martes, 19 de octubre de 2010

Invocación

Arriba, el cielo parecía el mar. Mas allá de la claraboya de cristal, el firmamento se mostraba sin pudor, pintado de púrpura oscuro y nubes densas que iban y venían, abriendo y cerrando el telón a las estrellas insistentes. Su luz lechosa iluminaba la habitación a intervalos; se engastaba en los velos del dosel recogido que adornaba la cama. El edredón de plumas yacía, enredado, en el suelo. Sobre las sábanas, la escultura palpitante se dibujaba con meridiana claridad en la penumbra de la estancia, acariciada por los dedos del resplandor estelar cada vez que los cúmulos del cielo se retiraban para desvelarlo.

Sentado en el colchón, recostado contra el cabecero labrado, el paladín inclinaba la cabeza sobre el hombro del muchacho. La cabellera roja ocultaba sus facciones. El chico, con el rostro ladeado hacia él, aplastaba la mejilla contra su pelo, la espalda contra su pecho, dejando vencer su liviano peso sobre el cuerpo caliente tras de sí, cual si fuera éste el trono en el que reinaba. Tenía las rodillas abiertas sobre el colchón, los talones clavados en los muslos de acero del pelirrojo, los labios rozando su melena enmarañada, sentado sobre su cuerpo que le servía de respaldo, de ancla y de prisión. El torso blanco de líneas delicadas subía y bajaba, a merced de su respiración y del sutil movimiento con el que se entregaba a su amante. Los brazos bruñidos, poderosos, le envolvían como nudosas ramas. Uno le rodeaba la cintura, el otro cruzaba su pecho y cerraba los dedos de la mano en su hombro. Los cabellos negros serpenteaban sobre su silueta nacarada y se derramaban en las formas rudas del paladín, se deslizaban sobre la piel perlada de sudor cuando se arqueaba con lentitud. El blanco irisado de una perla atrapada en un engarce de bronce, dos estatuas que conformaban una sola y que latía y se cimbreaba con suavidad.

Los jadeos entrecortados apenas rompían el silencio, y el susurro de las sábanas le acariciaba los oídos. En la penumbra, los ojos azules, casi fosfóricos, destellaban a través de las pestañas entreabiertas. Las runas dibujadas en la piel del arcanista se iluminaban con un reflejo cuando la luna los rozaba. No era consciente de nada de esto, sólo del calor que parecía consumirle por dentro y por fuera, del conocido mareo que le provocaban sus sensaciones disparadas mientras saboreaba cada caricia, cada contacto. El cosquilleo de la melena enredada sobre sus hombros, el aliento candente de su boca, el roce de la lengua, los labios en su cuello, las enormes manos en su cuerpo y la presión íntima y vibrante en sus entrañas, deslizándose cada vez que se arqueaba, hundiéndose en él cuando iba al encuentro de su cuerpo en un vaivén lento y medido.

Los lienzos estaban húmedos. En el ambiente, el aroma de su pasión compartida se hacía dueño del olfato, impregnaba el dosel y hasta las mismas paredes. Olor a flores y caramelos, a limón y magia ácida, olor a sándalo y madera, a sal y a aceites sacramentales. Metal y fresas, piedra y azúcar. Allí, en su reino, no había motivo alguno para refrenar sus anhelos o postergar el abrazo y la caricia. Cada sorbo de ese cáliz saciaba y despertaba más hambre, y aquella noche, a pesar de que ya se había entregado dos veces, Kalervo no era capaz de negarse a sí mismo la tercera. Se emborrachaba de él, se empachaba y siempre quería más. Se bebía su saliva y su semilla, devoraba sus labios y su sexo, le servía de alimento y se alimentaba de él, se embriagaba y quedaba abotargado y agotado al final. Pero en esta ocasión no era capaz de calmar el anhelo insistente de su alma, de su sangre. La sangre, que le hormigueaba en las venas, chispeante.

