lunes, 6 de septiembre de 2010

El Oso y el Halcón

Le gusta este sitio. Como todo lo oculto y lo prohibido, le fascina. Especialmente si está bien presentado. Le gusta la perfecta armonía del entorno, de los corredores sinuosos y los fanales, colocados simétricamente en la pared, de las antorchas, de las alfombras mullidas. Le parece, en cierto modo, poético...como una poesía de versos consonantes que habla de oscuridad e intimidad, de iniciación y de secretos tan viejos como lo son los deseos y los apetitos. Mientras camina con pasos suaves sobre las baldosas, se deleita con alivio entre esas paredes que entrañan liberación. "Es un poema a la liberación. Exactamente eso", piensa para sí.

Conoce este lugar desde hace un tiempo. Se lo presentó un conocido como una diversión muy exclusiva, un embrujo para los sentidos, con reglas estrictas, jerarquías marcadas y leyes propias, pero donde podía encontrarse hasta la más imposible delicia. Cualquiera que fuese el capricho, entre las paredes de roca y las alfombras de terciopelo lo hallaría. La mezcla entre un palacio y una mazmorra. Una estética singular y creativa, oculta tras una burda pared y una escalera descendente, con el equívoco nombre de La Madriguera. Hizo su primera visita con una mezcla de curiosidad y rechazo, esperando encontrar más de lo ya conocido, sin ilusionarse demasiado. Pocas cosas nuevas podrían sorprenderle. Su conocido le aseguró que era un sitio donde "el que busca suciedad encuentra lo más sucio y quien quiere limpieza, lo más puro". Esa frase equívoca le hizo pensar en suelos con pelusa, pero nada más lejos de la realidad. La Madriguera le conquistó, por eso sigue acudiendo cuando siente la necesidad de hacerlo, de buscar liberación. Sería perfecta si no fuera por los sonidos que de cuando en cuando rompen el silencio desde la planta más baja. Bueno, y si fuera el único que disfrutara de ella, desde luego.

Ha cerrado la puerta de la sala que utilizó y se dirige con la llave hasta el corredor. Ha terminado por hoy, y aún algo abotargado por las sensaciones, va a entregar la llave a la Señora y a marcharse. Ocasionalmente, se cruza en un recodo con algún otro visitante, que se inclina cortésmente y sigue su camino. Las máscaras que visten los asiduos al lugar son variadas. Cada cual expresa una cosa, al igual que las prendas con las que se cubren. En la planta superior, donde él se entrega a sus actividades, suele encontrarse con otros que también llevan capas ligeras y prendas de tela, que también visten antifaces, sencillos o hermosos, de escayola o de fieltro. En ese piso, las puertas son de madera labrada, las habitaciones huelen a inciensos y en cada una se encuentra un mundo diferente de placeres y misterios de todo gusto y sabor.

Nunca ha estado abajo del todo. Nunca hasta ahora, cuando al llegar a la habitación amplia que hace las veces de recibidor, se encuentra con que Alyenna no está allí. La espera se le hace larga, y decide dar una vuelta. Con la llave en la mano, desciende los peldaños de la escalera caracoleante, frunciendo el ceño con una mezcla de disgusto y expectación con las sensaciones que le llegan. Los muros de roca parecen absorber la luz tenue de los candelabros clavados en la pared. Mitigan también los rumores ininteligibles, que ahora parecen tintineos de cadenas, luego un grito apagado, un chasquido. ¿Un gemido?

Ha disfrutado de muchas cosas en La Madriguera, pero nunca se ha aventurado al sótano. Huele a humedad a medida que desciende, y no le agrada especialmente el moho, pero siente curiosidad. Siempre la ha sentido, en realidad. Da un traspiés, maldiciendo por lo bajo, al llegar al último escalón. No podía ser perfecta, la maldita escalera tiene un peldaño muy gastado que le ha hecho resbalar, y por eso choca con el desconocido.

Se echa hacia atrás, sacudiéndose la capa. Ha sido como golpearse con una roca.

- Mira por dónde vas - espeta entre dientes, sin pensarlo demasiado.

La otra persona responde con una risa silenciosa. Al levantar la mirada, siente un pálpito entre las costillas y un pequeño nudo viscoso en la garganta. Iranion es un hombre de mundo y ha visto muchas cosas, pero en este lugar y en esta situación, se siente como un intruso donde no le corresponde, y la imagen de ese otro se le antoja peligrosa y amenazadora.

