jueves, 16 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre III: La doncella de la torre


“Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él”

Eran las palabras de Ammon. Se las dijo una noche, junto a su cama, como casi todas las cosas importantes que él le decía. Mientras le hablaba, señalaba las estrellas, al otro lado de la ventana. Brillaban con un fulgor intenso en una noche límpida y despejada.

“¿Qué decidirás tú?”

Maldathar, adormilado, negó con la cabeza y se le cerraron los ojos. Durmió, y en su sueño cruzaba las inmensidades estelares siguiendo un camino de titilantes astros.

Aquella pregunta quedó sin respuesta, y así permaneció durante muchos años. Pero fue a partir de aquella revelación, la de que había un destino aguardándole solamente a él, que Maldathar quiso descubrirlo. ¿Qué le deparaban los cielos? ¿Qué futuro se había escrito con su nombre? Pensar en eso le daba vértigo y su imaginación volaba. Solía salir por las tardes de la sala de estudio y vagabundear por la torre, pensando en ello y observando a los que poblaban la Aguja Estrella del Alba, contemplándoles con sus ojos de plata y gestos de príncipe.

“Bastardo”, murmuraban a sus espaldas, creyendo que no les escuchaba, que estaba sordo o que por ser un niño no iba a entender la palabra y a darse cuenta de lo que significaba.

“El hijo de Cordelia”, murmuraban. “¿Quién será su padre? Seguro que el criado, ese elfo extraño de ojos violetas”, murmuraban. Murmuraban a todas horas, siempre murmuraban a su paso, pero él fingía no darse cuenta y seguía su camino, rozando con los dedos los tapices, acariciando las esferas arcanas, mirando a través de las terrazas a las gaviotas que surcaban el firmamento azul.

Maldathar quería saber cual era su destino, pero no tenía ninguna duda acerca de su propia naturaleza. Su madre, en un alarde de inocencia, le había explicado que era el hijo de un pájaro rojo que entró por su ventana una mañana y le picó en el ombligo. Él sabía que aquella tontería cursi no era verdad. Sabía que tenía padre, que su padre era algún hombre que se había acostado con su madre. Quizá ya estaba muerto. A lo mejor era un mozo de establos, un labrador, un Errante, un poeta, un trovador vagabundo. Quizá era producto de algo peor, más abrupto: el fruto de una violación o de un abuso. Muchas veces lo pensaba.

Tal vez era el hijo de Ammon. Esta idea le gustaba más, y durante un tiempo llegó a estar convencido de que estaba en lo cierto. Inventó una fábula en la cual el sirviente, como su legítimo progenitor, guardaba el secreto al igual que su madre, por miedo a que él no lo aceptase o a que lo dijera abiertamente en un acto de imprudencia. Esta posibilidad le emocionaba, pues de haber sido Ammon su padre biológico, se habría sentido más libre para expresar su afecto al hombre que, al fin y al cabo, hacía las funciones de tal. Pero nunca se atrevió a preguntar.

Así pues, aunque tenía dudas sobre quién era su padre, no así sobre lo que él era. Al fin y al cabo, constantemente se le recordaba. Lo hacían los adultos en los susurros disimulados y lo hacían los jóvenes y los niños más abiertamente, al verle pasar.

Era un bastardo, el bastardo traído al mundo por Cordelia. Aquello era todo lo que le definía en ese lugar. Pero Maldathar sabía que no era sólo eso, también era un elfo, un Hijo del Sol de Quel’thalas. Y además, era aprendiz de magia en la Aguja Estrella del Alba.

¿Y qué sería dentro de unos años? ¿Qué sería cuando se revelase su destino? En el fondo de su corazón, quería dejar de ser conocido como el bastardo de Cordelia. Tenía que haber algo más pesado que eso, más poderoso, que borrase para siempre esa mácula que llevaba desde que vio la luz del mundo.

