jueves, 22 de abril de 2010

Quizá sí...

Sobre mí los cielos crujen, sobre mí se abren las nubes
No hay lugar donde ocultarme cuando el rayo quiebra el suelo,
caminando, con zapatos que he cosido con mis sueños
y he trenzado con jirones de ilusiones y de anhelos.

Solo, solo, sobre tierra tan oscura y quebradiza...

Solo, sólo avanzar puedo mientras caen las tempestades,
Solo, sólo ir adelante, cuando detrás ya no hay nada,
seguir con el gris penar de las longevas edades
que en poco tiempo han caído sobre mi pequeña alma.

Solo, solo, en el desierto de inocencia que agoniza...

Y cae la lluvia, punzante, sobre mí se llueve, eterna,
vastas llanuras desiertas cuajadas de agrestes grietas,
y solo, solo, camino, cruzo la yerma ladera
pensando si soy real, si acaso existo siquiera.

Solo, solo, cultivando mi cosecha de ceniza...

Y quizá sí,
quizá valga la pena
cuando vislumbro a mi lado destellar tu cabellera, quizá sí
quizá no sea en vano
cuando tus ojos me miran y me rozas con tu mano

Recojo los hilos sueltos de mis necias fantasías
con el alma estremecida a la luz de tus pupilas;
el oscuro firmamento se rompe al albor del día
que traes, como amanecer deslumbrante en tu sonrisa.

Y quizá sí,
quizá valga la pena
cuando tu presencia torna en recompensa la condena, quizá sí
quizá no sea en vano
guardar por tí la esperanza de que me roce el verano, y quizá sí
quizá puedo aspirar
a volver la mirada al firmamento, quizá sí...
quizá algún día mis labios se despierten con tu aliento, quizá sí...
quizá es tu mano que tiendes la que me dará el sustento, quizá sí...
quizá, tu luz cegadora me lleve a lomos del viento

Lejos, muy lejos...

Lejos, lejos, de la negra soledad
y me arranquen tus caricias la tristeza, en la estrecha intimidad
de una habitación cerrada, lejos de necias miradas, lejos de la oscuridad
una torre en una isla, un rincón en la ciudad... sin la ansiedad
de sentirme tan herido, como un tapiz descosido,
sujetándome los hilos que las manos del destino nunca dejan de tirar.

Y sé que sí,
que es eso lo que quiero,
desatarme los zapatos y volar hasta tu cielo, sé que sí,
que no es tiempo perdido
derramar sobre tu nombre cada lágrima o suspiro, sé que sí,
que no hay miedo ni duda
cuando sigo tras la estela de tu imponente figura, sé que sí,
que eres hogar y escudo,
cuando ante tí siento así mi corazón, tan desnudo, sé que sí,
que es eso lo que quiero,
quererte con la esperanza de un quizá que siempre espera, sé que sí,
sé que valdrá la pena
tener fe en tus ojos grises, una fe que nunca muera, sé que sí,
que aguantará, serena,
la fe que me da alas en los pasos que aún me esperan, sé que sí,
que girará la rueda,
que basta con creer que lo imposible suceda, sé que sí,
que nunca será en vano
volver a hilvanar mis sueños en tus dedos, en tus manos, sé que sí,
que tengo un buen motivo
para que algo me importe, seguir estando vivo, sé que sí,
que aún hay primavera,
mientras pueda esperar que algún día tú me quieras.

martes, 13 de abril de 2010

El Escolta (XXVI)

Grandes cambios, sin lugar a dudas. Mientras se afanaba en una rápida carrera para alcanzar a su esposa y su suegro, escuchaba la voz de Allure, que les mostraba su hogar con el mismo entusiasmo de un niño. No había pasado tanto tiempo, quince años no eran nada, pero el Custodio parecía aún más joven que cuando le conoció. Para Velantias, aquellos años habían pasado como en un letargo, como en otra vida que no era la suya. La suya...

"La mía se quedó con él, como le prometí", comprendió, deteniéndose y aminorando el paso hasta unirse al grupo, que se había detenido delante de la puerta de la biblioteca. Estaba más repleta de lo que nunca había recordado.

- Los monjes trabajan aquí - explicaba Allure. - Casi todos ellos son excelentes copistas. Hemos ampliado la biblioteca a todos los géneros.

Un par de elfos de cráneo pelado alzaron la vista y sonrieron a los visitantes. Lord Albanys parecía francamente impresionado.

- Pensaba que sólo había textos sacros e históricos en la torre, Honorable Señor - murmuró.
- Así era antaño. Ahora tenemos de todo. Hay muchas novelas, narraciones de aventuras, poesía...
- ¡Oh! Poesía - Selayne se giró un poco y sonrió a Velantias - Mi marido es un gran aficionado al género.

No le devolvió la sonrisa. Y nadie dijo una palabra. Allure carraspeó y se dio la vuelta, igual de sonriente, igual de dulce, señalando hacia la escalera.

- Os mostraré vuestras habitaciones, están en la última planta.

Velantias reprimió un suspiro cuando el Custodio pasó por su lado, dejando el aroma a sándalo y flores que le despertaba un amago de sollozo en el pecho. Emerin y Selayne le siguieron, ella con el gesto confuso de no entender si había dicho algo malo, y el escolta cerró la comitiva, como era su deber. Ascendieron por los peldaños mientras Allure saciaba la curiosidad del arcanista con educada cortesía y un deje simpático, casi acogedor.

