martes, 5 de octubre de 2010

Litha

Los barracones eran como una prisión. Los guardianes cerraban las hojas de las ventanas, impidiendo que ninguna luz nocturna entrase y apagaban todas las luminarias, sumiendo la sala común en una negrura profunda y terrible, que a él siempre se le teñía de nostalgia y añoranza. Pero aquella noche, las paredes no eran suficientes. Le parecía estar viéndola a través de los gruesos muros y la oscuridad densa, más allá de las siluetas recortadas como manchas de brea sobre las literas. Resplandeciente, redonda, brillante. El ojo pálido que le observaba, que le llamaba con el canto sobrenatural de las noches dulces y los fragantes jardines, joya efímera que teñía el crepúsculo de blanca irrealidad, de libertad.

"Ven, ven, ven", resonaba su invocación armónica en los oídos, en voz de mujer, dulzura embriagadora. "Ven, ven, ven". La había visto dibujarse, anunciar su llegada, con la forma de un ópalo brumoso aún en el firmamento azul del día, la había visto acechar en la tarde y podía sentirla ahora, abriéndose paso el magnetismo en su corazón. Llevaba ya demasiado tiempo allí. Demasiado tiempo sin ver la luna.

Trató de sustraerse del influjo, cubriéndose el rostro con el brazo. Le martilleaba en las sienes, le lamía por dentro, tiraba de su misma sangre. Obsesivo, cuanto más intentaba deshacerse de aquella letanía más violentamente parecía llamarle. "Ven, ven, ven". Su aliento respiraba al compás de aquel cántico. Tiró de las sábanas, con la mirada perdida en la litera superior. Ahí acechaba el reflejo. Se volvió hacia la pared. De nuevo allí. Le estaba persiguiendo, no era tan terrible, si sólo pudiera atisbarla por un momento.No podía escapar, y ya estaba perdido antes de haberlo pensado siquiera. Se rindió a los blancos brazos del hechizo sin haberlo probado todavía, dejando escapar un suspiro silencioso.

"Ven"

Se deslizó despacio, escurriéndose del lecho. Descalzo, con la camisa de dormir y los calzones, se acuclilló, aguardando un instante. Sólo tenía que alcanzar la puerta. Lento y sutil como una sombra, sus pies no levantaron más sonido que un murmullo sordo cuando avanzó a lo largo de las hileras de camas. Si los guardianes le veían... peor aún, si le veían sus compañeros. Pero era demasiado tiempo. ¿Y qué podía sucederle? Nada le resultaba demasiado malo.

"Ven"

Se agazapó, sin respirar siquiera. Los blancos cabellos le caían sobre el rostro, sin nada que se reflejara en ellos, invisibles. Invisible. Manipuló el cerrojo con cuidado y rezó en silencio para que no chirriaran los goznes. Comenzó a tirar de la hoja de madera, apretados los dientes y tensos los músculos. Una franja de luz lechosa se deslizó en las losas blanquecinas, un rayo pálido que se extendió sobre el suelo. Las motas de polvo danzaban alegres, diminutas luciérnagas pintadas ahora de resplandor, miseria convertida en estrellas danzarinas. La luna, que el mundo tornaba en fantasía.

"Ven"

Invisible, fundido en su embrujo, se coló por la breve abertura y el pasillo le recibió, con los amplios ventanales. Haces de plata cruzaban las cristaleras, al fondo, el arco y la isla, tras metros de meridiana e hipnótica claridad. La isla y la hierba meciéndose con el soplo de la brisa, las flores dormidas besadas por Elune, que guardaba todos los secretos, señora de lo prohibido. El aire se escapaba de sus labios, trémulo, mientras caminaba, arrastrando los pies. Los dedos le hormigueaban, le parecía flotar y disolverse, recorriendo con lentitud el ancho corredor. Las cortinas azules y los pendones de los Hojalba no parecían los mismos, las losas eran distintas incluso en su tacto. Estaba soñando, lo sabía. En el sueño de gasa y terciopelo, de oxígeno impoluto que roba el sentido y que invade los pulmones. Los pies desnudos sobre baldosas frías.

