viernes, 18 de noviembre de 2011

15.- Un cuento de luna y un cuento de sol (I)

Llegaron al oasis cerca de la media noche. Ashra no quería despertar al chico, pero Irye abrió los ojos al sentir el olor de la vegetación fragante y se removió entre sus brazos, suspirando, como un cachorro frágil. Apenas le hubo dejado en el suelo, echó a correr hacia el lago y se metió en el agua, con la ropa puesta. Las prendas fueron desapareciendo con rapidez, flotando en el agua como cadáveres de un naufragio, hasta que su piel blanca resplandeció bajo la luz de la luna llena. El cabello rojo y negro se le pegaba al rostro y a la espalda como serpientes retorcidas. Los ojos rosados brillaron intensamente cuando alzó los brazos y se estiró bajo la luz estelar, mostrando las delicadas líneas de su anatomía adolescente.

Ashra estaba preparando el campamento. Mientras estiraba las mantas y aseguraba bien las cuerdas de la tienda, volvía la mirada de cuando en cuando hacia él.  Los movimientos de Irye, que parecía estar bailando, capturaban su atención como un hechizo parpadeante. El agua estaba tan quieta que reflejaba su imagen como un espejo de plata: las formas suaves de los brazos, el cuerpo delgadísimo, el surco de la espalda, la cintura sutil hasta la que se había hundido.

"Es como una aparición"

Los ojos rosados se fijaron en él. Ashra sintió un estremecimiento en la sangre, como si de pronto los influjos de las mareas estuvieran afectándole dentro de las venas. Irye dejó caer los brazos y echó las manos a la espalda, bajando la barbilla, cohibido de pronto. Ashra se dio la vuelta.

- ¿Por qué odias a la luna?

- ¿Quién ha dicho eso? - abrió los petates para sacudir la arena del interior, comprobó las cantimploras.

- Tú

La voz de Irye llegaba apagada desde lejos. Ashra arqueó una ceja. "¿Por qué odias a la luna?" Sabía amargo en los oídos, se deslizó, amargo, por el paladar.

- No recuerdo haber dicho eso, ¿estaba borracho?

- Sí.

- No tienes que hacerme caso cuando digo cosas estando borracho.

- ¿Ah no?

- Claro que no.

El chico salió del agua y se ató la camisa mojada a la cintura. Las gotas que se escurrían sobre su cuerpo repiquetearon sobre los juncos y las hojas de las plantas tropicales. Sus pasos silenciosos corretearon hasta el improvisado campamento. Ashra le vio inclinarse a su lado, rebuscando entre las pertenencias de ambos con decisión. Olía a flores desconocidas y a algo místico y ya familiar, parecido al incienso. Su pelo mojado se anudaba en hebras retorcidas rojas y negras, como culebras. Una gota lenta descendía sobre el hombro de marfil.

Se le clavó dentro como una astilla, esa gota redonda sobre la piel sedosa e inmaculada. Hacía años que a Ashra toda la belleza le dolía, pero la belleza de Irye le dolía más que ninguna otra. La admiraba en silencio, con secreta devoción. Sintiéndose, quizá, un poco culpable, y agradeciéndole sin palabras lo que le brindaba: su compañía constante y fiel, sus cuidados sencillos pero sinceros, el contacto. El contacto quizá más que ninguna otra cosa. Un abrazo, la mano pequeña en su mano, un beso ligero, el cuerpo menudo contra el suyo bajo las mantas. Escuchar otra respiración, respirar otro olor, poder tocarle con las manos.

- Quiero poder hacerte caso siempre - dijo entonces el chico. Había cogido todas las botellas y las tenía entre los brazos.

Ashra no supo reaccionar. Entreabrió los labios para decir algo. Un pulso de furia le latió en la muñeca, pero después se pasó. El licor no tenía color en la noche, era solo un líquido difuso dentro de las botellas de vidrio. Miró a Irye a los ojos, después apretó los dientes. El enfado se diluyó y se convirtió en pena. Lástima de sí mismo.

- Odio a la luna porque me escupe los recuerdos a la cara - murmuró, cogiendo una de las botellas que sostenía el muchacho.

Miró en el interior, como si esperase encontrar alguna respuesta ahí. Queriendo verse a sí mismo.

- Eso es tu culpa, no de la luna.

Ashra le miró, sorprendido. ¿Y esa patada? Irye seguía allí de pie, medio desnudo, con las botellas entre los brazos. Esbozó una sonrisa extraña y caminó deprisa hacia el linde del oasis.

