lunes, 22 de marzo de 2010

El Escolta (XI)

El sol del mediodía se colaba a través de las cortinas translúcidas, derramando la luz intensa en el interior de las dependencias del señor de la Torre. La primavera había dado paso al verano, y el otoño se desperezaba ahora, cuando los atardeceres se volvían apresurados y el aire más fresco. El Orbe brillaba en la cúpula, el mar proseguía con su ir y venir y nada había cambiado en la Torre Blanca. Pero todo había cambiado.

- Pero no tiene ningún sentido - decía Velantias, lamiéndose los dedos y abriendo la naranja con las manos, arrancando un gajo. - ¿Cual es el origen de la norma?
- No lo sé, pero es la tradición - replicó Allure, que pelaba las frutas con cuchillo y tenedor como si fuera lo más natural del mundo, con la habilidad de los años. - Así se ha hecho siempre y así se seguirá haciendo.
- Pero será por algo. Las normas existen por algún motivo, si no son inútiles.
- Es así y ya está.
- No es una razón.

El escolta no pudo evitar sonreír ante la mirada de hastío que le dirigió el custodio. Estaban sentados ante la mesa, disfrutando del frugal almuerzo que les habían servido los lacayos. Allure tenía el pelo suelto sobre los hombros, las ondas doradas le enmarcaban el rostro. Sus ojos brillaban pálidos en el semblante relajado, sin rastro de la nostálgica tristeza que lucía cuando fue investido. Velantias se había arremangado la camisa hasta los codos, se apartaba el cabello oscuro del rostro al comer. La coraza dorada brillaba a los pies de la silla y sus guantes estaban tirados en la cómoda al otro lado de la habitación.

- Mira que eres pesado.
- Solo quiero entender las cosas. Estamos rodeados de mudos que... - cogió la servilleta que le tendía el chico y se limpió las manos. - Gracias. Estamos rodeados de mudos que escriben plegarias en preciosos pergaminos, parecen fantasmas sin vida. ¿Qué motivo tiene esa norma de no hablar?
- Es un voto, Velantias... un sacrificio. Se exige a quienes desean servir en la torre, pero no, no conozco la raíz de la norma. ¿Por qué no le preguntas a los Ancianos?

El escolta asintió, recogiendo las fuentes y dejándolas sobre la bandeja. Y tanto que lo haría, en cuanto tuviera oportunidad. Se incorporó y volvió la mirada al sentirse observado. Allure sonrió, inclinado hacia un lado en la silla y mordisqueando un trozo de naranja que, por supuesto, había pinchado con el tenedor. Sus ojos azul claro destellaron, también sonrientes, y Velantias reconoció la ya acostumbrada calidez que se despertó en su interior. El chico era tan bonito como una criatura celestial, y cuando sonreía el mundo parecía brillar a su alrededor. Sintió la tentación de acercar los dedos a su mejilla, escurrirlos por la piel aterciopelada, besar con delicadeza los labios finos que seguro que sabían a cítricos y miel templada. Pero no lo hizo.

- Vuelvo abajo - dijo en cambio, apartando la vista a regañadientes.

Se dirigió a la puerta, dejando tras de sí el suspiro arrebatado y la preciosa figura del Custodio. Descendió las escaleras con paso ligero, atándose de nuevo el pelo aun sin necesitarlo, con la cabeza llena de pájaros y la sensación de que los escalones estaban demasiado blandos. Se refugió en la quietud de la escribanía, donde tomó asiento junto a una mesa vacía, rodeado de los monjes mudos y fijó la vista en uno de los libros al azar.

Habían pasado cuatro meses desde su llegada a aquel lugar que parecía fuera del tiempo y del espacio. Nada había cambiado, pero todo era distinto. Un sueño sin sentido que hacía tiempo había renunciado a comprender, que se abría paso al caer la noche y parecía aletargarse después de mediodía, en un eterno compás de espera hasta que las luces se apagaban, los sirvientes soplaban las velas y se levantaba de su lecho, como un sonámbulo, caminaba hasta la puerta del custodio en la oscuridad y se detenía, mirándola y haciéndose reproches poco claros y con un nudo en el estómago. Entonces la puerta se abría y los dedos blancos y delicados tiraban de él hacia el interior, los brazos se enredaban detrás de su nuca y los labios de Allure se tendían hacia los suyos para aplacar su sed.

