miércoles, 29 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre VI: Una madre atormentada.



En Quel’thalas, gracias a la magia, siempre era primavera. A ella tanto le hubiera dado que fuese eterno el otoño, o tal vez el invierno. Para Cordelia, después de la noche del Solsticio, no había diferencia entre los días, los meses, las estaciones; todo era gris, todo moría. Sus ojos se marchitaban, y con ellos se marchitaba su mundo a su alrededor. Los colores se volvían opacos, monocromos, y el universo parecía una moneda girando sobre la mesa, cada vez más lento, anticipando el momento en que habría de detenerse. Las horas pasaban sin sentido, una tras otra, ante su presencia anestesiada. Estaba siempre cansada y apática, el miedo campaba a sus anchas en el árido erial de su corazón, asediándola con pesadillas y pensamientos fúnebres. 

Cada noche, tendida en la cama, a su alrededor los espectros la acechaban. El fantasma de Alysei se sentaba a su cabecera y le susurraba toda clase de insidias. Sus ojos muertos la miraban con odio desde detrás de las sombras de la cortina, vocalizando palabras y conjuros que no tenían el menor efecto, pero oprimían su alma con la carga de desprecio que se percibía en ellos. Desde los rincones negros, siluetas informes y extrañas se agitaban, con una maligna atención fija en ella. A veces le parecía ver hundirse el cojín del sillón, aquel sillón de brazos torneados en el que Ammon solía sentarse. Se concentraba entonces en la negra forma del respaldo, buscando el atisbo de la presencia del sirviente. Con tanta insistencia miraba la silla, aterrada ante la idea de que el elfo de cabellos blancos apareciera allí, que terminaba por verle en su delirio: recostado, tranquilo, aguardando, esperando para llevarse su alma, con aquellos ojos violetas y profundos fijos en ella.

Pasaban los años. Hundida en la depresión y el desaliento, aguardando que llegara el momento de pagar al fin la deuda y dejar de sufrir aquella opresión constante, lo único que daba a Cordelia fuerzas para sobreponerse era su hijo. Maldathar, con diecisiete años, había sufrido un sutil cambio en su carácter desde la desaparición de Ammon tres años atrás, o eso creía ella. Si antes fuera arrogante y ambicioso a todas luces, ahora su arrogancia y su ambición eran menos petulantes. Se ocultaban tras una amarga muralla de apatía y desdén, y si antes había sido aplicado en el estudio, ahora parecía dominado por un extraño fervor que le tenía despierto en la biblioteca de la Aguja hasta altas horas, durante noches enteras, consultando libros, buscando algo que Cordelia no se atrevía a preguntar.

No tenía sentido preguntárselo, porque Maldathar no le contestaría. Apenas le hablaba. Su hijo era una figura tan lejana como fría. Íntimamente, Cordelia sospechaba que el enfriamiento de su afecto se debía a que, de algún modo, Maldathar había comprendido que fue ella la causante de la desaparición de Ammon, aunque nunca se pronunció una palabra al respecto. Por eso a veces en sus delirios, o en los momentos de mayor angustia, se arrepentía de sus errores como un moribundo en el lecho de muerte.

—Me equivoqué… no debí llamarte Maldathar—se lamentaba una tarde. El joven aprendiz había entrado a la habitación para buscar unos libros. Ella, tendida en el lecho, pálida y con los ojos brillantes por el llanto, le observaba con tristeza.—Anarion, Ringelen… Elgaroth… había pensado unos nombres tan bonitos para ti…

Recordaba con horror que fue Ammon quien eligió el nombre de su hijo. ¡De su hijo! ¿Cómo pudo permitirlo? El joven se volvió a medias, contemplándola con resignación y un ápice de desprecio. Apenas un destello. Pero reconocible por una madre.

—Madre, estás enferma. Deliras.

—No estoy delirando—Cordelia se incorporó a medias, observándole con insistencia— Me equivoqué al nombrarte así… pero ahora ya no hay vuelta atrás. Hijo mío. Hijo mío.

El joven frunció el ceño y apartó la mirada, sin prestar atención a la figura de su madre, con una mano extendida hacia él.

—Arrópate. Volveré esta noche.

Cordelia compuso una mueca de amargura.