- Los monjes realizan muchas actividades aquí - iba diciendo - pero también dejamos un tiempo a la dispersión de la mente y el alma. Para muchos de ellos, ambas cosas son sinónimos. Al que le gustan las plantas, lo destino al jardín, si alguien disfruta cocinando, baja a las cocinas. La mayoría de las flores que adornan los templos de Quel'thalas en el solsticio provienen de la Torre Blanca. Nos gusta compartir.
- Cielos... no lo sabía.
- Es natural. Muchas cosas no se saben si no se preguntan... y otras ni siquiera entonces.

Ambos rieron y Velantias no pudo evitar un gesto de extrañeza al ver la complicidad que se fraguaba entre su suegro y el Custodio. "Vivir para ver", se dijo. Llegaron a la planta superior, y el joven empujó los grandes batientes blancos ante los que tantas noches, Velantias se había detenido sin saber qué hacer. Casi se le cayó el alma a los pies al encontrarse que la conocida habitación de Allure, hogar de tantas vivencias compartidas, ya no existía. Ahora había cuatro camas, de buena hechura, mesitas, baúles, dos escritorios, una alfombra... una habitación de invitados, dividida en dos por un biombo que se encontraba plegado en la pared del fondo.

- Estos son los aposentos para aquellos que vienen hasta la Torre. Lamento no poder proporcionaros habitaciones individuales o...
- Oh por Belore... es más que deliciosa - interrumpió Emerin, mirando alrededor.
- Espero que os encontréis cómodos.

Allure se hizo a un lado y dio un par de pasos atrás, mientras el padre y la hija entraban en la estancia y se maravillaban con las pinturas de las paredes, la bella alfombra y la hermosura de los cabeceros de forja. Velantias tragó saliva. Le tenía al lado. Solo tenía que alargar la mano para tocarle, y tensó la mandíbula, intentando ignorar el poder de su presencia cercana, la violencia con la que todo su ser parecía tenderse hacia el joven, cuyo perfume le cosquilleaba en la nariz. Percibió que él le miraba, y una corriente eléctrica le trepó por la espalda. "Soy gilipollas". Por un momento, una especie de fuerza pareció discurrir entre ambos, haciéndole consciente de que ambos estaban pendientes uno del otro, observándose aun sin mirarse.

- ¿Podremos ver el Orbe, Honorable Custodio?

La voz aguda de su esposa le rescató, y Allure volvió a adelantarse para asentir, y después les guió escaleras abajo, hablando, riendo, conversando.

La tarde discurrió como un sueño, la cena en el refectorio de los monjes y después el saludo del Orbe al anochecer. Selayne y Lord Albanys parecían encantados, y cuando ambos se retiraron a la habitación, Velantias permaneció en la puerta, inamovible pese a la insistencia de su suegro.

- Me trajisteis aquí como escolta, dejad que cumpla mi trabajo.

Accedieron a duras penas, y cuando hubieron desaparecido de su vista, suspiró, aliviado. Con delicadeza, abrió la puerta de cristal que daba a la terraza y salió, midiendo sus movimientos para no hacer demasiado ruido con la armadura. La noche era clara, cuajada de estrellas. Deslizó la mano por la balaustrada, dejando que la brisa le besara el rostro, sintiéndose tentado de liberar el llanto ahora, mientras la nostalgia y los recuerdos se le anudaban aún más, estrangulándole. Reforzó su voluntad al escuchar los pasos suaves a su espalda y percibir la fragancia, la presencia de Allure, junto a él, en aquel balcón. Su balcón.

- Así que poesía.

No se volvió a mirarle. Era incapaz. La voz suave sonaba ahora íntima, algo acongojada, quizá temerosa. La suya era un susurro ahogado cuando respondió.

- Es culpa tuya. Acabé... aficionándome aquí.

Hubo un instante de silencio. Las suaves zapatillas de tela rozaron las baldosas, se escurrieron, caminando muy despacio a un lado y a otro. Le escuchaba respirar. Su olor, dulce y fragante. Si se concentraba, podría percibir desde qué posición irradiaba calor su cuerpo.

- ¿Por qué te casaste?

Crispó los dedos en la balaustrada. Un dolor agudo le atravesó el corazón de lado a lado y creyó que se mareaba. No sonaba a acusación. Sonaba a curiosidad, pero quizá Velantias hubiera preferido lo primero. La brisa le agitó el cabello de nuevo. Traía el olor del mar, salado, como una vasta colección de lágrimas.

- No lo sé...
- Nunca te has ido.
- No. Nunca me fui.

Susurraban. Aun no tenía fuerzas para darse la vuelta y verle, no podía así, ni ahora. Todo daba vueltas. "Esto es un tormento", se dijo, consciente de que él solo había entrado a la sala de tortura, se había maniatado al potro y había llamado a girar las ruedas.

- He hablado contigo cada día, como si nunca te hubieras marchado. Y eso me ha ido muy bien - un suspiro suave. - Liberé del voto a los monjes y todo empezó a ir mejor. Dejaron de obedecer a Coreldin, y el Venerable me ha ayudado mucho.
- Me alegro - Velantias sonrió a medias, aunque su voz sonaba triste. - Te has hecho muy fuerte.
- Es gracias a ti.

