martes, 28 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre V: El final que sólo era el principio.


 
El amanecer gris llegó al fin. Se filtró a través de la ventana. Besó las pálidas mejillas del adolescente acostado, acarició la piel húmeda del rostro de la madre, tendida a su lado, peinándole los cabellos. No llegó su luz hasta el rincón en el que Ammon estaba sentado, aguardando el veredicto que ya conocía.

Este llegó con el alba.

—Vete.

La voz suave de Cordelia apenas vibró en la habitación. Ella no se volvió para mirarle. Tenía los ojos fijos en su vástago. Ammon tampoco hizo ningún gesto. Tenía los brazos sobre el reposabrazos del sillón, los dedos cerrados delicadamente y la postura propia de un patriarca o un señor en su trono.

No asintió. No mudó el semblante.

—¿Renuncias a mí? —preguntó, al cabo de unos segundos —Piénsalo bien antes de contestar. Ya sabes las condiciones. Si renuncias a mí ahora, todo lo que has obtenido por mediación mía se volverá en tu contra. Se desmoronará como un castillo de arena bajo la tormenta. Y te arrastrará consigo.

Cordelia frunció el ceño muy levemente. Sus cejas oscuras se unieron sobre la nariz como alas de gaviota. Luego se limpió otra lágrima con el dorso de la mano. Aún llevaba puesto el vestido de la fiesta. Estaba muy bella, con el peinado deshecho, los bucles oscuros sobre los hombros y esa expresión de grave dignidad. La dignidad de los que suben a la horca.

—Renuncio a ti —respondió, con voz débil— con todo cuanto ello significa. Serviste a mi madre, a la madre de mi madre… me has servido a mi. Pero no quiero que vuelvas a acercarte jamás a mi hijo. Y pagaré el precio que sea preciso.

Ammon la miró durante unos segundos y asintió.

—De acuerdo.

—¿Qué debo hacer? —por primera vez, Cordelia le miró— ¿Cuál es la fórmula para renunciar a ti?

—Escribe mi nombre en un papel y mánchalo con tu sangre—dijo el elfo, con la misma expresión, observándola desde el sillón —. Luego quémalo en un fuego natural, al aire libre, y renuncia a mi con las palabras que sientas más perfectas.

Cordelia asintió y volvió a mirar al niño.

—¿Él también tiene que hacerlo?

Ammon bajó la cabeza y disimuló la sonrisa que pugnaba por surcarle el rostro, triunfal y maliciosa. Ella no le estaba mirando y él lo sabía. Alzó el rostro, serio y severo, en el preciso momento en que los ojos de Cordelia volvían a dirigirse a él.

—No. Una vez tú hayas renunciado, quedará roto el vínculo en todas las generaciones sucesivas. Eso incluye a Maldathar.

—¿Cómo sé que no me mientes?

Ammon se puso en pie lentamente. Se dirigió a la estantería y apartó una tabla. Extrajo los libros pesados y antiguos que guardaba allí y los empezó a disponer sobre la mesa.

—No lo sabes.

Tenía que hacer el equipaje.


. . .


Cuando despertó, sintió la calidez del cuerpo de su madre junto a él. Estaba atardeciendo. Las velas ardían. Se removió, aún espeso y agotado a causa de la fiebre. Los rituales de sangre eran cansados y solían dejarle sin energías durante un par de días, y el que había ejecutado en el solsticio había sido el más potente de todos los que había practicado hasta entonces.

Se escurrió entre los brazos de Cordelia y se quedó sentado al borde de la cama durante minutos enteros, volviendo a la realidad. Era difícil. Y desagradable. Había tenido un sueño hermoso, y el suelo bajo sus pies descalzos estaba frío, tenía hambre y le dolían las manos y la cabeza. En los sueños nunca dolía nada. Tardó diez minutos en tomar conciencia de sí mismo. Once en darse cuenta de que tenía las manos vendadas. Doce en ver la tabla retirada de la estantería y darse cuenta de que Ammon no estaba allí.

Se puso en pie, sobresaltado. Buscó, pero no encontró sus cosas, ni su ropa, ni sus libros, ni las huellas de su olor, ni un rastro de que estuviera allí. De que hubiera estado nunca.

—Madre. ¡Madre! ¡Despierta!

Cordelia abrió los ojos y se incorporó, asustada.

—¿Qué ocurre, hijo?

—Madre, el sirviente no está. Sus cosas no están.

El joven se volvió hacia ella, con algo parecido al miedo pintado en las pupilas. Cordelia volvió a sentir una punzada de angustia, pero se forzó a disimular. Frunció el ceño y fingió sorpresa.

—¿Cómo? No puede ser… estaba aquí hace unas horas. Sentado en ese sillón.

—No está, mamá. Se ha ido…

Cordelia miró alrededor, apartándose los rizos del hombro. Estaba muy pálida. Aún tenía entre los dedos restos de ceniza y se los limpió en las sábanas, temiendo que su hijo los descubriera. Si Maldathar se daba cuenta de lo que había ocurrido, de que ella había echado al sirviente, no se lo perdonaría jamás. Cordelia no era tonta, se había dado cuenta de lo que estaba pasando, de lo que Ammon había hecho con su hijo aprovechándose de sus errores. Se había ganado, de alguna manera, su afecto. Se lo estaba robando.