Una de aquellas tardes, se encontraba pensando en estas cosas en una de las terrazas más altas de la torre mientras contemplaba la puesta de sol. A los que no pertenecían a la Casa Estrella del Alba no se les permitía subir más arriba del octavo piso, pero Maldathar era menudo y discreto y se había colado hasta el décimo nivel más de una vez para acudir allí y contemplar las vistas. Este era uno de sus lugares favoritos: una arcada de piedra blanca que se abría al bosque y a las montañas, con una balaustrada de metal dorado, forjada en motivos vegetales y un cortinaje de translúcida seda roja. A ambos lados de la arcada había sendos rosales en flor que trepaban por la piedra y se enredaban entre sí. Las hojas verde oscuro estaban ennegreciéndose en el ocaso y los pétalos brillaban como lentejuelas escarlatas. El sol se ocultaba en el Oeste, bajo la línea de plata del horizonte oceánico; un disco de cobre, redondo y líquido, que ya empezaba a hundirse en el mar.

—Seré un mago —decía, acodado en el balcón, con la mirada seria perdida en la brillante estela de las aguas—. Un poderoso mago, con togas bordadas y un bastón de madera de cedro.

Había visto a los magos allí, en la torre. Eran elfos altos, de cabello largo y bien peinado que vestían pesados ropajes profusamente ornamentados y llevaban bastones tallados con incrustaciones de gemas. Uno de ellos, uno de los ancianos de la Casa Estrella del Alba, tenía el pelo tan blanco como Ammon y se entreveían en él hilos de oro que se enredaban en los mechones formando trenzas y curiosas volutas. Quería ser como esos elfos, si, pero también quería ser un poco como Ammon. Pues a pesar de llevar siempre la misma toga, negra y dorada, y no tener ninguna joya en el pelo ni en los dedos, ni tampoco en el cuello, Ammon le parecía, de algún modo, mucho más sabio que todos esos hechiceros altivos. “Por algo me enseña cosas secretas”, pensó, entrecerrando los ojos. “Nadie tiene los libros que tiene él escondidos en el estante. Ni siquiera madre sabe que existen. Sí, sin duda él es más listo que todos los que habitan esta torre”.

—Seré un mago —repitió, asintiendo con la cabeza—. Un poderoso mago, con togas bordadas y un bastón, y conoceré los arcanos prohibidos que nadie más se atreve a pronunciar.

No esperaba respuesta, pues era aficionado a buscar la soledad y a hablar sólo para escucharse a sí mismo. Sin embargo aquella tarde, una risa femenina, agradable y musical respondió a su declaración. Con un destello suspicaz, Maldathar se giró hacia la arcada, buscando a la mujer que se reía de él.

—Aún te queda un poco para eso, ¿no crees? ¿Cuántos años tienes?

Era una elfa alta y esbelta, de líneas estilizadas y etérea belleza. El niño la había visto fugazmente en otras ocasiones, pero nunca tan de cerca, jamás a la puesta de sol, no antes bajo los rosales trenzados, orlada de tanta hermosura. Tenía la piel clara y cremosa y los ojos rasgados, color azul celeste. El cabello, espeso y ondulado, castaño cálido con matices de oro, cobre y miel le caía sobre los hombros y por la espalda hasta la cintura como un manto mullido. Estaba salpicado de abalorios de ágata y cristales añiles. Su rostro tenía forma de corazón y mostraba una sonrisa hermosa, llena, de labios rojos y dientes como perlas. Los rasgos de su semblante denotaban nobleza, y las espesas pestañas, las cejas arqueadas y la nariz recta y delicada, menuda, le encogían el estómago de un modo que jamás había pensado a su corta edad. Llevaba puesta una larga túnica de gasa vaporosa color amarillo pálido que le llegaba hasta los pies, con pedrería en los pechos y en la cintura pero que dejaba ver a través del fino tejido la hendidura del ombligo y las deliciosas formas de su figura.

—Diez —respondió, reponiéndose rápidamente de su conmoción. Ésta fue sustituida por un ardor de decidida ambición, y alzó la barbilla, mirándola como si fuera su igual —¿Y tú?