Ahora sí. Soltó la barandilla. Se giró lentamente y sus ojos se encontraron con la mirada azul del Custodio, con la solemne seriedad casi infantil y la honda pena en su mirada húmeda. Era como un rayo que le partía el corazón, porque Allure no había cambiado nada, y era como si todo pudiera volver a ser como entonces, aunque aquello fuera imposible.

¿O no?

Sí.

¿Por qué?

- Velantias, vuelve - un susurro quedo, las manos de Allure sobre su rostro, frescas, suaves, su voz casi inaudible, su cercanía que le hacía temblar, que le cortaba el aliento, y esta vez dolía... dolía terriblemente ...- Eres real.
- Nada... lo es. No es mi vida...
- Nunca te has ido.

Le miró. ¿Por qué sonaba tan decidido? Conocía la fuerza que emanaba del joven Allure, era la suya propia. Se la había legado, y él era ahora quien la poseía, esa seguridad, ese brillo en la mirada, la llama imperecedera de lo que significaban uno para el otro... la llama que ahora le tendía de vuelta. Apoyó la frente en sus cabellos, trémulo y mareado, las manos sobre sus hombros.

- No es mi vida - repitió.
- No. No lo es.
- Pero... me uní a una elfa.
- Yo maté a un hombre, y tú me amas a pesar de todo - replicó el Custodio, sin apartar los dedos de su rostro, con un murmullo quedo pero fluido, preñado de convicción.
- No es lo mismo...
- Qué mas da - replicó el chico, precipitadamente - Llevo años esperándote, puedo esperarte eternidades, puedo seguir amándote casado o no, qué importa nada. Vuelve, Velantias... mi escolta, vuelve a mí. Vuelve.

Allure alzó el rostro y le agarró de los cabellos, tirando. Velantias gruñó, rechinó los dientes, expulsó el aire y una sola lágrima se escurrió entre los párpados apretados. Las estrellas brillaban en un firmamento claro y despejado, el balcón estaba abierto y los cortinajes se agitaban suavemente. Encontró sus labios, y eran dulces como el primer caramelo de un niño, suaves y terriblemente anhelados. Su boca le recibió, sedienta, y se invadieron con la avidez de aquellos que han sufrido largas privaciones.

Velantias nunca se había ido, pero si Allure le llamaba, volvía, incluso aunque ya estuviera allí.

El Escolta (XXV)

- Qué vistas más maravillosas.

El bote se bamboleaba con suavidad, bajo un cielo despejado y un viento calmo. Los barqueros remaban, y sobre el mar quedaba una estela blanca de espuma marina, sobre la superficie oceánica que resplandecía bajo la luz del sol de la mañana como una reluciente cota de mallas. Selayne sonrió y hundió una mano en el agua, sacándola después y pasándosela por los labios. Velantias la miró. Parecía muy contenta.

- Ya estamos llegando al muelle - indicó Lord Albanys, sonriendo a su hija - Sin duda es hermosa.
- Sí que lo es. ¿Verdad, esposo mío?

Velantias asintió con la cabeza. La Torre Blanca se alzaba, como siempre, resplandeciente. Recordaba haber recorrido este mismo camino, quince años atrás, vestido con una armadura menos ornamentada y no tan cara como la que llevaba hoy. Lord Albanys le había proporcionado una vida cómoda, el acceso a mejores equipos, espadas de buen acero y un buen impulso a su reputación. Nunca había llegado a saber cómo se las apañaron los malditos viejos y Lord Farnell para hacer que su estancia anterior en la Torre Blanca se borrara de todo historial. Oficialmente, Shorin Jinete del Sol era el único guardián del Custodio y lo había sido siempre, y oficialmente, estaba vivo. Pero Velantias sabía la verdad, y una fuerte punzada de nostalgia dispersaba sus pensamientos mientras rememoraba un viaje muy diferente en una barca parecida, con un muchacho inconsciente al que despertó arrojándole agua en la cara. Por entonces, él tenía menos pesos en su alma, sus placas no brillaban tanto y desde luego, estaba mucho menos nervioso.

- Es un hecho sin precedentes - comentó Lord Albanys al escolta, inclinándose un poco hacia él. - Nunca hasta ahora ha tenido lugar una conferencia en el interior de la Torre Blanca, que por primera vez abrirá sus puertas por completo. Y solo para nosotros.
- Los magíster deben sentirse honrados - dijo, sintiéndose obligado a decir algo.
- Lo estamos, lo estamos. Es todo un honor, y una buena prueba por parte de los sacerdotes de Belore de que desean llegar a un consenso. Los ánimos empezaban a crisparse.
- Esperemos que todo vaya bien.
- Les expondré las planificaciones previas para extender una barrera mágica en torno al Reino y debatiremos cómo hacerlo para que todos quedemos contentos - el arcanista suspiró, frunciendo el ceño. Tenía un rostro noble y cercano al mismo tiempo, era un elfo simpático de avanzada edad, paternal y agradable, que siempre se había portado bien con Velantias. - Confío en que el Honorable Custodio y yo acabaremos entendiéndonos. Se me dan bien estas cosas.
- No lo dudo, señor.

