martes, 28 de febrero de 2012

Leyendas de Sangre IV: Todos bailan la noche del Solsticio

     
Era de nuevo la noche del Solsticio de Verano. En todo el reino las hogueras y los blandones ardían, perfumando el firmamento con volutas de humo espeso como el incienso de los templos de la Isla Sagrada. Las campanas de cristal tañían a cada hora. Los Sagrarios se habían iluminado con luces estelares y había cristales de sol, rojos y amarillos, colgando en los dinteles de cada puerta, en las ventanas de cada torre. El Reino Mágico de Quel’thalas se engalanaba como una novia durante aquellos días, los más importantes del año. No había un solo hogar sin guirnaldas en los balcones, sin los pendones y las banderas ondeando. No había una sola familia que no asistiera a las fiestas y los bailes al aire libre, alrededor de las altas piras a las que se arrojaban ramas de tomillo, de mallorn y de abedul.

No, ni una sola familia se perdía aquellos acontecimientos. Por eso a Cordelia le pesaba el corazón. Regresaba a casa, a la Torre, apresurada y sola, con la culpa enredándose a su alrededor como una serpiente lechosa y húmeda. Sus zapatillas apenas hacían ruido mientras corría a través del bosque, el vuelo de su vestido rojo y dorado susurraba al rozar contra las hierbas altas.

Era el vestido de una auténtica dama. Había pasado meses cosiéndolo con primorosa dedicación, soñando con aquel momento en el que saldría de la Torre Estrella del Alba, acompañando a nobles y señores, rumbo a las hogueras. Ella, Cordelia, la puta, la despreciada, al fin ocupando el lugar que se merecía. Cuando fue invitada a compartir los festejos con la nobleza, Cordelia aceptó de inmediato. Sólo más tarde, al pensar en ello con realismo, se dio cuenta de que tendría que asistir sola, sin Maldathar y, desde luego, sin Ammon. Para empezar, ellos no habían sido invitados. Ammon no era más que un sirviente. Y además, la presencia de Maldathar podría resultar ofensiva para las damas y los lores que tan graciosamente le ofrecían una oportunidad de integrarse en sociedad. ¿Iba a estropearla acudiendo con el bastardo? Podrían tomarlo como una provocación. Como un insulto. O, mucho peor, el Señor de la Torre podría considerar la presencia del joven adolescente como un intento de reclamar derechos que no le correspondían.

Por eso, Cordelia había ido sola. Bajó la escalinata de la Torre junto a los elfos y elfas de renombre de Estrella del Alba y caminó con placidez, tomada del brazo de una de las damas de compañía de la hija mayor del Señor. Disfrutó de los bailes, de los licores, de las conversaciones, de las alabanzas. Las sonrisas le parecían falsas a veces, y en algunos comentarios creía leer una doble intención, pero mantuvo la dignidad y un talante alegre y natural. Hasta que, pasada la media noche, cuando los festejos cobraban un tono más decadente y sutil, un poso de inquietud cubrió su corazón. Pensó en su hijo y se le retorcieron las entrañas con un dolor repentino. Y, arrepentida, se despidió precipitadamente y regresó, sintiéndose de pronto ridícula y necia.

—Soy una mala madre—se dijo, en un murmullo.

Se limpió una lágrima esquiva y apretó aún más el paso, como una centella de fuego y oro a través de la penumbra verdeazulada del bosque.

Cuando al fin la avistó de cerca, la Aguja tenía un aspecto extraño y fantasmal: Blanca, adornada con los vidrios rojos y amarillos que se agitaban en la suave brisa, con los pendones escarlata ondeando en los balcones y completamente vacía. No había guardias en la escalinata ni se veían las tenues sombras pálidas de los arcanistas ir y venir por las rampas engalanadas. Y había algo más, algo que no podía explicar. Por un instante le pareció un dedo maligno y blanco, enjoyado, que apuntaba hacia el cielo. Un escalofrío recorrió la espalda de Cordelia y se apresuró hacia las escaleras. Abrió la puerta con ambas manos, empujando con fuerza los batientes, y penetró en el interior de la Torre.

Todo estaba oscuro. Sólo los cristales arcanos y algunos fanales mágicos permanecían activos, iluminando el interior con una luz mortecina y azul. “Soy una mala madre”, se repitió. Tragó saliva y le supo amarga.

—Yo también quiero ir—había dicho Maldathar aquella mañana.

La miraba, con el ceño fruncido y esos ojos de plata moteada que siempre le recordaban a su padre. La miraba, con esa actitud beligerante de la que hacía gala constantemente en los últimos tiempos. Había cumplido los catorce, estaba en la edad. Pero a pesar de todo, a Cordelia le irritaba sobremanera la nueva rebeldía de su hijo.