Por eso renunció a Ammon, y ahora se sentía enferma. Pensaba, de hecho, que no tardaría en morir, pero se iría feliz y libre. Tenía la sensación, la certeza profunda, de que por primera vez en años se había conducido correctamente.

Había quemado su nombre en el Claro Ámbar aquel mismo día. Ammon había observado cómo el humo se elevaba. Después, el le había sonreído con una expresión terrible y le había dicho “Hasta nunca, Cordelia”. Se marchó por el camino de arena, una silueta de cabellos blancos bajo las fresias. Su rostro mientras se despedía era una sonrisa tensa que guardaba debajo un odio profundo y la promesa de una venganza fría y afilada como una daga.

—Le buscaremos, hijo—mintió, tendiendo los brazos hacia el chico —. Le buscaremos. No puede estar lejos… ven a la cama con tu madre.

Maldathar negó con la cabeza. Rebuscó una camisa en el baúl donde guardaba sus ropas y se precipitó hacia la puerta. Cordelia sintió de nuevo la saliva amargándole el paladar.

—Tengo que encontrarle. Se ha llevado los libros.

—Luego. ¡Luego! Ahora ven, ven, tienes que descansar. Has tenido fiebre. Estás enfermo. Yo también estoy enferma. ¡Vuelve! Podremos buscarle después…

Pero Maldathar no le escuchaba. Casi arrancó la puerta de las bisagras cuando salió a la carrera, descalzo, las manos vendadas y la camisa sin abrochar, el cabello suelto ondeando a su espalda. Aún estaba aturdido y tenía escalofríos de cuando en cuando. Echó a correr mientras el sol se ponía, un disco de fuego rojo escurriéndose por el firmamento lavado. Le parecía escuchar el eco de su propia voz en la mente, ver los ojos violetas de Ammon destellándole en un recuerdo que se imponía ante todo lo demás, como fogonazos.

“Siento tu veneno en mis venas, quemándome la sangre”

Bajó las escaleras a todo correr, sin prestar atención a los habitantes de la torre que le observaban con extrañeza. Algunos le preguntaron a voces qué ocurría. Alguien trató de detenerle, forcejeó y siguió corriendo. No podía dejar de pensar en los libros. En los sueños. En la voz de Ammon, en su presencia. De repente, sólo imaginarse privado de ella se le antojaba imposible, impensable, insoportable.

—¡Aparta! —se escuchó gritar a sí mismo.

Dio un traspiés por la escalera, sus pies descalzos se escurrieron en el mármol y tuvo que agarrarse a la barandilla. Otro escalofrío y un nuevo fogonazo de ojos violetas brillando, el único color en un mundo repentinamente oscurecido. Cerró los párpados, descendiendo la escalinata aferrado a la barandilla, resollando.

“Siento tu veneno en mi alma, encadenándome”

Llegó a la puerta de la Aguja sin saber bien cómo. Consiguió abrir los ojos, pero le dolían. Algo ardía detrás de ellos como un fuego punzante. Corrió, pisando la hierba verde con los pies descalzos, de camino al bosque. Anticipó la imagen de una mujer de cabellos blancos, con un vestido de gasa inmaculada, aguardando, de espaldas, en el Claro.

“Mi corazón se ha vuelto frío y negro, y así te lo entrego”

Los árboles de hojas amarillas se habían teñido de un color anaranjado, dorados por el sol poniente. Se golpeó un hombro con un tronco, tropezó con una raíz y cayó de bruces. Por un momento, se le cortó la respiración. Estaba mareado, agotado.

—No puedes irte… —susurró, con los dientes apretados—. ¡No puedes irte! Te lo prohíbo, maldita sea.

Volvió a cerrar los párpados y de nuevo, las pupilas violetas destellaron como una visión. En el claro, la mujer de los cabellos blancos se dio la vuelta. No tenía ninguna venda sobre los ojos, sino que mostraba claramente los párpados cosidos, aún rezumando sangre roja, intensa, profunda. La mujer alargó las manos hacia él.

“Te lo entregaré todo para poseerte”.

—¡No puedes irte! ¡Vuelve!

Sabía que Ammon no estaba allí, pero aun así, le llamó y le llamó. De rodillas sobre la hierba, arrancando puñados de briznas verdes, repitió su nombre y todos los nombres que él le había revelado. Le llamó, invocándole. Volvió a abrir las heridas de sus manos y se manchó el rostro con su propia sangre, repitiendo todos sus nombres.

“Me llevaré tu secreto conmigo, hasta la muerte y más lejos aún, hasta el final de todas las cosas”

Cuando al fin cayó la noche, sin fuerzas ni esperanza, Maldathar se detuvo, sobrecogido por la repentina calma de la resignación. Se quedó allí solo en el centro del Claro Ámbar, donde en sus sueños bailaba con la Sabiduría. Se quedó allí de rodillas, a la deriva en un mundo que perdía todo su sentido. Él se había ido y se la había llevado.

—¿Es este el final de todas las cosas? —vocalizó, si es que llegó a decirlo.

En el firmamento, las estrellas brillaban sobre un cielo despejado, pero para Maldathar, aquella noche era negra, vacía y ciega.

. . .


© Hendelie

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