Velantias sonrió a medias. Sí, Lord Albanys era agradable y convincente. Al fin y al cabo le había convencido a él para casarse con su hija. ¿Qué iba a pensar Allure al verle casado? ¿Le habría olvidado? Quizá ya no era nada para él, o peor aún, era posible que le odiase al enterarse de que tenía esposa. Y estaba en todo su derecho. "Lo más probable es que esto le haga daño". Pero aun así, el escolta se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuera lo que estaba haciendo en aquel momento. Desembarcar, hecho un manojo de nervios, en el muelle que tan bien conocía, y despedirse de los barqueros tras ayudar a su esposa y a su suegro a poner el pie en la orilla.

- ¡Es aún más bonita que vista desde el mar! - Exclamó Selayne, tomando el brazo de su padre.
- Y mira qué arena tan fina.

"¿Habrá sabido de mi llegada?" Velantias se colocó detrás de Lord Albanys, el escudo a la espalda, la espada al cinto, la armadura de gala, dorada y roja, brillando como una llama. El corazón le retumbaba en los oídos, y la sangre parecía estar siendo batida dentro de sus venas. Se ajustó el cordón de cuero con el que se anudaba los cabellos, con la mirada fija en la estructura blanca, que se alzaba, estilizada, hasta el firmamento.

- ¿Vendrán a recibirnos?
- No lo ... ah, mira. Se abren las puertas.

Como un tambor de guerra, el latido intenso parecía golpearle incluso en la coraza. Había crispado los dedos en la empuñadura, como si fuera a enfrentarse a un peligro inminente, y así era. Aquella espera y la terrible incertidumbre le estaban enloqueciendo. Una parte de sí habría querido echar a correr y empujar esa maldita puerta, que había golpeado fútilmente días y noches enteros. Pero Velantias no era esa clase de persona. Esperó, mientras los batientes giraban en silencio, solo interrumpido por los chillidos de las gaviotas y el rumor del mar, y uno de los monjes de cabeza afeitada apareció finalmente, avanzando hacia ellos.

Unos cuantos más salieron, y comenzaron a formar sobre la arena, a ambos lados de la puerta, a modo de pasillo. Tenían las manos enlazadas bajo las mangas de la túnica y la vista al frente. Recordaba el muro que habían supuesto sus cuerpos mientras arrastraban al Custodio escaleras arriba, recordaba que Allure había golpeado a algunos de ellos, y que le habían parecido autómatas sin personalidad. Y a pesar de la ira que le despertaba aquel recuerdo, cuando el que había avanzado hacia ellos se detuvo a pocos pasos y les miró, se dio cuenta de que algo muy importante había cambiado.

- Saludos, nobles visitantes - dijo el monje, esbozando una clara sonrisa. Su mirada les contemplaba de frente, chispeaba con vitalidad. - Es un honor recibiros. Venid conmigo hasta la puerta, donde el Honorable Custodio os dará la bienvenida de rigor.

"Habla". Había reprimido el respingo de sorpresa ante aquel detalle inesperado, y de alguna manera, lo contuvo en su interior.

- Gracias, noble devoto - replicó Lord Albanys, que siempre tenía las palabras y las formas correctas. - Os damos las gracias por recibirnos y os seguimos.

Selayne hizo una leve reverencia, del brazo de su padre, y la pequeña comitiva se puso en marcha. La arena se hundía bajo sus botas, y se le había secado la garganta. "¿Hablarán todos?", se preguntó, al llegar al pasillo de cabezas calvas. Los monjes se inclinaron al unísono cuando otras tres figuras blancas aparecieron en la puerta y se quedaron al pie de la escalera.

Velantias tragó saliva. El viejo ciego, el Venerable Iorun, apoyado en su bastón, con una leve sonrisa. El maldito calvo de Coreldin y el otro, el bajito y rechoncho de cuyo nombre no se acordaba nunca. Desgraciados hijos de mala madre... empezó a sentir el habitual calor de la ira y apretó los dientes cuando la mirada de Coreldin pasó sobre él con indiferencia. "Si no me calmo, haré una locura", se dijo.
Pero entonces la última figura apareció, y la ira, la rabia, incluso el nerviosismo se disiparon, como barridos por una brisa fresca y renovadora, al contemplar al Honorable Allure Lucero de Estío cruzar con gracilidad las puertas y descender la escalera, con la toga blanca deslumbrante, el cabello cayéndole sobre un hombro en diminutas trenzas anudadas y una sonrisa ligera bailando en sus labios, en las estrellas de sus ojos de celestial azur.

- Oh... - la exclamación de Selayne, sólo un leve susurro.

Los monjes se mantuvieron inclinados mientras el Custodio caminaba, descalzo sobre la arena, al encuentro de sus invitados. Después se alzaron, y fue Allure quien se inclinó brevemente, intercambiando los saludos con los recién llegados. Velantias no acertó a moverse. Le llegaba su aroma, su presencia era como un sueño revivido y evocado a la perfección, su mirada era alegre, y le miraba, le miraba, le miraba como entonces lo había hecho. Estaba ahora luchando por contener las lágrimas como antes lo hacía por no mostrar su ira. "Me recuerda. No me odia. No me ha olvidado. Sus ojos son dulces".

