viernes, 8 de octubre de 2010

4.- Iryë

Vashera estaba muy orgullosa. La noche era perfecta y el aire olía a fuego, tal y como debía ser. El altar estaba casi listo, no era más que un montón de calaveras apiladas, y en las celdas de metal, los sacrificios aguardaban. No le costaba concentrarse, mientras el resto de los hermanos murmuraba las letanías a su alrededor. No había por qué apresurarse.

Cerca, en las cascadas, los hermanos combatientes hacían guardia con las armas prestas, y esos memos del Santuario Esmeralda eran pocos y cobardes. No les molestarían, se quedarían recluidos en su fortín, rezando y pidiendo a sus dioses que se abriese la tierra y les engullera, o alguna estupidez por el estilo. No pudo evitar que una sonrisa cruel cruzara su rostro fugazmente mientras se ajustaba el cinturón y se embebía en aquel ambiente cargado y corrosivo que le picaba en las venas y despertaba su poder.

- Una más, Iryë - murmuró quedamente.

El pequeño elfo pestañeó y le miró con gesto confuso, arrastrando el saco raído tras de sí. Luego metió las manos blancas en el interior y sacó una calavera de orco con un gusano retorciéndose en la cuenca del ojo y jirones de piel pegados al hueso. Se acercó al montón y la colocó encima, abriendo las manos después y poniéndolas en torno a la peculiar pirámide para que no se cayera. La toga le estaba grande y arrastraba por el suelo, las cadenas en sus muñecas tintineaban cuando se movía.

- Buen chico. Ven aquí, ya vamos a empezar.

La bruja y su peculiar sirviente se situaron en el centro del círculo. Catorce figuras encapuchadas les rodeaban, elevando sus voces en un mantra repetitivo de vocablos tajantes y crudos, monotonal e insistente. La luz de las estrellas se derramaba en el claro boscoso, reflejándose en la savia envenenada que brotaba de las grietas de los árboles y devolviendo un brillo fosfórico y fantasmal. La hierba enfermiza se deshacía a sus pies. Olía a podredumbre y acidez, y por encima de todo a fuego. No ardía ninguna llama, pero el infierno estaba en el viento, temblaba bajo la tierra, se saboreaba en cada bocanada.

Vashera abrió los brazos. A su señal, dos acólitos avanzaron hacia una de las jaulas y arrastraron fuera de ella a una kaldorei de mirada vacía, desnuda como el día de su nacimiento, que no opuso resistencia alguna. Su mirada estaba perdida en la nada. La voz de Vashera se escurría, silbante, en la invocación oscura y maliciosa que escupía como una serpiente traicionera. Iryë, de pie, a su lado, lo observaba todo con expresión ausente, sosteniendo el puñal ritual sobre las palmas de las manos extendidas hacia adelante.

La primera sangre fue vertida, y la daga volvió a sus dedos, manchándolos de rojo. La atmósfera se volvió espesa. Su pirámide de calaveras se pintaba de rojo lentamente, las sonrisas de hueso sangraban de heridas ajenas, mientras la vida era entregada a la muerte y la densa sombra se alimentaba, golosa, de las almas desesperadas.

Y entonces se rompió. Alguien gritó en la ladera.

- ¡O'hoba! ¡O'hoba!

Iryë no se movió. Cerró los ojos con fuerza cuando los atacantes cayeron sobre el culto. Algo pasó velozmente delante suya y escuchó el silbido de un sable en el aire, el golpe seco de una cabeza cercenada estrellándose sobre el suelo. Las manos le temblaron y corrió a esconderse tras una de las jaulas de metal. Tenía la cara manchada de algo caliente y húmedo, que le supo salado al rozarle los labios. Oculto, se abrazó las rodillas y mantuvo los ojos cerrados, escuchando. El sonido del acero hendiendo la carne y partiendo los huesos. Los aullidos postreros y los agónicos estertores. Abrió los párpados cuando algo cayó cerca de sus pies. Era un brazo sanguinolento. Volvió a cerrarlos, respirando profundamente.

Otro grito. Cuerpos pesados desplomándose. Truenos rugiendo. Flechas silbando y entrechocar de metales, sonidos húmedos de entrañas derramándose y venas abiertas liberando su contenido a borbotones. Y cuando la sinfonía se iba apagando, ralentizada, disminuyendo, pasos acercándose, tintineo de anillas de metal. Abrió los ojos. Su mirada emborronada se volvió mas clara cuando las lágrimas se le escurrieron por las mejillas, y distinguió la figura que tenía delante.

Una espada brillante, curva, de hoja larga, empuñada por una mano enfundada en guante negro. El guerrero llevaba cota de mallas y botas tachonadas. Sus hombreras tenían forma de cabeza de lobo, con dientes de acero. Los ojos de los lobos eran cristales rojos que le miraban. Pegó la espalda a la prisión de hierro, temblando descontroladamente, pero no puso las manos delante de su rostro. Por el contrario, levantó la mirada hacia el guerrero, y la mantuvo en sus ojos. Eran azules.

