Y como persona es peor. Casi todas sus canciones son mías. Bueno, las buenas lo son.

Maldathar entrecerró los ojos y se apoyó en la mesa, procesando la información.

—¿Cómo que son tuyas? Espera, ¿Te las ha robado? ¿Y tú desde cuándo tocas? —añadió—. Pensaba que no tenías talento.

El hijo del arpista desvió la mirada.

—Ya, bueno. Él no quiere que nadie lo sepa, pero yo tampoco. Dejé de tocar cuando me di cuenta de lo que él hacía con mi música. —Los ojos azules de Tyalanor se fijaron en los suyos. Ese cobertizo le sentaba bien, a pesar de lo mugriento que era. Maldathar siempre le encontraba especialmente hermoso en la penumbra de la pequeña choza. —Sólo le interesa la vanidad, las alabanzas. No le importa nada más. Nunca ha amado la música y tampoco me ha querido a mi. Supongo que porque soy el único que sabe que es un fraude, el único que podría desenmascararle y avergonzarle.

—Bueno, al menos no eres un bastardo—apostilló el mago.

—Maldathar, estamos hablando de mi, para variar—le recordó Tyalanor, con cierto fastidio—. Eres un poquito egocéntrico, ¿sabes?

—Perdona—se apresuró a decir—. Sigue, anda.

El joven chambelán esbozó una sonrisa divertida y luego negó con la cabeza.

—Nada. En realidad eso es todo. Mis peleas con mi padre son por envidia y por celos. Y por frustración. Yo querría que él me quisiera, y él querría que… no sé. No tengo ni idea de lo que quiere de mi, salvo robarme mi talento.

—Pues es un asco. Pero para contarme eso no tenías que traer tu arpa—completó Maldathar, ladeando la cabeza con curiosidad—. ¿Eso significa que vas a tocar algo para mi?

Tyalanor volvió a reírse.

—No. Yo voy a tocar, pero no para ti—repuso con malicia.

Maldathar no volvió a quejarse, porque aunque hubiera querido hacerlo, de inmediato su amigo comenzó a pulsar las cuerdas tensas y la noche estrellada se pobló de notas límpidas, gotas de plata y esquirlas de cristal que tejieron una melodía dulce y extraña. 

En el cobertizo polvoriento, el hijo de Cordelia experimentó esa noche la fuerte impresión de estar ante algo único, delicado y frágil. Era como si la imagen de Tyalanor tañendo su lira, concentrado y con los ojos rebosantes de emoción, y el sonido celestial de aquellas cuerdas estuvieran hechos de un vidrio muy fino, como un pétalo tembloroso.

Por eso, Maldathar se grabó aquel momento en el alma a fuego, en un intento de mantenerlo a salvo de cualquier mal, del dolor, del paso del tiempo. Él no sabía proteger, pero deseó hacerlo con todas sus fuerzas.

¡Ah, la noche! En ella se descubre a veces la belleza de lo que nos parece cotidiano a la luz del día. En ella hallamos magia en lo vulgar, gracias a su argéntea luz encontramos rincones de maravilla en un trozo de madera, en una canción, en los ojos de un amigo. Y aquella noche, por ese único momento, cuando Maldathar deseó proteger a Tyalanor y a su música, a Tyalanor y a su generoso corazón, entonces por primera y quizá única vez, el hijo de Cordelia fue realmente puro.


El cuervo, posado en el alfeizar de la destartalada ventana, lo estaba viendo todo.


 . . .

©Hendelie

lunes, 27 de agosto de 2012

Leyendas de Sangre XIII: El premio de la humildad es el precio de la ambición




La brisa se había despertado juguetona. Recorría los pasillos de la Torre y se colaba por las celosías, agitaba los cortinajes azules, plateados y granates y silbaba entre las rendijas de las puertas. En la biblioteca se entretuvo haciendo pasar las páginas del enorme grimorio que consultaba un aprendiz. Casi parecía escucharse la risa cascabeleante de los espíritus del viento, cual si jugaran a perseguirse a través de los luminosos corredores, de las rampas, de las habitaciones abiertas en las que las camas se hacían solas y las escobas barrían el polvo.