—Puedes ir a cualquier otro baile, amor.—Cordelia sonrió, intentando sonar conciliadora—. ¿Por qué no vas a la hoguera de Brisa Pura? Ammon puede acompañarte.

—No. Quiero ir a la del Claro Ámbar— insistió el chico. Estaba de pie, frente a ella, desafiándola con la barbilla levantada y la espalda erguida, como si fuera un señor. Ammon observaba desde la puerta, curioso.

—Escucha, mi amor—Cordelia rozó la mejilla de su hijo con los dedos. Él era ya casi tan alto como ella—. Sé cuánto lo deseas… y yo también lo deseo, mi bien, pero no puedes ir conmigo. No sería apropiado. No has sido invitado, y los nobles podrían molestarse.

El muchacho elevó el labio superior y las cejas en una mueca desdeñosa. Luego soltó un amago de risa seca que Cordelia jamás había escuchado en sus labios.

—No he dicho que quiera ir contigo— espetó, apartándose de su mano con una sonrisa amarga.—Sólo quiero ir a la misma fiesta, no hacerlo de tu brazo. ¿Eso es lo que te preocupa?

Cordelia sintió que se le atragantaba el aire en los pulmones. Negó, palideciendo.

—No, hijo, no me malinterpretes.

Pero era tarde. El chico había entrecerrado los párpados , su mirada eran dos puñales de plata venenosa entre las pestañas oscuras.

—¿A quién le molesta mi presencia, a los nobles o a ti?

—No… no, no es eso…

—¿Te avergüenzas de mí, madre?

—Maldathar, basta—dijo, tajante y expeditiva.

Su autoridad chocó contra un muro de rencor. Maldathar se acercó un paso más.

—¿No quieres que vean a tu bastardo? ¿No quieres que recuerden que existo?

Lo peor no era el tono de su voz. No era la expresión de la mirada de su hijo, su odio condensado que brotaba en cada palabra, en cada gesto. Lo peor era la verdad que encerraban sus palabras. Una verdad que la hacía avergonzarse de sí misma hasta la humillación.

—Basta. No digas una palabra más —insistió Cordelia, aun así. Su voz sonaba débil y derrotada. No era la orden de una madre autoritaria, era la súplica de una mujer acorralada.

—¿No quieres que recuerden lo que eres? Porque yo no lo olvido. Ni un solo día de mi vida. Ni lo que eres tú, ni lo que soy yo, madre…

—Si dices una palabra más, te juro que…

—…el bastardo de una puta.

Aún podía escuchar el sonido de la bofetada y del silencio que reinó después.

Cordelia llegó al fin a la puerta de la habitación, la que compartía con Ammon y con su hijo. Su hijo. Cerró los ojos, apoyada en el batiente. No se escuchaba ningún sonido en el interior de la habitación. “Ojalá Ammon haya tenido mejor juicio que yo. Ojalá haya encontrado una manera de abrir la puerta desde dentro”, pensó. “Ojalá pueda perdonarme”.

Le pareció escuchar una risa antinatural y maligna en su propia mente. Burlona, cruel. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Luego la hizo girar. Al abrir la puerta, una suave luz dorada y el olor punzante y penetrante de la sangre brotaron del interior de la habitación, como si un sello se hubiera abierto. Y Cordelia se quedó petrificada bajo el dintel, con los ojos fijos en el centro de la sala. Todos los pensamientos huyeron de su mente. Sus emociones se congelaron con una repentina escarcha y la serpiente de la culpa huyó, dejando sitio a la lenta y mortal araña del miedo.

No había allí luces arcanas. Bajo el titilar vacilante de las velas de sebo, dispuestas por toda la habitación, las figuras del sirviente y el joven se recortaban con un resplandor dorado, casi místico. Habían retirado la alfombra. En su lugar había, sobre el suelo de baldosas blancas, un extraño círculo mágico lleno de símbolos, pintado con carbón. Había montones de sal teñida de rojo y pétalos de flor de fuego. En el centro del círculo, Maldathar estaba de rodillas, vestido sólo con el pantalón ligero con el que dormía. Mantenía la espalda erguida. Su cabello oscuro le colgaba hasta los muslos, suelto y sin adornos. Tenía los brazos estirados hacia delante, los puños unidos y apretados y la mirada perdida, velada, las pupilas dilatadas. De sus manos goteaba la sangre hasta el interior un cuenco de vidrio, que estaba lleno en una tercera parte. La daga de Ammon yacía a su lado, teñida de rojo. Y el sirviente observaba, sentado en la cama, con un libro abierto sobre las rodillas.

La voz de su hijo recitaba, un susurro fantasmagórico y cruel, mientras las gotas rojas destellaban y caían al interior del recipiente.

—Del crepúsculo al alba, sin noche ni mañana, que se alcen los presagios, que la sombra caiga. Que lo Oculto se desvele y las voces que susurran Secretos olvidados despierten de su mortal reposo. Que se deslicen en las horas de tiniebla para hablar a mi oído. Que pasen sus dedos sobre mis párpados para hacer más profunda mi mirada, para teñir mis sueños con todo lo Invisible. Del crepúsculo al alba, sin noche ni mañana, que se alcen los presagios, que la sombra caiga. Que lo Oculto se desvele…

Ammon volvió la vista hacia la puerta. Detuvo su mirada en ella. Cordelia, rígida y temblando, abrió los labios para hablar. Dos gruesas lágrimas se escurrieron por sus mejillas.

—Hola, Cordelia.

“¿Qué he hecho, Belore?”

Intentó decir algo, pero no le salía la voz del cuerpo.

“Todo es culpa suya. Y mía. Y mía. Jamás debí confiar en él. Dejar a mi hijo con él… ¡Con él! Estúpida de mí… soy una mala madre. La peor de todas”.

—No te esperábamos —dijo el elfo del cabello blanco. Permanecía muy tranquilo. Cerró el libro lentamente y lo dejó sobre la cama, acercándose a ella. Cordelia se pegó a la puerta y algo en su interior se removió con furia.

—Saca a mi hijo del trance. Te lo ordeno.

Ammon se detuvo a medio camino. La observó un momento, como si estuviera valorando la posibilidad de no obedecer. Pero Cordelia había recuperado una energía que hacía tiempo que yacía sepultada bajo ilusiones y máscaras; la de la mujer repudiada que se encontró abandonada y sola con su hijo en el vientre. Puede que fuera una mala madre, pero seguía siendo una madre. Y aquello era una fuerza más poderosa que cualquiera de los conjuros de Ammon. Cosa que él también sabía.

—Como desees.

El elfo se acercó al círculo y colocó una mano sobre la frente del muchacho. Los ojos de Maldathar comenzaron a entrecerrarse. Su voz dejó de recitar. Finalmente, se desvaneció entre los brazos de Ammon, que le levantó y le llevó a la cama. Una vez le hubo acostado, Cordelia le apartó de un empujón y se arrodilló a su cabecera.

—Mi amor… mi niño —murmuraba, peinándole los cabellos con dedos temblorosos—. Mi niño, dime algo.

Maldathar abrió los ojos. Parecía febril y confuso. La miró, extrañado.

—Buenas noches, madre —susurró.

Cordelia le besó la mejilla y se dispuso a curar las heridas en las manos de su hijo. Las lágrimas saladas le empapaban el rostro y una rabia antaño olvidada le ardía en el pecho.

—Mi amor. Perdóname, mi amor. Nunca más volveré a darte la espalda. No volveré a fallarte. No volveré a fallarte.

Maldathar, aturdido y desorientado, no podía entender por qué su madre había regresado, por qué decía aquello, pero sus palabras le resultaron sorprendentemente reconfortantes. En algún momento, inclinó la cabeza hacia un lado para rozar con la frente los dedos de su madre y volvió a dormirse.

Soñó con un baile en el Claro Ámbar. Bailaba con una dama de ojos vendados. Ambos estaban solos en el centro del claro, bajo una luz gris azulada, penumbra boscosa y etérea. La niebla se les enredaba en los tobillos. Él vestía de terciopelo rojo, ella de gasa blanca. La dama tenía espinos alrededor de los brazos y exudaba una fragancia mística y embriagadora. Sus cabellos eran blancos como la nieve y sus labios estaban pálidos. Su nombre era Sabiduría. Y Maldathar le hablaba en su sueño, le hablaba al oído a aquella dama fría y misteriosa, mientras giraban y danzaban al son de una música inaudible.

“Siento tu veneno en mis venas, quemándome la sangre. Siento tu veneno en mi alma, encadenándome. No hay manera de liberarme. Sé que estoy condenado, pero no tengo miedo. Mi corazón se ha vuelto frío y negro, y así te lo entrego. Te lo entregaré todo para poseerte. Me llevaré tu secreto conmigo, hasta la muerte y más lejos aún, hasta el final de todas las cosas.”

Y ella suspiró y le abrazó, apoyando la mejilla en su hombro. Bailaron en el sueño, hasta el final de todas las cosas.


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©Hendelie

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