miércoles, 29 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre VII: Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.


La biblioteca de la Aguja Estrella del Alba era un edificio circular, de techos altos y ventanas con cristaleras transparentes. Los estantes se elevaban varios metros por encima del suelo, trepando por las paredes hasta la bóveda, perdiéndose la mirada cuando uno la alzaba entre montones y montones de libros, rollos de pergamino, tratados, códices y compendios que parecían no tener fin. Abajo, las mesas largas se disponían adecuadamente para el estudio y la consulta, con sillas cómodas y confortables y lámparas arcanas que iluminaban con un resplandor azulado y tenue para no herir la vista de los que pasaban largas horas entre papiros.

Sobre una de estas mesas, a la luz de un candelabro de llamas celestes, Maldathar pasaba las páginas de un antiguo volumen, con la mirada ávida. Las letras pasaban ante sus ojos, ya sin ningún sentido. No podía encontrar nada ni remotamente parecido a las enseñanzas que había hallado en los libros del sirviente, a las maravillas que había escuchado de sus labios. Había consultado todas las disciplinas, desde la magia etérea y elemental que se utilizaba para atraer a los feéricos y a las criaturas más dóciles de los planos acuáticos hasta los volúmenes siniestros que narraban cómo algunos magos, sin quererlo, habían abierto la puerta a entidades que no habían podido controlar y que finalmente causaron daños y males. Había buscado concienzudamente, leyendo entre líneas, tratando de hallar significados ocultos, sin encontrar reposo para esa ansiedad profunda que le causaba el haberse visto privado de su fuente de conocimiento.

Frustrado, apartó los ojos del papel. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo acolchado de la silla y descansando la vista, perdiéndola más allá del cristal de la ventana.

—Tiene que estar en alguna parte—murmuró para sí.

En el exterior, la noche era apacible. El mar lamía las costas más allá de las montañas, el bosque resplandecía con la plata de las estrellas y el río se asemejaba a una cinta de terciopelo gris tachonada de perlas. Por un momento, sintió deseos de salir al exterior, de caminar al aire libre y dejar que su mente reposara. Suspiró, ladeando la cabeza.

Su vida se había convertido en una página inacabada.

Cuando el sirviente desapareció, llevándose con él el conocimiento que atesoraba, aquellos secretos de magia impronunciable, también desaparecieron los sueños. Las noches de Maldathar se convirtieron en oscuridad estéril. Sólo de cuando en cuando destellaban unos ojos violetas o se escuchaba el murmullo de un vestido de gasa rozando las hierbas del Claro Ámbar. Desesperado, el joven intentaba alcanzarlos, retenerlos entre los dedos, sin conseguirlo.

Se habían ido. El conocimiento, la creatividad, el sentido de las cosas, las oníricas visiones, la voz cálida, la presencia constante y fiel de Ammon, se habían ido. Cuando era un niño, él le había curado las primeras heridas y le había secado las lágrimas, a pesar de que Maldathar le apartaba a manotazos, negándose a ser consolado por un sirviente. Él había dormido a su lado, abrazándole, mientras su madre retozaba en los lechos de nobles y plebeyos, se emborrachaba en las fiestas y se pavoneaba como una gallina disfrazada de ave fénix. Él le había cosido la ropa, le había limpiado los mocos, le había peinado, le había bañado. Él le había enseñado a leer, a contar, a escribir, a hacer cálculos. Él le había ayudado a estudiar, a aprender, le había sido leal aun cuando Maldathar le despreciaba en ocasiones o le trataba con frialdad, tratando de establecer una distancia que siempre terminaba evaporándose. Le había enseñado a afeitarse y le había hablado sobre las elfas, sobre lo que ocurría a veces después de los bailes o cuando dos jóvenes salían a pasear por los jardines. Él había sido el padre que nunca había tenido, que él intentaba aparentar que no era.

Eso también se había ido. Aquello le molestaba más que todo lo demás, haber perdido a la única persona que le quería incondicionalmente.

—Te odio. Pero quiero que vuelvas—murmuró.

Al principio había reaccionado con tristeza y angustia. Con el paso del tiempo había terminado por enfadarse. Y aunque intentaba no pensar en él, borrarle de su memoria, la mirada de los ojos violetas y el vacío en su interior le hacían recordarle constantemente.

Suspiró de nuevo, acercando los dedos al cristal de la ventana.