- ¿Qué haces aquí, pájaro? - dice el desconocido, con una voz suave, grave, semejante al ronroneo de un animal.

Lleva una capa negra, con caperuza. Aparentemente es igual que la suya, pero no. La tela es mucho más basta, más recia, aunque no parece de mala calidad. Bajo ella, entrevé las prendas de cuero negro. No lleva camisa, las botas son grandes y pesadas. Como todos allí dentro, no lleva armas. Al atisbar su rostro bajo la capucha, descubre un par de ojos equívocos, entre el gris, el verde y el azul, unos cuantos mechones rubio pálido que se escapan del embozo y un rostro sin máscara. Las líneas de pintura oscura cubren sus facciones, se enredan en la piel desnuda del torso musculoso, de los brazos que asoman apenas bajo la capa. Correas de cuero negro le cruzan el pecho. Traga saliva.

- Busco a la Señora - responde Iranion. No ha mudado su semblante bajo la máscara, no ha hecho el menor gesto que delate su inquietud o la sensación de alarma que le despierta el encuentro.

El tipo enorme ladea la cabeza. Parece examinarle con atención. Es bastante más alto que él, y mucho más corpulento. "Los que van a los sótanos se pintan", recuerda. Alyenna también es una de ellos. "Los Huéspedes arriba, los Verdugos y los Mártires abajo", recuerda de nuevo, mientras la sensación de peligro se acrecienta de manera irracional. Iranion es un Huésped, y lo que tiene delante, duda que sea un Mártir.

- No está aquí. ¿No deberías esperarla arriba, pájaro?

Hay un tono burlón en esa voz que no le pasa desapercibido. El tipo grande desprende un aroma salado y chispeante, y parece que acaba de terminar su sesión. Iranion alza la cabeza aun más, adelanta la barbilla.

- Halcón, para tí.
- Oh, así que Halcón... - replica el otro, golpeando con el dedo una de las plumas de la máscara.

No puede creerse tal descaro. Una quemadura de ira le lame por dentro, aunque él permanece sereno. Iranion siempre permanece sereno. Levanta la mano y da un suave manotazo a los dedos enguantados que rozan su hermoso antifaz.

- Eso he dicho. He estado esperándola, pero no regresa.

Se escucha un gemido en algún sitio. El siseo del metal candente al sumergirse en el agua y un grito apagado. Iranion atisba detrás del hombro de la corpulenta figura, allá donde las sombras son más oscuras y se adivina el negro pasillo con las puertas de las mazmorras. Se pregunta qué sucede en esa parte de la Madriguera. Aunque quizá lo imagina vagamente, se pregunta si está en lo cierto. Su imaginación vuela.

- Eres un Huésped - dice la voz grave, algo más seria. Iranion le mira, calmado por fuera.

No añade nada más. Iranion lo comprende. ¿Está quebrando las normas? Lo cierto es que no lo podría asegurar. Y aunque el tipo desprende un aura de agresividad contenida, allí dentro no puede sucederle nada, ¿no es cierto? La Madriguera es un lugar controlado, estricto.

- No sabía que estuviera prohibido bajar - dice, sencillamente.
- No lo está.

El desconocido esboza una sonrisa torcida. No puede verle las facciones debido al embozo. Aunque pudiera, están cubiertas por esa pintura negra. Solo ve sus ojos brillantes al fondo de la negrura, las hebras de cabello pálido y la media luna de dientes relucientes. Iranion asiente y se queda donde está. Se habría dado la vuelta si no hubiera llegado a sus oídos con absoluta claridad, un jadeo desvaído, femenino.

El largo pasillo oscuro no tiene más iluminación que algunos candelabros dispersos en los muros. El techo abovedado asemeja una boca abierta que se envuelve en tinieblas apenas rotas por los círculos de dorado sucio, la tenue luz de las velas mortecinas. Parece una cripta. Magnética, de alguna manera.

- En ese caso... creo que echaré un vistazo - dice Iranion. Su voz es plana. No mira directamente al desconocido, no espera ninguna reacción suya. Si no está prohibido, puede entrar.
- Permite que te guíe...pájaro.

El encapuchado se da la vuelta y echa a andar con lentitud. Sus pies no hacen ruido sobre las losas, pese a su envergadura.

- Halcón.

