viernes, 6 de abril de 2012

Leyendas de Sangre VIII: El aprendiz ambicioso




Ella era Ilsa, la Dama de la Torre. Ella era Ilsa, la hija del Señor. Las puertas se abrían a su paso, las alfombras se desenrollaban ante sus pies para que sus escarpines no tocaran el mismo suelo que pisaban los sirvientes. Caminaba, altiva y orgullosa, a través de los corredores de la Aguja Estrella del Alba; bajo los arcos y las bóvedas, flotando su túnica alrededor de sus tobillos. Pasaba ante las ventanas ojivales y las cortinas de gasa azul y púrpura, seguida por un séquito de damas y sirvientes que le agasajaban. Uno llevaba un parasol para que los rayos del mediodía no hiriesen su piel blanca, otra arrojaba agua perfumada a su alrededor con un hisopo de plata para que el aire que respiraba estuviese siempre perfumado, y un par de fornidos jóvenes vestidos de oscuro apartaban los objetos que pudieran molestarla en su trayectoria.

Ella era Ilsa, la Dama de la Torre, hija menor del Señor de la Estrella del Alba, virgen y pura, hermosa y sabia. Una de las grandes Sofistas y Custodias, por quien todos los aprendices deseaban ser escogidos. Y aquel día era día de proclama.

En la Aguja Estrella del Alba, centro de saber y aprendizaje del Sur de Quel’thalas, las tradiciones permanecían inamovibles a lo largo de los siglos. Desde que se fundó aquel templo del conocimiento, los grandes maestros de la Aguja se reunían una vez cada tres años en la Cámara de la Asamblea y se hacía llamar entonces a los cien estudiantes de la torre. Siempre había estado regida por la misma familia. Siempre había contado con el mismo número de estudiantes, ni uno más ni uno menos. Siempre el mismo número de instructores y nueve Sofistas y Custodios. El ritual de la proclama duraba todo el día y toda la noche. En él, cada uno de los cien estudiantes exhibía sus habilidades delante de los Nueve y éstos escogían a sus aprendices, uno por cada Sofista. Los aprendices quedaban bajo la tutela de su nuevo maestro durante los tres años siguientes para ser instruidos en misterios y algunos arcanos mayores. Finalizados los tres años, al aprendiz se le consideraba ya un maestro en tercer grado y se le concedía el privilegio de acceder hasta la sexta planta de la torre. Allí se encontraba el primer nivel de la biblioteca privada, donde aquellos que buscaban el auténtico conocimiento se sumergían durante horas entre papiros, compendios y grimorios, bajo la luz de los fanales arcanos y las velas de llama azul.

Para Ilsa, aquella era su quinta proclama. Se había engalanado como era costumbre en aquellas ocasiones, luciendo una túnica vaporosa de color azul y púrpura. Llevaba al cuello el colgante de plata y zafiros que había heredado de su madre, pendientes de cristal y el cabello pulcramente recogido en la nuca en un complicado moño. Su bastón era de color aguamarina, cuajado de cristales en tonos fríos con runas grabadas y empoderación elemental de escarcha y agua. Había sido tallado primorosamente en el extremo con forma de ala, y una piedra más grande centelleaba en el centro como un diamante luminoso.

Mientras caminaba hacia su destino, con los sirvientes revoloteando a su alrededor y todos los que frecuentaban la aguja haciendo reverencias a su paso y rehuyéndola con la mezcla de respeto y temor que la nobleza infunde, recordaba. Recordaba los días en los que aquellos eventos la habían llenado de ilusión y energía. Antaño, cuando la magia aún le sorprendía y le fascinaba; tiempo atrás, cuando la monotonía era una desconocida y la posibilidad de transmitir sus conocimientos y guiar a otros hacia la búsqueda del saber le resultaba estimulante y agradable. Pero ya no era así.

“¿Puede la magia perder su magia?”, se preguntaba, avanzando con la barbilla alta, regia y solemne como una estatua. “¿Cómo he llegado a aborrecer lo que antes amaba?”. Quizá fuese por culpa de los desapasionados pupilos que había tenido en los últimos seis años. O no. Tal vez era su espíritu, que no estaba hecho para aquello. ¿Y si Belore había dado forma a su alma y a su mente para acometer algún otro tipo de tarea que no tenía que ver con las artes arcanas? Tal vez eso podía explicar su decepción y su apatía. “No”, se decía. “¡Imposible! Si eso fuera cierto, ¿qué sentido tendría mi existencia? Mi familia jamás ha estado desunida a la Magia. Es imposible, ¡Imposible!”

