lunes, 27 de septiembre de 2010

El Monstruo

((Esta ha costado mucho. Al final tomé parte de un fragmento que escribí antaño, porque soy incapaz de narrarlo en condiciones, se me hace muy duro hoy por hoy. No sé por qué, aquella vez me costó menos, asi que he hecho copypaste, porque es la unica forma que tengo de contarlo. Esta entrada es muy fuerte y puede herir sensibilidades. La he dejado en la Madriguera porque no tengo espíritu para colgar algo así en Bearclaw. Espero que la disfrutéis... aunque lo dudo, porque es terrible. ))


Al fin se ha dormido.

Desde su cama, al otro lado de la eterna mesita que les separa, se voltea para observarle, pensativo. El cabello dorado pálido de su compañero se desparrama, liso como hilos de metal maleable que se descuelgan hasta el suelo y le cubren a medias el rostro. Hoy ha sido un dia duro, muy duro para los dos. Aunque quiere dejar de pensar en ello, no puede.

Ha llorado. Él apenas. Cuando le puso la mano en la frente y compartió sus recuerdos con él, creyó que iba a desmayarse. No sólo las imágenes. Los sentimientos que le prestó, le golpearon con una violencia irreconciliable. Y después, cuando se rompió el contacto y aún tambaleándose, ahogándose de angustia y sufrimiento, consiguió balbucear un "lo siento" que se le antojó absurdo, solo recibió una respuesta, en una voz grave y algo triste, entrecortada.

- No me compadezcas.

No lo hacía, no era compasión, sino comprensión. Sabía que él le había revelado aquello, de esa manera, porque era incapaz de explicarle por qué le habían alterado tanto ciertas palabras y ciertas cosas que habían sucedido con una muchacha. Por eso le había enseñado el Monstruo. Sabía que no se lo había mostrado a nadie, jamás, esa vulnerabilidad, y ahora tenía una responsabilidad con ella. Todo lo que pudiera decir estaba de más. Solo podía guardar el secreto y comprender.

Ahora le mira, estremecido y presa de sentimientos amargos y nostálgicos que se le enredan en la garganta. Ahora comprende muchas cosas. Comprende las pesadillas, los despertares con la daga empuñada bajo la almohada, comprende la aspereza ante algunos gestos y la posición defensiva y desconfiada en otras ocasiones. Puede comprender todo, cómo se ha forjado así, por qué así y no de otra manera, la criatura que yace en la cama de al lado, enorme, fuerte, inquebrantable. Y sin embargo, necesitada.

Al fin se ha dormido, lo ha hecho con el ceño fruncido. Un deseo instintivo de protegerle y arroparle discurre por sus venas al mirarle. Pero no se acerca. Tendrá que hacerlo de lejos, desde su cama, por el momento. Se aguanta las ganas de levantarse y acudir a su lado, de imponerle sus cuidados, de obligarle a aceptar su abrazo. No sabe mucho de animales, pero éste está muy herido. Por eso, irá con cuidado y esperará, como siempre, guardándose sus propios deseos, hasta que pueda caminar a su paso.


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Cae la noche en Corona del Sol. Las luces de las viviendas comienzan a encenderse, con el zumbido de la magia arcana, y los blandones arden suavemente, tiñendo la penumbra de resplandores rojizos. El cielo es hermoso, el bosque es hermoso, todo es perfecto.

- Nosotros nos vamos a casa – grita uno de los niños, arrojando la última piedra. - ¿Vienes?

El muchachito subido al árbol mira hacia la aldea y niega con la cabeza.

- Me quedo un rato.

- Vaaaale. ¡Hasta mañana!

Los chicos corren hacia las casas, donde sus madres esperan en el umbral. En Corona del Sol todo el mundo vuelve al anochecer y nadie se acerca al lago a esa hora. Los niños saben que el espíritu del lago es violento y terrible, pero a él no le da miedo el espíritu del lago. Él ya estuvo allí y regresó.

Se aparta el largo flequillo del rostro y sigue trepando por las ramas, intentando llegar más alto, jadeando y cansándose. A veces se cae o se hace una herida, pero no le importa. Está sucio, lleva marcas negras bajo las uñas y se ha raspado las rodillas, pero continúa subiendo obcecadamente, sin rendirse, sin pensar en nada. Sólo subir.