Ya no podía dormir si no era con la figura menuda entre sus brazos, no sin su aroma dulce embriagándole los sentidos, sobre las colchas mullidas de la habitación del señor de la Torre. Allí reposaba sobre los almohadones, con el cabello rubio de Allure cosquilleando en su nariz, acariciándole el rostro entre el perfume compartido de sus cuerpos, y dormía como nunca, hasta que el sol restallaba contra las ventanas y se escurría sobre el firmamento, haciendo que las horas avanzasen con pereza. Nunca se iba antes de que él hubiera despertado, y siempre volvía para comer con él, y entonces hablaban y discutían y conversaban sobre todo o sobre nada. Después, indefectiblemente, Velantias volvía a marcharse y a aguardar la noche como si el día fuera una condena o una prisión que le asediaba con dudas y por qués que se esforzaba en alejar de sus mientes.

¿Cuanto durará? ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué es lo que siento? ¿Estaré haciendo bien? ¿Será bueno para él? ¿Qué es lo que siento? ¿Será siempre así? ¿Qué siente él? ¿Acaso es malo? ¿Y si alguien se entera? ¿Qué es lo que siento? ¿Deberíamos hablar? ¿Estaré haciendo bien?

Una tras otra, se repetían en su cabeza como letanías que revoloteaban y a las que no podía dar respuesta. Y noche tras noche, todas desaparecían en el abrazo delicado de Allure, dentro de su cuerpo, con la suave armonía de sus gemidos y la entrega absoluta que le brindaba bailando entre sus brazos, diluyéndose en su saliva. Le bastaba mirarle para que nada importase. Pero al deshacerse del hechizo, su mente vagaba, confundida.

Levantó la mirada de los libros y la dejó pasear sobre los monjes callados, que parecían estatuas de cera. El voto de silencio le parecía en parte una ventaja en tal situación; al menos si alguien se enteraba de lo que sucedía por las noches en los aposentos del Señor de la Torre Blanca, esa información jamás saldría de la isla. Aun así, no lo entendía. Se dispuso a escribir una carta a los Ancianos para preguntar al respecto cuando los batientes de la escribanía se abrieron y uno de los monjes le hizo un gesto apremiante. Velantias arqueó la ceja, se levantó y salió al exterior, siguiéndole.

Afuera, la brisa azotaba con intensidad. Una barca estaba encallada en el muelle y el joven elfo que transportaba las noticias y mensajes le hizo un gesto con la mano, con una sonrisa sincera. Se acercó y saludó con ligereza, recogiendo los pergaminos lacrados.

- Hoy hay una para vos, sir Velantias - dijo el joven, colocando los remos sobre la tarima de madera.
- Ya veo. Esto es novedoso - replicó con media sonrisa, y volvió la vista hacia el cielo encapotado. - Amenaza tormenta. ¿Queréis descansar en el interior y esperar que pase el temporal?
- Me gustaría, pero no está permitido, señor - respondió el barquero alegremente. - Mejor regresaré cuanto antes, con suerte me adelantaré a ella.
- De acuerdo, amigo. Que Belore os guíe.
- Hasta pronto. Que las bendiciones abracen siempre a nuestro Señor de la Torre.

"Las bendiciones no lo sé, pero yo desde luego", pensó, agitando la mano hacia el mensajero que volvía a internarse en las aguas, que empezaban a agitarse. Caminó a paso vivo al interior y alineó la correspondencia. Apartó a un lado aquello que tenía que ver con el mantenimiento y los suministros de la torre y dejó sobre una bandeja plateada las peticiones y los mensajes destinados a Allure. Luego frunció el ceño y rompió el lacre del pergamino marcado a su nombre, desenrollándolo y leyendo la grafía picuda y elegante de Farn Hojapresta.

Parpadeó, ladeó la cabeza y volvió a releer el mensaje, sintiendo cómo se le cerraba la garganta y la rabia congestionaba su rostro. Al ascender las escaleras, con el ceño fruncido, el pergamino estrangulado en la mano y la ira martilleándole en las sienes, las preguntas sin respuesta repicaban en su cabeza como campanas al vuelo, mordiéndole por dentro con la picazón molesta de las verdades que se adivinan.

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