—Sí, ya… volverás —espetó, sin disimular el reproche. Sus ojos eran carbones encendidos, desesperación y agrio abandono—. Siempre dices que volverás por la noche, pero a veces no lo haces. Y me despierto sola, con las sombras acechándome y el susurro de esa puta recordándome el destino que me espera…

Se mesó los cabellos, asustada ante la mera idea de otra noche. Otra noche. Los días eran soportables, pero las noches parecían no terminar nunca. Maldathar recogió los pergaminos y el libro que al fin había hallado y se los colocó bajo el brazo, volviéndose hacia ella.

—No hay sombras acechando—dijo, con el tono paternalista que se emplea con los ancianos, los niños y los enfermos— No hay nadie susurrándote, madre. Son delirios. ¿Por qué no te tomas las medicinas?, te ayudarán.

Maldathar había crecido tanto… su semblante era sereno, su voz, tranquila y madura. En sus ojos había matices que Cordelia reconocía, pues otros hombres sabios de aquella torre tenían la misma profundidad en la mirada. Había crecido mucho y era un joven prometedor del que debería sentirse orgullosa. Pero al mirarle, veía los ademanes y los gestos de Ammon. Veía los ojos del Señor de la Torre, quien ya nunca la llamaba desde que había empezado a languidecer.

Ahí estaba, su hijo, despreciándola porque estaba enferma, porque era débil, porque era una mala madre, porque había echado a Ammon, ese maldito, ese…

Derrotada, obedeció, tapándose hasta la barbilla y apartando la mirada de él con una punzada de dolor en el corazón.

—Las medicinas no me ayudan—murmuró— sólo prolongan más el sufrimiento. Él vendrá… vendrá a llevarse mi alma, lo sé.

Las lágrimas le rodaron por las mejillas. “No es mío. No es mi hijo. Es de todos menos mío. Es de ellos, de los hombres, malditos sean… ah, qué ironía, que amarga ironía para mi, que todos me han dado la espalda y hasta el fruto de mis entrañas me detesta”.

—No digas esas cosas, Madre. Nadie va a llevarse tu alma—respondió Maldathar. Y esta vez, sonó tajante—Hablas como si hubieras hecho un pacto con las tinieblas.

La elfa sintió que se le detenía el aliento en la garganta. ¿Sería posible que su hijo no hubiera sido consciente en todo aquel tiempo de la verdadera naturaleza de su sirviente? Ella nunca se lo había dicho abiertamente. Quizá formaba parte de los embrujos de Ammon, pero no lo había considerado necesario.

—Hay algo que tienes que saber…—susurró Cordelia, con la voz ahogada.

“Debo decírselo. No, no soportaré la vergüenza. Pero debo decírselo”.

—Madre, tengo que irme.

—¡Es importante! Es sobre tu padre. Y sobre el sirviente.

Ella había vuelto a girarse en la cama y le observaba, con el corazón latiéndole desacompasadamente y los dedos crispados en las sábanas. Maldathar la miró, extrañado. Y una garra pareció oprimirle el pecho, estrujarle los pulmones. Las sombras se hicieron más densas en los rincones, la mirada punzante de Alysei se volvió más penetrante, y el espectro se deslizó desde las cortinas hasta su cabecera.

“No hablarás, no hablarás. Que tu lengua se seque como hoja marchita, que se cierre tu garganta. Ojos que estallan, rostro hinchado, ahógate, ahógate, ahógate antes de pronunciar una palabra más”

Pero la maldición de Alysei no era necesaria, porque Maldathar había endurecido la mirada y negaba con la cabeza.

—No. No quiero escucharte—dijo, simplemente. Luego se encaminó hacia la puerta con la toga sencilla de los aprendices arrastrando tras él— Si tenías algo importante que decirme sobre mi padre o sobre el sirviente, has tenido años para hacerlo. Tengo que irme.

—No. No, no, no, espera, por favor, no te vayas. No te vayas otra vez… —sollozó Cordelia, alargando la mano hacia él.

—Yo he esperado mucho tiempo—dijo al llegar a la puerta. La abrió y se giró para mirarla una última vez, con un destello malicioso en la mirada y una sonrisa sesgada, cruel, burlona pero también amarga.— No te vas a morir por esperar tú ahora. ¿O sí?

La elfa abrió mucho los ojos y se le aflojó la mandíbula. Maldathar cerró la puerta al salir, pero ella seguía viéndole ahí, congelado, con esa mirada y esa sonrisa. Cerró los ojos, sintiendo que el dolor la devoraba, y se hundió en los almohadones. Alysei soltó una de sus risas, siniestra y fantasmal. Esas que sólo Cordelia podía escuchar.