En una de las estancias superiores de la Aguja Estrella del Alba, los visillos se elevaron y volvieron a caer cuando la mano invisible de la brisa las tocó. Una mirada plateada y dominante, que parecía ver lo invisible, se clavó entonces en algún punto cercano a la ventana y los espíritus del aire se detuvieron en seco, sintiendo aquellas pupilas fijas sobre ellos. ¿Les estaba mirando? ¿Les habría visto? Imposible, imposible, se dijeron, imposible. Ni siquiera los elfos eran tan sensibles. Los espectros de los muertos y los ecos del pasado se hicieron la misma pregunta, se dieron la misma respuesta. Y cuando los ojos de plata dejaron de prestarles atención, todos prosiguieron con sus actividades, allí en aquel mundo secreto y transparente. Los observadores observando, los oyentes escuchando, los recuerdos persistiendo, los espectros anhelando. Y los espíritus del aire continuaron con su alocada carrera, escurriéndose bajo las puertas, silbando entre las celosías, bailando con las hojas y los cortinajes, acariciando los cabellos de las damas.

En los aposentos de Ilsa la sofista, la ventana se cerró por sí sola, cerrando el paso al exterior, y nadie volvió a tocar los visillos. El aire estaba cargado en aquella estancia. Olía a calor y a humedad, a flores dulzonas, y reinaba el clima de los bosques tropicales y sofocantes. Sobre la cama revuelta había dos figuras moviéndose como anémonas. La dama de la torre, Ilsa Estrella del Alba, estaba tendida, desnuda, como desmayada. Sobre ella, un joven elfo de cabellos oscuros como la noche se cernía como un ave de presa. Le había clavado los dedos en los pechos y deslizaba los labios por su cuello, arrancándole estremecimientos involuntarios y haciendo que se arquease sobre las sábanas húmedas. "¿Qué estoy haciendo?", se preguntaba a veces la dama, en medio de la embriaguez del deseo. "¿Qué estoy haciendo, por Belore? ¿Me he vuelto loca?". Pero su cuerpo parecía no pertenecerle, y a pesar de estas vacilaciones, seguía estremeciéndose y arqueándose, pidiendo más sin hablar. 

Había amanecido y ni siquiera la luz del sol había logrado arrancarla de aquel estado de ardiente necesidad. La noche había discurrido tan atemporal como un sueño: eterna y fugaz al mismo tiempo. Toda la noche había estado en sus brazos y le había tenido entre los suyos. El amanecer no había significado nada, salvo la ansiedad por apurar hasta el último instante posible antes de que todo se rompiera.

"¿Qué estoy haciendo?", se repetía. Y a la Ilsa malvada, a la Ilsa depravada y pérfida, a esa Ilsa infame que llevaba dentro, la pregunta le hacía reír con una risa llena de lascivia. 

Los labios de su amante le quemaban sobre la delicada piel. Sus dedos se abrieron y acunaron los senos redondos, los acariciaron, rozaron las puntas con las yemas mientras la lengua húmeda y desvergonzada se escurría entre ambos. Ilsa se mordió el labio y trató de mirarle, con la visión enturbiada. Descubrió su semblante tras la sombra de los oscuros cabellos: los ojos de plata le devolvieron la mirada con insolencia; vio la rosada punta de la lengua sobre su piel, sus labios abiertos en una mueca que casi parecía una sonrisa cruel. La excitación despertó con más fuerza. Cerró los ojos y se abandonó, mientras las manos de su pupilo la recorrían osadamente y su boca descendía a lo largo del pálido paisaje de su cuerpo, marcándola con saliva ardiente.

Era como estar dividida en dos. Ella también era esa que se retorcía sobre las sábanas, la que tenía la espesa cabellera empapada de sudor y rodeaba la cintura de su amante con una pierna, cual araña posesiva. Ella también era esa que le clavaba las uñas en la espalda y le reclamaba hacia su vientre. Ella era la que gemía y se abandonaba a las mordeduras intensas de placer que él despertaba en su cuerpo con una habilidad diabólica. No se conocía a sí misma. La razón parecía haberse diluido en aquel perfume misterioso y fascinante que impregnaba la estancia, pero a veces despuntaba mínimamente y le enviaba mensajes, señales. 