—¿Dónde estás? ¿Por qué te fuiste? —preguntó a la oscuridad, sabiendo que no iba a encontrar respuesta tampoco esta noche, como todas las noches. Su voz era un susurro suave y rencoroso—. ¿Por qué te lo llevaste todo? Tengo hambre y ningún alimento me sacia. Tengo sed, y el agua se convierte en arena en mi boca. Me levantaste sobre tus hombros para que pudiera tocar el firmamento, y ahora que no estás, por mucho que alargo mi brazo, por mucho que haya crecido yo solo, no puedo alcanzarlo.

Una sombra oscura y alada cruzó fugazmente a través de la noche, graznando. Revoloteó cerca de la ventana y la golpeó con las alas. Maldathar entrecerró los ojos, levemente sobresaltado. Era un ave oscura, de pico negro y ojos amarillos, que parecía querer entrar por la cristalera. Cuando el joven aprendiz se acercó, pegando el rostro al frío vidrio, el cuervo remontó el vuelo y ascendió, colándose por un balcón de los pisos más altos.

Maldathar, extrañado, cerró el pesado volumen y lo resguardó bajo la amplia manga de su toga antes de abrir la ventana para asomar medio cuerpo y mirar hacia arriba. El aire de la noche era fresco y perfumado y la noche clara. Las paredes de la aguja resplandecían en blanco lechoso y ahí arriba, en el reborde de un ornamento de los muros que se enroscaba como un brote primaveral, el cuervo estaba posado, inmóvil. Tras él ondeaba un pico de tela roja.

“¿Una bandera?” pensó el joven. Probablemente. Se disponía a volver a  entrar, cerrar el ventanal y proseguir con sus estudios cuando la bandera se agitó más, y descubrió la silueta lejana en las alturas de un brazo blanco. Un destello de comprensión iluminó su mente. Antes de que se concretara ninguna idea, la figura vestida de rojo se precipitó al vacío. Maldathar dio un respingo y se echó hacia atrás.

La vio caer, delante de sus ojos. Pasó delante de su ventana mientras se hundía en la oscuridad. Produjo un sonido sordo y lejano al estrellarse contra las rocas del acantilado, muchos metros más abajo.

—Belore —murmuró, impresionado. Luego volvió a asomarse y miró hacia abajo.

Allí, sobre las rocas grises, al pie del mar, había una figura escarlata de brazos blancos y espesa melena negra. Miró hacia arriba. No vio a nadie en el balcón que había sobre el ornamento, aquel en el que el cuervo seguía posado. Volvió a mirar hacia abajo. Aunque estaba lejos y no podía ver sus facciones, la reconoció. El corazón se lo dijo.

“No vas a morirte por esperar tú ahora. ¿O sí?”

—Belore —murmuró de nuevo.

Una sensación fría y amarga se extendió desde su pecho hasta la punta de los dedos. Le hizo arder los ojos y le provocó un escalofrío. Cerró lentamente la ventana. Recogió el libro con movimientos mecánicos, sin pensar en nada, y salió de la biblioteca, llevando consigo uno de los fanales arcanos que colgaban en la pared. Bajó las escaleras, sin apresurarse. Cuando llegó al acantilado, la brisa agitaba el bajo del vestido rojo de Cordelia. Debajo de su cuerpo, la piedra gris estaba manchada de sangre, que goteaba lentamente hacia el mar. Se inclinó a su lado, dejando el farol en el suelo y pasándole los dedos por el cabello, observando su expresión.

—Madre…

Cordelia tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos y la expresión tranquila. Más tranquila de lo que Maldathar la había visto en mucho tiempo. Un temblor leve, como el inicio de un terremoto, empezó a sacudirse en el interior del joven, en el centro de su pecho. Apretó los dientes y desterró al miedo, crispando los dedos entre la cabellera de su madre.

—Más vale que alguien te haya hecho esto. Porque si has sido tú, por propia voluntad, no te lo perdonaré nunca —dijo al cadáver, con la expresión distorsionada en un gesto de rabia y miedo— ¿Me oyes, madre? No te perdonaré. Jamás.

“Respóndeme”. La miró durante segundos y minutos, esperando que se abrieran sus labios muertos, que sus párpados inertes se despegaran. “Mírame, háblame”. Pero nada de eso sucedió. Finalmente, con un suspiro trémulo, desasió la melena oscura y se incorporó, tomando de nuevo el fanal. Se marchó sin mirar atrás, de vuelta al interior de la Aguja. Por el camino, descubrió que tenía las mejillas mojadas: estaba llorando. El descubrimiento le sorprendió, pues hacía años que no derramaba una lágrima.