Y así, caminando como una reina y con la tribulación en el pecho, Ilsa llegó a la Cámara de la Asamblea y los sirvientes abrieron las grandes cortinas de terciopelo. Del interior le llegó una fuerte vaharada de olor a inciensos y maná.

—La Dama Ilsa Estrella del Alba —anunció el chambelán.

Entró en el gran salón. Las linternas de aceite y las luces arcanas estaban encendidas, pues aunque era de día, la Cámara no tenía ninguna ventana. Todas las paredes de la amplia nave estaban recubiertas de bajorrelieves y grabados pintados en color gris, azul oscuro y morado. Hojas de granito, flores abiertas talladas en mármol que se abrían en medio de los muros, olas rizadas de espuma cincelada, soles de rayos ondulantes, lunas, estrellas, nubes que caracoleaban y pájaros de fuego. La luz indirecta hacía parecer aquel salón un bosque de piedra, un pequeño mundo convertido en estatua por efecto de la mirada prohibida de algún ser mitológico. El salón estaba salpicado de columnas que desembocaban en arcos ojivales. Alrededor de cada una, hiedras de alabastro y sinuosas lianas esculpidas ascendían hasta los capiteles donde estallaban en una primavera caliza. Y arriba, en el techo, las pinturas. Un enorme sol en el centro de la cúpula principal, cuyos rayos eran los nervios, dorados y resplandecientes, y a su alrededor, de nuevo el mar, los barcos, las gaviotas y los bosques, torres blancas, figuras vestidas con togas de colores claros.

La Dama ascendió la suave rampa para unirse a sus ocho compañeros y a su padre en la tribuna. Ocupó la silla que le correspondía, en el extremo derecho, y sostuvo el bastón a modo de cetro como los demás Sofistas, apoyado en el suelo y con la punta hacia arriba. Después, dirigió la mirada hacia los cien aprendices que se disponían en filas perfectas ante ellos. 

El Señor de la Aguja alzó entonces su bastón, que era blanco como la luna, y golpeó tres veces la tarima con él. El primer aprendiz dio unos pasos al frente, hizo una reverencia y se presentó.

—Mi nombre es Palas Sael’daryn. He estudiado las artes de lo Arcano, he leído los Tratados de Canalización y Evocación…

El joven exponía su currículum, como era costumbre, antes de hacer una breve demostración. Ilsa escrutaba en su semblante, buscando algo que llamara la atención en él, que le hiciera especial, diferente, digno. Distinto. Estimulante. Pero el joven era anodino y no parecía distinto en nada a todos los demás. Su impresión se vio confirmada cuando Palas Sael’daryn pasó a la exhibición práctica: evocación, manejo de destellos arcanos, invocación de elementales de agua, resguardos de escarcha, sutiles hilos de energía brillante que tomaban forma entre sus manos para crear una paloma azul que se elevó hacia el techo y después estalló en una lluvia de flores cristalinas que se deshicieron en brillante polvo de maná. Los Maestros asintieron. Ella también asintió. Pero todos esos conjuros, que eran vistosos y complicados, que habían sido impresionantes para ella tiempo atrás, ahora no le impresionaban en absoluto. Nada en esa sala, pensaba desapasionadamente, la impresionaba ya.

Pasaron las horas. Continuó el desfile de aprendices, sólo interrumpido un par de veces cuando dos de los Sofistas anunciaron que ya habían escogido a éste o a aquél como sus nuevos pupilos. Los aludidos daban un paso al frente, hacían una reverencia y se mantenían serios, aunque sus ojos brillasen de entusiasmo. Después, abandonaban el recinto, y seguramente se ponían a saltar de alegría en el pasillo de afuera. Aquellos jóvenes se habían puesto sus mejores ropajes para impresionar a los Maestros y hablaban todos con el mismo tono, utilizando las mismas terminologías, las mismas palabras. Era monótono y repetitivo, y pronto, para Ilsa el tiempo empezó a transcurrir por dos caminos paralelos, pues no prestaba la menor atención y estaba con el pensamiento perdido, ajena a todo, reflexionando sobre los posibles motivos de su pérdida de interés por el Arte que un día la había cautivado.

Y así, en algún momento, cuando ya no sabía cuántos aprendices quedaban ni a quién elegiría entre toda aquella multitud aburrida y gris, llegó una voz nueva y unas palabras insolentes que la sacudieron de su letargo.

—Mi nombre es Maldathar, y he estudiado exactamente lo mismo que todos ellos, pero sé mucho más.

