lunes, 27 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - IV

Saliste de mi vida. Lo último que compartimos fue tu mirada de desprecio y las cuatro palabras que me dirigiste. "Me das mucha pena".

Tu recuerdo me acompañó desde entonces, como una copa a rebosar de vergüenza y decepción que acudía a mis labios constantemente. Cuando desapareciste, te hiciste eternamente presente en mí. 

Yo podía haber sido un gran guerrero, ¿sabes, chico?. Sin embargo, me instruí en la espada y la magia. Quería ser como tú... quería ser mejor que tú, tener tu talento, tener tu intuición y tu inteligencia, y también tenerte a tí, retenerte en el Arte, apresarte en mi memoria.

Entre los libros y el estudio febril, dormía a ratos. Pasaba las páginas, memorizando, practicando, después de los entrenamientos y las clases en el Sagrario del Norte. Los días se convirtieron en años, y cuando conseguí encender aquellas malditas siete runas y hacer moverse la esfera, de pronto me pareció poco. Dejé de acudir a fiestas y a las competiciones de esgrima, no mas allá de lo que nuestra familia nos obligaba. Practicaba con la espada y estudiaba la conjuración, la evocación, la ilusión, la abjuración, hasta que la noche llamaba al día.Y cada vez que el sueño me vencía, ahí estabas tú, bailando a mi alrededor en pesadillas crueles en las que reías a pocos pasos de mí, y llorabas cuando te alcanzaba con mis manos para estrecharte, para devorar tus labios y desatar a tirones los lazos de tu túnica, mientras gritabas "déjame, bastardo, déjame ya". Después te desvanecías y mis dedos se cerraban en el aire, mis pulmones se ahogaban. Y despertaba.

Perseguí la perfección y el conocimiento más allá de lo necesario. Ya era el mejor de mi Casa en las armas y en la magia, pero no podía alcanzarte. No podía llegar a ese lugar donde la Magia fluía con naturalidad, como lo hizo entre tus manos durante la prueba de la intuición arcana. Siempre requería esfuerzo, siempre me oprimía la dura losa del fracaso, de las cuatro palabras que impusiste como condena sobre mí. Era patético. Daba pena. Daba pena mi actitud, mi desesperada dedicación, daba pena mi talento encadenado y lastrado con el espejismo de tu sonrisa fugaz. Tú tenías alas, chico. Yo me tenía que fabricar las mías, estudiar el viento y calcular la manera de volar.

Era injusto. ¿Lo entiendes, verdad? Era injusto que no te costara nada y a mí me lo costara todo. Sin embargo, al final lo conseguí. Era un Mago de Sangre, un mago de batalla. Cuando recibí la insignia, fabriqué mis armas y grabé runas en la espada y en el bastón. Ruin'serrar y Gand'falor me han acompañado desde ese día, y han sido mis únicos amigos y confidentes. Han salvado mi vida y han combatido a mis enemigos, pero nunca han bailado.

El Azote atacó Quel'thalas. Fuimos evacuados cuando el Exánime cayó sobre el reino con su ejército de no muertos. Mi padre y mis dos tíos, junto a mis hermanos mayores y mis primos, acudieron a la batalla. Los soldados nos llevaron a las niñas y a mí. ¿Por qué?, pregunté, desesperado. ¿Por qué tengo que irme? Quería combatir. Quería blandir la espada y desatar el fuego y la escarcha sobre las abominaciones, demostrar mi valía que ya se había probado superior a la de los de mi propia sangre. Pero mi padre se negó. Ese fue mi premio por ser mejor, chico. Por ser mejor, yo tenía que ser puesto a salvo como las niñas, mientras los hombres de mi Casa se arrojaban a la guerra para morir en ella con el honor y el reconocimiento al que aspirábamos.

Aquello fue como una bofetada en el rostro. De nuevo me sentí patético. Furioso, forcejeé y grité y los soldados tuvieron que arrastrarme vulgarmente hasta la caravana.

Ninguno regresó. Ni mi padre, ni mis tíos, ni mis hermanos. Sólo mi primo Taelin, herido pero vivo. Dos Halcones de Sangre entregaron a mi madre el estandarte de nuestra Casa el día de la ceremonia funeraria a los caídos, mientras las niñas lloraban y yo permanecía en pie, devorándome a mí mismo por dentro de ira y de rabia.