Tampoco le da miedo perder pie y caerse, abrirse la cabeza o desnucarse con una rama. Todo eso no le parece demasiado grave en realidad.

Cuando finalmente llega a la copa del árbol, observa de nuevo la aldea. Sólo queda una elfa en el umbral de su vivienda, todas las demás ya han entrado con sus hijos para bañarles y cenar, contarles un cuento y llevarles a dormir. Estrecha los ojos para mirar a la dama solitaria y siente una punzada de remordimiento. Seguro que mamá está preocupada.

Balancea los pies en el aire, pensativo, dudando. No quiere que su madre sufra, pero sabe lo que pasará cuando regrese. Al menos hoy se ha portado mal. Se ha roto la ropa y se ha caído, y además va a llegar tardísimo a cenar. Al menos hoy habrá un motivo, aunque su instinto infantil le recuerda que eso no importa.

- Menudo asco – dice en alto, arrojando la piedra de colores que llevaba en el bolsillo muy lejos de sí. Su voz suena rasposa y siente un frío glacial en el pecho cuando desciende del árbol, con la angustia anudada en la garganta y la respiración agitada.

Regresa al hogar corriendo, corriendo con todas sus fuerzas. Quiere cansarse y agotarse, y mientras corre no siente nada, la inquietud se va con el sudor, con el golpe del aire frío en el rostro, en el cuerpo, con la sensación de la tierra bajo sus pies, y en su imaginación se forma una imagen hermosa.

Mientras atraviesa la alta hierba y sortea ágilmente los troncos, aun sin perder el aliento, sueña que tiene garras y una boca grande llena de dientes afilados, y que ruge con fuerza y nadie puede hacerle daño. Se lo imagina tan claramente que casi le parece real, su corazón golpea con violencia y una luz suave se abre paso en los jirones oscuros del miedo con la ilusión de la fuerza indoblegable.

Sin embargo, cuando el suelo mullido del bosque se endurece y entra en la aldea, con la mirada preocupada de su mamá a pocos metros, el sueño se disipa y de nuevo es un niño pequeño que no tiene garras. Deja de correr y sus pasos se vuelven pesados cuando se acerca a la escalinata donde ella sostiene las cortinas con el semblante triste.

- Hola mamá – dice sin mas, cruzando el umbral. Ella mira a su hijo con una pena profunda y la incomprensión pintada en el rostro al ver su aspecto.

- ¿Qué te ha pasado, hijo?

- He estado jugando, mamá. – responde sin más.

La noche transcurre con la engañosa calma de siempre. Ella le manda a bañarse, y luego cenan los dos sobre los cojines, porque su hermano Ilmar y El Monstruo están en el estudio. Mamá les ha llevado la cena allí, y parece más contenta. Le pone una venda en la rodilla y le peina con una suave risa, preguntándole cuándo piensa dejarse cortar el pelo.

- No quiero nunca – responde él con vehemencia, mientras se lleva el tenedor a la boca y mastica ávidamente – Quiero tener el pelo largo como Dathremán.

- Dath’remar, hijo - Mamá tiene una voz suave y dulce, el cabello rubio y fino como él, los ojos color azul y el rostro más hermoso del mundo. – Acábate las verduras ¿eh? Si las escondes en la servilleta, crecerán árboles en ellas.

- ¿Y si me las como no me crecerán árboles en la tripa?

Ella se ríe y le pasa el brazo por los hombros a su pequeño, besándole la frente.

- Si te las comes, te harás grande y fuerte.

Confía en su madre, así que se come todas las verduras, porque quiere ser grande y fuerte. El nudo de su estómago se ha disipado con la ausencia del Monstruo, y suspira. “Quizá hoy no venga. Mamá dice que estará trabajando hasta tarde, y a veces no viene.”

Cuando acaban de cenar, la ayuda a lavar los platos en la fuente del patio y se limpia los dientes, luego los dos suben a su habitación y su madre abre la cama mientras él se pone la camisa de dormir y los ligeros pantalones de tela debajo.

- Hace calor, cariño. Quítate esos pantalones.

- No – responde repentinamente, atando con fuerza el nudo. Su voz suena tajante, y ella le mira algo perpleja.

