miércoles, 15 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - II

Como te he dicho, todo cambió aquella tarde, cuando hiciste danzar ese orbe y dejaste de ser el inútil cobarde con cara de niña para pasar a ser sólo el cobarde con cara de niña. Hasta entonces, mis sentimientos hacia tí se habían limitado al mero y natural disfrute que - aunque algunos no quieran reconocerlo - todos sentimos al torturar a los débiles. Esa es la verdad, es un hecho. ¿Quien no ha jugado de niño a quemar hormigas con un cristal, a aplastar bichos o a tirar piedras a los nidos, a las ardillas? Es lo mismo, pero en los seres vivos inteligentes alcanza cotas de refinamiento cruel debido a nuestra inteligencia. Cuanto más retorcida es la manera de herir, más placer supone el hacerlo, especialmente a aquellos que nos dan muestras claras de su dolor.

Hasta entonces, verte llorar o pedir que te dejáramos en paz, sólo era eso, mera y sana diversión. Desde ese día, se convirtió en algo más. Tú, el pequeño elfo que me superaba en habilidades mágicas y, como demostraste en lo sucesivo en las aulas, en capacidades intelectuales, llorabas por mi causa. Y descubrí lo maravilloso que era complacerte cuando, después de que pidieras a gritos que te desatáramos de los árboles o que te dejáramos salir del agua tras arrojarte al lago, yo, magnánimo y comprensivo, contenía a los demás y les decía "Ya basta, es suficiente. Soltadle." Era a mí a quien te dirigías cuando suplicabas que parásemos, al líder. Tú me identificabas como tal, y en lo concerniente a atacarte, me erigí como eso de manera destacable. Lo hice por tí.

No era todo envidia, chico. No era maldad lo que me movía. También te admiraba. Era frustrante saber que no tenía tus capacidades. Después de la prueba de afinidad, tu participación en las clases fue más notable, o puede que yo me fijara más. Recuerdo mirarte mientras resumías la lección del día anterior, de manera magistral pero con ese sonsonete infantil tan irritante, de pie entre los cojines y con las manos a la espalda, mirando a los instructores. En esos momentos, parecías un poco más seguro, algo más relajado. Contemplaba tus labios moviéndose y dejaba que tu voz me arrullase, atisbando tu perfil con disimulo.

Luego me sorprendía pensando en algo más que en planear nuevas agresiones hacia tí, pensando en ti de otro modo. Me preguntaba... aún me lo pregunto. Si es tan listo, porque lo es, si es tan hábil, porque lo es... ¿Cómo permite que le hagamos estas cosas? ¿Por qué no se defiende? ¿Por qué nunca te defendiste, Fel'anath, no nos pusiste en nuestro lugar? Tú mismo te abrazaste a tu papel de víctima, no tuviste valor, ganas o confianza como para abandonarlo. Y mientras nuestras travesuras aumentaban de intensidad y gravedad, yo me debatía entre sentimientos encontrados. Por una parte, te golpeaba con ellas más fuertemente en una suerte de provocación para obligarte a reaccionar, como la maza golpea el acero para templarlo. Y por otra, quería parar.

Sí, quería parar. Empecé a pensar que sería agradable ver algo diferente al miedo, la pena o el desprecio en tus ojos cuando se cruzaban con los míos. Eras realmente hermoso, y tus lágrimas, tu vulnerabilidad, me gustaban. Creo que también envidiaba un poco tu libertad, esa extraña libertad con la que te permitías exhibirlas ingenuamente sin esconderlas tras máscaras de falsa dureza como hacían los demás. Deseaba, de algun modo, poder acercarme a tí de otra forma, si no era demasiado tarde.

