jueves, 28 de octubre de 2010

El Escolta (XXVIII)

"Es como un sol pequeño y cálido", pensó Velantias. Allí estaba el Orbe, brillando suavemente con su dorado resplandor, en el centro de la habitación con forma de lágrima. Antaño, se había entretenido mirando los grabados de la pared, sus ojos quedaban capturados por la hermosa reliquia, que le encogía el corazón. Ahora, mientras el Custodio y sus sacerdotes hablaban con Albanys, él mantenía la mirada en la esfera como si no existiese otra cosa. No se atrevía a mirar a Allure. Si lo hacía, tenía la impresión de que su corazón saltaría por los aires, roto en pedazos. Todos le verían sangrar, todos sabrían lo que había pasado hacía años, lo que había pasado la noche anterior.

- Quel'thalas es un reino mágico, Señor - decía Albanys - El Orbe es sagrado, sí, pero la Fuente también lo es. Las piedras rúnicas protegen nuestras tierras, pero imbuyéndolas con los hechizos adecuados...
- Queréis una primavera eterna - interrumpió el Custodio - ya lo sabemos, y no lo aprobamos. Pero nadie tiene poder para impediros eso, ni a vos ni a ningún otro magíster. Sólo somos sacerdotes.

Lord Albanys y Allure se habían caído en gracia, pero a medida que la conversación transcurría, Velantias se daba cuenta de que el Custodio no iba a ceder sólo porque Albanys le resultara simpático. Y no, Velantias no acertaba a comprender qué estaba haciendo él allí, escuchando las palabras de los sabios.

- No se trata de eso, Honorable Custodio. Queremos que entendáis que ese progreso arcano os beneficiará también a vos. ¿No se fortalece el Orbe con la luz del Sagrado Belore? ¿No es en invierno cuando más decae su poder?
- Sois arcanista, no sacerdote - repuso Allure. Estaba a la derecha de la reliquia, en pie. Los demás sacerdotes, detrás suya, no habían abierto la boca. El ciego parecía una estatua. - El poder del Orbe no es algo de lo que deberíais hablar, si me lo permitís, al igual que yo no hablo sobre el poder de la piedra Falithas.

Las palabras del Custodio sonaron severas y seguras, casi a reprimenda. Albanys suspiró y asintió con la cabeza.

- Disculpadme - dijo. - En cualquier caso, vuestra oposición clara y el comunicado que hicísteis han creado desconfianza entre las capas sociales.
- Entiendo que mi oposición clara resultaría indiferente a los magísteres si además, fuera silenciosa - arguyó el Custodio, volviéndose hacia la reliquia. - Yo dije lo que tenía que decir y no me retractaré. Es lo que pienso. Pero no soy partidario de repetirme, así que haced lo que gustéis.
- Pero Honorable... - el arcanista dio un paso adelante, conciliador - Quisiera comprender vuestra opinión y discutir sobre ella. No entiendo qué veis de malo en el reinado de una eterna primavera, donde los bosques puedan crecer, siempre exultantes, la belleza y la juventud nunca se marchiten. ¿Qué error hay en eso?

Allure se volvió lentamente hacia el magíster. Velantias no pudo evitar mirarle, porque sentía sus ojos sobre sí. Fue apenas un momento, una mirada triste y breve que después derramó sobre los demás, convirtiéndola en un gesto global. Pero Velantias sabía que era para él, y lo confirmó al escuchar sus palabras.

- Las expectativas, Lord Albanys - dijo el Custodio, bajando la voz. - Dad a nuestro pueblo una eterna primavera, y olvidarán los ciclos, olvidarán algo esencial en la vida. En la seguridad de nuestro Reino, con las bendiciones constantes de una primavera suave, rodeados de belleza... ¿Cómo van a estar preparados los quel'dorei para cuando les asalten las contrariedades? Dejarán de entender que siempre las hay. Que no todo puede controlarse con la magia, como el clima. Y que no podemos defendernos de todo con piedras rúnicas.

Velantias tragó saliva. Ninguna primavera era eterna, él lo sabía. Su alma se había convertido en un invierno constante. Aún no tenía fuerzas para sumergirse en el recuerdo de la noche anterior, aún no era capaz de pensar en ello con coherencia, pero lo llevaba pegado a la piel, a las entrañas y a la sangre. Había sido hermoso y cálido, como antaño... pero también triste, amargo. Como todas las despedidas. "Anoche tuve un otoño fugaz, pero no volveré a probar primaveras ni veranos", supo con certeza.

