martes, 14 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre I: Una mujer despechada.



“¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a denunciarme a la Guardia? ¿Vas a reclamarme algo? No, no lo harás, porque sabes que nadie te hará caso. Te apalearán, tirarán a tu bebé a las rocas o lo darán en adopción y nadie volverá a hablar del tema. Nadie te creerá, mujer. A la gente como tú nadie la escucha.”

Él tenía razón. Aún le parecía escuchar su voz burlona, sarcástica, hiriéndole los oídos y el corazón... pero lo que más dolía era que él tenía razón. A la gente como ella, nadie la escuchaba. Aun así, se esforzaba por detener los sollozos, con la mano delante de la boca y la otra abierta sobre su propio vientre, como si temiera que alguien la oyera. Las lágrimas le corrían por las mejillas, se desbordaban por mucho que quisiera hacerlas parar. No quería llorar, no. No era pena lo que sentía. Era furia, rabia, impotencia.

Era la primera noche de verano. La luz de una luna pálida e hinchada se filtraba por el ventanuco del cobertizo. Olía a romero, a laurel y a hojaplata. Olía a cardo de maná y a polen, a tierra húmeda. De las vigas de madera colgaban las hierbas, atadas con cuerdas de esparto. Parecían sombras de duendes ahorcados, allí en la negrura nocturna.

Apartó los ojos de esa inquietante oscuridad y los volvió hacia la ventana. Las estrellas salpicaban el firmamento. El bosque mas allá, bajo la colina, se vestía con su traje de noche, azul oscuro y verde profundo. Las ramas y las hojas se agitaban con la brisa. Ella debería estar ahora preparándose para las festividades del solsticio, dando los últimos retoques a su vestido, o estudiando los pesados volúmenes de la biblioteca de Aguja Estrella del Alba. Era tan injusto...

—¿Por qué me ocurre esto a mi? —se lamentó, pasándose las manos por la cara una vez más.

“Por tonta”, se respondió a sí misma. “Por estúpida, por ilusa, por incauta”.

—Por tonta —respondió él, como leyéndole el pensamiento—. Por incauta.

—Cállate… no quiero escucharte ahora.

—Entonces —dijo él de nuevo, voz suave, aterciopelada, invitadora —, ¿para qué me has llamado, Cordelia?

Cuando le oyó decir su nombre, se dio la vuelta lentamente, atragantando el último llanto y quitándose los restos de lágrimas de las mejillas con el dorso de los dedos. Hizo acopio de entereza y le miró con severidad.

—Para que me ayudes.

En la penumbra del cobertizo, él parecía realmente una aparición. Estaba detrás de la gran mesa de trabajo, lejos de ella, hundido en la negrura. La luz de la Luna le arrancaba destellos de plata a su cabello blanco, hacía parecer su piel aún mas pálida.

Los ojos violáceos relumbraron un instante en la tiniebla y después, él asintió.

—Lo haré. Pero no puedo ayudarte si me mandas callar.

Cordelia sintió una repentina seguridad al escuchar aquellas palabras y empezó a calmarse. Concordó, con un cabeceo, y apoyó la cabeza en las tablas de la pared, suspirando, sin apartar la otra mano de su propio vientre. “Gracias a Belore, me va a asistir. No estaré sola. Menos mal”.

Ahora las cosas se arreglarían. Él había ayudado también a su madre y no era la primera vez que la ayudaba a ella: le conocía desde que era una niña y jamás le había fallado. Él había conseguido que la aceptaran en la Aguja como aprendiz de la familia de poderosos magos que la habitaban. Él había logrado que Cordelia se elevara por encima de su origen humilde, más que humilde, vergonzoso. La madre de Cordelia había sido prostituta. Ella misma lo había sido. Y era gracias a él que las cosas habían empezado a mejorar, hacía ya diez años. Pero ahora… ahora todo amenazaba con irse al infierno.

—Perdóname. Estoy… no me encuentro bien.

—Lo entiendo. Has tenido un mal día. Pero tienes que mantener la calma, por ti y por el niño.

Cordelia asintió, con un temblor en la garganta. El niño.

“Belore…”

Dos gruesas lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas, haciendo que volviera a rabiar contra sí misma. Crispó los dedos sobre su abdomen, entrecerrando los ojos con una mirada llena de odio.

—Él no quiere reconocerle —espetó, con tono venenoso—. No quiere saber nada. Me ha echado, Ammon. Fui a verle, a decirle lo que había sucedido… ni siquiera pretendía nada más que algo de ayuda. Tiene otros bastardos, ¿sabes? Y se ha encargado de su manutención. Uno es su escudero, maldita sea, y a mi me ha echado. ¿Qué voy a hacer, donde voy a ir?

—Pertenece a la Alta Nobleza, Cordelia —de nuevo la voz de él, suave, tranquila, paternal—. Puede permitirse algunos deslices y sostenerlos si es necesario. Pero contigo no tiene por qué esforzarse. Cree que tú no tienes nada. Por eso se da el lujo de hacerte a un lado.

—¿Y es que acaso no es cierto? —exclamó ella. Había alzado un poco la voz y dirigió sus ojos como brasas ardiendo hacia su interlocutor —. No tengo nada.

Ammon sonrió a medias, con aquella expresión inquietante que a ella le había fascinado desde pequeña. Le cambiaba el semblante por completo cuando hacía eso. Sus cejas se fruncían, sus ojos violetas se estrechaban y comenzaban a brillar con un destello burlón, divertido.