Se entregaba a él con contención calmada. Se torturaba y le torturaba, degustando todos los matices del encuentro hasta que se le colapsaban los sentidos. Los suspiros se escurrían entre sus labios húmedos de saliva. A su espalda, escuchó al paladín resollar y tensarse. Lazhar le estrechó, anclando los dedos en sus caderas y crispándolos. No opuso resistencia cuando le guió hacia sí con vehemencia, imponiendo un ritmo más intenso a su baile cadencioso. Exhaló un gemido suave, mordiéndose los labios, cuando el movimiento le lamió por dentro como una ola de fuego. Ya conocía aquel camino, el que siempre le llevaba a la explosión certera y el goce delicioso, pero siempre le resultaba igual de excitante que la primera vez. Entre sus brazos, se arqueaba y se ajustaba a su anatomía, acogiéndole en la presa estrecha y temblando, con la piel erizada y bañada de sudor.

- Más... - murmuró en un quejido ahogado, aguantando el aliento mientras se apretaba contra sus caderas en el descenso.

La sangre, hirviéndole en las venas. El estremecimiento contenido y su corazón cabalgando en una alocada carrera, fundido en su calor, danzando con la llama roja que le devoraba sin consumirle, bebiendo de ella, imprimiéndola en sus células. La respiración acelerada de su compañero no llevaba a engaño. Tampoco el destello áureo que restalló en la habitación. Las diminutas luciérnagas se enredaron en el aire y se pegaron a su piel blanca, que las absorbió como una esponja. El chico estaba ya vibrando como una cuerda afinada, sujetándose a sí mismo. No aguantaría mucho más.

- Más...

El cuerpo del paladín se contrajo, endurecido como la roca. Se apuntaló en el cabecero y le sujetó contra su cuerpo, embistiéndole y ondulando las caderas como un felino selvático. El chico mordió el grito y trató de contenerlo, cerrando los ojos. Se sentía caer. Las inmensidades se abrían a sus pies, sobre su cabeza, y el impulso del deseo le proyectaba hacia ellas. Retorciéndose, levantó los brazos para aferrar los cabellos del paladín, flexionándose para completar sus impulsos, cimbreándose como un junco.

- ¡Más!... - las runas encendidas, los jadeos desbocados, y un torbellino desatándose dentro de sí.

El latigazo casi le hizo perder el sentido. Lazhar le aferraba y sus jadeos le restallaban en el cuello, sus gemidos graves, guturales, se derramaban en sus oídos como miel caliente. Se tensó y le invadió por completo, derramándose en sus entrañas como un relámpago en latidos intensos. Las luciérnagas doradas volvieron a enredarse en torno a sí, besándole con sus labios de fuego sagrado. El muchacho tembló, se le erizaron los poros, y apenas se escuchó a sí mismo mientras se deshacía en la marea embriagadora, agitándose, descontrolado. El clímax destelló con un fogonazo blanco ante sus ojos. Gritaba, o eso creía. La sangre le hervía en las venas. El universo daba vueltas, y flotaba en las inmensidades entre los brazos de su señor, girando, girando, girando...

Se apartó el pelo de la cara. Se encogió, apretando los dientes y clavando los dedos en los brazos de Lazhar, reclinándose sobre su cuerpo mientras el orgasmo le sacudía en sus coletazos finales. La sangre le hervía en las venas. Era incapaz de hilvanar pensamientos, y quedó solo el instinto puro, el conocimiento más allá de la razón. La sangre le hervía en las venas. Las runas se habían encendido, brillando esta vez con luz propia, y sus ojos eran dos joyas luminosas. La sangre le hervía en las venas. Las nubes se retiraron y brillaron las estrellas, una luna pálida y huérfana teñida de un pálido resplandor azul. Tenía el vientre y los muslos manchados de gotas cálidas, resplandecientes. No era suficiente, la sangre le hervía en las venas.

- Más....

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Aún estaba pugnando por recuperar el aliento. Todavía palpitaba dentro del chico, su carne aún le tenía preso, y él aún le apresaba entre sus manos. Su olor, su tacto, su voz quebrada, eran reclamos que nunca había sido capaz de desoír. En la oscuridad, su piel parecía brillar con luz propia. La curva de su brazo era casi perfecta, y sus cabellos negros le nublaban la visión, derramados sobre su rostro. Kalervo había dejado caer la cabeza sobre su hombro, él la había apoyado en la pared. Los barrotes del cabecero de forja se le clavaban en la espalda, pero le daba igual.