Era una voz ensalmadora, suave e insinuante, untuosa como aceite y con un toque burlón. Ilsa parpadeó y enfocó la vista en el joven que se había adelantado. El tiempo se volvió de nuevo real y sus sentidos se reavivaron, mientras una sensación de alivio y gratitud se extendía en su interior. Al fin. Algo distinto.

— Si, sé manipular los tejidos arcanos. Sé crear esas bolitas brillantes y energizadas que no sirven para nada mas que para impresionar a los maestros —decía el elfo, mirando directamente y uno a uno a todos los Sofistas—. Sé tomar Magia del ambiente levantando las manos y haciendo aspavientos
y sé recitar los hechizos formulaicos de las escuelas arcanas, del agua, de la escarcha y del aire volátil.

Casi todos los alumnos aún presentes, fruncieron el ceño. Y todos los Sofistas, con excepción de su padre, hicieron otro tanto, con más sutileza. Pero aquel Maldathar no parecía tener la menor vergüenza, su osadía sólo iba en aumento. Y cuando su mirada se detuvo en Ilsa, ella le reconoció, y sintió una mezcla de indignación y de emoción excitante cuando él sonrió a medias con disimulo.

—¿Y qué sabes tú que no sepan los demás, Maldathar? —preguntó entonces uno de los ancianos Sofistas. Su nombre era Yldaron Estrella del Alba y era el tío de Ilsa, un elfo venerable que conocía los secretos de lo Divino y lo Arcano. Un sacerdote mago. —Hablas con un atrevimiento que roza el insulto, menospreciando las nobles artes que se te ha otorgado el privilegio de aprender como si fueran juegos de niños o trucos de buhonero. ¿Qué conocimientos tienes tú que te coloquen por encima de eso? Y sobre todo, ¿puedes demostrarlos?

Ilsa miró de reojo a su tío. Era un hombre noble y contenido, que no soportaba a los presuntuosos. Y Maldathar, aquel niño que una vez había desafiado a Ilsa con tanto desparpajo en el balcón, ahora ya no era un niño pero sin duda era muy, muy presuntuoso. 

Examinó al aprendiz a través de sus pestañas, con disimulo. No, ya no era un niño, ni mucho menos. Había crecido. Era un elfo alto, joven, en ese espacio de edad en el que ya se es un adulto pero la rabia de la adolescencia aún arde y vuelve a los vivos tan valientes como incautos. Tenía unos rasgos agradables, nobles pero altivos: la cara alargada, la nariz afilada como una cuchilla, los pómulos altos, la barbilla puntiaguda y unos ojos estrechos que daban una expresión suspicaz a su mirada. Entre las negras pestañas resplandecían los iris grises, casi plateados, y el cabello negro y brillante le llegaba a la cintura. Vestía con una túnica de terciopelo negro, con bordados rojos en los puños, y el cuello. Y mantenía la cabeza alta, como si no fuera un bastardo sin apellido, el hijo de una prostituta.

“Todos lo saben. Todos saben que su sangre no vale nada, ¿cómo tiene la desfachatez de presentarse aquí con esos aires y de mirar así a mi tío? Y de sonreírme a mí. ¡Sobre todo eso!”

—Sé que existen conocimientos que no se encuentran a simple vista en los viejos tratados— respondió entonces Maldathar —, y sé que existen otros que jamás han sido escritos por ninguna mano. Sé que hay un lenguaje elemental que llama al fuego y a la tierra, y sé que hay más materia que los cuatro elementos: El Sueño, la Sombra, el…

—Silencio— dijo entonces el Sofista Yldaron. Su mano temblaba, aferrada al brazo de su silla. Se había inclinado hacia delante. Y no era el único que se indignaba ante estas palabras, pues empezaron a escucharse murmuraciones entre los aprendices—. Lo que dices son Arcanos Mayores de segundo grado. Ese conocimiento está vetado a los iniciados. ¿Quién te ha instruido en esas artes peligrosas y prohibidas?

Ilsa se sentía tensa, expectante. Y emocionada. Aquello de lo que hablaba Maldathar, el hijo de Cordelia, eran en verdad conocimientos que estaban prohibidos para la gran mayoría de los habitantes de la torre. Solo los maestros de segundo grado podían iniciarse en ellos, y los de primer grado profundizar, si lo deseaban, en su teoría. Eran disciplinas peligrosas que requerían de una mente fuerte, madura, y una firme instrucción de base en el resto de materias para no ceder a la tentación del poder que prometían. Ilsa había leído algunos de los tratados sobre la Sombra con tanto miedo como curiosidad, pero jamás se había atrevido a pronunciar en voz alta ni siquiera los títulos de los libros. Maldathar, en cambio, esbozó otra media sonrisa y se encogió de hombros, observando a su tío.