- Como quieras… vamos, a la cama, bicho.

Él le regala una sonrisa y se mete en la cama, suspirando. Ella le arropa, le aparta el pelo del rostro y le besa la mejilla, y los dos se miran. Quiere mucho a su madre, y sabe que ella le quiere también, aunque en los últimos meses siempre tiene ese brillo de inquietud en el fondo de los ojos. Sabe que está triste.

“Es por mi culpa”, se dice. “Es porque estoy siempre en el bosque y porque me porto mal, pero no me regaña”. Mientras ella le acaricia el pelo y la melancolía se hace más patente en su semblante, repentinamente, el niño siente náuseas. Un intenso malestar le recorre el cuerpo entero y se anuda en su corazón, y se maldice a sí mismo al percibir cómo sufre. Comprende que su madre sabe que algo no va bien, y eso se clava en su alma como un cuchillo.

- Mamá…

- ¿Si? – Ella le mira ansiosa, inclinándose hacia él.

Rodrith traga saliva. “No se lo digas a nadie”, resuena la voz sibilina del Monstruo en su cabeza, imperativa, y le sudan las manos, el cobertor parece asfixiarle en la cama. “No se lo digas a nadie”

- Mamá, intentaré portarme mejor – dice finalmente, sintiéndose un miserable, mientras traga saliva.
                                                                                                             
Su madre sonríe suavemente y le abraza, su olor le envuelve y el nudo en la garganta amenaza con hacerle llorar. Querría abrazarla y romper en sollozos, y gritar, y arañarse la cara, y revolverse y desaparecer, pero no lo hace. Se queda quieto mientras ella le acuna.

- Te quiero, mi niño.

- Yo también te quiero, mamá.

Ella sale y la oscuridad se cierra cuando se lleva el candelabro, la Luz se marcha y se queda solo en la cama, con la tiniebla alrededor y el sudor frío perlando su piel. Esconde la cabeza bajo la almohada y se repite a sí mismo que hoy no vendrá, una y otra vez, hasta que engaña al sueño inquieto y el cansancio le vence.

Cuando despierta en mitad de la noche, la sensación de alarma es la misma de siempre. La reconoce al momento, y la bilis amarga se le pega al paladar; sin atreverse a quitarse la almohada de encima, consciente del peso ajeno sobre su cama. Se hace el dormido.

- Mira qué hijito tan bonito tengo…

La voz susurrante, fría y cortante como el acero, le llega a los oídos a pesar de todo, y se mantiene inmóvil, respirando regularmente, con el corazón desbocado por el pánico y un millar de serpientes recorriendo sus entrañas, mordiéndole con amargo veneno. “Que no se de cuenta. Al menos así será mas rápido”. El miedo es una mano pegajosa en su pecho.

- Tan bonito como el sol, tan precioso… eres igual que tu madre. – El Monstruo está tirando del cobertor y el aire de la noche le parece gélido. – ¿No vas a dar las buenas noches a papá?

El chico no puede tragar saliva. No se atreve. No mueve ni un músculo y se concentra en fingir que duerme, con los nervios de punta y un alambre de espinos en la garganta. Recuerda que la primera vez que le dijo aquellas mismas palabras, se sintió feliz. Pensó que su padre le quería, que al fin le mostraba afecto, y le sonrió y le dio las buenas noches. Pero eso no cambió nada. Así que guarda silencio y reza a quien quiera escucharle para que el Monstruo salga de su cuarto y se de por vencido.

Una mano helada se escurre bajo su camisa, en su espalda.

- Este hijo ingrato, que me paga el haberle dado la vida sólo haciéndome enfadar… - la voz se vuelve más cortante, más tenue, y le escucha respirar aceleradamente. Se estremece, cerrando los ojos con fuerza. – Los disgustos que me das hacen que no pueda trabajar. ¿Sabes que mi experimento ha fallado de nuevo, pequeña sabandija?

“Cuando sea grande y fuerte podré correr tan deprisa que nunca llegarás a alcanzarme. Cuando sea grande y fuerte no volverás a golpearme y nunca me tocarás, y si lo intentas te mataré”, se repite el niño. La almohada es apartada de su rostro y el Monstruo le coge la cara, obligándole a mirarle, pone los pulgares sobre sus párpados y tira de ellos hacia arriba para abrirlos. Al despegarlos, las lágrimas se escurren por su rostro, y el sollozo nervioso agita su pecho.