- Os doy la bienvenida a la Torre Blanca, Lord Eremin Albanys, Lady Selayne Auranath, Sir Velantias Auranath.

"Lo sabe"

- Gracias por recibirnos, Honorable Custodio.

Se sintió repentinamente sucio. Indigno, manchado, infiel. Y sin embargo, se resignó al ver que la dulzura de su mirada, que su suave sonrisa, parecía estar dedicada a todos ellos, a los tres, que no había nada de especial en que le sonriera o le mirase.

- Venid, por favor. Os presentaré a mis asistentes y consejeros. - dijo Allure, invitándoles a avanzar - Aquí el Anciano Coreldin, el Anciano Shulkar y el Venerable Iorun, mi predecesor.
- Un honor conoc...
- Entremos. Os mostraré la Torre y vuestras dependencias.

Coreldin se quedó a media genuflexión. Iorun soltó una risilla. Allure había cogido del brazo a un perplejo Lord Albanys que le seguía, casi arrastrado dentro de la torre, y su hija, tras sus pasos, sonreía, divertida y emocionada. Velantias se quedó atrás, frente a los ancianos. También él estaba perplejo. Coreldin carraspeó y se incorporó, mientras los monjes volvían al interior. Algunos de ellos saludaban a Velantias con la mano, susurrando un "hola" o un "me alegro de verte", y el escolta tuvo la impresión de que la risilla de Iorun se debía en parte al desplante ante Coreldin y en parte a su propia cara.

- Veo que... ha habido muchos cambios - dijo al fin, agitando la cabeza con incredulidad.
- Guardad silencio. Nadie debe saber que conocisteis este lugar - escupió Coreldin, volviendo adentro seguido por Shulkar, sin disimular su malhumor.
- ¿Qué le pasa?
- Que él preparó su propia comida y ahora no puede comer tanto - replicó el Venerable Iorun, riendo entre dientes y poniéndole la mano en el hombro. - Bienvenido de nuevo, Sir Velantias.

El escolta arrugó el entrecejo, mirando hacia el interior de la Torre. Vio cortinas de colores. Tablillas votivas en las paredes. Macetas con plantas, que algunos monjes regaban hablando entre sí. Le llegó el aroma a tarta de frutas, y escuchó a alguien cantar y tañir un arpa.

- ¿Sorprendido?
- Mucho - admitió el escolta.

No era para menos. Allí donde nada cambiaba, todo parecía haberlo hecho.

El Escolta (XXIV)

- Sé sincero. ¿Tienes una amante?

Velantias suspiró, apoyándose en el marco de la puerta del despacho. Se había levantado por la mañana y había entrado, como cada día libre, a escribir. Y allí había encontrado a su esposa, rebuscando entre sus papeles, pálida y ojerosa. "Mi esposa que se acuesta con su hermano", se recordó. No era tonto, les había pillado más de una vez, y nunca le había importado lo más mínimo.

- No tengo ninguna amante, Selayne.

Ella le miró, dolorida. Extendió los brazos y los dejó caer de nuevo. Tenía los ojos enrojecidos y aspecto desamparado, alli de pie, rodeada de todos sus legajos, desordenados y dispersados sobre el suelo y el escritorio.

- Nunca me tocas - murmuró ella, casi en un gemido, asediándole con su mirada.
- No necesitas que lo haga.
- Sé que el nuestro es un matrimonio de conveniencia, pero los hijos no se hacen solos.
- Selayne, ya hemos hablado de eso.

Velantias suspiró y dio un paso adelante, mirando sus escritos. La poesía. Él había conocido la poesía sin palabras, el arte sublime, la inspiración mayor. Nunca fue un gran lector de poemas pero Allure le había enseñado a apreciar el verso, y le había mostrado que había cosas bellas y puras que merecían ser loadas. Selayne tenía uno de ellos en la mano, que comenzó a recitar con voz temblorosa, mientras una lágrima esquiva le caía por la mejilla.

- "Como estrellas caídas son tus ojos, de cálido y celestial azur, que al devoto hacen postrar de hinojos ante el reflejo de tan limpia virtud"... ¿A quién escribes en tus horas de enclaustramiento, Velantias? ¿Quién es la dama?
- No tengo amantes - repitió él, mirándola con severidad. - Y mis poemas no son asunto tuyo.
- Son patéticos.

Se acercó y le arrancó el pergamino de la mano, sin mirarla. Se le había acelerado la respiración. ¿Como se había atrevido? Selayne sorbió la nariz, mirándole con tristeza. Luego habló, cada palabra una gota densa y gélida, llena de rencor y abandono, y los ojos clavados en él.

- Hago lo que puedo, Velantias... no sé como llegar a ti. No sé... no... es como si no existieras. Es como si no te importara nada.

Él no contestó. Tenía la mirada fija en el poema, y una suave sonrisa amenazaba con asaltar sus labios. Sí, eran patéticos, todos ellos. Él mismo se sentía patético. "Lo intenté, Allure", pensó, como si él pudiera escucharle, como si alguien pudiera hacerlo. "Sabes que lo intenté. Estuve días en esa maldita playa, días aporreando la puerta, gritando tu nombre. ¿Recuerdas cuando podías aún asomarte al balcón por un momento? Luego dejaste de hacerlo. Y ya no había nada, solo una torre cerrada, la arena y el mar".