"Ven, ven, de nuevo ven"

Las siluetas de los guardianes cruzaron ante sus ojos, lejanas, como si no existieran. Sus voces no llegaban a sus oídos, sometidos al influjo del canto inevitable. No se dio cuenta de que era observado. "¿Has visto algo?". No lo escuchó. Pasos en la hierba aún lejana que no pudo reconocer. La estaba viendo, a través de las cristaleras, inmensa, redonda, más grande de lo que jamás la había visto. Su onírico resplandor le hizo detenerse, brillaba demasiado. Una perla gigantesca, contemplándole. Un ojo atento, hiriendo los suyos con luz argéntea, tiñéndole la sangre de plata, llenándole el corazón de fragmentos de espejo y de esquirlas nacaradas. Dejó de respirar, temblando, por un momento.

"Ven, ven..."

- Ven

Un tirón en el brazo y un traspiés silencioso. ¿Quién osaba arrancarle de su reino, detenerle mientras caminaba para reunirse con su pálida consorte? Una puerta, oscuridad, y de repente, la realidad que golpea con violencia casi dolorosa. Alguien le estaba empujando a través de telas apretadas, empujándole con manos rudas y calientes hasta el fondo de... ah sí. El armario de los estandartes. Intentó darse la vuelta para reclamar a su agresor, pero una mano se cerró sobre su boca y un brazo en torno a su cuerpo.
"Maldito, déjame". Forcejeó, frustrado. ¡La luna aguardaba! ¿Cómo se atrevía?

- Shhhh - leve en su oído, aliento cálido.

La silueta de la puerta, detrás de la marea de estandartes amontonados dibujó su contorno, titilante. Había luz de fanales al otro lado, pasos sonoros. Dejó de retorcerse y guardó silencio, tomando conciencia lentamente de dónde estaba y lo que sucedía. Los guardianes hablaban al otro lado, y sus voces se oían sordas, las gruesas telas de los estandartes las mitigaban de algún modo.

- Te digo que lo he visto. Parecía un fantasma - decía uno.
- Lothalien, no hay nada.
- Estaba aquí, parado, mirando a la ventana.

Al fin, el elfo apartó la mano de su boca y le soltó. No se movió, recuperando el ritmo de la respiración, leve y cuidada. La vergüenza, caliente y molesta, le subió a las mejillas. Había hecho una estupidez. Y no solo eso, sino que, como solía suceder más a menudo de lo que podía soportar, él había sido testigo.

- Solo iba a... - murmuró. ¿Por qué sentía que tenía que dar una explicación?
- ¿A escaparte?

Susurraban. Aún había voces fuera.

- No. Déjalo. Déjalo, déjame, olvídalo - replicó con aspereza.

Iba a volverse a atravesar las banderas, que se apilaban como los troncos en un bosque, apiñadas y en montones, cuando de nuevo, él le aferró por la muñeca.

- No hagas más tonterías - tiró de él hacia el fondo - Esperemos a que se vayan, volvemos a la cama y aquí no ha pasado nada.

Maldito fuera. La mano, la voz que susurraba, su calor cercano, ¿quién podía escapar así de la realidad? La luna se había callado, pero el recuerdo de su canción aún danzaba en su mente, aunque otros pensamientos compartían espacio con ella y la silenciaban poco a poco. "Y aquí no ha pasado nada". Seguro que el condenado pretendía seguirle. Ladeó el rostro para mirarle en la penumbra, entre los cortinajes con emblemas y las barras de madera. ¿Por qué era tan alto? ¿Por qué estaba ahí tan tranquilo? ¿Y por qué no le soltaba ya la muñeca? ¿Por qué se le veían los ojos de color púrpura en la oscuridad, y por qué, maldita sea, no tenía la suficiente decencia como para ponerse una camisa para dormir? No, claro. Él tenía que estar ahí, a pecho descubierto, con ondas caprichosas en el cabello y los finos pantalones de tela, acechándole incluso de noche para salvarle del castigo de los guardianes aunque él no se lo hubiera pedido.

El muy descarado le devolvió una mirada interrogante al sentirse observado. Tiró de su brazo y abrió la boca para decirle algo, no sabía muy bien qué, cuando la puerta se abrió y la luz dorada de los faroles entró a raudales.

- Lothalien, que no hay nada.