—Nadie, señor. Estos elfos —señaló a los demás aspirantes con el pulgar, por encima de su hombro— han venido aquí a demostrar todo lo que han aprendido para mendigar que vuestras mercedes les instruyan. Que les sigan enseñando a tirar bolitas de hielo y a hacer que las escobas barran solas. Yo también he aprendido, pero lo he hecho solo. Pasando noches y días en la biblioteca, leyendo los mismos volúmenes una y otra vez para comprender todos sus significados, para extraer hasta la última gota de cada grimorio, de cada compendio. Quiero que un Sofista me instruya más allá de mis límites, y de los suyos.

—No mereces ser instruido si desprecias las artes arcanas —dijo otro de los Sofistas.

—Esto es un insulto —dijo otro más—. Venir aquí a nombrar la Sombra… qué desvergüenza.

Ilsa comprendió que se sentían ofendidos. Era cierto que muchos de ellos, que ella misma, se habían estancado en la rutina escolástica, al igual que sus pupilos. Se estaban volviendo perezosos, habían perdido el espíritu que ese joven demostraba y defendía con cada palabra que decía. Crecían las murmuraciones en la sala, pero Maldathar no cedía. Alzó más la voz para hacerse oír.

—No desprecio las artes arcanas. Las amo. Y porque las amo y amo la Sabiduría, la quiero alcanzar. No quiero quedarme para siempre haciendo moverse sola una fregona o manteniendo a flote estructuras en el aire.

—¡Como si eso fuera poco! —exclamó su tío.

—No digo que eso sea poco. Lo que digo es que yo quiero más.

Los murmullos ya eran parloteos enojados. Los alumnos miraban con envidia y desprecio a Maldathar, mientras en la grada, todos los sofistas parecían escandalizados y enfadados por su actitud. Todos menos el Señor de la Aguja, que contemplaba al elfo del cabello negro con un interés que no se molestaba en disimular. Ilsa estaba confusa, debatiéndose entre ambas orillas, cuando su tío se puso en pie y señaló al joven con un dedo acusador.

—¿Acaso te has vuelto loco? ¿Es que no estás escuchándote? ¡Tu discurso es el mismo que trajo a la Legión Ardiente por primera vez a este mundo, aprendiz! ¡Falta de cautela, inmadurez, ambición, arrogancia! ¡Todo eso veo en ti, y son los ingredientes seguros para la perdición! ¿Te crees perfecto, mejor que los demás? ¡En un alarde de soberbia te has sumergido en la búsqueda de conocimientos prohibidos sin guía alguna, y ahora vienes aquí, tú, cuya sangre vale menos que…!

—Silencio.

No alzó la voz. El Señor de la Aguja simplemente se puso en pie, sujetando su bastón, y dijo una sola palabra. Todas las cabezas se agacharon y todas las lenguas se silenciaron. Incluso Maldathar bajó la mirada al suelo cuando el Señor habló.

—El Sofista Yldaron tiene razón. Tus palabras son palabras prohibidas. Adentrarse en esos conocimientos sin guía está penado con el destierro.

Maldathar alzó la mirada, sorprendido. Ilsa comprendió que el joven no esperaba aquello. Pero su padre siguió hablando, imperturbable.

—Se te ofreció la oportunidad de aprender. De instruirte en artes nobles y que están al alcance de muy pocos, y lo hiciste con excelencia. Pero la ambición sin control unida a la falta de un maestro adecuado pueden convertirte en un peligro para ti mismo y para quienes te rodean. Tu búsqueda de la Sabiduría te honra, pero no todos los caminos ni todas las fórmulas son válidos… joven.

La voz del Señor de la Aguja se había suavizado un tanto, así como su expresión. A la Sofista aquello no le pasó desapercibido. “Belore, si sólo le falta disculparse”, pensó.

—Cuando salgas de esta sala, tendrás hasta mañana por la noche para abandonar la Aguja Estrella del Alba para siempre.

Ilsa estaba aferrada al sillón con los dedos crispados, aunque mantenía el semblante impasible. Pero por dentro se sentía hervir. Ese muchacho insolente y detestable también le parecía un héroe, desafiándoles a todos allí, sólo armado con su expresión engreída y sus palabras directas. Había escuchado al Señor de la Torre, pero no se movía del sitio aún. Le estaba mirando a los ojos, directamente. Después, asintió con la cabeza una sola vez y empezó a caminar hacia la puerta, en medio de un silencio sepulcral.