Le sigue, con la sangre hormigueándole en las venas. La sensación de peligro se acrecienta. La penumbra del lugar y sus sonidos velados se cuelan en los poros de su piel como un hechizo fatuo, leve y envolvente. De alguna manera, le resulta fascinante imaginar las posibilidades, todo cuanto de horrible y hermoso puede suceder entre esos muros acechadores. Está en un pasadizo misterioso y oscuro, y la criatura que le guía parece pertenecer a ese mismo mundo, también es misteriosa y oscura.

- Estas son las cámaras de los Mártires - explica él, con el mismo tono suave y aterciopelado. Su voz también encierra un peligro latente y equívoco. - ¿Sabes lo que es un Mártir?

Ha deslizado la mano enguantada sobre una puerta cerrada. Es metálica y tiene un ventanuco con barrotes. Junto a él, hay una loseta de color rojo. Iranion está mirando fijamente esa escotilla, luchando contra el impulso de acercar el oído y escuchar. Niega con la cabeza.

- Los Huéspedes acudís a la Madriguera en busca de placeres deliciosos, esos que difícilmente se encuentran en el exterior con discreción - dice el desconocido. Camina despacio. El siguiente candelabro está a una cierta distancia, y se sumergen en la negrura por un momento. - Los Mártires son el mayor tesoro de este santuario. Son criaturas casi divinas.

Iranion frunce el ceño, mirando la silueta del desconocido. ¿Criaturas casi divinas?

- ¿Qué quiere decir eso?

El haz de luz nebulosa ilumina de nuevo la figura que le guía. Pasan junto a otra puerta cerrada. Ahora puede distinguir con claridad el sonido de un látigo y los gritos apagados, confusos, teñidos de ambigüedad de una mujer. El desconocido se detiene, justo ahí.

- Ellos han descubierto el placer a través del dolor y de la entrega.

Sus ojos están capturados por el nuevo ventanuco cerrado. La melodía espeluznante que brota del interior de esa habitación le fascina. Cuando los vuelve hacia el desconocido, él le está mirando. Le recorre un escalofrío.

- Entiendo - dice, por decir algo.
- Ellos entran en sus cámaras y nos esperan. Nosotros venimos a liberarles y satisfacerles.
- Los Verdugos.

La figura sonríe de nuevo, media luna torcida de dientes blancos, perfectamente alineados.

- Ellos son un tesoro. Nosotros cuidamos de ellos.
- Qué generoso - comenta, siguiendo los pasos de nuevo. Otra vez, oscuridad.
- No es generosidad. Sólo ellos pueden complacernos a nosotros. Nosotros hemos encontrado el placer a través de la provocación del dolor y la dominación.

Su voz es lenta y pausada, un ronroneo feral que esconde un enigma. Iranion traga saliva de nuevo, impasible, caminando entre las sombras. Un pliegue de la capa del desconocido le roza la mano.

- Entiendo
- Lo dudo. Es una gran responsabilidad la que tenemos. Se requiere mucha confianza para permitir que alguien te haga daño, y mucho autocontrol para satisfacer a un Mártir.

El hombre alto se ha detenido frente a otra puerta. Ésta tiene el ventanuco abierto y una loseta verde incrustada junto a la plancha de metal. Con un sabor metálico en el paladar, Iranion se acerca a mirar. Sin embargo, no ve más que negrura.

- ¿Qué hay dentro? ¿Hay un Mártir aquí?
- Esta cámara está libre.

El desconocido rebusca entre las prendas de cuero y le aparta con la mano. Cuando le toca, Iranion no puede evitar que se le pare el aire en los pulmones. La adrenalina se dispara. Se ha tensado imperceptiblemente, y se aleja un paso, dejando que el tipo meta la llave en la cerradura y abra.

- No me he presentado - dice la voz grave. - Yo soy el Oso.

La cerradura emite un chasquido. La puerta de metal se abre, chirriante, y el Oso se hace a un lado para franquearle la entrada a Iranion, que se lo piensa largamente antes de dar un paso hacia esas tinieblas.

- No se ve nada.

Retumba la puerta al cerrarse a su espalda. Es sudor frío lo que corre en su espalda cuando escucha el crujir de la llave, y sus ojos se adaptan a la negrura por mera supervivencia. Le zumban los oídos. Empieza a plantearse si no debería haberse quedado donde estaba. Empieza a dudar sobre el control de ese lugar. ¿Realmente está a salvo? Hay muchas normas que no conoce. Le aseguraron que en La Madriguera nadie obtenía lo que no quisiera. Se lo aseguraron. Se lo dijo esa zorra de Alyenna cuando firmó como miembro y pagó en oro.

