sábado, 9 de octubre de 2010

6.- La voz secreta

- ¿Has encontrado alguno?

Iryë asintió, mostrándole un puñado de bayas. La Sierra Espolón no era el mejor lugar del mundo, pero tampoco el peor. No en aquella zona donde aún había árboles verdes y arbustos engalanados con joyas de otoño. Los castaños estiraban sus ramas como brazos desperezándose hacia el cielo, vestidos con el forraje rojizo estacional, con el amarillo, con el pardo. No, sin duda no era el peor lugar donde podría estar, y en aquel momento, en la paz adormecida del alba, no se le ocurría otro que deseara. Ashra echó un vistazo al espectacular logro del chico, siete u ocho frutos rojos y redondos, algunos picoteados por los pájaros. Estaba masticando; al parecer la recolección en su estómago había sido mayor. Suspirando, se inclinó para mirarle a los ojos.

- No los comas antes de que los vea. Algunos no son buenos y puedes enfermar, ya te lo he dicho.

El chico arqueó las cejas y se sacó lo que tenía en la boca, mostrándoselo con una pregunta dibujada en los expresivos ojos rosados. El elfo chasqueó la lengua y volvió a meterle la fruta entre los labios. Iryë volvió a masticar y se agarró a su capa con una mano, sus tesoros en la otra, mientras ascendían las terrosas lomas. Estaba amaneciendo, y Ashra hacía ronda en los alrededores del campamento. Arañas, salteadores, basiliscos... los peligros podían acechar en cualquier parte, siempre había que estar atento. Llevaba las espadas al cinto y un chaval agarrado al manto.

- En Quel'thalas siempre había fresas - dijo, robándole uno de los frutos aplastados. - En la Isla, crecían cerca de los campos de entrenamiento. A veces cogía unas cuantas y me las llevaba a escondidas, para comerlas por la noche. Era emocionante. Pensar que podían pillarme haciéndolo hacía que supieran mejor.

Iryë sonrió. Aunque no fuera capaz de hablar, Ashra tenía la duda sobre si no le entendería de verdad. Tenía la impresión de que lo hacía, por el modo en que entristecía su semblante cuando le contaba las cosas más dolorosas o se le iluminaban los ojos al escucharle relatar aventuras juveniles, juegos y situaciones divertidas. Puede que no comprendiese las palabras, pero estaba cada vez más convencido de que el chico conectaba con las emociones.

Habían pasado tres meses desde que le recogiera, sin poder explicarse aún por qué lo había hecho. Pero, ¿Cómo iba a dejarle? Dijese Haari lo que dijera, no había podido abandonar a aquella criatura que era la definición misma de la indefensión, abrazado a sus rodillas con expresión desesperada y suplicante en medio de la noche, rodeado de los fuegos de la batalla y el olor ácido del bosque corrupto. Nunca, en todos aquellos años, nadie le había tocado tan hondo en un instante tan breve. ¿Cómo iba a dejarle?. "Será una carga", habían dicho. Haari intentó hacer algo por la mente quebrada del muchacho, pero no había habido muchos avances. Llegaron a la conclusión de que, si alguna mejora había de darse a su estado, sería cuestión de tiempo. Y pronto, Iryë demostró no ser inútil. Cuando había que combatir, el chico se quedaba guardando el campamento con los que tenían descanso, esperando, abrazándose las rodillas. Cuando los guerreros regresaban, corría a recibir a Ashra y se enganchaba a su capa, de la que no se soltaba hasta que él tenía que ir a luchar otra vez. Era capaz de obedecer órdenes prácticas, incluso de decidir hacer ciertas cosas por sí mismo. Lavaba la ropa, recogía frutas, daba de comer a los caballos, limpiaba las armaduras, vendaba heridas, iba a por agua. Empezó a hacerlo por sí solo al tercer día, como por un acuerdo tácito en pago a la protección que los mercenarios le habían otorgado. A las dos semanas, quien necesitaba algo que él pudiera hacer, se lo pedía. Ashra no estaba muy contento con según qué cosas. Cuando el caballo de Petrus murió, el hombre le pidió al niño que cavara la zanja para enterrarlo, mientras él bebía vino agrio. Al verle, Ashra le quitó la pala de las manos al chiquillo y se la tiró a los pies a su compañero, llevándose a Iryë de la mano a dar un paseo. Los dedos finos del chico se habían cerrado en los suyos como si fuera lo único seguro en el mundo. Le encogió el corazón aquel gesto.

