viernes, 26 de noviembre de 2010

11.- Djinn

El deslumbrante sol de Tanaris le hería los ojos. El mismo aire estaba caliente, era un vapor espeso y congestionado de arena que apenas podía respirarse ahora, cuando el viento soplaba con tanta intensidad que atronaba los oídos. Con el rostro cubierto por el pañuelo, Haari aguardaba, los párpados entrecerrados, la maza en la mano y los tótem sagrados dispuestos, la llegada del ataque que no parecía llegar nunca.

Habían montado el campamento en el desierto, y las lonas de las tiendas se agitaban, furiosas. Estaban trabajando bien contra los ladrones de agua, pero ella había percibido las alteraciones en el mundo espiritual varias noches antes. Sabía que los Furiarena les estaban siguiendo. Sus siluetas ahora se recortaban de cuando en cuando tras las dunas, acechando. Manchas rojizas, lejanas y casi informes a través de la tormenta desértica que iba cobrando intensidad.

Ashra y Drabor permanecían a su lado, embozados y con las manos en las empuñaduras, los ojos escrutando el horizonte. Poco mas atrás, el resto de los mercenarios aguardaban, preparados para el combate, en la tensa calma y el silencio. Haari había contado varias siluetas, más de treinta. No estarían en igualdad de número, pero confiaba en que ellos pudieran ser más inteligentes que sus rivales.

El humano del parche resolló y se cubrió bien la negra cabellera con el embozo.

- Zulfi, ¿Por qué no atacamos nosotros? - murmuró. Era la tercera vez que lo proponía.

Haari negó con la cabeza.

- Nosotro'h no. Que ataquen ellos. Es...tán invocando la tormenta de arena. No podemos contrariar a los Elementos.

Ashra y Drabor intercambiaron una mirada, pero no dijeron nada más. Haari sabía que no comprendían, pero al menos no ponían en duda sus decisiones. Hasta ahora, las cosas habían salido bien para todos cuando no habían contrariado a los elementos, sin duda había sido así. Y no pensaba romper esos sagrados preceptos por nada del mundo. Si los Furiarena invocaban la tormenta, lucharían bajo ella y la usarían en su favor.

- Vienen ya.

Era la voz de Ashra. Haari tomó aire, confiando en los sentidos del elfo, y comenzó los rituales, mientras Drabor hacía señas a los combatientes. Se posicionaron tras la duna, dispuestos a defender el campamento.

Los trol no eran especialmente ingeniosos en sus estrategias, y la Zulfi era consciente de ello. Sus técnicas de emboscada rara vez admitían variación; su raza, bien lo sabía, se acostumbraba a hacer las cosas de una determinada manera y rara vez cambiaban. Los Furiarena eran sanguinarios y rápidos, conocían el desierto a la perfección, y tenían el viento a favor.

Saltarían las dunas sin problemas y muchos encontrarían la muerte en las estacas que habían colocado en la pendiente, pero aun así... entrecerró los ojos. Las sombras rojizas se movían con velocidad entre el velo denso de la tormenta. Haari permaneció en pie.

La primera figura apareció, una forma alta de cresta roja, gruñendo y con la mirada perdida y llameante. La enorme maza de acero se alzó.

- ¡O'hoba! ¡O'hoba! - cantó la Zulfi.

El grito de los hombres y mujeres de Mueh'zala Atal se elevó, uniéndose al bramido de la tempestad. Los aceros desenvainaron y silbaron las flechas. Haari interpuso el escudo, ladeándose, cuando la maza cayó sobre ella, y un golpe de agua precipitó al trol duna abajo. Su cuerpo se empaló en la estaca.

- ¡T'eif godehsi wha! - las voces de los furiarena se enredaron en el viento.


Entonces, algo prendió el temor en el interior de la joven Zulfi. El ataque de los Furiarena era extraño y definido, pero varios de ellos habían pasado a su lado sin golpearla. Parecían precipitarse directamente hacia el campamento, con la mirada encendida, sin tenerles en cuenta para nada. Algunos morían en el trayecto, atravesados por las espadas, empalados en la barricada. Otros, aún heridos, se arrastraban hacia las tiendas, donde no quedaba nadie.