- ¿Qué demonios haces? - exclama con firmeza, sin dejar que su alarma interior trascienda los muros de su apariencia serena. Tantea las paredes, pegando la espalda a una de ellas. Huele a ceniza, a sangre y a algo más que no puede definir.
- No te asustes, pájaro. No puedo tocarte si no quieres. Y yo tampoco quiero.
- Halcón - remarca, con un deje rabioso - y no estoy asustado.
- Lo que tú digas.

Vuelve la cabeza hacia la voz. Puede entrever los contornos en la oscuridad. Hay cadenas en las paredes, una mesa de madera, una estantería al fondo con objetos que no puede decidir. Un blandón apagado con atizadores dentro. "Es una cámara de tortura", piensa.

- ¿Por qué tienes la llave?
- Aún no la he devuelto. Es mejor cerrar. No queremos que entre alguien y te confunda con un Mártir.

Ve su sonrisa torcida y la silueta alta, negra sobre la negrura, con los ojos brillantes y los dientes blancos. No se ha acercado. Sigue en la puerta. Eso le relaja en cierto modo, y pasea la mirada entre las sombras.

- No soy ningún Mártir. ¿Hay luz aquí?

Así que el Oso había salido de aquí. Se pregunta qué ha estado haciendo dentro, no le cuesta imaginarlo. Escucha el rasgueo de una cerilla y una luz titilante se enciende, apenas una miserable vela consumida dentro de una hornacina. Disipa un tanto la oscuridad. Una duda inquietante le asalta.

- ¿Dónde está el ocupante de esta sala?
- Ella ya ha terminado hoy. Se fue a descansar.

Sin perder de vista la enorme figura, se acerca a la hornacina y coge la vela. Se pasea lentamente por la celda, consciente de la densa mirada en su nuca, de la intensa presencia de esfinge del Oso. Mira las cadenas. Son de acero, sin una mota de óxido. La mesa de madera ocupa el centro, tiene correajes de cuero con hebillas, y las estanterías están llenas de cuchillas, filamentos cortantes, cirios apagados, cilicios, correas, mordazas, cuerdas. En la parte inferior hay vendas, pociones de sanación, algodones y gasas limpias, dentro de estuches de cristal. Junto a ellas, hay un barril con agua casi completamente limpia. Tiene un leve color rosa diluido. "Sangre".

- ¿Cómo lo hacéis? - murmura apenas.

Se pregunta si no estará cometiendo un error al decir eso. Mira de reojo al Oso, que se despoja de la capa. Traga saliva. Podría guardarse una de esas cuchillas en la manga, sólo por si acaso. La prenda cae en un rincón, y descubre que la capucha era una pieza aparte. Al despojarse del manto, los músculos redondeados del elfo, porque es un elfo, se dibujan con claridad. Lleva el torso desnudo, cubierto por las líneas de pintura negra, y ceñido por un arnés de correas del mismo color. Los guantes le llegan hasta los codos. Es la anatomía de una escultura. Ese individuo no es ningún rico comerciante caprichoso, no es un corpulento mercader. Cada línea de su fisonomía indica entrenamiento, revela un modelado propio del de un combatiente, un cantero o un leñador.

- ¿El qué, exactamente?

Sigue mirando las curvas de los músculos, los pliegues de la piel. Podría ser una estatua antigua, de ébano con vetas de bronce. Sus proporciones son regulares, es realmente... ah, la pregunta.

- Satisfacer a los Mártires - responde al fin.

De nuevo la sonrisa burlona.

- Hay muchas maneras. Depende de cada uno de ellos, nosotros les damos lo que desean.

Se está acercando de nuevo, despacio. Esta vez, Iranion no se mueve. Tiene la vela en la mano y las cuchillas al alcance de un movimiento rápido. No tiene por qué regalarle ninguna muestra de temor. Cuando llega a su lado, Iranion vuelve la vista hacia los artefactos.

- Provocar dolor también es un arte... creo que es un don. Una especie de talento - murmura el Oso, pasando un dedo sobre uno de los cilicios. - Requiere un buen conocimiento de anatomía. Y conocer el umbral del Mártir, desde luego.
- ¿El umbral?
- Hasta dónde puede aguantar.

