miércoles, 15 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - Introducción

Desde lo alto del Puesto Atracasol, el frío era mordiente y el paisaje impresionaba a los ojos tanto de visitantes casuales como de los más veteranos. Al suroeste, la silueta del gigantesco árbol blanco y violeta se delineaba, una atalaya estilizada coronada de púrpura que dominaba el Bosque Canto de Cristal. Sobre el cielo de nubes esponjosas rizadas al viento, la mole flotante de Dalaran se desplazaba lenta como el carro del sol, sobrevolando la foresta de perla y amatista donde las ruinas pálidas y ancianas despuntaban; y a la espalda, las Cumbres Tormentosas se elevaban en una muralla de piedra nevada vigilada constantemente por el oscuro firmamento, vestido con su eterno embozo de tempestades, engalanado con relámpagos lejanos.

En el balcón superior, envolviéndose en la capa, Gaelan contemplaba el árbol mágico. La caperuza le cubría los cabellos y la espada y el bastón a su espalda brillaban suavemente, lamiendo las llamas la hoja de acero en un resplandor intermitente y empañando el vaho gélido el bastón en alientos entrecortados.

Los Atracasol habían sido pioneros en muchas cosas. Gaelan era consciente de que, allá en el continente Sur, su pueblo y la Horda tendían a olvidar con facilidad y a dar por sentados los hechos sin valorar los esfuerzos y méritos ajenos, actitud que como él sabía bien, se cultivaba desde la juventud y se alimentaba en la adultez gracias a ese fatuo sentimiento de orgullo sin justificar al que los vivos se aferran en tiempos de confrontación. Sin embargo, el camino de Aethas y aquellos que le habían seguido, había sido duro y difícil. Tras lo acontecido con Kael'thas Caminante del Sol, Aethas Atracasol había conseguido no sólo recuperar la confianza del Kirin Tor en los elfos de sangre - al menos en algunos de ellos - sino que fue gracias a su trabajo y nada más que Dalaran accedió a abrir sus puertas a la Horda. Él, como orgulloso portador del tabardo Atracasol y hechicero de batalla, se bastaba para tener presente esto continuamente, no esperaba que nadie lo reconociera. 

Ya no esperaba el reconocimiento ajeno. Ya no esperaba nada, y en aquellos días, menos aún. Entre sus manos, el mensaje redactado con suave caligrafía se agitaba en los golpes de viento, y sus palabras resonaban en su mente como un mantra discontinuo, mientras perdía la mirada en el horizonte y los recuerdos se enredaban, engarzándose como lazos estivales en su memoria.

A pesar del gélido beso del viento, a pesar de la nieve cuajada y el olor a invierno, sus recuerdos sabían a verano. No le costaba evocar la caricia de la cálida brisa, la humedad caliente del mar cercano y el verdor rutilante de la hierba. El olor de las flores, el resplandor de un sol cercano, esas pequeñas joyas que se antojaban irrecuperables, como la infancia lo era y como lo era la inocencia.

Torció el gesto y volvió a leer la respuesta, con una sensación amarga y punzante en la garganta. "Acepto. Pero no será allí. Te esperaré en la Ensenada Dorada". Acepto. Había aceptado. Mientras se preguntaba si había sido inocente alguna vez, dobló cuidadosamente la misiva y la guardó en el interior de su armadura ligera, tomando aire con lentitud. Había hecho mal demasiadas cosas. Todas, realmente. ¿Sería capaz de arreglarlo, sería capaz de ser honesto por una vez, o al menos de no hacerle daño?

No lo sabía. Y como no lo sabía, había subido allí, al balcón superior, solo en el crepúsculo con la carta del chico y con sus útiles de escribir. Pensaba asegurarse. Aunque le estrechara la garra del pánico mientras colocaba los papeles ordenadamente y se disponía a deslizar la pluma sobre el pergamino, recogiéndose en el resguardo de una columna, pensaba asegurarse. Lo escribiría todo y se lo entregaría al día siguiente, en el Festival del Amor, cuando se encontraran en la playa.

Inspiró profundamente, echándose la capucha hacia atrás, y comenzó a sangrar su relato bajo la canción del viento y la atenta mirada del árbol púrpura.

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