Subió las escaleras y cerró la puerta de la habitación. Al hacerlo, se le aflojaron las rodillas. Atrancó la puerta desde adentro y se escurrió al interior de la cama para esperar el amanecer. Encontrarían a su madre y se harían preguntas. Le harían preguntas a él. Y él diría la verdad: que estuvo en la biblioteca hasta muy tarde, que cuando regresó, ella no estaba en su alcoba. No diría nada del cuervo, ni de cómo se sacudía un cabo de su vestido en el aire nocturno.

—Belore…

Tomó aire y cerró los ojos


. . .


Tal y como Maldathar había previsto, la encontraron a la mañana siguiente. Hubo revuelo en la Aguja, hubo preguntas y muchas, muchas murmuraciones. Más de las habituales. El joven no mostró mas lágrimas, pero no necesitó fingir la palidez y la expresión de digno dolor que mostraba su semblante. Estaba afectado, aunque le asustaban más las extrañas coincidencias y las impensables posibilidades que el hecho de la muerte de su madre como tal. Perder a Cordelia le apenaba moderadamente. Pero que hubiera sido su infortunado comentario el que, de alguna manera, había invocado o propiciado el trágico final de la mujer que le había traído al mundo era un miedo que latía con mucha fuerza en su interior.

Cuando el Señor de la Torre apareció de improviso en la estancia, sin llamar ni anunciarse, Maldathar estaba mirando a la ventana. Se volvió precipitadamente y se irguió al reconocer a aquel alto elfo. Llevaba una toga blanca, negra y dorada, adornada con piedras de amatista y jade, rubíes y diamantes negros. El largo cabello recogido en un copete era de color rojo intenso y los ojos, grises, resplandecían levemente con la esencia de la Magia Arcana. Tenía anillos en los dedos y la piel de alabastro, el rostro sereno y firme de los poderosos y una nariz larga y aristocrática.

Bala’dash, joven Maldathar.

Bala’dash— respondió él, con un tono de voz monótono y más sereno y grave de lo que él mismo se sentía —Disculpad el desorden. No os esperaba, Excelencia.

—Olvídalo. Recibe nuestras condolencias.

Maldathar inclinó la cabeza en un gesto de gratitud y de reverencia. Unió las manos al frente, sobre su regazo, y aguardó. El Señor de la Torre permanecía en silencio. Por el rabillo del ojo, vio que miraba alrededor, como comprobando en qué lugar se encontraba y quisiera decidir si le gustaba o no. Después, los ojos del noble se fijaron en él y le escrutaron sin prisa. Maldathar aguantó el exámen en silencio.

—Hemos dispuesto que tu señora madre reciba sus exequias esta tarde, a la puesta de sol.

—Me parece bien, Excelencia.

El cuerpo del noble se tensó un poco.

—¿Nos estás dando permiso acaso? —dijo, tras unos instantes de silencio. En la pregunta había una acusación amenazadora.

Maldathar permaneció en la misma postura y volvió a hablar, sin alzar la mirada ni la cabeza, pero su voz sonaba firme y segura.

—No, Excelencia. Por supuesto que no. Quería decir que os agradezco que os preocupéis por mi y por mi difunta madre. No lo merecemos.

El Señor de la Torre volvió a guardar silencio. Después suspiró, alargó la mano y dio una palmadita en el hombro de Maldathar, seguida de otras dos, algo más espaciadas. El joven abrió mucho los ojos, aún con la barbilla gacha. ¿Estaba intentando reconfortarle? "Belore... no dejan de suceder cosas extrañas".

—Bien. Esperamos que encuentres consuelo para tu dolor en el estudio. —El noble apartó la mano—. Nos hemos informado. Los instructores valoran tus aptitudes en términos muy elevados. Dicen que eres un muchacho prometedor.

—Me esfuerzo en aprovechar la oportunidad que se me ha dado, Excelencia.

—Eso hemos deducido—añadió el Señor—. Aunque tu señora madre nos haya dejado tan pronto, no deseamos que ninguna preocupación sobre tu futuro turbe tu ánimo. Seguirás disfrutando de la misma protección que hasta ahora has recibido de Nos, mientras sigas demostrando que sabes agradecerlo con tu servicio a nuestra Casa.

Maldathar sintió que un pequeño peso huía de sus hombros.

—No soy digno, Excelencia, pero me esforzaré por llegar a serlo aunque sea en una ínfima parte.

—Muy bien. Bendiciones, joven Maldathar.

Sin darle tiempo a responder, el Señor de la Torre caminó hacia la puerta y se marchó, dejando tras de sí un denso perfume a salvia. Exhalando el aire lentamente, el joven alzó de nuevo la mirada y relajó los dedos crispados.