Descendieron en silencio hasta el río. Iryë era un chico ágil que caminaba con soltura por la sierra, sin tropezar ni caerse. Las botas de cuero y el pantalón parecían demasiado grandes para él, y la camisa, aunque estaba cerrada hasta el cuello, casi le colgaba de un hombro. Llevaba también una chaqueta con las mangas arremangadas, que le colgaba hasta los muslos, como una levita. Los Mueh'zala Atal le habían encontrado ropa que pudiera usar, aunque la mayoría de las prendas le estaban grandes y parecía perderse en ellas. En parte, la presencia del muchacho había permitido a los mercenarios mostrar aspectos de sí mismos que pocas veces dejaban entrever. Drabor se reía cuando le tiraba del parche con curiosidad para mirarle el ojo vacío, y le daba a probar las cosas que cocinaba. Eleine, quien nunca había parecido muy maternal, le había cosido una camisa desgarrada y le había cortado el pelo para igualárselo. A veces le cantaba en un murmullo, y él se sentaba a escucharla, con los ojos muy abiertos. Otros, sin embargo, le dirigían miradas extrañas que Ashra prefería no intentar desencriptar. Haari no le prestaba demasiada atención, pero él la conocía bien, y sabía que la Zulfi siempre tenía un ojo escéptico sobre el jovencito de ojos rosas.

- ¿Tienes sed?

El agua del río corría, limpia y cristalina, besando las piedras. Se escuchaba cantar algunos pájaros, y los ojos de Iryë miraban hacia las copas de los árboles, tratando de encontrarlos. Ashra se acuclilló y se lavó las manos, echándose agua en el rostro y frotándose los dedos. Paladeó el agua.

- Este manantial no trae sangre, aún está limpio.

Iryë se arrodilló a su lado. Le soltó la capa y le tocó los cabellos, mirándole atentamente mientras Ashra se lavaba. Los dedos finos y delgados se deslizaban por su pelo en una caricia infantil.

- Báñate si quieres. Luego irem...

Los labios del chico le callaron, robándole un beso fugaz. Ashra se tensó y le cogió de los brazos, apartándole. Le miró con severidad.

- No. No hagas eso.

El muchacho frunció el ceño. La luz gris del alba lamía las copas de los árboles, y una trucha saltó, ligera, buscando su hueco entre las piedras fluviales. Ashra le soltó y volvió a su tarea, peinándose con los dedos y sacando la daga para afeitarse.

Iryë hacía eso continuamente. Se metía en sus mantas por la noche, buscando refugio, y le miraba hasta que él le devolvía la mirada, empañada por los vapores del alcohol. Y entonces le besaba. El mercenario, aun bebido, le apartaba y le decía que no. No importaba cuántas veces lo hiciera Iryë ni cuántas le regañara Ashra. Siempre volvía a rozar sus labios, y él a apartarle. Una vez, intentó echarle de las mantas, pero la expresión herida y las lágrimas del chico, los súbitos temblores y el aullido suave, de animal herido, le hicieron cambiar de idea, así que le giró para que le diera la espalda, le pasó el brazo por encima y le mantuvo así hasta que se quedó dormido.

- Vamos, ve a bañarte - murmuró, deslizando la daga sobre la piel. No le gustaba descuidar ciertas cosas. Los piojos, las pulgas y los parásitos adoraban las barbas descuidadas, y ser mercenario y vivir una vida vacía no era excusa para convertirse en el restaurante de esas diminutas alimañas. - Luego iremos al campamento a enseñarles lo que has recogido.

Iryë se quedó quieto un momento y luego volvió a besarle, aprovechando el momento en que sumergía la cuchilla en el agua. Esta vez, sus labios le presionaron con vehemencia y se le cayó el puñal al arroyo, con un leve temblor en las manos. El impulso del chico le hizo desequilibrarse hacia atrás, sujetarse con una mano en el suelo para no estrellarse de espaldas. Prácticamente le empujó esta vez.

- ¡Basta! - exclamó - ¡Te he dicho que no hagas eso!
- ¡Pero quiero!

Dos palabras. Nada más. Que le hicieron olvidarse del cuchillo, de la turbación y de la tensión que su actitud irracional le provocaba, fijando una mirada sorprendida en el rostro blanco del muchacho. Iryë había abierto los ojos como platos y se había llevado las manos a la boca, las bayas rodaban por el suelo.

- ¿Qué... has dicho? - susurró apenas Ashra.

Las lágrimas se desprendieron en las mejillas blancas y el joven quel'dorei empezó a temblar de nuevo. Con la respiración entrecortada, Ashra le agarró de la pechera, incorporándose sobre las rodillas, sin darse cuenta de la rudeza del gesto y le encaró con los dientes apretados.

- Habla. Habla otra vez. Has hablado.
- No... ¡No! - el crío apartó la mirada, aferrando sus muñecas. - No se lo digas a nadie. No me abandones. Por favor. No me abandones. Por favor. No se lo digas a ellos, no me dejéis.