Su padre sonríe, con la expresión conocida en la mirada, esa que tanto le asusta. El cabello recogido en la nuca y la sonrisa despectiva, amarga como un latigazo, le recuerdan que no podrá evitarlo de nuevo. Que no podrá escapar.

- Eres una desgracia para esta familia, niño consentido y desobediente. Ahora vas a portarte bien y a darle las buenas noches a tu padre como se merece.

Él aprieta los dientes, tembloroso, cuando le pasa la lengua por la cara, y trata de apartarse instintivamente. El terror se ha hecho dueño de él, y no puede pensar en una reacción que pueda complacer a su padre, de manera que cuando recibe la primera bofetada comprende que, desde luego, esa no lo ha hecho.

- Ingrato – repite el Monstruo mientras le agarra del pelo y vuelve a golpearle – sucia rata, deja de desafiarme.

El oído le zumba y la nube blanca se extiende en su mente, alejándole de la realidad, protegiéndole de lo que está sucediendo. Los insultos dejan de tener sentido, el dolor se difumina y todo empieza a parecer lejano cuando la nube le hace desaparecer.

- Es todo culpa tuya, maldito seas. Desde que tú llegaste, mi nombre está en el lodo, gusano, pequeña alimaña indomable. Si hago esto es por tu culpa. Esto es culpa tuya. Te lo mereces y me obligas a castigarte…

Las palabras van y vienen, los golpes también. Su padre es un experto, le retuerce los brazos tapándole la boca para que no grite, le golpea con los codos y con el puño cerrado para que las bofetadas no resuenen en la habitación, y cuando se da por satisfecho, repentinamente le abraza y le pasa la lengua por el cuello.

- ¿Por qué no quieres a tu padre? – dice la voz temblorosa en su oído, suplicante y angustiada. El niño está llorando en silencio, pero mantiene los ojos abiertos. Sabe que no permitirá que los cierre y tampoco puede hacerlo.
 
El Monstruo le estrecha con un gesto extraño, ávido, desesperado y que le resulta nauseabundo. Cuando escurre las manos sobre su cuerpo bajo la camisa, intenta imaginarse que hace todo eso por amor, porque le quiere. Intenta compadecerse de él y abrazarle, pero no puede. Su alma está gritando y pugna por disolverse, por huir de aquello, porque sabe que no está bien. En su interior, lo percibe como una agresión, sabe que es una agresión, aunque no lo entienda. Por eso se encoge y ahoga un gemido, y repentinamente, trata de zafarse y escapar, pero la presa es firme a su alrededor.

- Eres mi condena, mi sol... – susurra la voz, trémula e inflamada por un sentimiento que Rodrith aun no puede definir. - ¿Por qué me haces esto? Maldito seas por siempre, maldito seas… ¿Por qué no me amas? Bendito seas...

Los dedos de su padre tironean del cordón de los pantalones. Lo deshacen finalmente, de nada sirvió apretarlo con todas sus fuerzas, y la tela baja hasta sus talones. El chico abre los ojos desmesuradamente y se mete la sábana en la boca, con el pensamiento peregrino de asfixiarse con ella y morir, cuando comienza a tocarle entre los muslos, a levantarle la camisa y pellizcarle la carne, con la lengua en su cuello.

- Sabes como tu madre, hueles como tu madre, me desprecias igual que ella, todos me despreciáis, me odiáis... ¿Por qué no me quieres?

El elfo se aprieta contra él, siente su olor a magia, ácido y chispeante, y le sobreviene una arcada entre las lágrimas. La carne entre sus piernas, a pesar del miedo, a pesar del horror, se está endureciendo, pero por mucho que el Monstruo se frota contra su cuerpo, presionando con la pelvis en la parte de atrás de sus muslos desnudos, no consigue que su propia virilidad despierte.
 