—¿Tanto me odias?— dijo, con la mirada fija en el techo —¿Tan poco te importo ya, Maldathar? ¿Me he convertido en una carga? ¿Bromeas sobre mi muerte y te marchas como si nada? ¿Qué más te enseñó el sirviente, además de a sonreír como un demonio y a ser tan cruel como ellos?

“Te lo mereces. Es tu castigo. Te lo mereces. Esto y más, esto y más, mucho más, mucho, mucho más”, susurraba Alysei. Cordelia se cubrió el rostro con los edredones.

“Te lo mereces, esto y más, mucho más”

Dejó pasar las horas en un nervioso duermevela, escondida bajo la ropa de cama. Los segundos se arrastraban. Los minutos caminaban a trompicones, moribundos. La soledad y el tiempo conjuraban más fantasmas, más angustia, más miedo. La mañana dio paso a la tarde, y la tarde se marchó a pasos cortos.

Y entonces, tocaron a la puerta.

Sobresaltada, Cordelia asomó de debajo de sus edredones. ¿Había sido real? La habitación estaba teñida de un resplandor ambarino a causa de la puesta de sol. Las cortinas, inmóviles. De pronto, los contornos de todos los muebles le parecieron más nítidos, y tuvo la sensación de que el velo gris que cubría su mirada se había retirado momentáneamente. Pero aquellos golpes en la puerta…

Alysei no estaba. Aguardó, volviendo la cabeza despeinada hacia la puerta de madera, y entonces, otra vez, el sonido de los nudillos martilleando con fuerza.

Cordelia dio un respingo. Las ideas comenzaron a revolotear en su mente, agitadas como una nube de mosquitos. Sin saber por qué, le asaltó el recuerdo de aquel cuento, el que el sirviente le había contado en una ocasión. Le pareció escuchar su voz, que recitaba, mientras sus ojos seguían fijos en la puerta como si temiera verle entrar por ella. Como si supiera que iba a entrar por ella.

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante,
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

Por tercera vez llamaron. Cordelia se estremeció y se le escapó un grito ahogado, que transformó en una frase aterrada y débil.

—¿Quién es? ¿Quién llama?

No esperaba respuesta. Por eso, la voz del lacayo le produjo una sensación de extrañeza, de irrealidad.

—Señorita Cordelia, me envía el Señor de la Torre. Requiere su presencia cuanto antes, en sus aposentos.

¿El Señor? ¿En sus aposentos? La elfa miró alrededor, sin comprender nada. Algo tan cotidiano, tan natural como un criado llamando a su puerta le resultaba más increíble que oscuros fantasmas, demonios hambrientos de su alma o terrores sin nombre. Tan lejos había llegado a quebrarse su mente. Apretando las sábanas entre las manos se obligó a responder.

—¡Iré enseguida!

Los pasos se alejaron. Temblorosa, Cordelia reunió toda su fuerza de voluntad para salir de la cama y acercarse al baúl. Lentamente, se quitó el camisón y se vistió con una prenda antigua, un vestido sencillo de color rojo que había llevado la noche que concibió a su hijo con el Señor de la Torre. Hacía años que no lo usaba, y un fuerte deseo de llevarlo se apoderó de ella, como si necesitara aferrarse a aquel pasado para recuperar la energía. Había sido hermosa. Había sido sabia y prometedora. Quería volver a serlo, sin la ayuda de nadie.

Se ató las cintas del traje y se peinó como buenamente pudo, tratando de domar la maraña de bucles oscuros hasta que parecieron algo más apetecible. Antes de salir por la puerta, echó un último vistazo al sillón vacío, desde el cual una ominosa presencia parecía mantener la mirada invisible fija en ella.

Después, cerró la puerta y subió las escaleras, rumbo a lo más alto de la Aguja.


. . .

©Hendelie


PD: Esta entrada se la dedico a Neith, que hoy es su cumpleaños y no me ha dado tiempo a escribirle nada especial para ella :_D  Feliz Cumpleaños Neith, y si llaman a tu puerta y no responde nadie, ¡NO ABRAS! que a lo mejor es un cuervo cruel.

1 comentario:

  1. ¡Me está encantando la historia entera de Maldathar!, y es un gran regalo que me dediques una entrada >.< ¡Muchas gracias guapa!

    ResponderEliminar