jueves, 28 de octubre de 2010

El Escolta (XXIX)

- Marchaos. Dejadme solo.

El Venerable Ioren fue el primero en salir. Shulkar y Coreldin necesitaron de una mirada cruel por parte del joven sacerdote para abandonar la sala finalmente. Cuando cerraron la puerta, Allure deslizó las manos sobre el Orbe y lo levantó de su reposo etéreo, dejándolo flotar sobre sus dedos y acercándose a un rincón, con la esfera girando a pocos centímetros de las manos. Se dejó caer, con la espalda contra la pared y un gesto de dolor.

"Ya deben haber embarcado", se dijo, rozando la calidez con las yemas. "O estarán a punto".

Había pasado una hora larga, meditando junto a los sacerdotes hasta que no pudo soportar más su presencia. Ahora que ya no estaban, se permitió un largo suspiro y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas, estremeciéndose con un sollozo.

- Se va... - le dijo a la reliquia. - Ya no hay más que esperar, ya sólo recordar. ¿Qué será de mí? A partir de ahora, sólo te tengo a tí.

Allure abrazó la esfera, en el rincón de la lágrima de piedra, mientras las suyas se deslizaban por su rostro. El brillo del Orbe se volvió pálido, triste, velado. Por mucho que se aferrase a él, el calor que desprendía no conseguía confortarle ni aliviarle. Había tenido sus brazos otra vez, sus besos ardientes y su voz en los oídos. ¿Qué podía consolarle ahora que los había perdido para siempre?

"Te amo, y siempre te amaré", le había dicho Velantias, entre los jadeos entrecortados, el sudor y el llanto incontenible de Allure. "Hasta el fin de mis días y después de mi muerte, sólo a ti".

- Te amo, y siempre te amaré - repitió él, rebelándose contra el nudo en su garganta. Entonces no le había contestado - Hasta el...

Se sorbió la nariz al escuchar los pasos y la puerta, abriéndose. Se puso en pie rápidamente, intentando recomponerse y mirando la figura en la entrada. Por un instante, le dio un brinco el corazón. Le pareció ver la armadura dorada y los ojos profundos. "He vuelto", diría él, "Y nunca más me iré. Tendremos primavera". Pero no. Era sólo su imaginación.

Se pasó la mano por la cara, limpiándose los restos de lágrimas para distinguir los rasgos de aquel desconocido y conteniendo todas las demás con un dique impuesto a fuerza de voluntad desesperada. Tenía el orbe debajo del brazo, cuando el intruso se acercó a él con pasos extraños, tambaleantes.

- ¿Qué haces aquí? - murmuró - Vete. No deberías...

Le reconoció, aunque le costó. Al hacerlo, una lengua de pánico frío y aterrador le lamió la espalda. Se quedó fijo en el suelo, con la boca abierta y el aliento detenido en los pulmones. Todos sus terrores volvieron a él, estallaron como un volcán en erupción y le asaltaron desde todos los frentes. Se echó a temblar y los oídos le zumbaron, con la alarma instintiva que gritaba desde todas direcciones, mareándole, crispándole, haciéndole enloquecer.

La armadura no brillaba y la espada estaba oxidada, colgando de una de sus manos crispadas. Llevaba unos extraños grilletes en las muñecas, y su cabello, antes rubio y suave, era blanco y quebradizo. Le arrastraba casi hasta los tobillos. El tenue resplandor del Orbe del Sol envolvía su silueta y sus facciones en una luminosidad fantasmagórica. Los ojos ictéricos le observaban con frialdad, su piel estaba cuarteada, y en el cuello tenía una línea oscura, negruzca, una incisión larga que vibró y se entreabrió cuando Shorin Jinete del Sol intentó hablar.

- Miiiggghhh... miiii...oooooggghhh... - gorgoteó un gruñido
- Estás muerto - dijo Allure, pegándose a la pared. - Estás muerto. No estás aquí. No es verdad. No es verdad. Yo te maté. No estás aquí. ¡Estás muerto!

Se tapó el rostro con una mano y abrazó el Orbe. No podía llegar a la puerta. No tenía armas. No tenía nada. Abrazó el Orbe, apretándolo en su pecho, temblando, rezando desesperadamente.

Shorin alargó una mano con un gemido quebrado y extraño, se impulsó hacia adelante para atraparle. Allure corrió, tratando de escapar, la mirada fija en la puerta. Los dedos férreos le agarraron de las trenzas y gritó.

"Velantias, Velantias, ven, ven, ven, ven", no podía pensar en otra cosa. "Belore, ayúdame, Belore, protégeme, Velantias, ven, ven, ven"

- ¡No!

Shorin le arrojó al suelo de los cabellos. El impacto le dejó sin aire, cayó de espaldas y el Orbe rodó entre sus manos, yendo a detenerse delante de la puerta. Fijó sus ojos desesperados en la esfera. Trató de alargar una mano para atraerla, pero la bota de Shorin, mugrienta y mohosa, se estrelló contra su mano. Escuchó el crujido de los huesos y el dolor terrible casi le hizo desvanecerse. ¿Había gritado? Creía que sí.

"¿Es que nadie va a venir? ¿Nadie me va a ayudar? Por favor... por favor..."

- ¡¡¡VELANTIAS!!!

La espada oxidada se levantó.

- Miiiiiiooooooooogggggghhh.

El Orbe del Sol parpadeó y se apagó, repentinamente. La oscuridad se hizo con la sala de la lágrima, y una más se escurrió por el rostro del Custodio. Las imágenes pasaron ante sus ojos como un torbellino.

Una mañana clara y sus ropas engalanadas. Un caballero lejos, brillando bajo el sol. El día de su nombramiento, cuando se sentía tan pequeño y tan asustado, y se desmayó como un idiota. Los brazos poderosos que le sostenían. Un beso en el balcón. Los malentendidos, la incomprensión... el mar y sus brazos otra vez, rescatándole de las olas. Una talla... un pájaro... "no debo hacerlo tan mal si puedes adivinar lo que es". La risa suave y tranquila. Las noches largas y perezosas, escuchando su corazón.

- ...hasta el fin de mis días y después de mi muerte - susurró, cerrando los ojos, encogiéndose, apretando los dientes.

"Solo a tí, Velantias, mi escolta. Solo a tí."

El frío gélido, cortante, terrible, le atravesó el vientre, haciéndole contraerse. Nada le había dolido tanto, jamás. El grito le rompió la garganta y fijó la mirada en la puerta, hasta que dejó de ver.

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La playa estaba hermosa al mediodía. Velantias empujaba la barca desde la orilla, llevándola hacia el mar. A unos pasos, los tres sacerdotes y todos los monjes les despedían, haciendo sonar diminutos crótalos y suaves campanillas de plata.

- Es una pena que se acabe ya - murmuró Selayne, apoyando la cabeza en el hombro de su padre - me gustaba mucho esta torre.

- Es un lugar maravilloso, es verdad - replicó Eremin, sonriendo con suavidad. - Espero que podamos regresar algún día.

- ¿Por qué no habrá bajado el Honorable Allure a despedirnos? - se lamentó Selayne, agitando la mano hacia la comitiva - Me hubiera gustado tanto verle otra vez...

El agua le llegaba a la cintura. Velantias sostuvo la barca, había corriente, y debía subir al bote antes de que ésta lo arrastrara más hacia la lejanía.

- No podía - dijo su suegro. - Uno de los monjes me dijo que tenía una reunión con su escolta.

Velantias frunció el ceño. Un latido violento le golpeó en las sienes y miró a su suegro, parpadeando.

- ¿Cómo?
- ¿Qué te sucede, esposo? - dijo Sylene, tendiéndole la mano - Vamos, sube de una vez. Con la armadura no vas a poder, y tienes que remar.

Velantias miró los remos. Contempló a su esposa y a su suegro, tragando saliva. Había sido entrenado para esto. Educado y preparado para saber cuándo algo iba mal, y aunque hubiera dejado de practicarlo hacía algunos años, el pútrido olor del peligro y la traición volvían a llegar hasta él con más virulencia que nunca. Apretó los dientes y miró hacia atrás.

- Es imposible. El Custodio está en problemas.
- ¿Qué?
- Sube, maldita sea - casi gritó Sylene - ¡Tenemos que irnos! La corriente arrecia.
- No tiene ninguna reunión, algo va mal.
- ¡¡SUBE!!
- ¿Cómo lo sabes? ¿Y por qué? - Eremin le miraba, genuinamente preocupado.

Con un resuello y agitando la cabellera oscura, Velantias agarró el borde de popa y tomó impulso. Los ojos le destellaron como hojas afiladas.

- Porque YO soy su escolta.

Empujó la barca y no se entretuvo a mirar la expresión perpleja de su suegro y su mujer. Escuchó el grito de ella a lo lejos, iracundo y despechado, pero lo ignoró. Vibraba en su alma, alertándole. Corrió, con la mano en la empuñadura, una tormenta de furia y ansiedad enredándose en su corazón. Desenvainó en la orilla y los monjes se apartaron, aterrados.

- ¡Detenedle! - gritó Coreldin, crispando el rostro en una mueca de odio.

"Al que se ponga en mi camino lo mato", pensó. Iba a decirlo, pero otra voz se le adelantó, poderosa y vibrante.

- ¡NO lo hagáis! El Guardián Velantias Auranath está al mando ahora, acólitos.

El Venerable Ioren empuñaba su bastón, se había vuelto hacia Coreldin y Shulkar, y parecía ser más alto que antes. Velantias dudó un momento, mirándole a él y a los otros dos. El ciego giró el rostro un instante para asentirle.

- Corre.

No necesitó que se lo dijeran otra vez. Corrió, con la espada en la mano, el escudo a la espalda y la premura de aquellos que saben cual es su lugar y no quieren llegar tarde a él.

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