martes, 6 de septiembre de 2011

Despedida

El amanecer se despertó y vistió al mar con un resplandor dorado. Las lenguas de sol se deslizaban sobre las olas rompientes, enjoyando la espuma que lamía los tobillos a las dos figuras que permanecían en la playa. La brisa suave les agitaba los cabellos. Mantenían la mirada fija en aquel brillo áureo que se acercaba, inexorable, para tocarles. Respirando con lentitud, se llenaban los pulmones, concentrados, y ejecutaban los pasos de baile: la danza del acero, el Método, el Arte. La espada silbaba en cada giro preciso, la arena susurraba bajo sus pies.

Habían dejado su equipaje junto a una roca y las chaquetas de los uniformes sobre ella. Dos cordones dorados en los puños y una insignia les distinguían como recién graduados. Su instrucción había terminado: pronto regresarían al hogar y abandonarían la isla. 

En aquel último amanecer, habían regresado a la cala oculta. En ella, sobre la arena fina y casi virgen, se entregaban a la rutina del entrenamiento con la especial dedicación de las ocasiones únicas: atentos a cada pincelada del color del cielo, al vuelo de las gaviotas, a la suave canción del mar.

Era el final de una etapa, y como todos los finales que llevan a nuevos principios, éste se presentaba con una mezcla de nostalgia y expectación. Nostalgia por lo que queda atrás, expectación por lo que hubiera de venir... sin embargo, esta combinación tenía muy distintos matices en los dos jóvenes soldados. El chico de los ojos azules no temía al futuro. El de la camisa blanca, lo odiaba sin conocerlo.

El joven de los ojos azules se detuvo después de un movimiento fluido, y bajó la espada, con la vista fija en la línea del horizonte. Su compañero de más edad estaba a su derecha, un par de pasos por delante de él. Apenas tuvo que moverse un poco, con discreción para no entorpecerle, y se colocó a su espalda. Le rozó los cabellos con una mano, contemplando el resplandor del sol sobre ellos. Luego deslizó la palma sobre su hombro y siguió la línea de su brazo. El joven de la camisa blanca se paralizó al sentir el calor de su tacto, el roce de su cuerpo que se pegaba a su espalda.

- No te detengas - susurró el soldado de ojos azules.

Su mano se cerró con suavidad en la muñeca de su compañero. Con los ojos entrecerrados, apoyó la mejilla en su pelo y deslizó la otra mano alrededor de su cintura. El joven de la camisa blanca, tras un instante en el que se tensó un poco, dejó caer el peso de su cuerpo sobre su pecho y soltó la espada, desobedeciendo a su petición y buscando su mano. El chico de los ojos azules respondió a su gesto, deslizando los dedos entre los suyos desde detrás y rozándole la palma con las yemas al flexionarlos. El chico de la camisa blanca tenía los dedos finos, cuidados, aristocráticos. El joven de los ojos azules tenía las manos grandes, ásperas y calientes.

- ¿Volveremos a vernos? - murmuró el mayor.

Una gaviota se sumergió en picado y remontó el vuelo, cruzando por delante de las nubes.

- Nada me gustaría más - respondió el chico de los ojos azules.

Algunos finales también son un principio, pero no por ello son menos amargos. El alma y el corazón se acostumbran a sus lugares comunes, hacen hogares en ellos y cuando tienen que abandonarlos, se entristecen. Aquel final tenía el regusto amargo de la separación. Tras los años en la academia, se había estrechado entre los dos compañeros un sólido lazo cuya resistencia estaba a punto de ser puesta a prueba. Ahora, la vida tiraba de los cabos de la cuerda. Sólo el tiempo podría decir si aquel nudo se fortalecería más, se desharía como un jirón de niebla o se partiría la soga.

-¿Qué destino escogerás? - preguntó de nuevo el chico de la camisa blanca - Has sido el primero de la promoción... podrás elegir lo que quieras. Incluso los destinos reservados a los hijos de los reyes.

El joven de los ojos azules negó con la cabeza, rozándole el cabello con los labios. Luego le tomó de la mano y cerró los dos brazos en su cintura. Respiró el perfume de su pelo. Una punzada de angustia se deslizó en su estómago, como si se hubiera tragado un alfiler. Incluso aunque siguieran en contacto, tal vez las cosas no serían lo mismo. Allí, en la isla, alejados de sus familias, habían encontrado apoyo el uno en el otro, se habían dado las condiciones idóneas para que germinase aquella semilla verde y tierna. Ahora, el esqueje había atravesado la capa de tierra negra, fértil y cálida y tenía que enfrentarse al viento, a la lluvia. Moriría o crecería.

- Aún no he pensado en eso... supongo que antes serviré en el ejército de mi padre - respondió - ¿Y tú?

El joven de la camisa blanca negó con la cabeza.

- No lo sé... - dijo, bajando la voz hasta que se fundió con el murmullo de las olas -  cuando vine aquí, no quería quedarme. Ahora no deseo regresar.