"Ya es de día", decía ahora la razón, apagada y denostada. "Ya es de día. Nos descubrirán."

—Para... —murmuró, soltando una mano de la ropa de cama y buscando la muñeca de su amante. Cerró los dedos sobre ella y trató débilmente de apartarle los dedos de su cuerpo—. Para... te lo ordeno... por favor...

—¿Es una orden o una súplica?—preguntó el joven. Depositaba besos sutiles debajo de su ombligo, en la tierna curva que unía el vientre con el tibio vergel de su sexo. Allí, un perfume metálico delataba la presencia de su sangre lunar.

—Es... es una orden—decidió Ilsa, desesperada. 

—No la acepto.

Él le separó los muslos. Una caricia mojada y caliente se deslizó hacia su más secreto interior y ella se abrió, salpicada de rocío y de perlas carmesíes, como una flor temprana, una rosa roja y sangrante. Volvió a aferrar las sábanas y se deshizo en suaves jadeos, rindiéndose otra vez, exuberante y bella, viva como nunca.

A Ilsa la habían cortejado muchas veces. Sus alumnos se enamoraban de ella constantemente, los arcanistas la admiraban y su belleza hacía prender el deseo en elfos y elfas con facilidad, pero hasta ahora, nadie había conseguido doblegarla y llevársela a la cama. Y así debía ser.

En la Aguja Estrella del Alba se conservaban y practicaban costumbres antiguas sobre estos temas. El disfrute sensible y el placer carnal eran considerados como algo necesario y bueno para la mente, el alma y el cuerpo, siempre que se llevaran a cabo de mutuo acuerdo y no dieran lugar a obsesiones personales, problemas sentimentales o conflictos de ninguna índole. De este modo, casi todos los habitantes de la Aguja eran libres para alternar con quienes desearan, siempre que se tratara de relaciones entre miembros del mismo estrato social. Acostarse con los criados no era un delito, pero era vulgar y daba lugar a habladurías más intensas de lo habitual que repercutían en la respetabilidad de uno . En cambio, que un arcanista iniciara a sus aprendices en el sexo, era natural y bueno. 

Para Ilsa, estas libertades estaban vetadas. Era la hija del Señor de la Torre, y como tal, había sido prometida con un noble de Lunargenta cercano a la familia real. Ella sabía que tenía que llegar doncella al matrimonio y a decir verdad, no le había costado trabajo proteger su virginidad. Su estatus y su carácter hacían que los deseos y fantasías de los habitantes de la Aguja se quedaran en eso: deseos y fantasías. Los más osados se habían atrevido a hacerle proposiciones, pero nadie había tenido el coraje de robarle un beso siquiera, nadie salvo su díscolo aprendiz, Maldathar Ilvana. Ella era Ilsa Estrella del Alba, era una Sofista, una maga reputada y excelente, y además la hija del Señor de la Torre. Su nobleza y su altura la convertían en algo inalcanzable, y todos lo sabían y lo acataban. Todos menos él. 

Siempre había sido así, pero su atrevimiento había llegado a cruzar una línea peligrosa la noche anterior, y ya no había vuelta atrás. Porque la noche anterior, Maldathar Ilvana, el bastardo de Cordelia, un elfo sin derechos ni apellido siquiera, un descastado, se había llevado su virginidad, y ahora, ya perdida, poco importaba retozar más o menos en sus brazos, hacerse la digna o intentar detenerle. 

Poco después de media noche, tras la ceremonia de entrega de los elémir, la cena y la fiesta posteriores, su pupilo se había presentado en la puerta de sus aposentos como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí. Ella se le había quedado mirando, incrédula y algo inquieta.

—¿Qué haces aquí?—le había preguntado—. ¿Cómo has logrado que los centinelas te dejen subir? 

Los ojos de Maldathar eran audaces y descarados, la observaban fijamente como si fueran dos iguales. 

—Sin pedirles permiso. 