- Te juro que no tengo ninguna amante, Selayne - respondió al fin, en voz baja. - Nadie comparte mis sábanas. No estoy mintiendo. Lamento no poder fingir mejor en nuestra vida en común, pero nunca me ha gustado fingir.

No era su vida, seguramente era la de otro. Como una especie de obra teatral, algo parecido, y él era muy mal actor. Selayne le miró con lástima, enterneciéndose un tanto. Sabía que ella le compadecía, y en otro tiempo le habría molestado, pero ahora él mismo se daba pena. La elfa le puso una mano en el brazo.

- Un cambio de aires nos sentará bien. Te acompañaré cuando escoltes a mi padre.

Velantias arqueó la ceja y la miró inquisitivamente. ¿Escoltar a su padre? Ella sonrió con cierta inseguridad.

- Verás, papá debe acudir a una importante reunión en la Torre Blanca. Es sobre la diplomacia entre los magísteres y los sacerdotes, intentan llegar a un acuerdo.
- ¿A la Torre?

El corazón le brincó en el pecho. Debía ser una broma de mal gusto, alguna aterradora jugada del destino. No podía ser. Selayne sonrió y asintió despacio, acariciándole el rostro con el dorso de la otra mano.

- Ya sé que no te gustan los sacerdotes y... todo eso. Pero dicen que la isla es muy hermosa, y además papá te necesita. Siempre es necesario llevar un escolta, nunca se sabe. Será un cambio de aires, saldremos de la ciudad, un viaje tranquilo... te animará. Nos ayudará. Quizá podríamos pedir una bendición al Custodio.

Su mente se había bloqueado, y por un instante, las emociones se confundieron en su interior. El miedo, la esperanza, la anticipación de la tristeza y la frustración... y había asentido. Estaba asintiendo con la cabeza, sin saber por qué lo hacía, mientras el corazón le martilleaba con violencia y rotundidad y el recuerdo de unos ojos de cálido y celestial azur le atravesaban el alma, tan vívidos como si hubiera sucedido hacía un instante. La risa efervescente de su ángel, su sonrisa deslumbrante. ¿Existía acaso la posibilidad de volver a verle? ¿Y si era peor para los dos, y si sufrían?

- ¿Entonces estás de acuerdo? - Selayne sonrió, incrédula.
- Sí. Estoy de acuerdo.

"¿Que he dicho?"

- Gracias

La elfa le abrazó, súbitamente emocionada. Él la rodeó con sus brazos, frunciendo el ceño, sin entenderse a sí mismo, y le palmeó la espalda. Aquello era una maldita locura, pero el destino se lo ponía en bandeja. Y comprendió, con una media sonrisa, que algunas cosas nunca cambian. Cuando se trataba de Allure, siempre se veía abocado, atraído, con tan violenta rotundidad hacia él que no podía más que pensar que tenía que ser así.

Y una vez más, ese magnetismo se hacía presente.

El Escolta (XXIII)

Su casa. Su salón.

Las lámparas brillaban con resplandor azulado, la mesa labrada estaba adornada con bellos candelabros. Las fuentes de comida desprendían los aromas deliciosos y el vino era excelente. Los divanes con las pipas de maná cargadas aguardaban al otro lado a que los comensales terminaran la cena, y Flavea y Aline se afanaban en torno a los invitados, sirviendo vino, retirando platos y colocando otros.

Lady Davinia era, sin duda, el alma de toda recepción. Acaudalada, viuda y culta, poseedora de un ingenio envidiable y con la virtud de hacer interesante cualquier conversación, se la tenía por una de las damas más deseadas y hermosas de la ciudad. No poseía ningún título, ciertamente, pero todo el mundo le otorgaba el tratamiento de Lady. Nadie tenía dudas de que algún día llegaría a pertenecer a la nobleza. Astenius Veralhad y su esposa Belise eran los dueños de un pujante emporio textil. Sus ropas eran maravillosas, su estilo, inigualable. Y por supuesto, Selayne se sentía entusiasmada y como pez en el agua con aquellas gentes.

Velantias se había vestido bien. Se había recogido el cabello. Nunca se permitía avergonzar a su esposa en eventos de este tipo, pero era consciente de que su vieja casaca, por muy bien conservada que estuviera y muy evocadores que fueran los bordados de oro en los puños, no era la última moda. En cualquier caso, nadie haría comentarios, y la anfitriona era Selayne, no él.

Su casa. Su salón. Su esposa. Su vida.

Habitualmente, en esta clase de cenas, acababa por dejar de prestar atención a la conversación y se retiraba el primero. Sin embargo aquella noche, cuando sirvieron el faisán relleno de manzanas, adornado con plumas de dracohalcón y con fruta cortada simulando motivos vegetales, su habitual ensimismamiento le resultó imposible de mantener. Maldita fuera su estampa, parecía que últimamente todo el mundo hablaba de lo mismo.

- No creo que tengan nada que decir - sentenció Astenius, sorbiendo su vino con ligereza y manteniendo levantada la barbilla. - Los sacerdotes de Belore se están excediendo, es intervencionismo. ¿Por qué deben ellos dar su opinión sobre asuntos arcanos?
- Estoy de acuerdo - le apoyó Davinia, con una sonrisa coqueta de labios rojos - Y un comunicado del mismísimo Custodio del Orbe. ¿Donde se ha visto? Es algo sin precedentes.