Ella no podía apartar sus ojos de él, y no era la única. Muchas miradas le seguían, aunque en la mayoría había rencor, hostilidad o jactancia. “Estúpidos…”, pensó, instintivamente. Maldathar había sido valiente. Y ambicioso, sí. Si lo que decía era cierto, se había atrevido a explorar campos que ella misma apenas tenía coraje para nombrar, pero ¿hasta qué punto lo habría hecho? ¿Y acaso no era necesario aquello para encontrar el Conocimiento Último, esa sabiduría de la que Maldathar hablaba? Esa búsqueda eterna, movida por la curiosidad, por…

—Un momento.

Ilsa se puso en pie, sosteniendo su bastón. Mantuvo la vista al frente y trató de ignorar las miradas de los demás Sofistas. Se volvió hacia su padre y habló. “No pienses demasiado en lo que estás diciendo, porque te arrepentirás”.

—Mi Señor, quiero tomar al aprendiz Maldathar bajo mi tutela durante los próximos tres años.

“Esto es una locura, pero es exactamente lo que querías. Es lo que estabas esperando. Algo que volviera a ser estimulante, ¿no es verdad?”

—¡Inconcebible!—exclamó una Sofista de pelo blanco.

El Señor de la Torre se quedó mirando a su hija. Ella se concentró en sus pupilas, en la expresión del rostro de su progenitor. No quería prestar atención a nada más. Ni al resto de magos, que volvían a escandalizarse, ni a los acólitos nerviosos de la sala, ni a Maldathar, el elfo orgulloso que ahora se había detenido y cuyos ojos sentía clavados en ella como alfileres.

—¿Por qué razón?

—Un talento sin guía es una perdición. Pero con ella, puede traernos grandes triunfos a todos. Quiero ser esa guía.

La sencilla respuesta de Ilsa, pronunciada con voz tranquila y segura, hizo su efecto. El Señor de la Torre asintió y la Sofista se volvió hacia Maldathar, que aún aguardaba, mirándola, cerca de la puerta. Le recordó en aquel balcón, observándola con una expresión de seguridad y dominancia que a ella le hizo reír en un niño de su edad. Ahora, esa expresión también estaba ahí, oculta, sólo un matiz de su mirada pero suficiente para que ella la detectase. Y ya no le resultaba graciosa. Notó un cosquilleo en el estómago.

—Aprendiz Maldathar, mañana a primera hora en la biblioteca. Es imprescindible corregir tu trayectoria cuanto antes. Y por qué no, inculcarte un poco de humildad.

Maldathar se inclinó profundamente, esbozando una media sonrisa al hacerlo que nadie vio. Nadie mas que ella, Ilsa, la Dama de la Torre, la hija del Señor. Maldathar abandonó la Cámara de la Asamblea y la puerta se cerró tras él. La proclama continuó como era habitual, gris, monótona, aburrida. 

Afuera, en el corredor ya iluminado con velas a causa de la noche acechante, el aprendiz ambicioso no lanzó exclamaciones de júbilo ni tampoco dio saltos de alegría. Nada era inesperado para él. Lo había planeado al detalle, y había conseguido exactamente lo que quería... aunque había arriesgado mucho. Echó a andar, tranquilo y altivo, hacia la habitación que compartía con su sirviente. Frunció un poco el ceño. Ammon no le había puesto al corriente sobre esa ley del destierro. Cierto es que no le había preguntado, pero en todo caso, era culpa suya. El deber de Ammon era mantenerle informado de todo lo que pudiera afectarle, entre otras muchas cosas. 

Así que tendría que castigarle adecuadamente. Esta vez probaría a envenenarle con algo un poco más fuerte.

Siempre es frustrante envenenar a tu criado cada vez que estás molesto y que nunca le haga efecto.


. . .

Esta para Jen, por esperarla desde esta mañana   ;3

1 comentario:

  1. ¡Iiiiih! ¡¡¡Tras darle mil veces al F5 nueva entrada de Maldathar!!! *_*

    ¡Esto cada vez se pone más interesante! Estoy deseando ver cómo le van las clases con Ilsa y cómo reacciona Ammon ò_ó (me mató lo del veneno xD), a ver qué le parece que tenga una nueva maestra... chan chan chaaaaan!

    Jo, gracias por la dedicatoria T^T ¡Ahora me siento especial, weeeh! xD Al terminar una entrada siempre quedan ganas de leer más, pero desde luego la espera vale la pena! Juju, ahora a ponerme en plan admiradora pesada para que actualices el de Kalervo xD

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