Le atraviesa con la mirada de nuevo, Iranion se mantiene firme. Lee el hambre en esos ojos. "Están enfermos", piensa, pero no lo dice. Esa falta de respeto sí que va contra las normas, y de alguna manera él tampoco podría considerarse mucho menos enfermo. Tiene demasiada curiosidad por todo esto. Y en cierto modo, le está afectando. Le parece que un gato estuviera jugando con un ovillo de lana en su estómago. Los ojos del Verdugo tienen hambre, y ese hambre esconde una tentación críptica que no entiende del todo. Su presencia es tan sugestiva como la mirada de una pantera entre las sombras de la selva.

- ¿Y cómo se sabe eso?
- Con experiencia... a veces se usan palabras. Siempre hay maneras.
- Es... interesante. El placer a través del dolor.

Le encara de nuevo. La sonrisa sesgada otra vez.

- ¿Quieres probar? - murmura la voz insidiosa.

Su serenidad oculta un nuevo escalofrío. Si una virgen le hubiera propuesto beber vino dulce de su ombligo, no le habría resultado tan excitante.

- No es mi estilo. No me gusta que me hagan daño - dice con firmeza.
- Eso no es del todo cierto, pájaro.

¿Pero cómo se atreve?

- He dicho que no me gusta - dice, tajante.
- A todos nos gusta... solo que no todos tenemos un umbral y una comprensión como la de los Mártires - replica el Oso. - ¿Acaso no disfrutas cuando tus amantes te muerden aquí, lo bastante fuerte como para que duela...un poco?

Iranion se ha quedado inmóvil. Los dedos enguantados se han posado sobre sus labios. Una descarga de calor húmedo le sube por la columna, y la sangre se arremolina en las venas, un instante antes de que le aparte de un manotazo.

- No me toques.

El Oso sonríe de nuevo, aparta la mano y vuelve a tocarle, esta vez en el cuello, justo en la curva, en la piel desnuda que la capa no cubre.

- ¿Y aquí? Seguro que sí... un poco más intenso, succionando la piel, clavando los dientes.

- No me toques.

De nuevo el escalofrío, un ligero mareo y le aparta con un manotazo más fuerte. "Si vuelve a hacer eso, le mato".

- El dolor intensifica las sensaciones, en su justa medida - prosigue el otro, como si nada, la voz hipnótica y grave - y eso es válido para todos nosotros, aunque la medida sea diferente para cada uno. Pero ... no todo lo que hacemos es provocar dolor.

Iranion ha cogido uno de los cilicios y lo está contemplando, alejándose de la mirada del Oso, tratando de distraerse de él. La cámara envuelta en sombras ha perdido parte de su atractivo, sólo contribuye a hacer mas lóbrego el ambiente, pero son los movimientos, la voz y las palabras del elfo encapuchado los que contienen el verdadero conjuro, el hechizo real del peligro y la atracción. Es consciente de que le atrapa de alguna manera, tanto como le alerta, con las cosas que dice y la manera en que lo hace. No levanta la vista cuando sigue hablando. La vela en su mano proyecta un halo cobrizo que ilumina sólo sus facciones, las de Iranion cubiertas por la máscara y las del Oso por la caperuza.

- ¿Qué mas hacéis?

Ha bajado la voz. Aunque su tono aún es plano y se mantiene altivo, la conversación ha adquirido la intimidad de los secretos milenarios que se revelan.

- El arte del Verdugo es el arte del depredador, pájaro... - dice el Oso, lentamente. Su rostro oculto se acerca una pulgada. - Se compone de dolor... de anticipación... y de... sorpresa.

El Oso sopla la vela y la negrura se hace densa, en la repentina tiniebla. Iranion se tensa de inmediato, trata de reaccionar, de moverse, de buscar con los dedos atribulados la cuchilla en la estantería, pero está inmóvil, congelado. Un aliento abrasador le restalla en el cuello, en la curva, donde los dedos del Oso se detuvieron un rato antes. La tela de la capucha le roza la máscara y una hebra de cabello ajeno, el mentón. Su mente se agita, gritando mensajes contradictorios en la oscuridad absoluta. Se le ha secado la garganta y la sangre cabalga a trompicones por las venas. Tiene la piel erizada. Distingue cada golpe de la respiración ardiente, la humedad de la saliva cercana, el tacto de unos labios que no le han tocado y de unos dientes que podrían cerrarse en cualquier momento. Y no entiende bien por qué, no se mueve.