Ambos intercambiaron una mirada. Velantias rozó su porción de faisán con el tenedor de plata.

- Pues a mi me parece adecuado - dijo Belise. - El clero de Belore debería tener mayor participación en estos asuntos, en todos los asuntos. Son nuestros guías espirituales, al fin y al cabo, y quién más adecuado para llamar a la reflexión que el propio Custodio.
- Querida, desde siempre los custodios han tenido una función muy clara - sonrió su marido, mirándola con gesto condescendiente. - Custodiar el Orbe del Sol. Esa es su función. Es lo que deben hacer, no sermonear a los magísteres.

Belise negó con la cabeza, batiendo las pestañas.

- No comparto tu opinión, esposo mío. Creo que el Honorable Allure Lucero de Estío no está inmiscuyéndose en nada que no le afecte. Pensémoslo detenidamente - añadió, ensartando un trocito de manzana en su cubierto. - ¿Somos conscientes de todo lo que implica la creación de un clima artificial? Habría que acotar todo Quel'thalas en el interior de una burbuja mágica, imbuir todo el Reino. Y eso podría afectar a la Torre Blanca, quizá al mismo Orbe. Si tiene que protegerlo, es normal que tenga reticencias al respecto.
- ¿Y por qué no exponerlas con claridad en lugar de lanzar ese comunicado religioso hablando sobre inviernos y veranos? - replicó Davinia, mordiendo una uva entre los dedos y mirando de reojo a Astenius. - No, creedme, esto es intervencionismo se mire por donde se mire. He tenido oportunidad de conocer al Honorable Custodio, y deberíais ver cómo es para comprenderlo.

Velantias agarró la copa con suavidad. Probó el vino, con un ligero pálpito en las sienes. No era la primera vez que escuchaba su nombre, tampoco la primera que hablaban de él delante suya, pero no cabía la menor duda de que ahora era el tema predilecto en los salones del reino. Tendría que acostumbrarse. Aquella última mención por parte de Davinia le removió algo por dentro, y la miró por un instante.

- ¿Habéis conocido al Custodio, milady?

Escuchó su propia voz, casi sorprendido de sí mismo. La reacción de los invitados fue similar. Todos se volvieron hacia él, y su esposa sonrió espontáneamente, quizá pensando que por primera vez, Velantias se animaba a participar en una de las tediosas conversaciones de la cena.

- Si, tuve ocasión cuando acompañaba a mi madre, quien peregrinó a la Torre Blanca para pedirle una bendición a causa de sus dolores de huesos - respondió Davinia, reponiéndose de la sorpresa con gran elegancia.
- Contadnos, ¿cómo es el misterioso Guardián del Orbe? - inquirió Astenius, girándose hacia Davinia.

Ésta pareció encantada de acaparar la atención y se tomó su tiempo en masticar la suave carne de ave, tragar y beber algo de vino antes de complacer a sus oyentes.

- Nos recibió en la playa, rodeado por un grupo de ancianos. - explicó con petulancia - Es un joven muy hermoso, y pulcro como el que más, con una voz delicada, una delicia para los oídos, pero sus ojos parecen viejos. Como si estuviera cansado, o triste. Sin embargo, aunque al principio me pareció una criatura frágil, enseguida me di cuenta de que no era así.
- ¿Qué queréis decir? - Belise frunció el ceño.
- Los ancianos le miraban como si les diera miedo. Uno de ellos, que llevaba una venda en los ojos, se quedó atrás todo el tiempo, pero los otros dos se acercaron a susurrarle un par de cosas, y él les fulminó con la mirada. Enseguida agacharon la cabeza. Y al momento, el Custodio volvió a nuestra conversación con la misma placidez de antes.
- ¿De qué hablásteis?

Davinia miró a Selayne con una leve sonrisa.

- Mi madre quería que el Custodio la bendijera y le ayudara con su dolor de huesos. Él la miró con mucha firmeza y le dijo que podía bendecirla, sin duda, pero que si le dolían los huesos era por sus hábitos sedentarios y lo poco que cuidaba su salud. Que podría sanarla, pero que si ella seguía sin cuidarse, ya sabéis los problemas de mi madre con el maná, siempre volverían a dolerle. Y la envió a casa sin sanarla, insinuando que era una vaga y que más le valdría ponerse en forma y cuidar de sí misma, "apreciar los dones que se nos dan", creo que dijo.
- Cielos, qué engreimiento - replicó Astenius, volviendo los ojos al cielo.
- Eso mismo dijo ella - rió Davinia.
- No lo entiendo. ¿No deberían los hombres santos ayudarnos y curarnos? - preguntó Belise, algo consternada.
- Ese custodio parece no tener más interés que en sí mismo, y sin duda, por lo que Davinia cuenta, es un manipulador y un intervencionista. A saber con qué medios tiene amenazados a esos sacerdotes - insistió Astenius. - Espero que sus arengas sobre otoños e inviernos no tengan el menor efecto.
- ¿Que opinas tú, cariño?

Velantias aflojó los dedos, que había crispado alrededor del tenedor. Luego les miró uno a uno. Los rostros maquillados de las damas. El aspecto indolente del caballero. La expresión casi burlona de Davinia, el gesto ovejuno de Belise, el rostro anhelante de su esposa.