Era absurdo. Si querían arrasarles, matarles o capturarles, ¿Qué clase de actuación era aquella? Rara vez dejaban los furiarena a un enemigo en pie, y éstos parecían precipitarse como una oleada en busca de algo. Intercambió una mirada con sus lugartenientes. Drabor también parecía algo confundido. Ashra, por el contrario, iba eliminando rivales a medida que se cruzaba con ellos, de nuevo sumergido en el acto del combate y sin darse cuenta, aparentemente, de que algo no estaba bien.

Entonces les escuchó.


- ¡Djinn! ¡Djinn, yora'tok!


Se volvió repentinamente hacia la voz. Uno de los Furiarena había llegado al campamento. El campamento en el que sí había alguien, un muchacho embozado, un elfo bajito y menudo para su raza. El trol le había agarrado del cabello, el embozo con el que se cubría se enredaba en la garganta de Iryë, quien oponía una resistencia silenciosa mientras el trol le arrastraba, gritando, repitiendo las mismas palabras.


- ¡Djinn! ¡Djinn, yora'tok! ¡Djinn, yora'tok!


"No es posible", pensó Haari. Sí, sí era posible, constató. Casi al mismo tiempo que la incredulidad le asaltaba, la confirmación era un hecho. Sólo debía encajar las piezas. Pero ahora no era momento de pensar.


Iryë había desenvainado una daga de su bota y la había clavado en el costado del trol, retorciéndola con saña, sin mudar su expresión. El furiarena gritó, la sangre manchó la tierra blanca, pero varios más se precipitaban hacia el chico.


- ¡Al campamento! - exclamó Drabor - ¡Rodeadles!


Haari descendió de un salto. Corrió, con el escudo y la maza de fresno, dejando atrás los tótem. El muchacho elfo aguardaba, con la daga ensangrentada entre las manos, mirando con indiferencia a la multitud de enemigos que se arrojaban con ojos furiosos sobre él, en su busca. La Zulfi extendió la mano. Cerró los dedos sobre la muñeca de Iryë y le arrastró fuera del campamento, mientras las filas de los Mueh'zala Atal se cerraban tras ellos, cercando a los furiarena y terminando con el trabajo.


La tormenta no amainaba. Le agitaba la túnica de cuero con plumas, colas de zorro y pieles de zarigüeya. Llevó al chico algo lejos y le encaró, mientras el bramido del viento se teñía con el sonido de la batalla. Gritos, hojas cruzadas, golpes secos, huesos rompiéndose. Fijó la mirada en el muchacho, que no entornaba los ojos a pesar de tener el viento en contra. Su pelo, rojo y negro, se sacudía bajo la tempestad, los rizos se le despeinaban, y la miraba, inmóvil, inexpresivo, con la daga ensangrentada en la mano.


- Vinieron por tí - dijo la Zulfi. Su voz era seca, cortante, pero suave. Nunca antes había hablado con el muchacho que Ashra rescató. - ¿Les llamaste tú, djinn?


Iryë no respondió. Ladeó la cabeza, frunciendo un poco el ceño, como un animalillo curioso.


- Mueh'zala Atal está luchando con trol furiarena. ¿Tu llamaste? Vinieron por tí. Responde, djinn, te lo ordeno - gruñó, extendiendo las manos - te lo ordeno.


El chico arqueó ambas cejas y soltó una risita. En medio de una tormenta del desierto, una risa cascabeleante, burlona y extraña, que pareció encontrar eco en el aire. Irye golpeó las manos de Haari con los dedos finos y regresó al combate, con la daga empuñada. Pasó a su lado sin temor alguno, y a medio camino se volvió para dedicarle una mirada que le resultó burlona e insolente. Los ojos rosados destellaron.


Y el viento cesó.

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