El niño aprieta los dientes y gruñe, desesperado,  y el Monstruo suelta una maldición, cogiéndole la mano y llevándosela a su sexo, retorciéndole el brazo a la espalda. Le obliga a cerrar los dedos bajo los suyos y a acariciarle rápidamente, aunque el movimiento le produce dolor en la forzada postura. La carne que sujeta sin remedio es blanda y fláccida y está caliente, pero no reacciona.

- Inútil, ni para esto me sirves – le espeta, soltándole y propinándole un codazo en las costillas. Se mueve sobre él y le obliga a tenderse boca arriba, los forcejeos solo desembocan en golpes y nuevas amenazas – Si gritas, tu madre vendrá y verá lo que estás haciendo. No volverá a mirarte a la cara, y nunca más te querrá. Pórtate bien.

No puede dejar de llorar, pero finalmente cierra los ojos y se queda inmóvil, temblando de cuando en cuando. Impotente. El monstruo le abre la boca, apretándole las mejillas, e introduce el miembro fláccido en ella. Rodrith tiene la lengua áspera y el paladar reseco por el miedo, los labios se le pegan y la saliva ha desaparecido, quizá se ha retirado para dejar hueco a las lágrimas. Le sobreviene una arcada, pero la contiene. Le mordería si no estuviera apretándole el rostro de esa manera, en la que no puede cerrar los dientes. Debatirse no sirve de nada. Obedecer, no sirve de nada. Todo sigue sucediendo a un ritmo demasiado lento, todo sigue su curso y no importa lo que él haga o deje de hacer, porque todo, todo, todo es en vano.

El monstruo sigue murmurando incoherencias y le restriega el sexo por el rostro, humedeciéndolo con su llanto para lubricarlo, le escupe sobre la boca para volver a penetrarla, y se mueve desordenadamente, cuando al fin la consistencia de la carne se vuelve más densa.

- ¿Ves que fácil, mi niño? – jadea entrecortadamente, mientras le tira del pelo. Rodrith aprieta los ojos y piensa en el mar, se concentra en el mar, que en algún lugar está golpeando con sus olas en la arena. - ¿Ves que fácil?

La invasión se vuelve brusca y le roza la garganta, provocándole arcadas de nuevo, el sabor acre de la piel es algo que el mar no puede ocultar. Finalmente, el Monstruo se retira y le manosea de nuevo, girándole en el colchón.

El niño ya no hace nada. No patalea, no se mueve y no tiembla a causa del llanto. Las lágrimas se deslizan sin más por su rostro, aplastado en las sábanas. Su mente está serena. “Odio esta cama. Odio esta habitación. Odio a todo el mundo. Ojalá el mar se los lleve, que los demonios se los coman, y yo tendré garras y una boca llena de dientes…”

El monstruo está empujando detrás de él. Le agarra de las caderas, clavándole las uñas, y trata de escurrir el miembro húmedo y algo revitalizado dentro de él, pero la tensión no es suficiente para penetrar. Le insulta y levanta una mano hacia su cuello, apretándole, estrangulándole.

“Mátame, eso es lo mejor que puedes hacer”, se dice el niño, exhalando un gemido ahogado de dolor sin que su semblante se inmute un ápice.

- Hacerle esto a tu padre. Tener así a tu padre. Debería matarte – balbucea el Monstruo en susurros, frustrado.

Finalmente, sin que su erección haya sido suficiente para consumar sus deseos, el Monstruo se frota contra su trasero, arañándole, mordiéndole, fuera de sí, hasta que la simiente se derrama sobre los riñones del niño. Es caliente y densa y la sensación le marea, está a punto de perder el conocimiento, dejándose llevar por el mar y sus olas.

El Monstruo se convulsiona al eyacular y luego se aparta, limpiándose las manos en la toga. El niño se queda tumbado boca abajo, con los pantalones en los tobillos y la camisa alzada hasta los hombros, inmóvil, como un muñeco de trapo.

- Mira lo que me has hecho – murmura su padre. – Mira en qué me he convertido por tu culpa. Te lo mereces. Te mereces esto y mucho más. ¿Es que no ves cuanto te quiero? Me das asco.

La última palabra resuena en los oídos del muchacho como un cuchillo afilado y helado, que ya ni siquiera le daña. Cuando el Monstruo se ha marchado, aún tarda unas horas en reaccionar.