Su casa. Su salón. Su vida. Su mundo. No eran suyos, debían ser de otra persona.

- Creo que no tenéis la menor idea de lo que estáis hablando, ni de quién estáis hablando - replicó al fin, limpiándose la boca con la servilleta. - Si me disculpáis, señores, señoras...

Velantias descorrió la silla y subió las escaleras, dejando atrás las miradas perplejas de los invitados y el rostro herido de su esposa. Abrió la puerta de su despacho, sin encender las luces, retiró las cortinas y dejó la ventana abierta. Luego se sentó en el sillón y contempló como la brisa hacía golpear los visillos contra la pared, sumido en los recuerdos que atesoraba, dejando pasar el tiempo.

El Escolta (XXII)


- La ciudad está preciosa en primavera, ¿no crees?

Selayne abrió las cortinas y le brindó una sonrisa alentadora a su esposo. No terminaba de entender qué extraño placer encontraba él en permanecer casi a oscuras en la pequeña salita, a la luz de un candelabro, leyendo y escribiendo a solas. Él asintió levemente, estaba segura de que ni siquiera le había escuchado. Permanecía en la misma postura, recostado en la silla acolchada, con los brillantes ojos azul oscuro fijos en los pergaminos, tomando la tinta con cuidado y dejando que goteara de la pluma antes de retornar a los finos trazos de su caligrafía.

Ella suspiró y abrió la ventana un ápice, mirándole de reojo. Sólo entonces él levantó la mirada hacia el cristal y la fijó en las cortinas agitadas por la suave brisa.

- ¿Ya es primavera? - dijo, frunciendo levemente el ceño, como si saliera de un sueño turbio.
- Hoy es el primer día - sonrió ella de nuevo. Finalmente, Velantias le devolvió una sonrisa melancólica y se levantó, mientras ella le cedía el lugar para dejar que se situara junto a la ventana.
- Hay que ver, cómo pasa el tiempo.

Las luces de Lunargenta brillaban como estrellas titilantes en la noche, el viento suave y húmedo transportaba las fragancias de las flores pujantes.

- ¿Sabes? Los magíster están trabajando para conseguir que siempre lo sea en nuestra bella tierra. Lady Delia me lo ha dicho hoy en el Templo.
- ¿Ah sí?
- Ahám. Parece que hay algo de controversia al respecto.
- ¿Qué clase de controversia?

Selayne parpadeó y miró de reojo a su esposo.

- Los sacerdotes no están muy de acuerdo. El Custodio del Orbe ha enviado un comunicado muy inspirador.

Silencio. Percibía la tensión en la mandíbula de su esposo, y esa negrura triste en las pupilas, cuando su mirada se volvió hacia adentro. Le había conocido diez años atrás, cuando servía como escolta a un amigo de su tío, anciano, enfermo y muy aprensivo. Selayne no estaba enamorada, y siempre supo que Velantias no le amaba, pero él estaba herido y ella necesitaba un esposo para cubrir su relación incestuosa con su propio hermano. Siempre había deseado ser una mujer casada, y no le costó manipular las circunstancias para que su padre convenciera a Velantias de que esa unión le convenía. Creyó que podían ayudarse, y así lo intentaba... pero Velantias jamás parecía abandonar ese aire taciturno y dolorido. Y con el tiempo había aprendido que no le gustaban nada los sacerdotes ni sus sermones. Por eso, no pudo disimular su sorpresa al escuchar su pregunta, en tono grave y triste.

- ¿Qué decía el comunicado?
- Oh pues... verás, decía que todos amamos la primavera, pero que el invierno es necesario - respondió, muy animada por el repentino interés. - Que la tierra reposa bajo la nieve y aunque las hojas mueran, volverán a nacer, que las semillas plantadas con firmeza se fortalecen con el frío y gracias a él son más exultantes sus frutos. Y que apreciamos aún más la bendición de Belore cuando el invierno nos priva de su abrazo, que sin invierno no tiene sentido el verano, ni la primavera sin otoño. Decía que buscar la primavera eterna era una falta de fe hacia el ciclo de Belore, el Sol Eterno, y que El nos da el otoño para que sepamos esperar su nuevo resurgimiento. Esa clase de cosas.

Parpadeó, contemplando el leve resplandor en los ojos de su marido, el amago de sonrisa nostálgica.

- ¿Y crees que tiene razón? - murmuró Velantias.

Selayne se recogió un mechoncito suelto del moño y se encogió de hombros con ligereza, 

- Pues no lo sé. A mí es que no me gusta el frío.
- A mí tampoco.

Un golpe de brisa agitó las cortinas otra vez y las hizo golpear contra la pared. Velantias se quedó mirándolas con fijeza, abstraído. La elfa suspiró.

- Tengo que ir a organizar a las doncellas. Esta noche vendrán a cenar los Veralhad y la Dama Davinia.
- Bien
- Recuerda que es a las seis... no llegues tarde. Quizá podías leer uno de tus poemas.

Selayne le dio un breve beso en la mejilla y salió de la habitación. Sabía que no leería ninguna poesía, que probablemente llegaría tarde y que permanecería toda la velada como un mueble, inexpresivo y asocial. Pero llevaban diez años casados, ya estaba acostumbrada.