La mujer se echó a reír de nuevo, colocándose una mano en la cintura y observándole como si le hiciera gracia su desparpajo.

—Qué atrevimiento ¿Acaso no sabes quién soy?

—Eres la Dama Ilsa Estrella del Alba, la hija menor del Señor de la Torre —declaró tranquilamente, apoyando el codo de espaldas a la barandilla —¿Y sabes tú quien soy yo?

De nuevo, la joven se echó a reír, esta vez con una chispa de avivada curiosidad en sus ojos. Maldathar entrecerró los suyos. Por un momento un rabioso deseo le asaltó y le ardió violentamente en el pecho: desentrañar todos los secretos de aquella mujer, su alma, su corazón y su mente, poseerla en todos los modos posibles, tener poder sobre ella.

—Pues no. Pero me gustaría saberlo para saber a cual de los estúpidos niños de mis damas tengo que reportar por maleducado. Te van a dar unos buenos azotes.

—No soy el hijo de ninguna dama, y no soy un maleducado —replicó Maldathar en el mismo tono adulto y formal—. Soy aprendiz de la Aguja y dentro de unos años seré un poderoso mago. Conoceré los arcanos prohibidos que nadie más se atreve a pronunciar.

—¿Si? ¿Y qué más? —se jactó la muchacha. En su sonrisa había un punto de picardía sin maldad. Parecía divertirse mucho con ese pequeño respondón.

Entonces, el niño alzó de nuevo la barbilla y entornó los párpados con altivez.

—Y tú me amarás.

Ilsa Estrella del Alba dejó de reírse y enarcó las cejas, componiendo un gesto de franca sorpresa. Durante un breve instante, una duda fugaz se dibujó en su rostro. ¿Quién era ese crío que declaraba tales cosas con una seguridad y aplomo dignas de un señor? No había visto una cosa igual nunca antes. Cierto es que las palabras que decía podían tomarse como meras fantasías infantiles, pero el tono de su voz, el modo en que se comportaba como si fuera un adulto y la manera en la que estaba mirándola le provocaron una sensación extraña y opresiva, como si una sombra ominosa se cerniera sobre ella, proyectada desde muy lejos.

Pero la brisa sopló y trajo el aire fresco del mar, las luces se encendieron al unísono en el interior de la Aguja y el extraño chiquillo volvió a parecerle un chiquillo. Sonrió con diversión y le hizo una reverencia.

—Entonces, cuando seas un poderoso mago y conozcas los arcanos secretos, ven a buscarme para que no quede mi amor condenado a marchitarse en soledad.

La dama dejó oír una última carcajada burlona y se dio la vuelta para irse, y cuando desapareció en el interior de la Aguja, el niño esperó. Esperó, viendo alejarse su figura. Y esperó más, aguardando el instante en que ella se diera la vuelta para volver a mirarle. Pero Ilsa no se dio la vuelta, no volvió a mirarle, y Maldathar apretó los dientes y se volvió hacia el balcón, con un fuego extraño ardiéndole muy dentro.

Sí, llegaría a ser un mago poderoso y todos los habitantes de aquella Torre sabrían de lo que era capaz el bastardo de Cordelia. Cuando el sol se ocultó del todo corrió escaleras abajo rumbo a la habitación que compartía con el sirviente y la aprendiza, dispuesto a pasar gran parte de la noche estudiando.

Y así lo hizo, en los días sucesivos, en los meses que siguieron, en los años que se avecinaban: de día absorbiendo todo el conocimiento a su alcance en aquel santuario del saber, de noche aprendiendo los misterios ocultos que Ammon le enseñaba.

Y aunque no volvió a ver a Ilsa en mucho tiempo, su recuerdo le acompañó desde entonces, grabado en su memoria. El hermoso recuerdo de su belleza noble y el amargo, abrasador, venenoso recuerdo de su risa.

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© Hendelie

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