martes, 28 de septiembre de 2010

2.- Los Coyotes

El campamento se removió cuando sonó el cuerno.

Apenas había amanecido. Haari ya estaba despierta, colocando sus tótems sobre la tierra cenicienta. Había pasado largo tiempo meditando y rebuscando entre las energías espirituales de aquel lugar algo con lo que reforzarse, pero sólo había encontrado rabia, inquina y desespero. Los elementos estaban agitados bajo el dominio del fuego abrasador, que los subyugaba en su territorio. Había orado a Loa Ogoun aquella noche, pidiéndole fuerza en las batallas que habían de seguir, y nadie la había molestado. Los otros trols del campamento no se habían acercado a ella; la miraban desde la distancia con suspicacia y temor.

Recogió los tótems y se acercó. El humano de la mesa de reclutamiento estaba ahora de pie sobre una piedra plana, junto al orco y el enano. Este último tenía el cuerno aún en la mano, y los mercenarios iban agrupándose frente a ellos, con sus armas, sus lobos y sus felinos, sus armaduras a medio poner y los rostros somnolientos. Unos pocos se colocaron cerca de la piedra.

- ¡Vamos, espabilad! - bramaba Garm - ¡Vamos a dar las órdenes!

Haari se quedó un poco atrás, contando con la mirada entre aquel grupo de personajes desordenados, extraños y hostiles. Eran unos cincuenta. Cuando todos hubieron acudido, el humano tomó la palabra de nuevo. Era enorme, corpulento, y llevaba la misma ropa negra y un pañuelo oscuro en el cabello. A sus costados colgaban dos espadas brillantes, sujetas por el cinturón.

- ¡Mi nombre es Allen, Allen el Negro! ¡Él es Garm Hacha de Trueno, y él, Berkin Manodura! - bramó, señalando a sus compañeros. - ¡Somos los comandantes de los Coyotes de Durotar, y si a alguien no le parece bien, puede batirse con cualquiera de nosotros cuando salgamos de la montaña! ¡Hasta entonces, somos la autoridad!

El orco tomó la palabra, escupiendo al aire cuando hablaba y chasqueando los colmillos.

- ¡Vamos a asaltar Rocanegra! ¡Estas son las normas, y su incumplimiento significa morir! ¿Queda claro? - la multitud estaba en silencio, Haari comprendió que había pocos novatos como ella y que todos tenían una ligera idea sobre cómo funcionaba un grupo de mercenarios. - ¡Primero, no se tolerarán agresiones dentro del ejército! ¡Segundo, no se tolerarán deserciones una vez entremos en batalla! ¡Tercero, cada uno se queda lo que coja, menos el tesoro de la Cámara Inferior! ¡Éste se utilizará para pagaros y nosotros nos quedaremos con una décima parte! ¡Lo demás, es vuestro!

Hubo algunas quejas, preguntas, discusiones breves. Pero al parecer, los tres Coyotes estaban acostumbrados a ésto y supieron ponerles fin con explicaciones breves y algunas, algo duras. Finalmente, todos parecieron conformes, y Berkin habló entonces.

- ¡La incursión será larga! ¡Tenemos una estrategia y el equipo necesario! ¡Nos dividiremos en cinco grupos de diez, cada uno con un capitán! ¡Él os explicará el plan de ataque! ¡Grupo uno, bajo el mando de Garm, va en cabeza! ¡Fidelio, Zular, Krog'tar...!

El enano iba gritando nombres y mantenía el dedo señalando una dirección. Los que eran llamados se agrupaban allí, con las miradas hoscas e inspeccionándose entre sí con desconfianza. Cuando Haari escuchó su nombre, se dirigió con paso seguro hacia el lugar que le correspondía, echándose las trenzas hacia un lado.

Una vez estuvieron distribuidos los grupos, cada capitán se reunió con los suyos. La chamán no pudo evitar cierta repulsa cuando vio acercarse al elfo de ropajes oscuros y la cicatriz en el rostro, con dos largos alfanjes cruzados a la espalda. No le gustaban los elfos. No era la única, sus nueve compañeros gruñeron con suavidad. Los líderes habían tenido la inteligencia de formar los grupos de la mejor manera posible para evitar problemas, por lo que en su división sólo había trols y orcos. Uno de estos últimos, un tal Brarugg, escupió a los pies del capitán, que no se inmutó. Les miró con los ojos azul profundo, uno a uno, gélidos y peligrosos. Después habló.

- Soy Ashra. Guardáos los salivajos para cuando esto acabe - dijo, secamente. Su acento era pronunciado, suave y siseante - Soy vuestro capitán ahora y haréis lo que se ordene.

El orco se rió entre dientes y le miró burlonamente de arriba a abajo, mesándose las barbas.

- ¿Y por qué tendría que obedecer las órdenes de un elfo al que podría aplastar con un dedo?

Los trols soltaron una carcajada, pero Haari no se rió. Estaba mirando a los ojos a ese tal Ashra, y el vacío helado y profundo que veía en ellos no le provocaba hilaridad alguna.

- Por tres motivos - respondió el elfo. - Primero, porque soy el único que conoce el camino, la estrategia y a los enemigos. El segundo, porque es la única manera de que tengáis alguna oportunidad de salir vivos de Rocanegra y disfrutar del botín. El tercero, porque puedo matarte en doce segundos.

Braurugg dejó de reírse y su semblante se tornó amenazador. Después, de improviso, soltó un rugido, empuñó el hacha de su espalda y saltó sobre el elfo de la cicatriz. Ashra se movió veloz como un rayo, esquivando el golpe. Los alfanjes centellearon, y al tiempo que el hacha se clavaba sobre el suelo, las dos hojas de afilado acero cortaron el aire y salpicaron con un chorro de sangre caliente la tierra roja, que la absorbió, ávida de humedad.

Braurugg exhaló un estertor gorgoteante, con los ojos muy abiertos. Aún tenía las manos en la empuñadura del enorme hacha y la vida se le escapaba por la garganta abierta. Haari se preguntó un instante si podría sobrevivir de una herida así, pero su incógnita quedó despejada. Ashra empujó al orco con el pie y le hizo caer de espaldas, atravesándole el cuello con la punta de una de las espadas. Ésta quedó clavada en el suelo, entre un mar carmesí y el gesto póstumo de Braurugg, sorprendido y levemente triste. No volvió a respirar.

- ¿Alguna pregunta más? - dijo Ashra, limpiando el filo brillante sobre el jubón de Braurugg y echándose el arma a la espalda.

Los nueve restantes negaron con la cabeza. Haari también lo hizo.

- Bien. Si a alguien le sirve el arma del orco, que la coja. Ahora, hablemos de Rocanegra.

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