viernes, 15 de octubre de 2010

9.- Carta

Querido padre:

Este lugar es un mar de dunas que se extiende en todas las direcciones. En el firmamento, el sol se enseñorea del lugar como un disco de bronce que calienta la arena dorada. Pareciera que nos observa con su mirada en llamas. Hemos avanzado a través del océano de olas color ocre, algunas grandes como montañas, otras pequeñas, al igual que el ondular leve que produce la piedra al golpear contra la superficie de un lago. Si las miro, puedo saber en qué dirección sopla el viento, me refiero a las pequeñas. Estamos viajando hacia el Sur para buscar refugio en las montañas y combatir desde allí a los ladrones de agua; el Cártel Bonvapor nos paga pero se niega a abrirnos las puertas de su hogar junto al mar. 

Las noches son increíbles. Parece otro mundo. Iryë se vuelve loco contando estrellas, jamás había visto tantas en ninguna parte. Se agrupan hasta formar líneas uniformes y ninguna nube vela su resplandor, la luna parece balancearse en el cuarto menguante como una barca blanca que surcara el firmamento. Brilla sobre la arena, sobre los huesos de marfil que yacen sepultados. Esqueletos de dragones, padre. ¿Puedes creerlo? Te aseguro que lo son, con grandes fauces abiertas y las alas de hueso extendidas.

¿Sabes que hay aquí esas flores rojas que tenías enmarcadas en tu sala? Las rojas con vetas amarillas, esas que llamaban lirios de sangre o flor de fuego. Crecen en el desierto. He recogido algunas para enviárselas a Jaderin y que te las lleve. También hay lotos azules cerca de las ruinas, montones de piedras de los trol Furiarena y otras construcciones que ninguno de nosotros puede identificar.

Ojalá pudieras estar aquí, ver estas maravillas con tus ojos. Pero no estás, aquí ni en ningún lugar.

Haari dice que nuestros ancestros nos guardan, que siempre están con nosotros, velándonos. Iryë opina que las estrellas son sus ojos, que nos observan desde arriba. Los humanos dicen que los que nos han dejado reposan en la Luz y atienden a nuestras súplicas. Pero aunque sus leyendas son hermosas de alguna manera, aunque escucharlas pueda resultar reconfortante, no creo en ellas.

No te siento cerca. Estás muerto y te has ido, sólo queda de tí lo que vive en mi recuerdo. No hay ninguna presencia amada vigilando mis pasos ni contemplándome en el firmamento, no te encuentro en el aire ni en el cielo, y no necesito rezar para saber que nadie va a responderme, que tú no me responderás, que no pondrás la mano sobre mi hombro nunca más. No te hallaré en ningún sitio, ni en las oraciones ni en las leyendas. Sólo vacío y preguntas. Y sería muy vergonzoso que realmente existieras de alguna forma y pudieras ver lo que han hecho de mí, lo que yo he hecho de mí. Todo lo que han hecho de nosotros.

Sólo me quedan los recuerdos, dolorosos como enredaderas de espinos. El recuerdo de tu semblante sereno y tu contacto cálido, de tus palabras y tu sabiduría profunda. Tú, que eras mi héroe y mi ejemplo, a quien más admiraba y amaba... que siempre te mantenías tranquilo y nunca gritabas, de sonrisa plácida y paciencia infinita. Te recuerdo inclinado en el invernadero, con las manos desnudas hundidas en la tierra, removiéndola para ahuecarla antes de plantar las semillas nuevas. Te recuerdo en tu sala de paredes cubiertas con flores, hojas y raíces enmarcadas, pasando las páginas de un libro con lentitud y escuchando al mismo tiempo mi palabrería interminable mientras te contaba cosas que ya he olvidado, pero que en aquel momento debían ser cruciales para mí. Te recuerdo en el salón, cuando nos amontonábamos los tres en un extremo de la larga mesa para comer juntos y conversábamos de todo y de nada, o escuchábamos los gorjeos de Jaderin aprendiendo a hablar.

Y tu mano sobre la mía, enseñándome a escribir cuando era un niño. Tus dedos siguiendo los párrafos de los libros cuando leíamos en alto en el balcón y me mostrabas cómo entonar correctamente. Tu voz tranquila cuando me explicabas por qué los peces no se ahogan, o por qué pueden volar los pájaros y yo no volaba al caerme de los árboles. Y sobre todo, aquellas noches largas tras la muerte de nuestra madre. Yo llamaba entonces a la puerta de tu habitación, sintiéndome demasiado solo, demasiado triste y demasiado idiota para entender por qué se había ido. No recuerdo si lloraba. Pero recuerdo que me tendía en tu cama y me arropabas, recostándote a mi lado y abrazándome hasta que me dormía, sintiéndome seguro porque tú estabas ahí. Tú siempre estabas ahí. No temía al error ni a la caída, tú siempre estabas ahí. Tus manos, tus brazos, tu voz y tus palabras, para guiarme, para cuidar de mí, para velar mis pasos. Lo comprendías todo, todo.

Ahora has desaparecido, y ya nadie me velará. Hace tiempo que he dejado de llorar por nada, cansado de hacerlo sin encontrar consuelo alguno, porque tú no estás para consolarme. Hace tiempo que he dejado de creer en nada, porque ningún dios, ninguna fuerza superior puede existir y quedar impasible ante un hecho tan sacrílego como es la manera en la que te han apartado de mí. Y si algún dios existe y no tiene nada que hacer ni decir al respecto, esos dioses no se merecen mi fe. Hace tiempo que han dejado de importarme todas las cosas que antes me importaban. Si sigo viviendo de este modo en que lo hago, si he seguido viviendo tras haber sido esclavo, fugitivo y mercenario, es sólo porque aguardo a poder cumplir venganza. No tanto por mí como por tí. Al fin y al cabo, yo solo soy un idiota que se dejó engañar, que ha caído hasta lo más bajo por su debilidad. Mi venganza es pura rabia y odio incandescente. La tuya debe ser justicia. 

Espero estar al menos a la altura de darte eso, padre, aun desde la miseria más absoluta.

Esta carta, como todas las otras, arderá en la hoguera más cercana, porque nunca la leerás. Estás muerto y no estás en ninguna parte.

Sólo en mi memoria.

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