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Haari bajó los brazos, jadeando. El último invocador había caído y la hierba ardía con pequeñas llamas, dejando al descubierto claros de tierra enferma. Los rayos que había invocado habían prendido algunos cadáveres y las llamas crepitaban en el aterrador montículo de huesos, que se desmoronó finalmente. Se apartó la capa y rebuscó el tótem adecuado en su pesado collar, aún pugnando por recuperar el aliento. Estaba terminado, pero los espíritus inquietos debían ser aplacados.

Mientras sostenía la figura entre las manos y murmuraba una plegaria, Drabor acudió a buen paso, apartándose el cabello negro del rostro.

- Hemos terminado, Zulfi - anunció, inclinándose levemente.

Haari asintió, terminando el rezo y colgándose el tótem de nuevo al cuello, mirando alrededor. Los druidas del Santuario Esmeralda estarían satisfechos.

- ¿Ha caído alguien? - preguntó, volviendo la mirada hacia su segundo. El humano negó con la cabeza.
- Estamos todos - replicó él, señalando tras de sí, donde el grupo de mercenarios se iba reuniendo.

"Buena lucha", pensó Haari. Ahí estaban todos. Akkar salía de entre los árboles, riendo y echándose la ballesta a la espalda con su peculiar caminar, producto de la cojera que Roca Negra le había dejado años atrás, cuando se conocieron en los Coyotes de Durotar. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Ya no era una novata sin experiencia que apenas podía expresarse en lengua orca. Ahora era una poderosa chamán, de gran fuerza mística y capaz de combatir con diversos medios, que dominaba cuatro lenguas con fluidez, a pesar de sus colmillos. Era la líder espiritual de los Mueh'zala Atal, aquellos eran sus hombres. Muchos se le habían unido tras la campaña de la Montaña de Fuego, cuando los Coyotes se disgregaron. Drabor, el jefe militar del grupo, realizaba las estrategias y se encargaba de que las cosas funcionaran, pero Haari era consciente de que ella era el nudo que les unía a todos. Se sentía casi como una madre.

Contó con la mirada a los hombres y asintió despacio, recolocándose las hombreras fetiche. Luego frunció el ceño y miró al humano.

- ¿Y Ashra?
- Estaba terminando con los moribundos, Zulfi. Ya debería estar aquí.

Haari tuvo un mal presentimiento. Empuñó la maza y buscó al elfo entre los cadáveres. Finalmente, una figura llamó su atención, en pie detrás de una de aquellas abominables prisiones de metal.

- Ashra.

Una figura se movió a ras del suelo y se abrazó a las rodillas del elfo al verla llegar. Ashra no se movía. Tenía la espada baja y la mirada fija en aquella criatura, de largas orejas, rostro asustado y vestida con la toga púrpura de los cultistas. Haari contrajo el gesto. Era un quel'dorei joven, un muchacho. Tenía la cara manchada de sangre y cadenas en las muñecas.

- ¿Todo bien?

El mercenario asintió, sin mirarla siquiera.

- Acaba, entonces. Hay que volver.
- No voy a acabar.

La chamán exhaló un suspiro suave y caminó hasta quedar a su lado. El bosque sangraba por heridas de corrupción y el aire dolía en los pulmones. No podían quedarse mucho rato más. Miró al niño elfo, aferrado a las piernas de Ashra y temblando, con los enormes ojos abiertos y las lágrimas bañándole las mejillas. Sus ojos eran de color rosa pálido, la piel, absolutamente blanca. Le habían cortado los cabellos en la nuca, de manera desigual; los bucles rizados se enredaban tras los lóbulos de las orejas alargadas y caían en largos mechones delante de ellas, sobre los hombros y hasta el pecho. Estaban teñidos de rojo, pero eran negros en las raíces. Una profunda sensación de peligro y asco le embargó al verle, sin que Haari fuese capaz de definirla.

- Lo haré yo entonces.

Ashra la detuvo cuando se disponía a empuñar la maza.

- Tiene grilletes en las manos.
- Ashra, no.

No sabía a qué se estaba negando tan tajantemente, pero algo no le gustaba en todo aquello. El chico se encogió, apretándose contra las piernas del elfo. Su respiración acelerada era un murmullo de gemidos apagados y las lágrimas le goteaban de la barbilla.

- Lleva la toga de los cultores. Y creo que está maldito - insistió.
- Aquí todos lo estamos.

Haari no pudo responder a eso. La mirada del mercenario no se había apartado del chico, y cuando se colgó la espada del cinto, la chamán fue incapaz de replicarle o insistir. Él se arrodilló y apartó las manos del cautivo de sus rodillas, sacando una ganzúa para abrir los grilletes y hablando en thalassiano. El muchacho se comportaba como un animalillo, no parecía muy en sus cabales, y lo único que sus labios pronunciaron fue una palabra de dos sílabas, en un tono suave, delicado y tembloroso, una sola vez.

- Iryë.

El regreso al campamento de los Cenarion fue una marcha silenciosa y pesada. Los mercenarios avanzaban en fila, con sus hombreras de lobo y sus cotas de malla, las armas brillantes y nuevamente limpias y la chamán al frente, con los collares totémicos tintineando y la larga capa de piel de tigre a la espalda. Al final del grupo, Iryë se apresuraba para seguirles el paso, con los dedos cerrados con fuerza en el manto negro de Ashra. Volvió la vista atrás solo una vez, y suspiró con alivio.

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