Ilsa había mirado alrededor y le había reprendido severamente. Le iban a ver. Si le veían, sería castigado. A Maldathar no le importaba, dijo que quería hablar con ella, que era importante. Entonces escucharon pasos y voces alegres y ambos se quedaron en silencio, mirándose. Ilsa, alarmada. Maldathar, desdeñoso y tranquilo, como si supiera exactamente lo que iba a suceder.

Ella no quería que nadie le castigara, no quería que nadie le tocara en realidad. Había protegido a su pupilo desde antes de que lo fuera, y por eso, y no por otra cosa —se decía a sí misma—, tiró de él y le metió en sus habitaciones antes de que fuera descubierto en su puerta. Por eso, y no por otra cosa, cerró por dentro y le ocultó en su cuarto. Fue por eso.

Ahora estaba en la cama, con él. "¿Qué estoy haciendo?"

—Detente... Belore...

La voz de Ilsa era un gemido lastimero. Su cabeza reposaba sobre las almohadas, ladeada hacia la izquierda. Estaba sonrosada, con los poros dilatados, el vello de punta, los pezones erguidos y las mejillas arreboladas. Se le habían hinchado los labios y cuando se los mordía parecían frutas rojas a punto de reventar. Tenía los ojos brillantes y húmedos, los rizos revueltos extendidos sobre los cojines y las entrañas agitadas como si en ellas hirviese la vida misma. La lengua de su amante estaba provocándole espasmos, las corrientes de placer eléctrico nacían en su vientre y le recorrían hasta la punta de los dedos y la raíz del pelo. Casi se sintió agradecida cuando él emergió, relamiéndose; alzó una mano para ponerle los dedos en la nuca y le atrajo hacia sí. 

Se besaron con voracidad. Ella le tomó con los dedos y le acogió en su interior, tomando la iniciativa. Él se deslizó con facilidad entre los húmedos pliegues, dispuesto y firme, y se enterró hasta el límite. Y de su garganta surgió un gruñido apagado, deleitoso y lascivo, que a Ilsa le recordó el ronroneo de un lince. Se aferró a su espalda y se arrojó al vacío de nuevo.

Ya no importaba cuántas veces lo hiciera. No había vuelta atrás. Ella era Ilsa Estrella del Alba, era una elfa crecida y conocía las implicaciones de aquel acto infame y maravilloso. El bastardo de Cordelia se había llevado su virginidad, y se alegraba por ello. Había sellado su destino y se alegraba por ello.

Sin duda, había perdido la cabeza. Y se alegraba por ello.

. . .

En la habitación de la sofista, las velas ardían en un candelabro de la esquina. Por la ventana se filtraba la luz lechosa de la luna y las estrellas. Maldathar estaba de pie junto a la puerta, vestido con la misma toga de terciopelo y seda roja y negra con la que había recibido la elémir. Tenía abalorios en el cabello y la miraba a los ojos como si fuera un poderoso señor y no un bastardo, un maestro y no un alumno. Ilsa recordó al niño descarado que le había hablado en el balcón, muchos años atrás. Un estremecimiento le recorrió la espalda y apartó la vista, obligándose a dejar de contemplarle.

—¿A qué has venido?—le preguntó, secamente.

—Ya no soy tu pupilo.

—No—corroboró ella—. El trienio ha terminado.

Él extendió los dedos para rozar uno de sus rizos, que reposaba sobre el hombro cremoso. Ilsa se mantuvo tensa, a la expectativa, preguntándose en qué momento debía detenerle. Las cortinas se agitaron y se escuchó el graznido de un cuervo, un soplo de aire gélido apagó las velas. Ella dio un respingo. Al moverse, involuntariamente, rozó sus dedos con la mejilla. Maldathar no se inmutó, sino que seguía mirándola, y ahora, bajo la luz del cielo nocturno, aún parecía más un gran señor de la magia, un hechicero misterioso que conjuraba sombras en su habitación y le regalaba flores de tinta. Se le contrajo el corazón un momento.

—Sigo siendo arrogante y ambicioso, Shan'diel—murmuró él, como quien confiesa un importante secreto—. Pero he aprendido mucho de vos. He aprendido cosas que me hacen ser menos arrogante... pero más ambicioso.

Ilsa dejó escapar un hilillo de aire entre los labios.

—No sé si te entiendo.

Los dedos del joven mago se deslizaron por la línea de su rostro, desde la sien hasta la barbilla. Fue una caricia tan delicada y devota que Ilsa se quedó petrificada. "No debería permitir que me tocase así", comprendió. Pero los ojos plateados la miraban, hipnóticos, ardientes. Y no quería apartar la mirada otra vez. No quería apartar su mano. 

—Vos siempre me habéis advertido sobre el peligro de perder el alma en el camino de la magia. Seguramente, si no la pierdo sea gracias a vos. —Hizo una pausa—. Tú has llenado mi alma, pero ahora te ambiciono a ti, Ilsa. Y tienes que ser mía.

Ella se tensó. Los dedos de Maldathar estaban en su cuello. ¿Cómo se atrevía a tutearla? ¿Cómo se atrevía a decir lo que estaba diciendo, qué desfachatez era aquella? Se le abrieron las aletas de la nariz y la sangre se le subió a las mejillas.

—Dirígete a mí correctamente—le reprendió, golpeándole los dedos para apartarle la mano de su piel.

El elfo entrecerró los ojos y la agarró por la muñeca, en una presa firme pero suave. Se acercó a ella. Ilsa miró alrededor, alarmada y sorprendida, y trató de poner distancia entre los dos. Lo único que consiguió fue que él la acorralase contra la pared. Estaba indignada. Estaba asustada. Y la arpía de su interior se reía, disfrutando con lo que sucedía.

—¿Correctamente según qué normas?—preguntó el joven mago con mucha calma.

—¿Qué?—el pecho de Ilsa subía y bajaba rápidamente. Su voz sonaba aguda a causa de la estupefacción y el enfado— ¡Suéltame! ¿De qué hablas? ¿Como que qué normas?

—Para mi, la forma más correcta de dirigirme a ti es ésta.

Ella vio acercarse su rostro y supo lo que iba a pasar. Abrió mucho los ojos. Cuando él la besó, fijó las pupilas sorprendidas en la noche, más allá de la ventana. Un mechón de cabello oscuro con un abalorio de plata prendido se interpuso en su campo de visión. El perfume de Maldathar le cosquilleó en la nariz y le entró hasta los pulmones, anegándola. Olía a flor de fuego, terciopelo y tinta. Sus labios eran suaves y duros, dominantes, pero también entregados, y la mano que le oprimía la muñeca terminó enlazando los dedos con los suyos.

Ilsa cerró los ojos. Y como había sucedido tres años antes, aquella elfa extraña que habitaba en su interior, la Ilsa salvaje y reprimida, la Ilsa fogosa y llena de luz y vida, se despojó de las cadenas y tomó el control, abrazando a aquel aprendiz que había sido capaz de llegar hasta ella sin pedir permiso a nadie. Respondió al beso con ardor, hasta que le dolieron los labios y ambos se apartaron, resollando, con los dedos cerrados en las ropas del otro, mirándose con pupilas hechizadas. 

—¿Por qué me elegiste, Ilsa?—preguntó él.

"¿Por qué me elegisteis, Shan'diel?", le había preguntado Maldathar tres años antes. Aquella noche, bajo la luz de las estrellas, aún agitada por el beso que acababan de compartir, Ilsa Estrella del Alba obtuvo su respuesta con una vehemencia tan brutal como un golpe en el pecho. Le cortó la respiración, cayó sobre ella, fatal e ineludible. Su rostro se distendió y las palabras salieron de sus labios con claridad, con el tono suave de los descubrimientos terribles y hermosos.

—Sabía que tú me alcanzarías.

Ella cerró los brazos como un aspa en su espalda y se encogió contra su pecho. Maldathar la cubrió con los suyos en un gesto posesivo y protector. Cuando volvieron a besarse, una nube cubrió la luna y un reflejo extraño y fantasmagórico parpadeó sobre las losas de cerámica sin que nadie lo viera. 

En el mundo invisible, los observadores les observaban, los oyentes les escuchaban. Su encuentro se tejía en el tapiz de los recuerdos persistentes y los espectros, silenciosos, anhelaban, anhelaban y envidiaban.