- Más... - repitió el arcanista, en una súplica queda.

Deslizó la mano ancha sobre su vientre. El muchacho parecía agotado, así que dudó. No sabía si debía preguntarle si estaba seguro, pensó en arroparle y dejarlo correr, cuando la brisa fresca sopló en la estancia, esta vez claramente. Agitó los doseles y sus cabellos enredados, le erizó los poros al enfriarle el sudor. Limón y hierbabuena, magia electrizante. Los dedos finos del chico le arañaron los brazos suavemente y le sintió arquearse de nuevo, desperezándose. El movimiento le despertó una sensación mordiente, casi dolorosa en el sexo enterrado en sus entrañas, que fue liberado repentinamente.

- ¿No estás...?

"...cansado?" No pudo completar la frase. Se le secó la garganta, con la mirada capturada por la imagen de su amante. Kalervo se alejaba, gateando, hasta los pies de la cama. Allí volvió el rostro y le observó, con los cabellos oscuros derramándose sobre los hombros. Era un animal blanco y precioso, de relucientes runas azules y mirada líquida. Hipnótico y hechicero, parecía él mismo embrujado, o de ese modo le miraba, ofreciéndose sin recato.

- Ven... no me obligues a pedirlo otra vez - susurró el muchacho, frunciendo el ceño y sonrojándose violentamente.

Y antes de darse cuenta, ya estaba allí, hundiendo los dedos en su pelo, rodeándole la cintura con un brazo y lamiéndole la espalda. Era un misterio para él, cómo conseguía despertarle el deseo más virulento incluso después de lo que ya llevaban recorrido, sólo con dos gestos y un pestañeo. No conseguía entender qué tenía su voz, sus facciones o su manera de moverse, qué tenía su piel tierna para hacerle prender de nuevo de aquel modo. "No quiero obligarte, a nada", pensó un momento, sosteniéndole entre los brazos mientras él se arqueaba en una ondulación felina, apretándose contra su sexo tenso. Entrecerró los ojos, recorrido por un escalofrío repentino. La brisa volvió a agitar las cortinas, las runas brillaron.

- Ven ya... - de nuevo un murmullo casi lastimero.

El roce insinuante y aquella voz fina le atravesaron el corazón. Le sujetó por las caderas y se hizo un lugar entre su carne blanca, encadenando el fuego que le golpeaba desde el interior de nuevo, intentando en vano ser delicado. Ni su propio instinto ni Kalervo se lo permitieron. Él se precipitó hacia atrás, en su busca. Apretando los dientes, se dejó llevar, impulsándose con un envite firme. El grito ahogado del chico vibró en la oscuridad de la habitación, y se llevó su cordura.

Se perdió en un mar de calor radiante, en el beso del viento fresco que parecía arremolinarse en torno a ambos. Se perdió en su estrecha profundidad, arremetiendo sin contención, con el sudor reanimándose, escurriéndose sobre las huellas de las gotas antiguas y precipitándose desde sus cabellos hasta la espalda del arcanista. De nuevo se escapó la luz brillante, iluminando de oro la penumbra, y desapareció en la brisa. Con la respiración acelerada, le rodeó con el brazo, apoyando una mano en las sábanas. Tenía la piel en llamas y los pulmones querían estallarle, mientras le tomaba con pasión desenfrenada. El chico se deshacía en gemidos agudos, le mordió los dedos con suavidad cuando intentó taparle la boca, los lamió y enredó la lengua en ellos. Su interior parecía haberse distendido, tiraba de su sexo cada vez que le embestía, le llamaba más adentro.