Tuve una oportunidad, durante una mañana después del primer mes. Quizá lo hayas olvidado. Los Maestros dispusieron que debíamos trabajar por parejas, dibujando correctamente runas sobre el pergamino. Se nos dividió al azar, y tu y yo nos encontramos frente a frente. Durante la primera hora de esa mañana no me miraste, te mantuviste con la cabeza baja, trabajando en silencio, y yo hice lo mismo, sintiéndome nervioso sin saber por qué. La tensión me dominó hasta tal punto que, desesperado por romper ese hielo casi palpable, cometí un error a propósito. Sonrío ahora al evocarlo, pues yo te observaba disimuladamente y vi cómo tus ojos se detenían en mi fallo, seguías con tu trabajo y, sin poder soportarlo, volvías a mirar una y otra vez la runa equivocada. Finalmente, incapaz de soportarlo, dijiste con mucha suavidad: "Esa runa está mal".  Y tragaste saliva. Me hice el tonto, preguntándote cual, y me corregiste, aún un poco atemorizado. Me esforcé realmente ese día por serte agradable, y funcionó. Pudimos intercambiar algunas frases. Casuales, sí, pero no hostiles. Poco a poco, te relajaste. Me sentí realmente bien al poder estar contigo de aquella manera, sin ira ni llantos, sin miedo ni extrañas barreras.

Fue realmente bueno. Aquella tarde nadie te molestó al volver a casa, ni al día siguiente, ni al otro. Durante dos semanas, nos hablamos con normalidad, como compañeros. El último día de la segunda semana nos detuvimos un momento a comparar unos apuntes para comprobar si habíamos entendido correctamente una de las explicaciones de los Maestros, y entonces, no recuerdo por qué comentario mío, te escuché reír. Tus ojos se iluminaron y aquel sonido cristalino y delicioso vibró en el salón, estremeciéndome hasta el alma. Estabas tan precioso... también tu risa era hermosa.

Después de esos días, algo empezó a quebrarse. Acercarme a tí sin herirte estaba volviendo suspicaz a la jauría, y Saledor - aquel chico alto y pelirrojo de rostro ceñudo, músculos fuertes pero sin cerebro - utilizó ese hecho como excusa para intentar desbancarme como el líder de la manada. Sé que dicho así suena como si fuéramos animales, pero tras todos estos años, chico, creo que realmente lo somos. Tuve que reafirmarme y demostrar que seguía siendo el mejor, llegando incluso a las manos para ello, pero los rumores seguían extendiéndose en las miradas silenciosas de algunos compañeros. Siempre he pensado que, a partir de ahí, lo que hubo entre tu y yo, fue un acuerdo tácito. Tú no eres tonto, nunca lo has sido, y creo que te dabas cuenta de lo que estaba sucediendo. Fue aquella mañana, cuando venías por el camino y los chicos de mi grupo estaban detenidos en la curva, tapándote el paso. Hacía mucho sol aquel día. Puede que recuerdes mis palabras cuando salí de detrás del árbol con el puñado de barro en la mano y tú me miraste, confundido, miraste a los demás, que aguardaban, y luego a mí. Susurré, para que no lo escucharan. "Tengo que hacerlo", te dije. Tragaste saliva y apenas moviste la cabeza como asentimiento, cerrando los ojos con fuerza.

Ellos quedaron muy satisfechos. Yo no. Antes te molestaba por diversión, después, también por llamar tu atención, y ahora tenía que hacerlo por obligación, para conservar mi posición entre los chicos. Pero tú... tú, sabiéndolo, dejaste que las cosas continuaran, sin defenderte, sin detenerme. Intenté, eso sí, hacerlo con delicadeza. Te arrojaba al lago por la zona que no cubría, procuraba no mancharte la toga cuando te estrellaba algo en la cara y dejé de colocar ardillas muertas en tu mochila. No sé si percibiste esos detalles, pero al menos me quedaba tu mirada esquiva de cuando en cuando, en clase. Eso nunca desapareció ya.

Y terminó el curso de verano... y no nos dijimos adiós, no nos despedimos siquiera. Yo me fui con los demás chicos y tú te marchaste solo a tu casa, como siempre.

No te mentiré. Pensé algo en tí durante el invierno. Seguía teniendo mucha curiosidad por muchos detalles respecto a ti y tu actitud, pero después, la rutina llegó y me arrastró invariablemente. Apenas parpadeabas en mis recuerdos de vez en cuando al llegar el Festival de Invierno, y cuando, en las fiestas del Festival del Amor me llegó la carta de Galletita, si te había olvidado, todo volvió a mí como un torrente imparable. Tu imagen, tu voz, el recuerdo de tus gestos femeninos, de tus lágrimas. Y sobre todo, el de tu risa.

(Continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario