miércoles, 15 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre II: El noble, la aprendiz, el sirviente y el niño bastardo.


La Aguja de la Estrella del Alba era una torre espigada y blanca, con dos escaleras de caracol que se fundían en una sola y varias habitaciones diseminadas en los diferentes niveles de la misma. Sobre algunas pequeñas plataformas flotantes se elevaban arcos y alas de esmalte rojo que desafiaban toda gravedad, sostenidas en el aire por obra de la magia. Desde la habitación de Cordelia se podía ver, a través de la ventana de cristales rojos, todo el Bosque Dorado y sobre éste y mas allá estaba el mar, como una cinta de plata. Eran unas vistas prodigiosas. En la noche, el negro océano parecía una alfombra de terciopelo salpicada de lágrimas de plata que se reflejaban desde el cielo.

Como cada noche, a la luz de las velas de llama azul, él leía un pesado volumen sentado en una silla sin respaldo, de patas curvadas y adornada con un cojín de terciopelo rojo. El libro reposaba en sus rodillas y se inclinaba hacia la gran cama que compartían él, Cordelia y el niño. El niño, ya acostado y tapado hasta la barbilla, le observaba con expresión seria y ávida curiosidad en la mirada, bebiéndose sus palabras.

—…y de este modo —explicaba él, la luna reflejándose en los blancos cabellos, arrancando destellos a sus ojos violetas— es el Sacrificio lo que convoca a las energías más poderosas, aquello que atrae una mayor concentración de fuerzas. Se realiza por eso el sacrificio por dos razones fundamentales. ¿Recuerdas cuáles son, Maldathar?

El niño asintió, cruzando los dedos sobre su pecho y mirándole con suficiencia. Ammon sonrió a medias, complacido con ese gesto de superioridad.

—Una, para arrojar la energía que proviene de la sangre recientemente derramada a la atmósfera de trabajo mágico. Otra, para despertar una explosión de energía a partir de las emociones del Sacrificio, o del proceso de su muerte.

—¿Y en qué influirían estas cosas?

—Estoy cansado —se quejó el niño. Aunque no era una queja. Era una declaración— Ya no quiero seguir con esto, ahora léeme un cuento.

Ammon frunció un poco el ceño.

—No hasta que terminemos la lección.

Maldathar entrecerró los párpados y le dedicó una mirada aviesa, que hizo sonreír de nuevo al elfo de la cabellera blanca.

—Bien. Pero rápido.

—Eso depende de lo deprisa que respondas tú.

— Influyen en el éxito de los rituales; la liberación de la sangre ofrecida y el acto de voluntad del oficiante al entregarla a las fuerzas empodera el entorno mágico, mientras que las emociones como el pánico ancestral o la rabia ciega de la víctima actúan como detonante…


Ammon no borraba su sonrisa mientras escuchaba. Estaba satisfecho. Muy satisfecho.

El niño tenía ya ocho años. Era endiabladamente inteligente y había heredado el cabello oscuro de su madre, pero en todo lo demás, cualquiera que le mirase con la suficiente suspicacia hallaría el parecido con el alto noble que le había engendrado. Tenía los mismos ojos color gris plata, la misma expresión regia y digna aun a su corta edad y la misma autocomplacencia. Tenía su nariz, sus cejas y su tono de piel pálido. A Cordelia no le habían agradado aquellas similitudes cuando el pequeño nació, pero en cuanto la nueva amante del noble falleció de una repentina enfermedad y éste volvió a llamarla a su lado, la elfa no solo perdió las reticencias respecto al parecido del niño con su padre, sino también gran parte de su interés por él. Pasaba de momentos de absoluta entrega y cariño absorbente, en los que le alzaba en brazos, le comía a besos y se mostraba como una madre preocupada y entregada, a dejar de prestarle atención durante días, absorta en sus estudios o en su romance.

La muchacha despechada había vuelto a recuperar su posición como aprendiz de la Aguja, esta vez con más fuerza que antes. Sus avances eran notables, su encanto, imposible de ignorar. Algunas damas la envidiaban o cuchicheaban a sus espaldas, pero Cordelia había llegado a ganarse de alguna manera un sitio en Estrella del Alba. El noble apreciaba mucho que la mujer a la que había despreciado hubiera tenido tanta generosidad como para acudir a consolarle tras la muerte de su amada. También apreciaba que no quisiera cargarle con el niño ni airease su paternidad. Al noble no le gustaban los problemas. Cordelia, en cambio, sí que le gustaba, y cada día más. Por lo que, cada vez que le era posible y su legítima esposa se encontraba de peregrinaje o visitando a otras familias de la Corte, la llamaba a sus aposentos para pasar la noche juntos.

En esas ocasiones, cuando sólo el pequeño ocupaba la cama que madre e hijo compartían, Ammon se sentaba junto a su cabecera y le enseñaba los secretos que los libros no contenían, le narraba historias y le revelaba fascinantes misterios. Poco antes del alba, Ammon se marchaba y Maldathar cerraba los ojos, durmiéndose de inmediato, agotado pero rebosante de conocimientos nuevos y maravillosos. Las revelaciones de las que era testigo se tejían después en sus sueños, que eran rojos y negros y estaban plagados de criaturas sobrenaturales y de oscuras fantasías.

—Ahora mi cuento —ordenó el niño, una vez terminó de recitar la lección.

Ammon sonrió con esa expresión torcida y maliciosa. El chiquillo reprimió la suya, con los ojos chispeantes de emoción y de autosuficiencia.

—De acuerdo. Como ordenes, pequeño señor —replicó Ammon. Era difícil saber si hablaba en serio o estaba ironizando, pero el niño no pudo evitar una risilla —¿Qué historia quieres oír esta noche? ¿Una con final feliz?