Lothalien, sin embargo, no estaba satisfecho. Al abrir la puerta del armario hondo, le había parecido ver moverse algo al fondo. Comenzó a apartar estandartes, atisbando, alerta.

- Algo se ha movido.
- Has abierto de golpe, es normal. Cuidado, no los quememos.

Recorrió con la vista el lugar, echando un vistazo detrás. ¿Sería un fantasma?

- Venga, vámonos - cedió Lothalien al fin.

Cerraron la puerta, y las luces se marcharon.

El guardarropa quedó sumergido en tinieblas.

Al cabo de un rato, la bandera que les envolvía se desplazó a su lugar cuando su captor la soltó para hundir los dedos en su pelo mientras le besaba, a oscuras, la boca cálida de labios suaves y especiados. Traidor, descarado, se había aprovechado. Sabía que no le empujaría ni les delataría con los guardianes mirando en su escondite, y había usado eso para acosarle. Ahora, mientras era acosado, le rodeaba el cuello con ambos brazos, enredándose en su beso. Ahora podría romperlo, apartarse. Pero su corazón cabalgaba y la luna se había callado.

Y aquí no ha pasado nada.

Podía sentir su mirada incluso en la total ausencia de luz. Intensa, tras los párpados que quizá hubiera cerrado al unirse sus labios. Podía sentir su pulso, real, reavivando sus propios latidos. El calor de su pecho desnudo unido al propio y el roce de sus cabellos que, insistentes, irritantes, sabía que reposaban en ondas desordenadas sobre sus brazos. ¿Por qué era tan alto? ¿Por qué le besaba cuando le venía en gana? ¿Por qué tenía que tener ojos profundos y labios suaves y duros, por qué su lengua le acariciaba con roces sutiles y contenidos como no lo había hecho nunca antes? ¿Y por qué le respondía? Quizá porque su abrazo era auténtico y puro. Porque quería esos besos y aquella oscuridad profunda sin luna, real, sincera, donde no podían verse pero su presencia era tan intensa y verdadera.

Respiró quedamente cuando él se separó, aún con los dedos en su pelo. Le costaba empujar el aire hasta los pulmones. Sentía su mirada.

- Ya se han ido - susurró al fin.

No escuchó ninguna respuesta.

- Podemos regresar - dijo, de nuevo.

Tampoco hubo respuesta.

Aún tenía su sabor en el paladar. Los brazos en su cuello. Los desenredó lentamente, tragando saliva, y escurrió los dedos sobre su pecho con un ligero temblor, rozando la piel joven y curtida. Era menor que él, ¿por qué tenía que ser tan alto?. Ya no le llamaba la luz argéntea. La negrura en la que se encontraba no le hechizaba, pero se abría ante él con una promesa secreta y aun más tentadora que la de la isla acariciada por la brisa, con las flores cerradas brillando en la noche. En las tinieblas había alguien. Afuera, a la luz, sólo sueños. Él se estremecía, tensándose bajo sus dedos. Apenas le estaba rozando el vientre, carne dura y cálida, suave como una escultura de barro recién salida del horno. Frunció el ceño; no era para tanto, solo una caricia.

Afuera, a la luz, sólo sueños. Él le había arrancado del hechizo de Elune. ¿Qué tesoro aguardaba en la oscuridad?

Volvió a rodearle la nuca con los brazos y esta vez, fue él quien le besó, abriéndole los labios con los suyos. La respuesta fue inmediata y golpeó como la ola de un océano calentado al sol, envolviéndole de calidez anhelante. Paso a paso, caminó a través de aquella noche negra, descubriendo los misterios que se le ocultaban incluso a la blanca reina de los cielos. Misterios hechos de piel y sudor, de manos enlazadas y besos húmedos entre los gloriosos estandartes de Quel'thalas. Despacio, paso a paso, recorrió el camino desconocido que se le abría en las tinieblas, inseguro y curioso, hasta que la canción se borró de su memoria y el embrujo saltó por los aires, en los brazos del captor, con él entre los suyos.

En el exterior del edificio, Lothalien y Hador hacían guardia, con las lanzas en alto. Era una noche preciosa.

- La luna está enorme.

Hador asintió, cambiando de postura.

- Más que nunca.

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