miércoles, 13 de octubre de 2010

7.- Rendición

Se despertó con un escalofrío.

Estaba ahogándose en un lago de crema caliente. Desde la punta de los dedos de los pies, hasta las raíces del cabello, con el paladar anegado por el sabor ácido del bourbon y la quemazón en la garganta, mareado y adormecido, se hundía en ese abrazo espeso, viscoso y cálido. Intentó abrir los ojos. La luz de las estrellas en el firmamento negro, era como una bruma borrosa y blanquecina que giraba.

- Maldita sea...

Se hundía, sin poder evitarlo. Un alga roja y negra se había pegado a su vientre, debajo de las mantas viejas. Le estaba humedeciendo la piel. Enredó los dedos en ella y los deslizó, tirando con suavidad. Se hundía. Arqueó la espalda, desviando la mirada para que el cielo dejara de dar vueltas, y la sensación líquida y envolvente entre sus piernas le golpeó con fuerza. Subía y bajaba, recorriéndole, llevándole hasta el fondo y encerrándole en una prisión acogedora, soltándole después. Asomaba por el borde de los cobertores, un alga roja y negra que tenía manos suaves y pequeñas, que caminaban como cangrejos sobre su abdomen, se cerraban en su sexo atrapado, ascendían hacia su pecho como arañas brillantes. Un escalofrío le mordió en los riñones y ascendió por su espalda. La sangre desorientada se atropellaba en sus venas, la succión la llamaba y respondía a la llamada, empujándose bajo la piel para acumularse bajo su cintura, donde las hábiles caricias se sucedían, empapándole y devorándole con avidez.

Ahogando un resuello, apartó las mantas, incorporándose sobre un codo. Bajo las anémonas rojas y negras, una mirada rosada se encontró con sus ojos, borrosa y casi fantasmal. Apretó los dientes. La luz de las estrellas brillaba sobre su piel blanca, en los insectos pálidos que eran sus manos, en las mejillas de nácar. Le rozó la cara con los dedos y la criatura se apartó un ápice, con los labios rojos y la respiración entrecortada.

- Dime que sí - el aliento del niño restalló sobre su carne tensa y ardiente. La lengua suave se escurrió sobre ella, las manos se cerraron a su alrededor.

Gruñó, arqueándose y clavando los dedos en el suelo. Estaba mareado y el condenado crío le había arrastrado otra vez a su terreno mientras dormía, obligándole a despertar cuando ya estaba perdido. Los dedos de Iryë le torturaron un poco más, su susurro apagado se repitió.

- Dime que sí, por favor, dime que sí...
- Qué mas te da - acertó a responder, un reproche áspero entre los dientes. - Lo harás de todos modos.

La última palabra se le cerró en la garganta. De nuevo le había secuestrado entre sus labios y le exprimía con fruición, como si quisiera sorberle la sangre o la vida. Y que los demonios le llevasen si no era eso lo que estaba haciendo en cierto modo. Cuando volvió a soltarle, suspiró con alivio, relajando los tendones del cuello. Le estaba matando. Los ojos de color rosa brillaron entre las pestañas negras.

- No lo haré si dices que no.

Con las manos cruzadas sobre su vientre y la mejilla al lado de su sexo, la anémona roja y negra le miraba con absoluta calma. Él aún le acariciaba la mejilla. Rozó su boca con los dedos y él abrió los labios. Maldito fuera. Su rostro era extraño y precioso, infantil. Sus ojos eran muy redondos, como lunas, los iris rosados lo cubrían todo y sus pupilas apenas se distinguían, del tamaño de una cabeza de alfiler. Podría decir que no, pero asintió con la cabeza.

Maldito fuera.

Iryë se removió sobre su cuerpo y se echó las mantas a la espalda, arrastrándolas como la capa de un príncipe para cubrirles. Le agarró y le guió a su estrecho interior. Ashra apenas podía respirar, con la tensión mordiéndole en las articulaciones y su sexo ardiendo, a punto de romperse. Fijó los dedos en sus muslos cuando el chico le montó, clavándole las rodillas a los costados y erguido, con el cuerpo blanco destellando en la oscuridad de la noche.

Recorrió sus facciones con la mirada. Iryë había fruncido el ceño y se mordía el labio inferior, el cabello le caía sobre los hombros y los diamantes rojos de su pecho despuntaban, duros y erguidos, mientras se dejaba caer despacio para atraparle. Cuando lo hizo por completo, se detuvo, tomando aire, y se inclinó hacia atrás.

Entonces fue cuando Ashra se dio cuenta, entre las brumas del alcohol y del goce punzante que le cosquilleaba en los nervios. El vientre plano del chico, tan delgado que se le marcaban las costillas, estaba cubierto de estrías. Cicatrices extrañas que se abrían bajo su abdomen y surcaban la extensión de su virilidad, pequeña y veteada de marcas blancas, fruto de heridas antiguas, con forma de media luna. Algunas eran mordiscos, sin duda. Le cruzaron algunas preguntas por la mente, que se disolvieron como sal en el agua cuando el muchacho empezó a moverse.

"¿Qué te han hecho?"

Arqueó la espalda, suspirando y apretando los labios. Tiró de sus brazos, llevado por un repentino impulso y le estrelló contra su pecho, volteándose después para tenderle sobre el suelo, de lado y frente a sí. Iryë no se resistió, pero su semblante se pintó de confusión y empezó a temblar levemente.

Inmóvil, Ashra le estaba mirando. Le acarició los cabellos.

- No tengas miedo - le dijo, en un susurro - Nunca te haré daño.

El chico asintió despacio, con los ojos muy abiertos. Tenía las mejillas encendidas, y relajó los dedos sobre sus hombros, respirando profundamente. Ashra no podía comprenderlo de manera racional, no sabía bien qué ocurría con aquel niño ni qué le estaba pasando a él, por qué de repente tenía un nudo en la garganta y ganas de besarle.

- Ahora dime tú... si quieres esto o no.

Iryë se estremeció. Cerró los ojos y  dos lágrimas surcaron las blancas mejillas. Sus brazos huesudos y finos se le enredaron en el cuello y convulsionó con un sollozo ahogado. Ashra se sintió despejado de inmediato. Los efectos del alcohol desaparecieron, barridos por un soplo de viento. Entre los brazos tenía un niño asustado que se abrazaba a él; estaba enterrado en él, hundido e inmóvil, y el deseo le golpeaba las sienes, pero había cosas más importantes que eso. Estaba preocupado.

- Sí... - murmuró el chico en su oído, entre el llanto contenido.
- ¿Estás seguro? - insistió Ashra.
- Sí... sí. Eres bueno conmigo... sé bueno conmigo.

El mercenario suspiró y le estrechó con fuerza contenida. Escurrió un brazo bajo su cuello, le hizo una almohada con él, y con el otro le rodeó la cintura. Le besó en los labios, un beso suave y cálido que se volvió profundo cuando empezó a moverse, despacio y con todo el cuidado del que era capaz.

Iryë le asaltaba constantemente, de manera arrebatada y desesperada. Le abordaba en el río o por las noches, entre las mantas. Siempre tejía a su alrededor y le asediaba para que no pudiera rechazarle, y sus encuentros terminaban dejándole un regusto amargo en el paladar. Pero en aquella ocasión, cuando el chico exhaló un gemido apagado en su pecho y le aferró con fuerza, estremeciéndose, no se sintió mal.

- Más... - susurró el niño, cuando se apartó de su boca.

No le hizo repetirlo, y no le obligó a tener que pedir nada. Sus movimientos se volvieron más rítmicos y los jadeos apagados de Iryë le vibraban sobre la lengua, en el beso estrecho. Su cuerpo respondía entre sus manos grandes y ásperas, le tocaba con delicadeza y le estrechaba, degustando el tacto suave de su anatomía. Le siguió el paso a medida que su cuerpo le enviaba las señales, sin precipitarse y atento al calor de su piel, al pulso de su respiración, a los pálpitos de su sexo pequeño aplastado contra su vientre y a la tensión de sus músculos. Su propia sangre le gritaba que se abandonara, pero la retuvo y se concentró en la criatura que tenía entre los brazos. No le importaba quién fuera, ni por qué se comportaba como lo hacía. Sólo comprendía que aquel crío se merecía un poco de calor, que alguien le cuidara, que fuera bueno con él... y Ashra estaba un poco cansado de no poder permitirse dar calor, cuidar a alguien, ser bueno con nadie, tanto como quería serlo. Estaba cansado de defenderse de sí mismo.

Le llevó con dedicación hasta el final, y le abrazó, pegando el rostro a su cuello, cuando el muchacho se contrajo y el clímax le hizo morderse los labios y clavarle las uñas en la espalda. Sólo entonces se dejó ir en impulsos aún contenidos, regándole las entrañas cuando sus cadenas se rompieron y la carne ardiente que le estrangulaba fue demasiado insoportable. Ahogando un gruñido, se derramó en su interior y le apretó con fuerza, estremeciéndose. Enterró el rostro en las algas rojas y negras de su pelo, aspirando el perfume mientras los latigazos le azotaban y el corazón le retumbaba en las costillas.

Cuando al fin se relajó y quedó a merced de la plácida marea, Iryë se hizo un ovillo entre sus brazos y apretó la mejilla contra su pecho. Sus respiraciones aceleradas se hacían el contrapunto en el silencio de la noche, y se arrebujaron entre las mantas, compartiendo el calor mientras el sudor se secaba sobre la piel y el agotamiento daba paso a una lenta calma al ajustarse los latidos y volver la sangre a discurrir con normalidad. Se escuchaban los grillos. Arropado en la anémona roja y negra, Ashra cerró los ojos, momentáneamente tranquilo y con la mente despejada.

- ¿Estás bien? - acertó a preguntar en un susurro.
- Muy bien, gracias - replicó Iryë al instante, en el mismo tono.

La respuesta espontánea y cándida le arrancó una sonrisa fugaz. Era imposible que fuera mentira, sabía que era sincero. Las mentiras nunca suenan así, y aquellas tres palabras tan sencillas le resultaron extrañamente puras.

La respiración pausada del muchacho le arrastró de nuevo al sueño, y del mismo modo que le había arrancado del descanso con sus atenciones, ahora le llevaba de regreso a él con su presencia tranquila y durmiente. Sabía que estaba bailando a su compás, desde que había entrado en su vida. Pero si le pareciera algo tan grave, Ashra el mercenario, curtido en las batallas, en la vida y en la desgracia constante, no se habría abandonado al reposo como lo hizo, con la absoluta tranquilidad que da la rendición.

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