. . .


El funeral de Cordelia fue breve, humilde pero hermoso. Hubo un sacerdote con incienso, hubo un himno y el sol poniente, tiñéndolo todo de rojo. Cuando todos se marcharon, Maldathar, vestido de negro y con el talante contenido y severo que se le suponía a los huérfanos, se quedó aún unos minutos en el cementerio. Finalmente, cuando el disco solar se ocultó del todo, escuchó los pasos que se acercaban.

No levantó la mirada. No necesitaba hacerlo. Cuando vio sus botas detenerse a su lado y olió su perfume, tuvo que apretar los dientes.

Durante un largo rato, ambos estuvieron en silencio.

—Lo siento mucho —dijo él al fin, rompiendo la quietud con su voz grave y cálida.

—Lo sé —respondió Maldathar, en un susurro—. Gracias. Y por volver.

Otro silencio. Un suspiro quedo.

—Ella me echó.

No levantó la mirada. No necesitaba hacerlo. Y no quería que le viera los ojos. Sabía que si él veía sus ojos en aquel momento, podría saber cuánto le había echado de menos, el dolor y el alivio que le producía volver a oír su voz, el miedo que sentía ante tantas coincidencias que se esforzaba en apartar de su mente para no relacionarlas, para no sacar conclusiones estúpidas, alocadas… sólidas.

—También lo sé.

Otro silencio.

—He vuelto para que me perdones. Para quedarme, si me dejas.

—¿Has traído los libros? —preguntó Maldathar.

Ammon se rió, una risa lenta y sorprendida. Pero también orgullosa. El orgullo del maestro al ver que el alumno no olvidó las lecciones.

—Si, los he traído.

El joven alzó la vista entonces, por primera vez. La noche era clara. La tumba de Cordelia tenía una pequeña lápida en forma de sol, sin nombre alguno. Estaba en el acantilado, en el punto exacto en el que habían encontrado su cuerpo. Habían depositado varias velas encendidas en derredor, personas que no la conocían de nada o que hablaban mal de ella a su espalda, damas de la corte y las hijas del Señor de la Torre. Maldathar no había hecho ninguna ofrenda.

Miró a los ojos a Ammon. Estaba igual que siempre. La misma toga, el mismo cabello níveo, el mismo rostro venerable que podía transformarse en una máscara burlona y maliciosa cuando sonreía de ese modo que él lo hacía. Los mismos ojos violetas.

—Entonces sí, quiero que te quedes. Puedes ser mi sirviente, como lo fuiste de mi madre y de su madre antes que ella. Pero antes, tienes que responderme a dos preguntas.

Ammon asintió lentamente, tras degustar las palabras del joven durante unos instantes.

—De acuerdo. ¿Cuáles son?

—¿Eres tú mi padre?

La sonrisa del sirviente se dibujó en sus labios, pero esta era la otra: tranquila, apacible, nostálgica. Desvió la mirada hacia la lápida de Cordelia y negó con la cabeza. Las estrellas arrancaban destellos de plata a su cabello.

—No. Habría sido un orgullo y un privilegio que así fuera, pero no eres de mi simiente, si es a eso a lo que te refieres.

Maldathar asintió. No le produjo más amargor aquella confesión que morder un grano crudo de trigo y tragarlo deprisa. Tomó aire antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Mataste tú a mi madre?


—No.—Respondió con seguridad. Y luego añadió:—Pero estuve siempre cerca, esperando que sucediera algo así para poder regresar. No he dejado de velar por ti.

Maldathar asintió con la cabeza, después de asimilar estas palabras. Luego, tras echar una última mirada a la lápida, se dio la vuelta y le hizo un gesto al sirviente para que le siguiera.

—Vamos. Quiero volver a ver esos libros ahora mismo.

Ammon obedeció. Cuando se hubieron marchado, un cuervo de ojos amarillos se posó sobre el lugar de reposo de Cordelia. Graznó una sola vez, fijando la vista en el espectro de Alysei. Ella, despeinada y con una sonrisa cruel en el rostro, estaba sentada al lado de la tumba, riendo quedamente con una voz que nadie escuchaba. Reía y cantaba, y en su canción se repetía una única palabra.

Mentiroso... mentiroso...


. . .

©Hendelie



PD: Otra para Neith, en realidad era algo así como una partida en dos mitades... bueno, es igual. Para tí que te gusta Ammon ;D

1 comentario:

  1. ¡Qué genial está la historia de Maldathar! Esta entrada me ha puesto la piel de gallina >.<!!!

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