- Es una lástima que seas un Huésped... - susurra la voz, casi inaudible, sobre su piel. Asciende a su oído el aliento candente. -  Podríamos pasarlo bien. Te enseñaría muchas cosas.
- O yo a ti...

No sabe de dónde ha salido su voz. No sabe por qué o cómo ha dicho eso, ni por qué las sensaciones que le recorren son tan confusas. Puede distinguir la alerta constante, pero también se encogen sus entrañas con promesas de placeres perversos, con la imaginación disparada y la impresión de estar al borde de un abismo, con ese estremecimiento del vértigo y el impulso contrario de retroceder y de saltar. Le muerde un escalofrío.

- No te haría mucho daño... solo el que tú quisieras - susurra la voz, pérfida, ahora de nuevo en su cuello. Si se moviera un poco, tocaría los labios del desconocido con su piel húmeda de aliento condensado - un par de mordiscos... un pellizco aquí...

Los dedos le tocan el pecho. Iranion abre los ojos desmesuradamente, intentando deshacerse de esa maldita murmuración de tentación y burla, del aroma intenso del elfo, de la oscuridad insondable. Se siente casi febril. El nudo en una cuerda de la que tiran sin piedad en dos direcciones.

- Unas gotas de cera en la espalda... yo tampoco te haría mucho daño - replica, entrecortadamente - sólo el que yo quisiera.

Una risa tenue restalla al otro lado de su garganta. El Oso ha ladeado la cabeza, le está olfateando. Siente con claridad cómo aspira su aroma, con el regodeo contenido de una bestia hambrienta.

- No creo que nos entendiéramos - responde en un susurro leve. - No me gustan los hombres, ni las plumas.
- No, no creo que nos entendiéramos - replica Iranion, entrecerrando los párpados. Siente sus movimientos y su respiración, y los dedos se retiran de su pecho. Esa caricia de aliento le está mareando y empieza a sentirse caminar al filo de una navaja. Tiene que ponerle fin antes de arrepentirse.  - Ahora quiero irme de aquí.

Por un momento, la caricia continúa y sólo hay silencio y piel erizada, agitación contenida.

- En estas cámaras se dicen muchas mentiras - el susurro seductor humedece su oído, el lóbulo de la oreja, desciende de nuevo al cuello - por eso utilizamos las palabras clave.
- ¿Y cual tengo que...usar para salir?

De nuevo se le corta el aire, cuando el elfo le toma por los hombros y le acerca a sí, inclinándose sobre él. Todos sus sentidos se multiplican. El corazón se le acelera y forcejea, esta vez sí, dispuesto a destrozarle o ser destrozado. Pero el Oso sólo pega la mejilla a la máscara y susurra.

- La palabra de hoy es ..."incauto".

Siente temblar los músculos del Verdugo, su respiración acelerada hinchando y deshinchando sus pulmones. Pese a que forcejea, está atrapado en una presa tensa y poderosa, envuelto en tinieblas, a merced de alguien más fuerte que él y sin una maldita arma. Las patadas y los codazos no parecen detenerle, aunque gruña al recibir cada uno. De nuevo, nota el hálito abrasador en el cuello, y esta vez la sensación de peligro es plena, grita en todos sus sentidos, le quema en los nervios y baila agitadamente en un torbellino caótico.  "Me va a morder". Se retuerce, jadeando, y exclama:

- ¡Incauto! ¡Incauto! ¡Incauto!

Instantáneamente, el abrazo agresivo se desvanece. Iranion corre hacia el estante, se golpea con la mesa y resuella, tantea a ciegas, agarra la cuchilla. El zumbido en los oídos le impide escuchar con claridad cómo se abre la puerta, y al enfocar la mirada, recorriendo la estancia, está a solas y una claridad casi imperceptible define la entrada a la celda. Resollando, se apoya en la pared y se pasa la mano por el rostro. El Oso ha desaparecido.

"Incauto"

Camina, casi tambaleándose, recuperándose del mareo. Avanza hacia la escalera de caracol precipitadamente. Cuando la alcanza, al fondo del pasillo, una risa suave y cadenciosa se despide de él. Al girarse, cree ver la sonrisa de media luna torcida y los ojos hambrientos, relucientes, entre las sombras.

- Cabrón.

El vuelo de su capa golpea en los muros cuando asciende la escalera a pasos rápidos, abandonando las mazmorras, donde los Mártires se entregan en su viaje misterioso, impulsados por la mano de los Verdugos, entre gemidos, gritos, sangre y sudor.

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