Ashra le siguió. ¿Lecciones a estas alturas? Sí, lecciones a estas alturas. El chico empezó a hablar, recitando una especie de sonsonete que recordaba a los poemas infantiles.

- La Dama de la Luna tiene plata en el pelo, zapatillas de seda que no tocan el suelo. La Dama de la Luna se mira al espejo y cuando canta su voz llega lejos, lejos, lejos.

Al llegar a la línea en la que el oasis se convertía en desierto, Irye abrió la primera botella. El licor se derramó sobre la arena. El chico caminó, trazando una línea con el líquido, como si estuviera delimitando algo. "Maldita sea", pensó Ashra. Una llamarada de su antigua dignidad resplandeció en sus ojos. Abrió otra e imitó al muchacho. No iba a permitir que Irye hiciera todo el trabajo, no lo que a él le correspondía. Era su responsabilidad, abandonar las ruinas de su vida de una vez por todas.

- La Dama de la Luna se marchó a pasear, una noche tranquila, a la orilla del mar - siguió recitando el chico -. Tiene el pelo cubierto con un precioso chal, y pendientes de cristal, cristal, cristal.

El olor penetrante del alcohol le quemó en las fosas nasales. Le tembló el pulso. "Ahora no tendré donde esconderme", pensó, "no tendré donde huir. Ya no voy a huir. Ya no quiero sufrir más". Dejó caer el recipiente, escurrirse entre sus dedos. Miró al chico de los ojos rosas. El corazón se le ahogó de emoción.

- El joven pescador la atrapa con su red, ¿acaso la confunde con un enorme pez? La Dama de la Luna se quiere escapar, y asustada se pone a llorar, llorar, llorar. - Irye había vaciado tres botellas ya. La cuarta se convertía en nada entre sus manos, derramándose en la arena - ¡Es tan hermosa, es tan hermosa! El pescador no la quiere soltar. "¡Déjame ir otra vez hasta el cielo! ¡Quiero volar, volar, volar!"

El viento se alzó repentinamente. Sopló con fuerza, casi empujando al chico. Irye plantó los pies en el suelo con firmeza y se volvió, como si desafiase a la poderosa brisa. Sus ojos opacos, pálidos, destellaron con determinación, tornándose más vívidos. Su voz se tejió con el aire cuando destapó otro corcho y desangró más licor, una vez más.

- ¡No te vayas, no te vayas! , ¡Si te vas voy a morir! Mi corazón se romperá en pedazos si tengo que verte partir, partir, partir. Si te vas, amada mía, déjame algo de ti. - el viento cambió de dirección y volvió a empujar al chico, que se dio la vuelta para enfrentarle de nuevo - Ella se quitó el pañuelo y los pendientes de cristal, puso uno en el ocaso, otro al alba despertar. Y su chal de luz tejida lo dejó caer al mar.

La última botella rodó sobre la arena, con un ruido sordo. Ashra apretó los puños. Le temblaban las manos.

- La Dama de la Luna al cielo regresó, perder su pañuelo mucha pena le dio. De noche alarga las manos y tira de los bordados, pero al mar ya se ha tejido, al mar ya se ha enredado. Cuando tira de una esquina hace subir la marea, cuando tira de la otra, baja y descubre la tierra.

- ¿Donde has aprendido esa canción? - preguntó Ashra, a media voz. Se había hecho un silencio sepulcral, similar a los que envuelven los templos religiosos.

- No me acuerdo - respondió Irye.

El chico se acercó y le pasó los brazos alrededor de la cintura, apoyando la cabeza en su pecho. Ashra le rodeó con los suyos, le acarició el pelo. Estaba mojado y empezaba a enfriarse.

- Ven, vamos a secarte - le dijo. Luego le levantó en brazos.

Los ojos de Irye parecían dos perlas exóticas observándole con devoción. Tragó saliva, rozándole las mejillas con los dedos de una mano, ásperos y grandes. La piel del chico era fina, delicada como los pétalos de una flor joven. Cerró los ojos y le besó en los labios, un gesto tierno y sutil que iba como siempre acompañado de la aguda punzada de la culpa.

Pronto, la culpa se marchó, el frío se convirtió en calor y el dolor en consuelo. El viento amainó. La arena, transportada por la brisa, cubrió poco a poco los cascos vacíos de las botellas de cristal.

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