miércoles, 9 de marzo de 2011

Noches blancas

- Sabes, en realidad soy un romántico.

Sí, un romántico sin remedio. Estoy pensando en eso cuando una nube negra cruza delante de las estrellas y las oculta a mi mirada. Están hermosas esta noche. Gordas, henchidas como frutas de luz blanca, colgando del negro telón de la noche y gritando su presencia. A veces me dan ganas de cogerlas y morderlas. Deben tener un sabor metálico.

- Ah, disculpa - suspiro, y vuelvo a Erelien. Le había desatendido por un momento - Como te decía, en realidad soy un romántico. Ya sabes, para estas cosas del sentimentalismo soy todo un clásico. Me gusta cortejar y ser el perfecto príncipe azul.

Distraigo mi mirada de nuevo. Una vela se ha apagado al cruzar una ráfaga de viento. No me gusta. Necesito la luz exacta que he preparado y detesto que algo se desestabilice en estos gloriosos momentos de calma y maravilla. Son los momentos en los que encuentro más paz. Si no contamos esos pocos otros. No, hoy no los vamos a contar, ¿verdad que no? No. Hoy no. Mi compañero necesita toda mi dedicación.

Vuelvo a inclinarme sobre él. Respira agitadamente bajo la mordaza, tiene los ojos vidriosos, y es una composición perfecta: el azul quebrado de sus retinas, las pupilas fijas en mí, exactamente como tiene que ser, y la tela delante de su boca inflándose y desinflándose como la vela de un barco cada vez que respira. Es una composición tan perfecta que me dejo llevar por una oleada de cariño y cercanía hacia Erelien. Ah, chico impulsivo. Apoyo los codos sobre su pecho para contarle mis secretos en voz baja.

- Son cosas que ya se han perdido, ¿sabes? - le digo. - Esa profundidad... ese... esa intensidad. Vivimos en un mundo tan vacuo... tan lleno de personas vacuas... la gente no pone el corazón en lo que hace. No hay eso. Entrega. Eso. Ya no hay.

No puede responderme, pero su mirada podría significar cualquier cosa. Supongo que me da la razón. ¿Por qué no iba a hacerlo? La tengo, en cualquier caso. Le acaricio el pelo y me incorporo de nuevo, volviendo al trabajo.

- No hay dedicación ni apasionamiento. ¿Sabes lo sencillo que es llevarse a cualquiera a la cama o enzarzarse en una pelea sin sentido? Todo lo que puede despertar la emoción, todo cuanto puede hacerte sentir, está al alcance de la mano sin el menor esfuerzo. Y sin esfuerzo, ¿dónde está el sabor? ¿Qué merece la pena sin entrega, sin esfuerzo, sin esa natural progresión desde el deseo hasta la consecución de lo anhelado pasando por la búsqueda y el sacrificio, o por la conquista salvaje?

Me responde un gemido ahogado, casi sollozante. Lo escucho con atención, evaluando el tono y el timbre y comprobando que no me he movido de los límites que yo mismo me he marcado. El suspiro abandonado que sigue me confirma que todo está bien. En cualquier caso, deslizo un trapo limpio empapado en desinfectante sobre la piel de mi amigo, enjugando el sudor frío y los restos de sangre.

- Búsqueda, sacrificio, conquista salvaje. Los procesos del deseo son así. Forma parte de cómo somos las personas, el deseo y su satisfacción. Una vez satisfecho el deseo, éste deja de existir, y se desea otra cosa, cada vez un paso más, un poco más lejos. Por eso hay que llegar a la satisfacción mediante el camino largo, para beber de verdad ese deseo, experimentarlo al máximo, todo, hasta los significados más elevados o más simples de él. Todo.

Un nuevo gemido lánguido. Deslizo la cuchilla con precisión quirúrgica, fijándome en el destello dorado de las velas, reflejado por la hoja de metal. Es hermoso. Tanto como la geografía de Erelien, sobre la que estoy pintando. ¿No es bonito, cariño? Mira qué escena. El estandarte de la cruzada, las velas, todo tan romántico. Otro día te llevaré al parque. Ahora puedes batir las pestañas y enlazar los dedos.