Se removió, desesperado, buscándole más profundamente, y rodaron sobre las sábanas, los cuerpos enlazados en un nudo de carne voluptuosa. De algún modo, acabó sobre él, con una pierna blanca sobre su hombro y la otra enredada en la cintura. Aferró sus manos y las aprisionó contra el colchón, resollando entre dientes. Los postes de la cama oscilaban con las frenéticas arremetidas, bailaban los doseles. El incendio le abrasaba, tensaba sus músculos y le empujaba hacia el abismo plácido con un ritmo atropellado y doloroso a causa de los sensibilizados nervios. Kalervo temblaba y se agitaba como un duende atrapado, los gemidos resonaban en el silencio de la alcoba, escandalizando a las estrellas más allá de la lucerna. Su vientre se elevaba y curvaba la espalda, flexible y sinuoso, con el cabello negro extendido sobre las sábanas. Tiraba de él, se cerraba a su alrededor, la carne cálida mordía su sexo, constriñéndolo, palpitando, liberándolo.

- Más... más...

Empujó hasta el final, hasta que no había barrera ni espacio más allá de la piel. Los gemidos ahogados le atravesaron la garganta, y la Luz se le rompió de nuevo, apagándose al contacto con el cuerpo del chico. Se asfixiaba, estaba mareándose. Casi le dolía, hasta que la aguja afilada se precipitó al vacío cuando las llamas se elevaron. Hundió la cara en la almohada, jadeando, intentando imponer ritmo a sus pulmones. Los músculos se le crisparon y cerró los párpados, exhalando una exclamación rasposa. Le azotó el latido y le rompió la conciencia, sólo llamas, calor, y un vendaval que le agitaba el cabello y le refrescaba la piel, las palpitaciones descontroladas entre sus piernas y la liberación definitiva.

Las uñas de Kalervo estaban incrustadas en el dorso de sus manos. Golpeaba, golpeaba en su pecho, en su carne enterrada en la suya, en sus venas. Golpeaba y le sacudía hasta la médula, haciéndole perder el sentido en aquel océano convulso de placer y alivio desahogado. Bajo su cuerpo tenso, casi petrificado, el del arcanista parecía mármol puro. Estaba frío y duro como una escultura, temblaba como si fuera a romperse. Se le cortó la respiración y al fin se derrumbó, exhausto y embriagado por el aroma de su amante, el roce suave de su piel y la fragancia de sus cabellos, que le acariciaban las mejillas.

El sosiego repentino casi le arrastró al sueño. Sin embargo, cuando su aliento hubo recuperado el ritmo, un cosquilleo en sus pies le hizo deshacerse del letargo que acechaba. La brisa se había detenido al fin, y bajo su brazo, el arcanista estaba tendido, respirando con placidez. Frunció el ceño, súbitamente alerta. Algo había sucedido, pero no sabía bien qué. Salió de su interior, apretando los dientes y aguantando un gemido, y se recostó junto a él. La porcelana de su rostro estaba teñida de rosa, y los labios jugosos, entreabiertos, exhalaban un aliento cálido y suave cuando los tocó.

- Brillas - murmuró, entrecerrando los ojos.

El chico volvió el rostro para mirarle, y le abrazó, arrugando la nariz.

- ...¿qué?
- Brillas, Kevo - repitió. Apartó la flor amarilla que había crecido en la almohada, junto a su rostro.

El chico levantó una mano para mirarse. Su piel desnuda y nacarada emanaba una suave luminiscencia pálida. Las runas azules destellaban. Hasta el pelo negro parecía lucir.

- Es verdad - afirmó el arcanista, arqueando las cejas.

Luego, sin darle más importancia, se acurrucó entre sus brazos y se hizo un hueco en su pecho, acomodándose como un cachorro. Lazhar le arropó con sus brazos, tiró de las sábanas hacia arriba y una lluvia de pétalos y hojas verdes se elevaron en el aire cuando movió la tela. Por algún motivo, no se sorprendió. Con Kalervo siempre ocurrían cosas extrañas, y aquel brillo nuevo a la luz de las estrellas, el matiz diferente en su aroma, la acentuada suavidad de su piel, que ahora parecía la de un bebé, y la fascinación a la que sucumbió en los minutos siguientes no le resultaron tan peculiares como quizá debieran. Arrullado por su respiración, acariciándole el cabello y fascinado por su presencia, se durmió finalmente con su duende en brazos, estrechándole con un gesto protector que parecía desafiar al universo entero.

Arriba, en el cielo, las estrellas guiñaban los ojos, velando su sueño.

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