miércoles, 15 de septiembre de 2010

Recuerdos de Estío - I

Hola, chico:

Hace tiempo, este mismo día, recibí una carta el día del Festival del Amor. No era la única, ni era la primera vez que me enviaban esa clase de misivas, como debes saber, pero aunque firmaste como "Galletita", siempre supe que era tuya. Si hoy te escribo yo no es por que me sienta en deuda por aquella carta ingenua y cándida, que aunque me resultó vergonzosa e irritante, no puedo decir que me disgustara del todo. Realmente no sé muy bien por qué estoy haciendo esto, pero creo que intento decirte así las cosas que nunca he sido capaz de expresar con claridad. Supongo que en parte espero que me entiendas. También entenderme yo. No lo sé, la verdad. Voy a prestarte mis ojos durante algunas líneas. Como te gusta leer, y te he visto leer bodrios insoportables con entusiasmo, no dudo que aunque nuestro encuentro termine siendo un desastre y me detestes, no podrás resistirte a la palabra escrita ni huirás de ella, así que ya ves, puede que esté jugando sucio una vez más, pero siempre se me ha dado bien eso.

Así que te doy mi historia y te doy mis ojos. Sé que no la dejarás huérfana.

Desde que era un niño, lo he tenido todo. Mi padre era soldado de Quel'thalas y su apellido relucía entre la baja nobleza. Mi madre es vidriera todavía a día de hoy. Papá pasaba mucho tiempo fuera de casa, pero al verle regresar con su armadura brillante y la sonrisa presta, todos sabíamos lo que queríamos ser: como él. Desde pequeños, nos entrenaron con las armas, nos educaron cuidadosamente en el combate, la magia, la historia y la geometría. Mis hermanos, mis primos y yo seguimos la estricta formación de los Alasol, tuvimos tutores y maestros, instructores, entrenadores, institutrices. Siempre supimos que seríamos los mejores, pero entre los mejores, yo era el mejor. Me esforzaba más. Trabajaba más duro. Tenía un sueño, y mi sueño era alzarme por encima de la mediocridad, ser el más fuerte de cuerpo, mente y corazón, no ser sólo uno más... porque si en un conjunto todos son buenos, aunque no haya ninguno malo, ¿acaso no se es mediocre y débil si no se consigue destacar? La igualdad cercena a la superación.

Por eso me esforzaba tanto. Siempre he sabido ver la flaqueza ajena, siempre la he puesto a prueba en el mismo seno de mi familia, he pulsado sobre ella, la he presionado y la he acicateado constantemente en quienes me rodeaban. Nací lobo, Fel'anath... aprendí a oler el miedo, a ver las heridas y las grietas en los muros. Era el mejor porque era bueno en todo y en todo me esforzaba, pero sobre todo, porque era capaz de demostrar y dejar en evidencia que los demás eran peores. Y por eso siempre lo tuve todo.

Mi padre y mis tíos podían habernos enviado a los siete a Falthrien aquel verano: A mi, a mis dos hermanos mayores y a mis primos y primas. No les faltaba el dinero, no había necesidad en nuestro hogar, pero como correspondía a la tradición familiar, competiríamos y sólo uno tendría la oportunidad de recibir instrucción mágica ese año. Allí fue donde tú y yo nos conocimos, así que ya sabes quien ganó.

Estoy acostumbrado a ganar, y detesto a los perdedores. Ser un triunfador no es fácil, es una posición muy solitaria, pero no negaré que tiene sus ventajas. Y nací lobo... por eso te reconocí al momento.

¿Te acuerdas de aquella tarde, chico? El inicio del curso estival. Yo la recuerdo bien. Subimos la rampa y nos colocamos en círculo en la plataforma principal, mientras el arcanista Ithanas nos daba la bienvenida y nos explicaba el objetivo de aquel curso. Yo era el más alto de los muchachos, os veía a todos desde arriba. Tú eras el más menudo. Tenías cara de susto y parecías nervioso. Llevabas un montón de libros abrazados contra el pecho, vestías una toga azul demasiado clara, demasiado celeste, y no hacías nada, nada en absoluto, ni el menor esfuerzo por ocultar tu vulnerabilidad. En aquel momento me resultaste una criatura patética. Enseguida me di cuenta de que eras el rival mas débil, y no solo yo, sino todos.

Recuerdo que ese mismo día, el primero, cuando nos dirigíamos a la primera clase, Elvedor abrió la veda, poniéndote la zancadilla. Era lo normal. ¿Le recuerdas? Él tampoco era muy alto y tenía aspecto endeble, tartamudeaba. Las relaciones son como la selva de Tuercespina, así es entre la gente, y Elvedor hubiera tenido todas las papeletas para ser el conejo entre los lobos si no hubieras estado tú allí. Su deber era focalizar la atención en tí y aliarse con los lobos, o convertirse en un conejo más, y es lo que hizo. Cuando te caíste de bruces, todos volvimos la mirada hacia tí, y tu aspecto era tan desvalido que la imagen que ya me había hecho, se reafirmó. "No te pises el vestido, nena", te dijo Elvedor. Y en vez de responderle, le miraste con expresión herida y te levantaste otra vez. Recogiste los libros y seguiste adelante.