El magíster asintió a las palabras de Allure, y su gesto se tornó melancólico.

- Honorable, creo que os entiendo. Y sé lo que queréis decir. Pero nuestra raza ha tenido años... siglos de inviernos insalvables. La contrariedad ya ha dejado una huella muy profunda en nuestra sangre, y dudo que nadie pueda olvidar eso. Creo que los quel'dorei nos merecemos al menos este descanso.

Allure levantó la barbilla. Su porte no dejaba de ser digno, aun con aquella expresión dolida y anciana en un rostro tan joven.

- No voy a retirar mis palabras ni desdecir el comunicado, milord. Pero tampoco insistiré sobre ello. Sólo os pido que, de realizarse, mi torre permanezca fuera del área del hechizo.

"Mi torre". Velantias tuvo que reprimir una sonrisa. Los viejos no habían osado decir una palabra, aunque Coreldin estaba mirando a Allure de una manera que no le gustó en absoluto. Un cosquilleo amargo se le enredó en el estómago, una vaga sensación de alarma. ¿A que venía esa mirada venenosa? La suya se endureció, fija en los ojos del Anciano, que al captarla, parpadeó y volvió la cabeza hacia otro lado.

- Será como deseéis, Honorable Custodio - dijo el magíster.
- No... nunca lo es - Allure sonrió brevemente, sólo con los labios. - Tengo que meditar, buen señor. Podéis quedaros cuanto queráis en estos dominios.

El magíster negó con la cabeza, devolviéndole una sonrisa cálida.

- Partiremos al mediodía, si no os resulta precipitado - dijo amablemente. Velantias conocía a su suegro, y era un hombre sabio y habilidoso. Su semblante, plácido y casi tierno, le desvelaba que, pese a que la entrevista no le había satisfecho, no había ofensa en él. - Os garantizo que vuestra torre seguirá conociendo los ciclos, y os agradezco enormemente vuestro tiempo y hospitalidad.

- Y yo vuestra compañía.

Allure destrozó el protocolo en unos cuantos pasos, acercándose al magíster y colocando una mano en su frente para murmurar una bendición. Velantias le había visto hacerlo alguna vez, pero siempre desde unos pasos atrás, guardando su espalda. Su corazón se encogió al ver cómo se iluminaba la mirada del Custodio y su expresión se tornaba cálida y familiar al tocar a Lord Albanys.

- Que vuestros días sean largos y prósperos, señor. Que las bendiciones del Sol os den fuerza y templanza y os iluminen en los días oscuros, que hagan plácido vuestro descanso y fructífero vuestro esfuerzo. Os deseo de corazón todo lo mejor.

Lord Albanys entrecerró los ojos e inclinó la cabeza, dejando escapar un suave suspiro. Al alzar de nuevo la vista, su rostro parecía haber rejuvenecido de alguna manera.

- Yo también os lo deseo, Honorable Custodio. En verdad, Belore está con vos.

Al salir de la cúpula, la puerta se cerró a su espalda. Velantias notaba el frío en sus entrañas y una sensación de mareo y angustia que parecía haber debilitado todos sus músculos. Se había quedado unos minutos, en silencio, mirando a Allure, hasta que comprendió que el muchacho no diría nada y no se daría la vuelta para dirigirle una última palabra o regalarle sus ojos una vez más. Al salir, se reunió con los demás en la puerta. Los tres sacerdotes y Eremin habían salido los primeros, y le estaban esperando. Los Honorables les escoltaron a cierta distancia hacia el refectorio.

Caminaba en silencio detrás de su suegro, cabizbajo y luchando contra las emociones despiertas y heridas. "Herida sobre herida", se dijo. "No aprendo, nunca aprenderé... no puedo volver aquí, nunca más. No volveré nunca, duele demasiado".

Selayne corrió a su encuentro en el blanco pasillo. Llevaba flores en el cabello y una sonrisa brillante en el rostro.

- ¡Velantias! ¡Padre! ¿Qué tal ha ido?

Recibió el beso de su esposa como un aguijón de veneno, reacio y pálido. Temeroso de que borrara de sus labios el recuerdo de los besos de Allure, de su piel y su sudor. Eremin Albanys sonrió con suavidad a su hija.

- Regresaremos en unas horas. El Custodio es un hijo de Belore.
- ¿Le habéis convencido? - replicó ella, cogiéndose del brazo de su esposo.
- No. Pero no hace falta.

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