- ¿Y qué hace la gente en lugar de eso? - prosigo, dedicando a mi querido compañero una mirada decepcionada - Pues desperdiciar y desperdiciarse. Eso es lo que hacen. No comprenden lo que significa la dignificación a través del sacrificio o a través de la dominación, ese concepto superior de transcendencia, de comprensión profunda. Darle a todo - indico, elevando el escalpelo para puntualizar mis palabras - un sentido y un significado. Lo que no tiene sentido, lo que no es intenso y significativo, no es nada.

Se remueve un poco y agita la cabeza. Miro su rostro y le aparto los cabellos, le seco el sudor de la frente. No permitiré que se le meta en los ojos o que esté incómodo. Lo estoy diciendo, maldición. ¿Es que no escucháis? ¿Estrellas, luna, mundo? Lo estoy diciendo, todo tiene que tener un significado, y esto sobre todo, para él y para mí. Y tiene que poder vivirlo al máximo. De eso se trata. Así es como venimos a jugar. Y su mirada es perfecta cuando le arreglo los cabellos, cuajada de gratitud, con el dolor cristalizado en las pupilas. Ahora mismo soy su mundo. Es maravilloso.

Vuelvo al trabajo. Estoy haciendo algo interesante cerca del ombligo. Me aplico con entusiasmo hasta que despiertan los gritos ahogados.

- Soy un romántico... - continúo, ahora en voz baja. Estoy muy concentrado. Esta parte es complicada, explorando entre la piel y la carne, con precisión - ...porque sé explotar eso. Estirar el deseo de los demás y el mío propio hasta que está a punto de romperse... y darle una cierta satisfacción, la suficiente para no frustrarse pero no tanta como para desinteresarse. Es mi manera de cuidaros. Haciendo que merezca la pena lo que sentís. ¿No es todo un acto de altruismo?

Se me escapa una sonrisa. Las estrellas chirrían y el viento baila. Deslizo la lengua por la hoja húmeda del cuchillo, lamiendo la sangre. Lo hago girar entre mis dedos y lo limpio bien, colocándolo bien alineado junto a los demás. Erelien ya está palpitando como una rosa antes de abrirse. Se ha perlado de sudor y necesita algo más.

Hemos llegado a la parte álgida de nuestra cita. El equivalente al momento en el que el chico levanta la mano para acariciarle un pecho a la chica, y ambos saben que a partir de ahí sólo hay un camino. Bueno, en este caso no le toco la teta. Erelien no es una chica, y yo tampoco, aunque ahora mismo esté tan emocionado que sienta ganas de dar saltitos como una estudiante del templo. Lo que hago es calzarme los guantes de garras y flexionar los nudillos para hacerlas salir de su funda de cuero.

Y me acerco, despacio. Porque yo sé como se hace esto. Nací sabiendo. El ritmo exacto de los pasos, el preciso para que su respiración se acelere. La anticipación es mi aliada, casi dolorosa. Y ahora ya no hay espacio para filosofías. A Erelien no le interesan, y él es lo importante de todo esto, al fin y al cabo. Los ojos de cristal roto me alcanzan. Me siguen con ansiedad. Cuando me siento sobre su cintura, abriendo las piernas y cerrando las rodillas en sus costados, parece a punto de ahogarse. Su excitación se me clava en la ingle al posicionarme con firmeza encima suya, pero no me molesta.

- Tú lo entiendes, ¿verdad? - le pregunto, en un susurro casi triste. - Ya no quedan románticos como yo.

Asiente con la cabeza. Claro que lo entiende.

Relajado, en esta paz fantástica, alzo las garras y dirijo la orquesta del universo, al menos del nuestro ¿No es precioso, cariño? El veterano atado, cuajado de nudos, de sangre y sudor, las velas, el estandarte y un cielo infestado de estrellas chirriantes.

Aquí estamos, dándole un sentido a las cosas. Mañana, si quieres, podemos ir al teatro.