¿Entiendes ahora por qué nos comportábamos así? ¿Te das cuenta de que te lo buscabas, al no defenderte nunca? Por eso hacíamos lo que hacíamos, por eso no tardamos demasiado en empezar a perseguirte y arrojarte al lago, a tirarte barro, a esconderte escalopendras en los libros para escucharte gritar, a colar espinelas en los cojines donde te sentabas, a robarte el neceser y cambiarte la crema de manos por cola de ensamblar. Porque no hacías nada, nunca devolvías el golpe. Sólo llorabas, o apretabas los labios con resignación, mortificándote. Jamás te hiciste valer, y al final se convirtió en algo mecánico. Tú aceptabas tu posición en el juego y nosotros cumplíamos con la nuestra. Yo cumplía con la mía.

No me sentía demasiado culpable, aunque no es sincero decir que siempre quería hacer lo que hacía. A veces, no. Muchas veces no, de hecho, sobre todo más adelante.

Apenas habían pasado un par de semanas, cuando ya estábamos adaptados a Falthrien. Conocíamos los horarios, las tareas, se habían formado los grupos y cada uno había asumido su papel de manera natural en el juego de las relaciones sociales. Sé que era popular. Siempre lo he sido. Por mi carácter extrovertido y desenfadado, porque tenía carisma y era buen estudiante, sin llegar a la pedantería. Los instructores estaban satisfechos conmigo y los compañeros me admiraban, todos querían ganarse mi reconocimiento. Yo brillaba, era el mejor y lo sabía. Entonces hicimos aquella prueba, la de afinidad arcana. ¿La recuerdas?

Estábamos todos en círculo, delante del orbe rúnico que había traído el Arcanista Helion. Debíamos ir pasando uno por uno y poner las manos sobre él para intentar hacerlo brillar, que alguna runa se iluminara. Cada cual hizo su intento. Se encendían una o dos ante los esfuerzos de los más torpes, cuatro entre los que contaban con relativas capacidades. Nadie conseguía iluminar las siete, hasta que llegué yo. No te diré que no me sentí orgulloso cuando coloqué los dedos y tomé aire, concentrándome. Sabía que lograría iluminarlas todas, y así fue. Nadie se sorprendió. Hubo algunos aplausos y los profesores me miraron con complacencia; solo era un detalle más, una prueba más de lo que ya había demostrado en las aulas, que era el mejor.

Y entonces llegaste tú, con tu rostro de chiquillo y los enormes ojos muy abiertos, como si te turbara estar delante de todo el mundo. Nunca habías destacado en clase hasta entonces. Cierto que no había habido grandes oportunidades, y que todas las había acaparado yo. No esperábamos gran cosa de ti, nadie lo esperaba. Cuando abriste las manos y apenas parpadeaste, yo me sonreía por dentro, aguardando a que dejaras evidencia de tu torpeza, que era como yo había interpretado tu timidez.

Y no necesitaste más de tres segundos. Se iluminó una runa, luego otra, luego otra, y repentinamente, todas destellaron intensamente. El orbe brilló y comenzó a girar. Cómo te maldije entonces en mi fuero interno, corroído por la envidia y la furia, mientras tú sonreías con candidez y hacías bailar aquella odiosa esfera, jugando a hacer parpadear las runas y dejando que flotara entre tus manos como si, que los demonios me lleven, como si hubieras estado toda tu vida conjurando, haciendo que pareciera fácil.

Los murmullos de sorpresa se extendieron, y los profesores sonrieron ampliamente, felicitándote. Por Belore, todos sentimos aquella brisa y vimos ondear el bajo de tu túnica. En aquel momento, te juro que sentí deseos de arrojarte al vacío desde lo más alto de la Academia. Tú, el conejo, el frágil, el pusilánime, estabas siendo mejor que yo. Te odié ardientemente. Y ese fue el principio, Fel'anath. Sólo el principio, porque a partir de entonces y en los sucesos que siguieron durante aquel verano, te odié y te deseé, te envidié y te admiré, me provocaste ira y conmoción, y mi vida se convirtió en una lucha constante contra tí, contra los sentimientos contradictorios que despertabas en mí.

Dejaste de ser invisible y te convertiste en mi centro de atención. Supongo que nunca lo habías imaginado, pero esa es la verdad. Nunca me había descubierto superado, y mucho menos por alguien como tú.

Quizá recuerdes que fue aquel día, el de la prueba del Orbe, cuando a la salida de la Academia te dejamos atado al árbol. Tú llorabas y gritabas "¡Dejadme ya, dejadme en paz!". Vi tus lágrimas y tu desesperación, y aunque sé que es enfermizo y no soy capaz de entenderlo, me resultaron deliciosas. No era una sensación maliciosa ni cruel, no era la paz calmada de cuando machacas al inferior, ni la venganza contra aquellos que te han humillado, no era eso lo que sentí.

Tus lágrimas eran bonitas. Tu rostro lo era, y era más hermoso a mis ojos cuando estaba bañado por el llanto, como un mártir, tan puras tus lágrimas, tan genuino tu sufrir... me pareciste muy lindo entonces.

Ahora sé lo que me pasó en aquellos días. Sé que me convertí en un adicto a tus lágrimas, Fel'anath. 

Me convertí en un adicto a tí.

(Continuará...)

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