Más adelante, me uní a los ejércitos del Príncipe en el viaje a la Tierra Prometida. Mi primo ya no podía pelear, asi que quedó a cargo de nuestra familia y yo partí a Draenor. Entre los magos de batalla, solo fui uno más, uno entre muchos. No era el mejor ni el peor, pertenecía a la masa de esos "todos los demás", pero ya no me importaba. Hacía tiempo que no me comparaba con nadie, sólo contigo.

Cuando rendimos las armas en Shattrath, pensé que Voren'thal estaba chiflado. Después, con los sucesos que siguieron, me alegré de haber permanecido en el bando ganador. Muchos de los que allí lucharon continúan trabajando por Draenor, pero algunos nos unimos a los Atracasol cuando su Señor declaró querer ocupar la posición del caído príncipe en el Kirin Tor.

De nuevo, tras años de tortura, envuelto en la rutina de los acontecimientos y la novedad de los helados paisajes del Norte, tu recuerdo se diluyó calmadamente. Aprendí a ser uno de "todos los demás", y no fue fácil, pero lo aprendí. Las cosas parecían calmarse, ir a mejor dentro de mí. Y entonces, de nuevo tuviste que irrumpir en mi vida sin avisar, como si el destino se empeñara en ponerte en mi camino. Estaba en Dalaran, llevando un mensaje a mis superiores desde los Dominios del Bosque Canto de Cristal. Caminaba hacia la Torre Violeta mientras los estudiantes bajaban las escaleras, cuando tu risa clara me alcanzó como una flecha disparada desde los confines de mi memoria.

Tenía que ser un sueño, pero no lo era. Allí estabas tú, con el tabardo del Ojo y un bastón a la espalda, conversando alegremente y caminando grácil sobre los adoquines de la más remota ciudad del mundo.

Pasaste a mi lado. La fragancia de tu perfume me golpeó con angustia. Hermoso como en los recuerdos, tus ojos resplandecían en turquesa claro, tu rostro de marfil y la sonrisa pura seguían estando plenos de la esencia de tu infancia, pero ahora pareces feliz. Feliz, mientras yo estoy hundido en los pozos de la mediocridad, y tu imagen me recuerda ásperamente que sigo sin alcanzarte. Podría haber sido un gran guerrero. Persiguiendo tu espejismo, recorrí los caminos de la magia, llenos de espinas y frustración, y cuando al fin te encuentro, sigues siendo mejor. 

De nuevo no puedo dormir, de nuevo mi alma se desploma y grita. Estás vivo, has prosperado... has respondido a mi misiva, vas a acudir a la playa. 

Chico, tenemos que acabar con esto. Acaba con esto, te lo ruego. Libérame de tu hechizo o entrégate a mi, pero no puedo soportar más tortura. Estoy enfermo de tí, y solo tú puedes sanarme. Cada vez que mi vida levanta la cabeza, apareces tú para recordarme que te perdí, que no pude tenerte, que me desprecias y tus últimas palabras golpean mi mente hasta hacerme arder las sienes.

Me das mucha pena.

Si es así, si te doy pena, entonces apiádate. Apiádate ahora que soy valiente para acudir a tí, para decirte que te necesito, que te hice daño y que lo siento. Que las cosas que te dije aquella vez, cuando te besé mientras todos miraban escondidos, aunque para ellos fuera un engaño destinado a exponer tus sentimientos hacia mí y hacer burla de tu corazón inocente... eran verdad.

Quizá ya no sirva de nada y sea tarde para todo. Pero has aceptado venir a la playa, y esa es la unica esperanza que he tenido en años, chico. 

Esta carta se ha extendido mucho, pero sé que te gusta leer historias dramáticas y tristes y que tu corazón es cálido; no quedará indiferente. Puede que de nuevo esté jugando sucio, pero sé que lo entiendes. Yo soy peor y mediocre. Los maestros me decían: "No lo olvides, siempre hay alguien más listo que tú". 

Eres mejor que yo. En todo. Por favor, demuéstralo. Dame una oportunidad.

Gaelan

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