—No lo sé. Cuéntame algo real —respondió el crío, posicionándose entre los cojines y acomodando bien las sábanas. El cabello negro le caía sobre los hombros.

—Entonces no será un final feliz, me temo.

—Ven a la cama conmigo. ¿Por qué dices que no lo será?

Ammon se levantó de la silla. Dejó el volumen pesado bien cerrado en el hueco de la vieja librería y después tapó el hueco con la tabla, sellándolo con un hechizo. Se acercó, sin hacer ruido, las suaves zapatillas hundiéndose en la alfombra y la toga púrpura y dorada susurrando al moverse. Se tendió al lado del niño, rodeándole con un brazo y dejando que se acomodara contra él, pareciéndole al hacerlo un cachorro felino exigente y caprichoso.

—Porque las historias reales no suelen tener finales felices. Al menos, no las que yo conozco.

—Entonces cuéntame una con un final que no sea un final.

Ammon entrecerró los ojos, mirando a Maldathar. Maldathar le devolvió la mirada y sonrió traviesamente. La luz de las velas de llama azul arrancaba destellos de oro pálido a las sillas, a los hermosos bustos y tapices de la habitación. Cubría el lugar de un resplandor místico y delicado, hacía brillar los ojos de plata del niño y sus ojos de amatista, los cabellos negros del niño y sus cabellos níveos, dibujaba los contornos de sus rostros igualmente pálidos como mármol pulido.

—De acuerdo. Veamos si consigo cumplir con tu demanda —aceptó Ammon, y su voz se deshiló como un ovillo, suave, aterciopelada.

Comenzó a recitar, y el hechizo de ese timbre evocador y envolvente atrapó al niño, como siempre lo hacía; capturó su mente y la llenó de imágenes, de sensaciones, de colores y de formas que parecían crearse y recrearse con facilidad, invocadas por las palabras de Ammon y su forma de hablar. Fascinado, escuchaba con toda su atención, mientras las llamas de las velas bailaban.

—Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran a la puerta de mi cuarto.

»“Es —dije musitando— un visitante, tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.”

Y mientras la voz de Ammon recitaba, más arriba, en las habitaciones del noble Cordelia se estremecía entre los brazos de su amante, desnuda y subyugada, sintiéndose afortunada, pues todo lo que podía desear, ya lo tenía. Las sábanas se enredaban en su cuerpo y en el cuerpo del noble y sus voces acallaban los sonidos de la pasión compartida.

—¡Ah! aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; angustia del deseo del nuevo día; en vano encareciendo a mis libros dieran tregua a mi dolor —recitaba Ammon entre tanto, varios pisos más abajo, en la cama de Cordelia, rodeando con el brazo al niño que le miraba fascinado —. Dolor por la pérdida de Alysei, la única, virgen radiante, Alysei por Belore llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre.
» Y el crujir triste, vago, escalofriante, de la seda de las cortinas rojas llenábame de fantásticos terrores jamás antes sentidos.  Y ahora aquí, en pie, acallando el latido de mi corazón, vuelvo a repetir: “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.”

Más arriba, en la lujosa alcoba, el noble alzó la mirada repentinamente, deteniendo su actividad entre resuellos. Volvió la vista hacia las cortinas, donde había creído ver dibujarse una insidiosa sombra que le observaba con rencor y largos cabellos de mujer. Cordelia, alzando la vista, miró a su amante.

—¿Ocurre algo, mi señor?

El noble, pálido, fijó la vista en la nada, en las cortinas.

—¿Alysei? —murmuró.

Cordelia palideció y giró el rostro, los ojos desencajados, buscando a aquella a quien había traído la desgracia ocho años atrás.

Y abajo, pisos más abajo, en la pequeña estancia de velas azuladas, la suave voz del elfo de los ojos violáceos seguía recitando.

—Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos: “Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón imploro, mas el caso es que, adormilado cuando vinisteis a tocar quedamente, tan quedo vinisteis a llamar a la puerta de mi cuarto que apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí de par en par la puerta: Oscuridad, y nada más.

—¿Hay alguien ahí? —exclamó el noble.

—No hay nada —insistió Cordelia, no tan segura como quisiera—. No hay nada ahí, mi señor. Dejad que os consuele.

Pero el buen señor ya no estaba en disposición de ser consolado. Pasó el resto de la noche vuelto hacia la pared, sumido de nuevo en la tristeza por la pérdida de la joven a la que en verdad había amado, mientras Cordelia, su amante, le abrazaba por la cintura, sobrecogida e inquieta, volviendo de vez en cuando la mirada a las cortinas.

Y abajo, mucho más abajo, en el cuarto que compartían la aprendiza, el bastardo y el misterioso sirviente, cuando éste terminó la historia y no antes, Maldathar cerró los ojos para dormirse. Ammon se quedó contemplándole durante largos minutos. Después, rozándole los cabellos con los dedos, esbozó una sonrisa orgullosa y le besó en la frente.

El beso de Ammon quemaba, era un sello de fuego sobre la piel. Al sentirlo, Maldathar despegó los párpados, despertando súbitamente. Buscó con la mirada a su mentor, pero no había nadie más en aquella habitación. Y esbozando una sonrisa maravillada, el niño volvió a dormirse, y soñó con un cuervo que aleteaba en la ventana repitiendo “Nunca más”.

El alba gris no tardó en amanecer por el Este.

. . .


©Hendelie




N. de la A. : El poema que recita Ammon es, originalmente, el poema "El Cuervo" de Edgar Allan Poe, con un par de cambios para adaptarlo al entorno. 

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