—Me tienes a mi, querida. Y pronto tendrás a tu hijo.

De nuevo, Cordelia se sintió más serena. Su hijo.

—¿Estás seguro de que será niño? —preguntó entonces, con suspicacia.

Ammon movió la cabeza afirmativamente. Cordelia volvió a mirar a la ventana. La Luna se ocultó tras una nube oscura, una de las pocas que surcaban Quel’thalas en su primavera eterna.

—No te preocupes por nada. Yo me encargaré.

La voz de Ammon sonaba un poco más cerca. Frunció el ceño. “No le he dado permiso para que se acerque”, se dijo, pero no le dio importancia. Le agradaba su presencia, le daba seguridad. Cuando su mano, cálida y ancha, se posó sobre su hombro, tuvo la certeza de que todo iba a salir bien… aunque no era sólo eso lo que deseaba.

—También te he llamado por otra cosa —murmuró.

—Te escucho.

Rozó los dedos de Ammon con su mejilla. Un bucle de pelo negro cayó sobre los dedos de él, como una serpiente muerta, enroscada. Ammon olía a terciopelo y a tinte, a loto y a maná. Le recordaba al aroma de los palacios y las ricas estancias de los nobles. O al menos se imaginaba que debían oler parecido.

—Él tiene una nueva amante —susurró, en tono quedo—. No sé si tiene que ver con esto pero de cualquier manera, le quiero mal.

Le pareció percibir su sonrisa, aunque no le estaba mirando.

—Estás despechada, Cordelia —afirmó él.

—Sí. Claro que lo estoy.

—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer.

La chica asintió. Se puso de pie lentamente y observó su propio semblante en el cristal de la ventana. Durante unos segundos se miró, concentrada en lo que iba a hacer, y después se quitó el largo alfiler con el que se sujetaba el pelo en un moño, ahora medio deshecho y desordenado de tanto que se había mesado los cabellos, lamentando su desgracia. La aguja brilló a la luz de la Luna. La ventana le devolvía su reflejo, y al verse, la injusticia le parecía aún más atroz.

Ella lo tenía todo. Ella se lo merecía todo. Era hermosa, con una belleza voluptuosa y llena, exótica y altiva. Tenía los ojos grandes, las cejas altas, la nariz recta, como las nobles de renombre. Tenía el cabello negro como ala de cuervo, los ojos azules y los labios carnosos. Era inteligente, con unas capacidades innegables para adentrarse en los caminos de la magia, que tanto tiempo su pueblo había practicado. Y era cultivada, elegante y complaciente.

Apretó la mandíbula y levantó la otra mano delante del espejo, clavándose la aguja lentamente hasta hacer correr la sangre y dibujando un surco rojo a lo largo de la palma. Su mirada se había estrechado hasta convertirse en dos rendijas tras las que ardía la furia de los infiernos.

—Con mi sangre llamo a tu sangre, Alysei —susurró, sintiendo cómo le ardía en el pecho el odio —. Con el hierro, llamo al hierro a hundirse en tu pecho. Que vengan sobre ti el dolor y el sufrimiento, la desesperación sin consuelo. Que vengan sobre ti la gangrena y la hemorragia, el vómito y la náusea, la fiebre y la debilidad. Que vengan sobre ti el veneno y el temblor, la infección y la agonía, el desvelo y la locura. En el espejo de la Luna así los llamo. Que los espíritus me escuchen y tomen mi venganza.

Cuando terminó de hablar, le temblaba el puño de tan fuerte como tenía apretada la aguja entre los dedos. Las lágrimas habían vuelto a asomar a sus ojos. Y en el reflejo del cristal, la extraña sonrisa de Ammon la contemplaba desde su espalda, aún con la mano en su hombro, con su rostro junto al de ella.

—Ya está hecho, Cordelia —susurró, casi en su oído. Luego le quitó la aguja y la lamió, guardándosela para él —ahora sólo tienes que esperar.

—Has dicho que te encargarás —le recordó ella, como temiendo que fuera a recular.

Pero Ammon no tenía intenciones de echarse atrás.

—Y así lo haré. No hagas el equipaje, pues no tendrás que irte de aquí. Podrás quedarte y vivirás feliz el resto de tu vida, conmigo y con Maldathar.

La muchacha se estaba mirando la herida de la mano. Mientras lo hacía, las palabras de Ammon entraban en su interior y llegaban a su corazón, desplegándose como primaveras de esperanza. “Viviré feliz durante el resto de mi vida… con él y con Mald…”

—¿Maldathar? —preguntó, extrañada, aunque aún raptada por las imágenes de ensueño de su futuro radiante —¿Quién es?

—Es tu hijo. Ese es el nombre que le pondrás.

Una gota de sangre roja cayó sobre el suelo de madera. Cordelia, mirándose la mano, veía ante sus ojos los días de vino y rosas que estaban por venir, cual si fuera presa de un hechizo. “Maldathar… mi hijo. Sí. Ese será su nombre”.

A su espalda, Ammon amplió la sonrisa y se dio la vuelta con lentitud, dirigiéndose hacia la puerta. Salió y respiró hondo, disfrutando del aire fresco. Estiró los brazos con complacencia. La nube se retiró y la Luna volvió a brillar con intensidad, iluminando el bosque de Quel’thalas, las tierras frondosas del sur y la Aguja de la Estrella del Alba, cuyo pináculo relumbraba como si llevara prendido un lucero de plata.


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© Hendelie

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