Se limpia la espalda con las sábanas y se coloca la ropa, se pasa las manos por el rostro y se precipita hacia la maceta que su madre le puso en el balcón para vomitar en ella. Agarra el tiesto, presa del llanto nervioso, temblando, lívido, y respira hondo para sobreponerse, contrayéndose una y otra vez mientras se vacía su estómago, que parece haber encogido, arrugado como una fruta seca.

Aún está lo bastante consciente como para remover la tierra y enterrar el vómito en ella. Cuando la mira, con el semblante ausente y la respiración recuperada, observa las hojas verdes, hermosas y sanas, el tallo perfecto, la perfecta composición de sus ramificaciones.

Esa planta ha crecido gracias a su angustia. Su belleza es fruto de su desesperación. Se ha alimentado de sus lágrimas, de los fluidos arrancados de su cuerpo, de su vómito cada noche y de todo su sufrimiento que no parece terminar nunca, que no le da tregua y que no desaparece.

Se sienta delante de la maceta, observando el cielo estrellado en el balcón. El aire agita sus cabellos, le golpea, gélido, sobre su cuerpo, pero parece no sentirlo ya. Se ha calmado poco a poco, y ahora sólo queda vacío.

 Lentamente, arranca las hojas una a una y las rompe entre sus dedos, ausente de toda emoción. Luego parte el tallo, lo destroza y lo trocea muy despacio, arrancando hebras verdes con las uñas. Tira de los restos y extrae las raíces y se las lleva a la boca, mordiéndolas, con el sonido del mar en su cabeza. Mastica y traga, muy lentamente, y después recoge los restos destrozados sobre el suelo y se los come también, uno a uno, hasta que ya no queda nada.

Se siente algo mejor, pero no del todo. Contempla el tiesto, con la barbilla sobre las manos y la mirada ausente, el esqueleto de la planta de la amargura se alza sobre la tierra revuelta que huele a sudor pegajoso y a pánico. Finalmente lo coge entre las manos y se acerca al borde del balcón, tambaleándose por el peso. Trepa hasta la balaustrada y se sienta allí, abrazando la maceta desgajada, con una punzada dolorosa en el estómago. Mira hacia abajo y mueve los pies, calculando la distancia. Quizá con suerte conseguiría abrirse la cabeza…y frunce el ceño.

“No, no es eso lo que quiero”

Se agazapa en la barandilla de mármol, con la cerámica bajo el brazo, en cuclillas con la mano libre apoyada en la balaustrada, entre las piernas, y observa el suelo, los árboles más allá, la luna, las estrellas. El viento agita las ramas y le revuelve el cabello, aullando, abrazándole.

“Algún día tendré dientes afilados y garras poderosas, y entonces yo seré el rey de los bosques, el señor de las montañas, el conquistador de los cielos, nadie podrá aplastarme nunca. Nunca.”

Coge el tiesto con ambas manos y lo lanza lejos, todo lo lejos que pueden sus bracitos infantiles, y el objeto cae a plomo, estrellándose contra el suelo y saltando en pedazos, dejando una mancha oscura donde la tierra negra se derrama.



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Ha despertado. Entreabre los ojos y le mira, gruñendo un poco. Él le sonríe con gesto cansado, en la penumbra.

- ¿Que haces despierto todavía? - susurra su compañero, con voz adormilada.
- No puedo dormir - responde, mintiendo en parte. - ¿Puedo ir contigo?

El rubio se lo piensa un instante y asiente, abriendo las sábanas para él.

- Claro. ¿Estás bien?
- Regular.

Entra en su reino, en su cama y en sus brazos, ahora que se los ha abierto, creyendo que le necesita. Deja que le abrace, como si fuera él quien debiera ser consolado y acunado. Permitiendo que lo haga, le está protegiendo de sí mismo, de sus fantasmas y sus monstruos secretos. Porque sabe bien, ahora mejor que nunca, que siempre que él le acoge así, también se está refugiando. Le acaricia el pelo con los dedos y apoya la mejilla en el pecho enorme, escuchando los latidos de su corazón.

-Buenas noches.
- Buenas noches.

Pero él no se duerme. Le vela en silencio, de esa manera extraña y difícil de comprender, atento para exorcizar los monstruos si aparecen. Al menos eso puede hacerlo, por ahora.

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