Había una línea de dureza en su postura corporal que amenazaba con romper el abrazo en cualquier momento. Su compañero, que ya conocía esas reacciones, le estrechó un poco más e inclinó la cabeza sobre su hombro.

- No tiene por qué ser tan malo - le dijo al oído. - No será lo mismo, pero por encima de cualquier cosa, soy tu amigo. Y lo seguiré siendo. Estaré ahí para tí, siempre.

El joven de la camisa blanca aguantó la respiración un momento y después exhaló el aire entre los dientes, alzando el rostro para apoyar la nuca en su hombro. Bajó los párpados, sus músculos se relajaron. El chico de los ojos azules cerró los ojos un momento, respiró hondo y le apretó más contra sí. Luego miró de nuevo al horizonte, donde el sol ya se había alzado del todo por encima de la línea del horizonte. Con un suspiro de resignación, soltó la cintura de su compañero y dio un paso atrás; después se dio la vuelta para ir a recoger sus cosas.

El barco no tardaría en salir. Y si una despedida se vuelve demasiado larga, termina dejando de serlo. El chico de ojos azules lo sabía bien, sobre todo porque mientras se ponía la guerrera del uniforme, su corazón se removía, inquieto, deseando saltársele del pecho, abandonar esa estúpida prisión de carne que se equivocaba de camino y correr hacia el mar otra vez, a reunirse con quien quería estar. Sus sentimientos no entendían de graduaciones, de veleros amarrados en el puerto ni de convenciones sociales. Por suerte, aún era capaz de controlar sus sentimientos lo suficiente como para limpiar la espada, envainarla y dirigirse hacia la gruta que conducía al exterior de la cala.

- ¿Qué tal si nos reunimos dentro de un par de días?

El chico de los ojos azules se detuvo a medio camino. Se giró y sonrió al joven de la camisa blanca. Éste se había dado la vuelta y le observaba con un brillo decidido en la mirada.

- Podríamos... hacer un viaje - terminó el joven de blanco, guardando su propia espada tras recogerla de la arena. - Ver el mundo antes de que los deberes nos reclamen. Tal vez ir a...

- De acuerdo - interrumpió el chico de los ojos azules, reprimiendo su entusiasmo - Donde quieras. Cuando quieras. ¿Dentro de dos días?

El de más edad asintió.

- Cuanto antes mejor. ¿Te parece precipitado?

Sonrió. Aquella súbita propuesta tenía el regusto soñador de los planes vanos que se tejen en medio de la noche, esos que quedan en nada al amanecer, cuando la realidad de la vida cotidiana se impone. Pero aun así...

- No, en absoluto. Me parece muy bien. ¿Dentro de dos días en la puerta sur?

- En la puerta sur. Al amanecer.

El chico de la camisa blanca parecía muy seguro. El de los ojos azules asintió, ensanchando la sonrisa. Luego levantó la mano y reprimió las ganas de robarle un último beso. La noche anterior ya le había robado demasiados y había jurado que cada uno de ellos sería el último, hasta que acabaron desnudos y enredados en la playa, bajo un cielo brillante de estrellas y sin luna. No podía arriesgarse a tocar sus labios otra vez. Entonces, la despedida se alargaría tanto que dejaría de serlo... y el chico de los ojos azules, que era muy joven pero también muy disciplinado, tenía un barco que coger. Y aunque su reputación le importaba un bledo, no osaría comprometer la del chico de la camisa blanca.

- Hasta pronto, entonces.

- Hasta pronto - contestó el chico de la camisa blanca. Luego le dedicó una de sus escasas sonrisas, que a ojos del joven soldado era más brillante y pura que el sol limpio de la mañana, y echándose las manos a la espalda se volvió hacia el mar.

El joven de los ojos azules le contempló un instante más, grabándose su imagen a fuego en el corazón. A continuación, avanzó hacia la caverna, llevándose consigo todos los recuerdos hermosos atesorados durante aquel tiempo. El destino podía ser traicionero. Lo que hoy eran flores vivas y abiertas que exhalaban su perfume a raudales, mañana corría el riesgo de convertirse en pétalos marchitos, en imágenes difusas, nombres que no se recuerdan, huecos vacíos en un tapiz a medias. Guardó su tesoro en el alma y se internó en la oscuridad con semblante grave, portando en una mano la esperanza y en la otra la resignación.

El chico de la camisa blanca aguardó en la playa, severo y hierático, hasta que los pasos de su compañero dejaron de escucharse sobre la arena. Entonces levantó una mano y se llevó los dedos al pecho, apretando con suavidad, con el gesto torcido de quien encuentra una molestia. 

Se quedó allí hasta que la marea volvió a subir, contemplando las olas azules. Después, se marchó. 

Las huellas dispares de los dos jóvenes permanecieron sobre la arena hasta el anochecer. Cuando subió la marea, las olas las borraron.