Estaba asustado. Podía olerlo en su aliento fragante, entrecortado, de cerezas maduras, leerlo en sus ojos quebrados como vidrieras rotas a puñetazos, en el temblor de su cuerpo envuelto en vestimentas demasiado grandes, en la frenética desesperación con la que sus uñas se le clavaban en la piel.

- Tranquilo. No te... cálmate. Cálmate.
- No me dejéis. No me abandones. Por favor...
- Vale, vale.

Su voz era suave, dulce. Quebrada por la incertidumbre, se le clavaba en el alma, recordándole dónde la tenía y que aún existía. Recordándole demasiadas cosas. "No me abandones". Le hizo un nudo en la garganta y le provocó un temblor frío en la columna vertebral. Ashra le limpió las lágrimas con los dedos, y el muchacho volvió a mirarle. Los ojos rosados, inquietantes y extraños, fijos en los suyos. "Indefenso", pensó por un instante.

- Por favor. No me eches. Por favor.
- No voy a echarte - replicó, deletreando cada sílaba y hablándole con suavidad. - No voy a echarte, Iryë. Nadie te va a abandonar.
- No me rechaces. Por favor, por favor.

Repentinamente, otra vez sus labios. Le zumbaron los oídos y sus sentidos se dispararon, alerta. Era más de lo que podía soportar, y le apartó, una vez más, conteniéndose para no arrojarle lejos de sí con violencia, apretando los dientes.

- Deja de... hacer eso. No tienes que... ¿Qué haces? Para.

Los dedos finos del muchacho le tiraban de los cordones de la camisa, desatándola.

- No me rechaces, por favor. Es verdad que quiero. - balbuceó el muchacho, atropelladamente, con el aliento entrecortado y aún las pinceladas del miedo en la mirada - Quiero quedarme contigo, puedo darte cosas que te gustarán, pero no me eches...
- Ya te he dicho que no voy a...

El beso insistente, cálido, peligroso, otra vez ahí, removiéndole las entrañas, abriéndole todas las heridas. Dioses, con lo pequeño que era, podría golpearle, pero no podía, podría retorcerle las muñecas a la espalda y gritarle que si seguía haciendo esas cosas sí que le dejaría. Pero no, no podía. Intentaba cogerle las manos y él sólo enredaba los dedos en los suyos. Intentó volver el rostro, apartarlo de su boca, y los labios del chico se sellaron en su cuello. "Belore, ayúdame". Le estaba asediando, construyendo a su alrededor una crisálida de súplicas y atenciones que no sabía cómo vadear sin herirle.

- No me rechaces...
- No. Basta... - apenas un resuello entrecortado. No veía manera de escapar. Su aliento cálido le cosquilleaba bajo la oreja.
- No me rechaces, ya lo he hecho antes, me lo han hecho antes, me lo han hecho muchas veces, no tengo miedo, quiero que me lo hagas tú, quiero darte las gracias, quiero de verdad, no me rechaces, no me rechaces, no tengo miedo, me lo han hecho antes, sé como se hace...

Sus palabras le bailaban en la mente, sus manos se escurrían sobre su pecho, debajo de la áspera camisa de lino, roces trémulos y besos líquidos en su cuello, en la mandíbula, buscando de nuevo sus labios. Y Ashra le sujetaba fútilmente los brazos, con los músculos en tensión y los dedos ardiéndole.

- No tienes que hacer nada... no voy a echarte, detente... deja de... ¡No tienes por qué hacer esto! - consiguió articular, mientras trataba de desasirse de sus caricias, desenraizarse de sus labios, desatarse de aquella extraña tela de araña con la que Iryë le estaba envolviendo.

Su mirada rosada le atrapó en un océano cálido y entregado cuando le miró a los ojos, entrecerrados. El cabello le caía sobre la frente. Tenía los labios rojos, como cerezas, y se movieron cuando volvió a hablar, sentenciándole definitivamente.
- Pero quiero.

Un susurro.




"Pero yo no". Eso es lo que debía decir. Y no fue capaz. Le golpeó el pensamiento en las sienes, antes de deshacerse entre los tentáculos de una anémona caliente, que destrozó esa media verdad y se le pegó al corazón, extendiendo sus brazos hasta cubrirle el conocimiento, la razón y, por unos momentos, también las heridas abiertas.

El susurro, como una nube de algodón. Su voz. Sus labios, que volvieron a cerrarle la boca.

Iryë llevaba mucho tiempo escuchando. Mucho tiempo sufriendo. Él sabía lo que quería, y sabía lo que era importante.

Llevaba mucho tiempo escuchando.

Y no quería oir más tonterías.

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